Gloria

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Pero Sonia, ah, Sonia… Desde los pensamientos nocturnos sobre la gloriosa y enigmática expedición, desde sus charlas literarias con Bubnov, desde sus faenas diarias en el club de tenis, Martin retornaba a ella una y otra vez, y colocaba por ella una cerilla sobre la cocina de gas, tras lo cual, con una sonora efusión, la llama azul desplegaba todos sus garfios. Hablarle de amor a Sonia era inútil, pero una vez, mientras la acompañaba a casa desde el café, donde habían bebido ponche sueco con cañitas al lamento de un violín rumano, él estaba sumido en una pasión tan melosa, por la calidez de la noche y porque en cada puerta había una pareja inmóvil —tan contagiosos eran su jovialidad y sus susurros, y sus súbitos silencios, la ondulación crepuscular de las lilas en los jardines de las quintas, y las sombras fantásticas con que la luz de los faroles del alumbrado animaba el andamiaje de una casa en proceso de renovación—, que Martin olvidó su habitual reserva, su habitual temor a que ella se burlara de él, y, por algún milagro, comenzó a hablar —¿de qué?— de Horacio. Sí. Horacio había vivido en Roma, y Roma, a pesar de sus numerosos edificios de mármol, tenía el aspecto de una aldea extensa, y en ella se podía ver gente persiguiendo a un perro loco, o cerdos chapoteando en el lodo junto a sus cochinillos negros, y por todas partes había construcciones: los carpinteros martilleaban, una carreta cargando mármol ligurino o un pino enorme pasaba traqueteando. Pero hacia el atardecer el barullo cesaba, así como Berlín caía en el silencio a la hora del crepúsculo, tras lo cual venía el rechinar de las cadenas de hierro de las tiendas que cerraban ante la proximidad de la noche, muy parecido al rechinar de las tiendas de Berlín a la hora de cerrar, y Horacio iniciaba su paseo hacia el Campo de Marte, débil pero panzudo, con su cabeza calva y sus grandes orejas, enfundado en una toga sucia y mojada, y escuchaba los cariñosos susurros bajo los pórticos, las fascinantes risas en los rincones oscuros.

—Eres tan amoroso —dijo Sonia de repente— que tendré que besarte. Espera, vayamos allí.

Cerca del portal de un parque, bajo un desborde de oscuro follaje, Martin atrajo a Sonia contra sí, y, para no perderse ni el menor detalle de aquel momento, no cerró los ojos mientras besaba lentamente los labios fríos y suaves de la muchacha, mirando el reflejo de luz pálida en la mejilla y el tremor de los párpados entornados: estos se elevaron durante un instante, descubriendo un resplandor húmedo, ciego, y volvieron a cerrarse. La agitaban pequeños estremecimientos, sus labios se abrían bajo los de él, pero rompiendo el hechizo su mano apartó el rostro de Martin, y en un débil susurro, castañeteando los dientes, le imploró que se detuviera.

—¿Qué pasaría si yo estuviera enamorada de otra persona? —preguntó Sonia con inusitada vivacidad cuando estuvieron nuevamente caminando por la calle.

—Sería horrible —dijo Martin.

Sentía que había habido un momento en el que podía haber cogido firmemente a Sonia, pero ahora ella había vuelto a escapársele.

—Quita el brazo —indicó la muchacha—. No puedo caminar así. Te comportas como un empleado de tienda en domingo.

Y la última esperanza de Martin, la placentera sensación del brazo de Sonia bajo la palma de su mano, también se desvaneció.

—Por lo menos él tiene talento —dijo ella—, pero tú, tú no eres nada; solo un chico que viaja.

—¿Talento? ¿De quién estás hablando?

Ella no contestó y guardó silencio durante el resto del camino hasta la casa. No obstante volvió a besarlo en el umbral, rodeándole el cuello con su brazo desnudo. Su expresión fue seria y su mirada se mantuvo baja, mientras cerraba la puerta con llave desde el interior. Él la miró a través del cristal: allí va, subiendo las escaleras, acariciando la baranda, y ahora la curva de la escalera la oculta… y esa luz que se ve es la de su pieza.

«A Darwin le hizo lo mismo», pensó Martin, y sintió una tremenda necesidad de ver a su viejo amigo. Darwin, sin embargo, estaba lejos, en Norteamérica, desempeñando una corresponsalía para un periódico de Londres. Al día siguiente todos los rastros del romance habían desaparecido, como si nunca hubiera existido, y Sonia se fue al campo con sus amigos, a Peacock Island, a nadar y a un picnic, sin que Martin lo supiera. Aquella tarde, un minuto antes del cierre de las tiendas, él había comprado un perro de peluche con una gran cinta carmesí y estaba llegando a casa de Sonia con el objeto bajo el brazo cuando se encontró con todo el grupo de regreso en la calle. Sonia tenía la americana de Kallistratov sobre los hombros, y entre él y ella resplandecía repetidas veces un gesto de burla, cuyo significado nadie se molestó en explicar a Martin.

Martin le escribió una carta a Sonia y se mantuvo alejado durante varios días. Ella le contestó una semana más tarde aproximadamente, con una postal en colores que mostraba a un chico bien parecido inclinado sobre el respaldo de un banco verde en el que estaba sentada una chica muy guapa, admirando un ramo de rosas, con una rima alemana en letras doradas al pie: «Deja que un corazón sincero calle lo que dicen las rosas del valle». En el reverso Sonia había garrapateado: «¿No son dulces? Aquí tienes un verdadero noviazgo. Oye, necesito tu ayuda, a mi raqueta se le han soltado tres cuerdas». ¡Y ni una sola palabra de la carta! No obstante, durante una de las visitas siguientes de Martin, Sonia dijo:

—Me parece ridículo que no puedas faltar uno o dos días de vez en cuando. Seguramente Kindermann puede reemplazarte.

—Él tiene sus propias lecciones —respondió Martin, dudando.

Pero habló con Kindermann, y así una maravillosa mañana, impecable, sin una sola nube, Martin y Sonia partieron hacia las afueras de la ciudad, con sus pinos, sus cañas y su lago, y Martin cumplió heroicamente su promesa de no ponerse cargoso, según las palabras de Sonia, y no intentó besarla. Algo que discutieron aquel día terminó originando una serie de intercambios muy especiales entre los dos. Con ánimos de impresionar la imaginación de Sonia, Martin aludió vagamente a que se había unido a un grupo secreto de conspiradores antibolcheviques que organizaban operaciones de reconocimiento. Era totalmente cierto que dicho grupo existía; de hecho, un amigo común a ambos, el teniente Melkikh, había cruzado la frontera dos veces en misiones peligrosas. También era cierto que Martin no cesaba de buscar una oportunidad de hacerse amigo suyo (incluso una vez lo había invitado a cenar), y siempre lamentaba no haber conocido en Suiza al misterioso Gruzinov, a quien Zilanov había mencionado, y quien, de acuerdo con la información que Martin había reunido, emergía como hombre de grandes aventuras, terrorista, espía muy especial y cerebro de las recientes rebeliones campesinas en contra del orden soviético.

—Jamás se me ocurrió que pensaras en esas cosas —dijo Sonia—. Claro que, sabes, si realmente has entrado en esa organización, es muy ingenuo andar divulgándolo inmediatamente por ahí.

—Oh, solo estaba bromeando —dijo Martin, y entrecerró los ojos enigmáticamente, como para que Sonia pensara que había querido transformar el asunto en una broma.

Sin embargo, ella no reparó en ese matiz; extendida sobre la tierra seca y salpicada de hierba, bajo los pinos cuyos troncos manchaba de color el sol, puso los brazos desnudos tras su cabeza, descubriendo sus encantadoras axilas, que había empezado a afeitarse recientemente y que ahora estaban sombreadas como con lápiz, y dijo que era algo extraño, pero que ella había pensado muy a menudo en la existencia de una tierra en la que no se admitiera a los mortales comunes.

—¿Cómo llamaremos a esta tierra? —preguntó Martin, recordando de pronto sus juegos con Lida en la fabulosa costa de Crimea.

—Con algún nombre del norte —contestó Sonia—. Mira aquella ardilla.

La ardilla, jugando al escondite, trepó saltando al tronco de un árbol y desapareció entre el follaje.

—Zoorlandia, por ejemplo —dijo Martin—. Un marino normando la menciona.

—Sí, por supuesto: Zoorlandia —coincidió Sonia.

Y Martin sonrió ampliamente, algo asombrado por la inesperada capacidad de la joven para soñar despierta.

—¿Puedo sacar una hormiga? —preguntó Martin, cambiando de tema.

—Depende de dónde.

—Tu media.

—Largo de aquí, compinche —exclamó Sonia dirigiéndose a la hormiga. La apartó con la mano y prosiguió—: Los inviernos son fríos allí, y de los aleros cuelgan carámbanos enormes, formando un sistema, como los tubos de los órganos. Luego se derriten, todo queda muy acuoso y hay manchas de hollín en la nieve que se deshiela. Oh, puedo contarte muy bien cómo es todo. Por ejemplo, acaban de sacar una ley que dice que todos los habitantes deben rasurarse las cabezas, o sea que ahora la gente más importante e influyente son los peluqueros.

—Igualdad de cabezas —comentó Martin.

—Sí. Y naturalmente los pelados son los mejores. Y, sabes…

—Bubnov se lo pasaría muy bien allí —intervino Martin jocosamente.

Por algún motivo Sonia se ofendió y quedó en silencio. Con todo, desde ese día condescendió ocasionalmente a jugar a Zoorlandia con él, pero a Martin lo atormentaba la idea de que ella pudiera estar mofándose en secreto y en cualquier momento le hiciera dar un paso en falso, impulsándolo hacia el límite en que la fantasmagoría pierde su gracia y se sacude al sonámbulo para que vea el borde del techo sobre el que está oscilando, su andariega camisa de dormir, la gente que lo mira desde la acera, los cascos de los bomberos. Pero aun cuando por parte de Sonia aquella fuera una forma de burlarse, no importaba, no importaba, Martin gozaba de la oportunidad de explayarse en presencia de ella. Juntos estudiaron las leyes y las costumbres de Zoorlandia. La región era rocosa, borrascosa, y el viento era considerado una fuerza positiva, puesto que al abogar por la igualdad, no tolerando ni torres ni árboles altos, se subordinaba a las aspiraciones públicas, contentándose con ser un mero estrato atmosférico que mantenía estrecha vigilancia sobre la uniformidad de la temperatura. Y, desde luego, las ciencias y las artes puras estaban proscritas, a fin de evitar que los honestos zopencos se ofendieran al ver el ceño caviloso de los estudiantes o libros ofensivamente gordos. Rapados y ataviados con sotanas pardas, los felices zoorlandeses se calentaban junto a las nogueras, mientras las cuerdas de ardientes violines chasqueaban en elevados registros, y tramaban planes para nivelar la tierra dinamitando las montañas que se erguían con demasiada presunción. De vez en cuando, en medio de la charla general —en la mesa, pongamos por caso—, Sonia solía volverse repentinamente hacia él y le susurraba: «¿Te has enterado? Hay una nueva ley que prohíbe a las orugas transformarse en crisálidas», o: «Olvidé decirte, el Salvador y Aporreador» (apodo de uno de los caudillos) «ha ordenado a los médicos que dejen de meditar y que traten todas las enfermedades exactamente del mismo modo».

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