Gloria

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Cuando despertó a la mañana siguiente, Martin no pudo reconstruir de inmediato el día anterior. Y la causa de que se despertara fue que las moscas le hacían cosquillas en la cara. Una cama notablemente mullida, un ascético lavabo, y, a su lado, un mueble de excusado con forma de violín. La intensa luz azul se colaba por una abertura en la cortina de la ventana. Hacía mucho tiempo que Martin no dormía tan bien, hacía mucho tiempo que no tenía tanto apetito. Descorrió las cortinas y vio ante sí una deslumbrante pared blanca. Más allá, hacia la izquierda, había tiendas con toldos a rayas, un perro manchado sentado en la calle, rascándose detrás de la oreja con la pata trasera, y un arroyuelo de agua chispeante que corría junto al bordillo.

El sonido del botón del timbre que oprimió resonó en toda la posada de dos plantas y, taconeando descaradamente, llegó una camarera de ojos vivaces. Martin encargó mucho pan, mucha mantequilla, mucho café, y cuando la camarera lo hubo traído todo, le preguntó cómo podía llegar a Molignac. La mujer resultó ser conversadora y preguntona. Martin mencionó como al descuido que era alemán, que había sido enviado allí para recolectar insectos. Al oír esto, ella miró intrigada la pared, donde había unas manchas pardorrojizas de aspecto sospechoso. Gradualmente le informó que en un mes, y quizás antes, se establecería un servicio de autocares entre el pueblo y Molignac.

—¿Es decir que uno debe ir caminando? —preguntó Martin.

—¡Quince kilómetros! —exclamó la camarera con horror—. ¡Qué idea! ¡Y con este calor!

Martin dejó sus cosas en la posada y, tras comprar un mapa de la región en el estanco, cuyo cartel era una pipa tricolor que asomaba sobre la puerta, empezó a caminar por el lado soleado de la calle, e inmediatamente se dio cuenta de que el cuello abierto de su camisa y la ausencia de una prenda en la cabeza llamaban la atención general. El pueblo parecía dibujado con tiza blanca y estaba nítidamente dividido en luz y sombra; tenía numerosas pastelerías. Al cabo de un rato, las casas agrupadas fueron extinguiéndose hasta desaparecer y el camino pavimentado entre dos filas de enormes plátanos con manchas de color carne en sus troncos verdes siguió extendiéndose por entre los viñedos. Las escasas personas con quienes se cruzó, bocartes, escolares y esposas campesinas con sombreros de paja negros, lo devoraron con los ojos. A Martin se le ocurrió practicar algo que pudiera resultarle útil en el futuro. Procedió a avanzar con el mayor sigilo, cruzando zanjas y escondiéndose tras los zarzales cada vez que divisaba a lo lejos alguna carreta tirada por un burro con anteojeras o un polvoriento y desvencijado carromato de motor. Después de un par de kilómetros, abandonó el camino por completo y comenzó a abrirse paso paralelo a él junto a la ladera en donde lo ocultaban el breñal de los robles, los lustrosos arrayanes, los almeces. El sol quemaba fieramente, las cigarras cantaban, el fuerte aroma de las especias logró marearlo, y Martin se echó a la sombra durante un minuto, enjugándose el cuello transpirado con un pañuelo. Una ojeada al mapa le indicó que en el quinto kilómetro el camino describía una curva muy pronunciada, y que para llegar a él se podía tomar un atajo por aquella colina, toda amarilla por la retama florecida. Cuando descendió al otro lado, la serpiente blanca del camino reapareció y, mientras caminaba de nuevo junto a él a través de la fragante maleza, se alegró de su capacidad para orientarse.

De pronto oyó el fresco sonido del agua que corre… ¡No podía existir en el mundo una música mejor! En un túnel formado por el follaje y sobre piedras chatas saltaba un arroyo. Martin se arrodilló, sació su sed y exhaló un profundo suspiro. Encendió un cigarrillo. La cerilla ardió en el aire con una llama invisible, y un sabor dulzón a sulfuro se extendió hacia la lengua de Martin. Así, sentado en una roca y escuchando el murmullo del arroyo, gozó la plenitud de su libertad nómada, su libertad de cualquier otro compromiso: era un vagabundo, solitario y perdido en un mundo maravilloso, totalmente indiferente hacia su persona, en el que bailaban las mariposas, corrían las lagartijas y las hojas resplandecían, del mismo modo que en los bosques rusos o africanos.

Fue largo tiempo después del mediodía cuando Martin llegó a Molignac. ¡Conque era allí donde por la noche brillaban las luces que lo habían llamado desde la niñez! Silencio, un calor abrasador. A través del sinuoso arroyuelo que corría junto a la estrecha acera se veía su lecho abigarrado, formado por vidrios rotos. Sobre los guijarros dormitaban tímidos perros blancos, demasiado flacos. En el centro de una plazoleta se erguía un monumento: un personaje femenino, con alas, levantando un estandarte.

En primer lugar Martin visitó el correo, un lugar frío, oscuro y soñoliento. Allí escribió una postal para su madre, acompañado por el penetrante lamento de una mosca, una de cuyas patas había quedado adherida a la cola de un papel cazamoscas de color meladura, fijado en el alféizar de una ventana. Aquella postal fue la primera de un nuevo lote de cartas de los que la señora Edelweiss guardaba en su cómoda: el penúltimo lote.

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