Gloria

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Estaba acentuándose el crepúsculo, los ruiseñores comenzaban a trinar, los opacos prados y los oscuros matorrales respiraban humedad. La niebla del río se había tragado a John y a su canoa. Empujando otra vez la batea, Vadim, una blanca y fantasmal figura en las tinieblas, sumergía su espectral pértiga con un suave movimiento de sonámbulo. Martin y Darwin, flojos, lánguidos y magullados, iban sentados uno al lado del otro sobre los cojines, contemplando con sus tres ojos sanos el cielo, que de tanto en tanto era cruzado por alguna rama oscura. Y aquel cielo, y la rama, y el mero chapaleo del agua, y la silueta de Vadim, ennoblecida por su amor a la navegación, y las luces de colores de las linternas de papel sobre las proas de las bateas que pasaban, y el pensar que al cabo de unos pocos días Cambridge habría terminado, que tal vez aquella fuera la última vez que los tres paseaban juntos en bote por el estrecho y nebuloso río, todo aquello se mezcló en la mente de Martin convirtiéndose en algo prodigioso, fascinante, y el intenso dolor en la cabeza y los hombros se le antojó dueño de una cualidad romántica, exaltada, pues herido de igual modo había flotado Tristán, solo, con su arpa.

Una vuelta más y llegaron a la costa. La costa en la que Martin desembarcó era muy serena, clara y llena de distracciones. Él sabía, no obstante, que por ejemplo el tío Enrique seguía convencido de que aquellos tres años de deportes acuáticos en Cambridge habían sido un despilfarro, porque Martin se había embarcado en un crucero filológico, un crucero no precisamente muy distante, en lugar de aprender una profesión útil. Pero Martin, con toda honestidad, no entendía por qué era peor ser experto en letras rusas que ingeniero de transportes o comerciante. En realidad, la casa de fieras del tío Enrique —todo el mundo tiene la suya— albergaba, entre otras criaturas, una pequeña bestia negra, y para él esta bête noire era el siglo XX. Ahora bien, esto sorprendía a Martin, puesto que según su opinión uno no podía siquiera imaginar un siglo mejor que aquel en que él vivía. Ninguna otra época había tenido tal brillantez, tal atrevimiento, tales proyectos. Todo lo que había alboreado en otras épocas —la pasión por explorar tierras desconocidas, los experimentos audaces, las gloriosas proezas de la curiosidad desinteresada, los científicos que quedaban ciegos o explotaban en pedazos, las conspiraciones heroicas— ahora emergía con una fuerza sin precedentes. El frío suicidio de un hombre después de haber perdido millones en la bolsa impactaba la imaginación de Martin tanto como, pongamos por caso, la muerte de un general romano abalanzándose sobre su propia espada. El anuncio de un automóvil atrayendo vivamente la atención sobre sí desde un salvaje y pintoresco desfiladero en algún paraje de un pico alpino absolutamente inaccesible lo emocionaba hasta las lágrimas. La afable y expresiva constitución de las máquinas muy complicadas y a la vez muy simples, como el tractor o la linotipia, por ejemplo, lo inducían a reflexionar que el bien de la humanidad era tan contagioso que infectaba al metal. Cuando, a una pasmosa altura del cielo azul que cubría la ciudad, un avión del tamaño de un mosquito emitía esponjosas letras de un blanco lechoso, cien veces más grandes que él, reproduciendo en dimensiones divinas el nombre de una firma, a Martin lo invadía un sentimiento de impotencia y maravilla. Pero el tío Enrique, como si arrojara golosinas a su bestezuela negra, hablaba con horror y repulsión del ocaso de Europa, de la fatiga de postguerra, de esta pragmática época nuestra, de la invasión de las máquinas inanimadas. En su imaginación existía cierta conexión diabólica entre el fox-trot y los rascacielos por un lado, y entre las modas de las mujeres y los cócteles por el otro. Más aún, el tío Enrique tenía la impresión de vivir en una época de terrible prisa, y era particularmente divertido cuando charlaba de esta prisa, algún día de verano, al costado de un camino de montaña, con el cura local, mientras las nubes se desplazaban serenamente y el viejo caballo rosado del abate, haciendo tintinear su cencerro al espantarse las moscas, parpadeando con sus blancas pestañas, bajaba su cabeza con un movimiento lleno de inefable cariño y mordisqueaba con fruición la hierba que bordeaba el camino, con espasmódicas sacudidas de su piel o un cambio de cascos de vez en cuando, y, si la conversación sobre el desenfrenado apuro de nuestros días, sobre el todopoderoso dólar o sobre los argentinos que seducían a todas las muchachas de Suiza, se prolongaba demasiado, y el caballo ya había comido los últimos tallos tiernos de entre otros más duros de un sector dado, se movía un poquito hacia adelante, acompañado por el rechinar de las altas ruedas del calesín. Y Martin no podía apartar sus ojos de los suaves labios del equino y de las hojas de hierba cogidas en cada bocadito.

—Sin ir más lejos, este muchacho, por ejemplo —decía el tío Enrique, señalando a Martin con su bastón—, ha terminado sus estudios en una de las universidades más caras del mundo, pero pregúntele usted qué ha aprendido, para qué está preparado. No tengo la menor idea de qué es lo que hará ahora. En mis tiempos los jóvenes se metían a doctores, soldados, notarios, mientras que él probablemente sueñe con ser aviador o gigoló.

Martin no sabía como ejemplo de qué servía exactamente, pero en apariencia el abate comprendía las paradojas de su tío Enrique y sonreía compasivamente. A veces Martin se irritaba tanto con las conversaciones de este tipo que estaba a punto de decirle alguna grosería a su tío —que también, por desgracia, era su padrastro—, pero se contenía a tiempo, porque notaba la expresión que aparecía en el rostro de su madre cada vez que Enrique se ponía conversador durante la cena. La expresión incluía una pizca de burla amistosa, cierta tristeza y una silenciosa súplica de perdón para el maniático, y aún algo más, inexpresable pero muy sabio. Martin permanecía en silencio, respondiendo mentalmente al tío Enrique de este modo, por ejemplo: «No es verdad que en Cambridge haya dedicado mi tiempo a menudencias. No es verdad que no haya aprendido nada. Colón, antes de intentar meterse a mayores, viajó de incógnito a Islandia para procurarse cierta información, pues sabía que los marinos de ese lugar eran navegantes de largo alcance y muy sagaces. Yo también me propongo explorar una tierra distante».

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