Gloria

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Al día siguiente, tanto Darwin como Martin tenían una temperatura de 38,5 grados, molestias e incomodidades, dolor de garganta y un zumbido en los oídos: todos los síntomas de la gripe. Por placentero que fuera pensar que el agente de contagio probablemente hubiera sido Sonia, ambos estaban para el arrastre, y Darwin, que se negaba categóricamente a guardar cama, parecía, con su bata de vivos colores, un boxeador peso pesado, todo enrojecido y desgreñado como después de una larga pelea. Vadim, desdeñando heroicamente el contagio, trajo los medicamentos, mientras Martin, que había echado una manta y un abrigo (ninguno de los cuales hacía mucho por alejar sus temblores) sobre el cobertor, permaneció en la cama con el semblante ceñudo, y, en cada forma, en cada relación entre objetos cualesquiera, manchas o sombras, veía perfiles humanos: rostros narigones, narices aguileñas, mohines negroides; a menudo uno se pregunta por qué la fiebre se especializa tan asiduamente en dibujar caricaturas más bien vulgares. Dormitaba, y de inmediato estaba bailando el fox-trot con un esqueleto, que, al bailar, empezaba a desajustarse y a perder los huesos, por lo menos hasta el final del baile. O debía presentarse a un atroz examen, muy distinto del que Martin debería rendir un par de meses más tarde, en mayo. En el examen del sueño se le planteaban monstruosos problemas con grandes equis de acero envueltas en algodón en rama, mientras que en el verdadero, en una aula espaciosa cruzada por un polvoriento rayo de sol, los estudiantes de filología debían redactar tres composiciones en una hora, y Martin, echando un vistazo de vez en cuando al reloj de pared, escribió, con su letra grande y redonda, sobre la banda de Iván el Terrible, sobre Baratynski, sobre las reformas de Pedro el Grande, sobre Loris-Melikov.

La vida en Cambridge se acercaba a su fin, pero un algo de radiante apoteosis esperaba a los días finales, pues mientras se aguardaban los resultados de los exámenes uno podía pasarse la tarde tomando sol echado en un colchón que flotaba lánguidamente por el Cam bajo el majestuoso auspicio de los castaños rosados. En aquella primavera, Sonia se trasladó con su familia a Berlín, donde Zilanov había comenzado a publicar un semanario escrito en ruso, y ahora Martin, boca arriba bajo el lento desplazamiento de las ramas, recordaba su último viaje a Londres. Darwin no había querido ir. Pidió indolentemente que se transmitieran sus saludos a Sonia, meneó sus dedos en el aire y volvió a sumergirse en su libro. Cuando Martin llegó, la casa de los Zilanov estaba en ese temible estado de asolamiento que tanto odian los viejos perros falderos; los basset gordos, por ejemplo. La sirvienta y un joven de cabellos despeinados con un cigarrillo detrás de la oreja bajaban un baúl por la escalera. En el living, ensimismada en impenetrables pensamientos, una Irina llorosa se comía las uñas. En uno de los dormitorios cayó al suelo un objeto de cristal, rompiéndose, y como respuesta inmediata sonó el teléfono del estudio, sin que nadie le prestara la menor atención. En el comedor, cubierto por otro, aguardaba humildemente un plato, cuyo contenido no dejaba de ser misterio. Desde algún lugar llegó Zilanov, vestido con un abrigo negro a pesar del tiempo caluroso, y se sentó a escribir con la misma frialdad que si se tratara de un día cualquiera. Nómada inveterado, evidentemente no le importaba en lo más mínimo que al cabo de una hora debieran partir hacia la estación, o que, en un rincón, una canasta de libros esperara aún que la cerraran. Escribía como si nada ocurriera, sentado en una corriente de aire que encabritaba las tiras de papel engomado para envolver y las hojas de los periódicos viejos. Sonia estaba de pie en el centro de su cuarto, con las manos en las sienes y repartiendo su melancólica mirada entre un voluminoso paquete y una maleta totalmente llena. Martin se sentó a fumar en el antepecho de la ventana. La madre y la tía de Sonia entraban a menudo a buscar alguna cosa, no lograban encontrarla, y se iban.

—¿Estás contenta de irte a Berlín? —preguntó Martin sombríamente, observando el cigarrillo, con su excrecencia de ceniza que se asemejaba al follaje de los abetos atacados de liquen con un ominoso sol brillando detrás.

—No me importa —respondió Sonia, calculando mentalmente si la maleta cerraría.

—Sonia —dijo Martin un minuto después.

—¿Qué? ¿Qué quieres? —murmuró ella, saliendo de su trance, y de pronto comenzó a zangolotear la maleta, planeando tomarla por sorpresa con una súbita arremetida.

—Sonia —repitió Martin—, ¿es cierto realmente que…?

Volvió a entrar la tía, buscó en un rincón y, respondiendo negativamente a alguien que estaba en el comedor, salió presurosamente sin cerrar la puerta.

—¿Puede ser realmente cierto —prosiguió Martin— que no volvamos a vernos más?

—Eso lo decidirá Dios —contestó distraída Sonia.

—Sonia —insistió Martin.

Ella lo miró con una mueca en los labios (¿o era una sonrisa?).

—Sabes —comentó—, me ha devuelto todas las cartas, todas las fotos, todo. Qué tipo raro. Podría haberse guardado las cartas. Perdí media hora rompiéndolas y echándolas por el retrete, y ahora el retrete está obstruido.

—Te has portado mal con él —dijo Martin ásperamente—. No puedes alimentar las esperanzas de una persona y luego volverle la espalda.

—Tú no te metas —exclamó Sonia con un pequeño chillido en la voz—. ¿Esperanzas de qué? ¿Cómo te atreves a hablar de esperanzas? ¡Qué vulgaridad, qué basura! Y, en general, ¿por qué no dejas de molestarme? Trata de sentarte sobre esta maleta en cambio —agregó en un tono más bajo.

Martin se sentó sobre la tapa y presionó con fuerza.

—No cerrará —dijo con voz ronca—. Y no entiendo por qué te enfadas de ese modo. Yo solo quería decir…

En ese momento se oyó un desganado clic y, sin dar tiempo a que la maleta se recobrara, Sonia giró la llavecilla en la cerradura.

—Ahora todo está bien —dijo—. Ven, Martin. Vamos a hablar sinceramente.

Por la puerta asomó la cabeza de Zilanov.

—¿Dónde está mamá? —preguntó—. ¿No dije que dejaran mi escritorio como estaba? Ahora ha desaparecido el cenicero; tenía dos sellos dentro.

Cuando se fue, Martin tomó la mano de Sonia entre las suyas, la apretó con las palmas y dejó escapar un melancólico suspiro.

—Eres un muchacho muy amable, después de todo —dijo Sonia—. Nos escribiremos, y tal vez algún día vayas a Berlín, o quizás algún día nos encontremos en Rusia, ¿no sería divertido?

Martin meneó la cabeza y sintió que a sus ojos asomaban las lágrimas.

Sonia apartó la mano.

—Ah, bueno, si quieres hacer pucheros —dijo enojada—, anda, hazlos, para satisfacción de tu corazón.

—Ah, Sonia… —suspiró Martin, apenado.

—¿Qué es exactamente lo que quieres de mí? —preguntó ella entrecerrando los ojos—. Por favor, dime, ¿qué es lo que quieres de mí?

Martin volvió la cabeza y se encogió de hombros.

—Escucha —dijo Sonia—, es hora de bajar, hora de irse, y tus lloriqueos solo consiguen exasperarme. Por el amor de Dios, ¿por qué no podemos dejar que todo siga siendo hermoso y simple?

—En Berlín te casarás —musitó Martin, desesperado.

Como en una farsa, la sirvienta entró de golpe y tomó la maleta. La señora Zilanov, con el sombrero ya puesto, apareció tras ella.

—Es hora de salir —dijo—. ¿Has recogido todo lo de aquí? ¿No te olvidas de nada? Esto es horrible —comentó dirigiéndose a Martin—. Habíamos planeado salir mañana, con tranquilidad.

Desapareció, pero por un instante su voz siguió oyéndose en el pasillo, donde le hablaba a alguien de los urgentes negocios de su esposo, y Martin se sintió tan profunda, tan irremediablemente entristecido por toda aquella conmoción y aquel desorden, que deseó despedirse de Sonia de mala manera, desligarse de ella lo más rápido posible y regresar a Cambridge y a su sol perezoso.

Sonia sonrió, lo tomó de los hombros y lo besó en el puente de la nariz.

—No lo sé… tal vez —susurró, y, esquivando velozmente el violento abrazo de Martin, levantó un dedo admonitorio—. Tout beau, perrito —advirtió, pero luego se distrajo, pues en ese momento, desde el piso inferior, llegaba el sonido de tremendos, imposibles sollozos que conmovían toda la casa—. Vamos, vamos —apuró Sonia—. No puedo entender por qué la pobre criatura está tan triste por tener que mudarse. Termina, maldita sea, ¡suéltame!

Al pie de la escalera, Irina se sacudía dando alaridos, aferrada a la baranda. Su madre la consolaba tiernamente, diciéndole «Ira, Irochka», en tanto que Zilanov, utilizando un frecuente recurso, extrajo su pañuelo, le hizo rápidamente un grueso nudo con grandes orejas, se calzó el pañuelo en la mano y lo manipuló de modo que pareciera un hombrecillo en camisón y gorro que se metía cómodamente en la cama.

En la estación, Irina rompió a llorar de nuevo, solo que más resignada y silenciosamente. Martin deslizó en su bolsillo una caja de dulces que en realidad estaba destinada a Sonia. Zilanov no tardó más en sentarse que en abrir su periódico. La señora Zilanov y la señora Pavlov contaron las maletas con los ojos. Con su ruido característico, las puertas empezaron a cerrarse; el tren se movió. Sonia asomó la cabeza, apoyó los codos sobre la ventanilla, y por unos instantes Martin caminó junto al vagón. Luego se quedó atrás, y una Sonia ya muy lejana le envió un beso con la mano, y Martin tropezó con una caja que había sobre el andén.

—Bueno, allí van —suspiró, y sintió cierto alivio.

Emprendió camino hacia la otra estación, compró el último número de una revista humorística con un monigote en la portada, todo nariz, mentón y joroba, y, cuando hubo leído hasta el último chiste que había en ella, fijó la mirada en los tranquilos campos que pasaban.

—Amor mío, amor mío —repitió varias veces.

Y, observando a través de una cálida lágrima la verde escenografía, imaginó que, después de muchas aventuras, llegaría a Berlín, buscaría a Sonia, y, como Otelo, le contaría una historia de fugas escalofriantes y riesgos desastrosos.

—No, no puedo seguir así —dijo, restregándose el párpado con un dedo y tensando el labio superior—. No, no. Menos palabras y más acción.

Cerrando los ojos y arrellanándose cómodamente en el rincón, comenzó a prepararse para una peligrosa expedición, estudiando un mapa imaginario. Nadie sabía lo que se proponía hacer. Solo podría decírselo a Darwin: adiós, buena suerte, el tren del norte empieza a andar. Y en medio de estos preparativos Martin se duerme, como en otros tiempos solía dormirse mientras se ponía las ropas de jugar al fútbol en sus fantasías. Estaba oscuro cuando llegó a Cambridge. Darwin leía aún el mismo libro, y bostezó como un león cuando entró Martin. Y aquí Martin cedió a una pequeña y maligna tentación por la que habría de pagar posteriormente. Fingiendo una sonrisa evocadora, se quedó mirando al vacío, y Darwin, terminando de bostezar sin prisa alguna, lo miró intrigado.

—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo Martin en voz baja y cargada de sentimiento—. Oh, si pudiera contártelo todo…

En cierto sentido aquello era verdad, pues, cuando se había quedado dormido en el tren, había urdido un sueño inspirado en algo dicho por Sonia. En el sueño ella apretaba la cabeza de Martin contra su tierno hombro y se inclinaba sobre él, rozándolo con los labios, musitando tenues palabras de amor, y ahora se hacía difícil separar la fantasía de los hechos.

—Bueno, me alegro por ti —dijo Darwin. Una vergüenza súbita se apoderó de Martin, y, silbando como para sí, se fue a dormir.

Una semana más tarde recibió una postal con una fotografía de la Puerta de Brandenburgo cubierta por la desprolija letra de Sonia, descifrando la cual pasó largo tiempo, tratando en vano de encontrar un significado oculto donde solo había palabras triviales. Y ahora, derivando por el río bajo las ramas en flor más cercanas, Martin rememoraba su último encuentro con Sonia en Londres, analizándolo, probándolo con distintos ácidos: una labor agradable, pero no muy fructuosa. Era un día caluroso. El sol penetraba sus párpados con un lánguido color rojo fresa; oía el apacible chapaleo del agua y la música suave y distante de los fonógrafos flotantes. Al rato abrió los ojos y allí, en el torrente de luz solar, estaba Darwin, reclinado sobre los almohadones del lado opuesto, vestido, como él, con pantalones de franela blancos y camisa con cuello abierto. La pértiga que impulsaba la batea estaba en manos de Vadim. En sus agrietados zapatones brillaban gotas de agua y había una expresión resuelta en su rostro de facciones definidas: le gustaba navegar, y ahora cumplía un rito sagrado, por así decirlo, manejando hábilmente la pértiga, rítmicamente, sacándola del agua y volviendo a hundirla cada vez. La batea se deslizaba entre las floridas orillas; el agua verde transparente reflejaba ora castaños, ora cambrones con flores de color blanco lechoso. De vez en cuando caía algún pétalo y se podía ver cómo el reflejo corría a encontrarse con él desde las profundidades del río, y luego ambos convergían. Perezosa, silenciosamente —si se descontaba el arrullo de los fonógrafos—, pasaban otras bateas, o de vez en cuando una canoa. Hacia adelante, Martin reparó en una sombrilla de vivos colores que giraba hacia uno y otro lado, pero nada se veía de la muchacha que la hacía rotar, excepto una mano, incongruentemente enfundada en un guante blanco. Un muchacho con gafas conducía la batea, manejando la pértiga con muy poca destreza, de modo que el bote seguía un curso ondulante, haciendo que Vadim, empapado de desprecio, no supiera por qué lado pasar. En el primer meandro, la batea enfiló inexorablemente hacia la orilla, la sombrilla quedó de perfil, y Martin reconoció a Rose.

—Mirad, qué divertido —dijo.

Y Darwin, sin mover los gruesos trazos sobre los que descansaba su nuca, volvió los ojos en la dirección de la mirada de Martin.

—No debes saludarla —observó con calma.

Martin sonrió.

—Oh, sí. Claro que lo haré.

—Si lo haces —le advirtió lentamente Darwin—, te arrancaré la cabeza.

Había una mirada extraña en sus ojos, y Martin se sintió molesto, pero, precisamente porque la amenaza de Darwin no le había parecido una broma y lo había atemorizado, al pasar junto a la batea encallada entre los arbustos de la orilla, gritó:

—¡Hola! ¡Hola, Rose!

Y ella sonrió en silencio, haciendo centellear los ojos y girar la sombrilla. En su esfuerzo el muchacho de las gafas dejó caer la pértiga, salpicando, y al poco rato los dos quedaron ocultos tras la curva, y Martin volvió a recostarse para contemplar el cielo.

Después de haberse desplazado en silencio durante unos minutos, Darwin saludó a su vez a otra persona:

—¡John! —bramó—. ¡Rema hacia aquí!

John sonrió y empezó a retroceder. El joven, de cejas negras y cuerpo macizo de tanto remar, era un brillante matemático que recientemente había ganado un premio por uno de sus ensayos. Navegaba en una baja piragua (nomenclatura de Vadim), moviendo el reluciente remo muy junto al costado del bote.

—Oye, John —anunció Darwin—. Aquí me han retado a pelear, y quiero que seas mi padrino. Elegiremos un sitio tranquilo.

—De acuerdo —contestó John, sin demostrar la menor sorpresa.

Y, mientras remaba al costado de la batea, comenzó a hablar de un estudiante que había adquirido hacía poco una canoa de fondo y la había estrellado en seguida en un intento de carrera por el estrecho Cam. Martin permaneció reclinado sobre los almohadones, inmóvil. Allí estaban, el familiar temblor y la debilidad en las piernas. Tal vez Darwin estuviera bromeando después de todo. ¿Qué motivos tenía para enfadarse de ese modo?

Vadim, inmerso en la mística de la navegación, parecía no haber oído nada. Dos o tres vueltas después, Darwin le pidió que se dirigiera hacia la costa. El atardecer ya se acercaba. El río estaba desierto en aquel punto. Vadim enfiló la batea hacia una pequeña lengua de tierra verde que se proyectaba desde detrás de una bóveda de hojas. La embistieron suavemente, deteniéndose.

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