George

George


9 Cena en el Arnie’s

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Cena en el Arnie’s

En el coche, su madre no dijo nada sobre la pelea. Encendió la radio en una emisora que prometía «rock clásico-o-o y moderno» y se dedicó a cantar los estribillos. Cuando llegaron a casa, le sugirió que fuera a lavarse.

En el baño, George se peinó hacia delante. Si bizqueaba ante el espejo, casi parecía una niña. Bueno, de momento. Su piel todavía era suave, pero algún día la testosterona haría que le creciera una espantosa barba por toda la cara. A Scott ya habían empezado a salirle extraños mechones de pelo por debajo de la barbilla.

Se peinó hacia atrás, como siempre, fue a su habitación y se dejó caer en la cama. A los pocos minutos oyó que llamaban suavemente a la puerta.

—¿Puedo entrar? —preguntó su madre.

—Sí.

George se incorporó y su madre se sentó a los pies de la cama.

—George, voy a serte sincera: me preocupas. Ahí fuera hay muchos niños como Jeff, y bastantes otros peores. —Su madre se sopló el flequillo—. Quiero decir que una cosa es ser gay. Los niños salen del armario mucho antes que cuando yo era joven. No será fácil, pero lo sabremos llevar. Pero ¿un gay de ese tipo? —Su madre negó con la cabeza—. Es totalmente distinto.

—Yo no soy gay, ni de ese tipo ni de ninguno.

Al menos, George no pensaba que fuera gay. En realidad no sabía si le gustaban los niños o las niñas.

—¿Y por qué encontré todas esas revistas de chicas en tu armario?

Su madre alzó una ceja, y en la frente se le formó una arruga curva.

George respiró hondo, retuvo el aire y lo soltó. Y otra vez.

—Porque soy una niña.

La cara de su madre se relajó y soltó una breve carcajada.

—¿Se trata de eso? Oh, Gi, yo estaba ahí cuando naciste. Te cambié los pañales, y te prometo que eres cien por cien niño. Además solo tienes diez años. No sabes cómo te sentirás dentro de unos años.

A George se le cayó el alma a los pies. No podía esperar años. Apenas podía esperar ni un minuto más.

—Se me ocurre una idea —dijo su madre dándole una palmadita en la rodilla—. ¿Qué te parece si esta noche hacemos algo especial? Vamos al Arnie’s. —El Bufet Libre Arnie’s era el restaurante preferido de George—. Te sentirás mejor cuando hayas comido nachos, pizza y pastel, como un niño normal. De momento, cálmate un poco. Eso mismo voy a hacer yo.

George sabía que su madre estaba intentando que se sintiera mejor, pero no funcionó. Nada —y sin duda no una cena en un bufet libre— aliviaría el hecho de que su madre no la viera.

Su madre se llevó el ordenador portátil a su habitación y salió solo para rellenarse el vaso de agua con gas. A George le habría apetecido echar un vistazo a sus revistas, pero vio dibujos animados en el sofá hasta las tres, la hora a la que terminaba el colegio. Sabía que Kelly tardaba unos veinte minutos en llegar a su casa en autobús, y por supuesto el teléfono sonó a las 3.22. George descolgó el auricular inalámbrico y se dirigió a su habitación.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Kelly sin molestarse en saludar—. Todo el mundo ha dicho que has provocado una pelea con Jeff. Pero les he dicho que es imposible, que nunca en tu vida te has metido en una pelea, así que ha debido de ser Jeff el que la ha empezado. Bueno, dime, ¿quién ha empezado la pelea, tú o Jeff? ¿Qué te ha hecho? ¿Estás bien? Bueno, está claro que no estás en el hospital ni nada de eso, pero, tío, han dicho que te ha sacudido de lo lindo. ¿Y es verdad que le has vomitado encima? Porque sería lo más divertido que he oído en mi vida, en serio.

Kelly gritaba tanto que George sentía las vibraciones del teléfono. Se lo apartó unos centímetros del oído y esperó a que Kelly terminara.

—¿Estás ahí? —le preguntó Kelly.

—Sí.

—¿Sí qué? ¿Sí estás ahí? ¿Sí le has vomitado encima a Jeff? ¿Sí has provocado la pelea?

—Las tres cosas.

—¿Qué mierda dices, George? ¿Cómo se te ha ocurrido buscar pelea con el matón de la clase?

—No sé. Porque se ha burlado de Carlota, supongo.

La razón de George le pareció una tontería incluso a ella.

—Carlota ni siquiera es real.

—Ya, pero…

—Si vas a ser transgénero y todo eso, vas a tener que ser mucho más cuidadoso. No vas a poder vomitar encima de todos los matones con los que te encuentres.

—Podría intentarlo —dijo George—. ¡Puaj! ¡Puaj! ¡Puaj!

—Pareces una ametralladora vomitadora.

—¡Podría ser un superhéroe!

—Serías Ralph el Ralpher. Hasta podrías tener un lema: «¡Si te peleas conmigo, te vomito encima!».

George y Kelly se rieron, pero luego la conversación se interrumpió y el único sonido procedente del teléfono era el zumbido etéreo de la línea.

—La obra significa mucho para ti, ¿verdad? —le preguntó Kelly rompiendo el silencio.

—Es solo que… —George suspiró—. Solo pensaba que…, bueno…, si fuera Carlota en la obra, quizá mi madre…

—¿Vería que eres una niña?

—Sí —dijo George.

Le pareció curioso oír a Kelly llamándola niña, pero en el buen sentido de la palabra, como un cosquilleo en el estómago que le recordaba que era real.

—Bueno, quizá no sea demasiado tarde —dijo Kelly—. Quiero decir que la obra todavía no se ha representado, ¿verdad?

—Pero el papel es tuyo.

—Hay dos funciones, idiota. Yo puedo hacer una, y tú puedes hacer la otra.

—¿Harías algo así por mí?

—Pues claro. Lo he pensado mientras volvía a casa en el autobús. Puedo asegurarme de que mi padre vaya a la función de la tarde. ¡Puedes hacerlo! En realidad, haces el papel de Carlota mejor que yo.

Era verdad. George había escuchado el texto de Carlota tantas veces que se lo sabía de memoria, y sabía cómo recitarlo; casi como Kelly, aunque diferente en varios momentos clave. Kelly no enfatizaba las palabras correctas, y algunas veces todavía metía la pata en la primera frase de Carlota diciendo «Un saludo» en lugar de «Un cordial saludo».

—Pero ¿cómo?

—¡Facilísimo! Como eres tramoyista, ya irás vestido de negro. Lo único que tienes que hacer es ponerte el chaleco con las patas y estarás perfecto.

Para el papel de Carlota, Kelly llevaba un maillot negro, mallas negras y un chaleco con tres patas cosidas a cada lado.

—Pero la señorita Udell dijo que no podría hacer el papel.

—¿Sabes qué?, la señorita Udell se equivoca. Deberías ser Carlota. Y cuando se dé cuenta de que eres tú, será demasiado tarde. Ya estarás en el escenario y no podrá hacer nada.

George prácticamente podía oír la astuta sonrisa en el rostro de Kelly, que sin duda percibía la suya. Con la ayuda de Kelly, quizá podría ser Carlota.

—Pero ¿qué pasará cuando los demás niños se den cuenta?

—Olvídate de los demás niños. Jeff no estará, y a los demás no les importará.

—¿Y mi madre?

—Creía que actuar delante de tu madre era parte de la idea…

La voz chillona de Kelly atravesó el teléfono.

—Sí, pero…

A George se le encogió el estómago.

—Mira, ¿quieres que tu madre sepa que eres una niña?

—Sí.

—Entonces tienes que ser Carlota. —Kelly lo dijo como si se tratara de elegir helado de fresa en lugar de helado de chocolate—. Tengo que irme. Aún tengo que ensayar. Y ahora tú también. Un, dos, tres…

—¡CAÑA!

George colgó y dio vueltas por la casa, como Carlota tejiendo una increíble tela de araña. ¡Ella, George, sería Carlota en el escenario! ¡Delante de su madre y de todo el mundo!

Las mariposas de su estómago tenían mariposas en el estómago.

Scott salió de casa de Randy en el momento en que su madre tocaba el claxon, como si hubiera estado esperando con la mano en el pomo de la puerta. Acaparó la conversación con un chorreo sobre su profesor de historia, seguido por una diatriba contra su profesor de mates y un torrente contra su profesor de biología.

—¡El tío quiere que diseccionemos un gusano!

—Habría jurado que te parecería horripilantemente interesante —dijo su madre.

—No si tengo que dibujar todas las partes de su cuerpo a escala. Va a ser un auténtico coñazo. Si tengo que dibujar algo, ¿por qué al menos no puede ser una rana? Sería genial.

—Si crees que para ti es duro, imagínate cómo será para el gusano.

George se alegraba de que Scott distrajera la atención de su madre. No quería que le preguntaran por qué sonreía después de que le hubieran pegado en el colegio y la hubieran mandado a casa, pero estaba eufórica con la idea de hacer el papel de Carlota y era difícil que no se le notara.

Su madre viró hacia el Bufet Libre Arnie’s y aparcó delante del edificio. Toldos rojos con anchos rebordes verdes sobresalían por encima de las amplias ventanas del bajo edificio. El enorme cartel desplegado en la fachada anunciaba MÁS DE CIEN PRODUCTOS RECIÉN COCINADOS CADA DÍA.

Dentro había felices comensales sentados a las mesas y en reservados, con los platos llenos de comida seleccionada entre una docena de especialidades diferentes agrupadas en función de las preferencias de cada quien. En el Arnie’s nadie servía las mesas, y nadie esperaba que llegara su comida. Infinitas bandejas se alineaban a lo largo de un mostrador pegado a una pared del restaurante. Personas vestidas de blanco dejaban en el bufet bandejas llenas de comida y se llevaban a la cocina las vacías. Había mesas llenas de vasos de refrescos y limonada.

Su madre pagó en la puerta y dejó a sus hijos en el bufet mientras buscaba una mesa. George se llenó el plato de pollo frito, puré de patatas, buñuelos de maíz, pizza, un puñado de nachos y un envase de gelatina de fresa escondido debajo de un taco, para comérselo mientras su madre fuera a buscar su comida. Incluso en el Arnie’s, su madre decía que había que cenar antes de comerse el postre. George se dirigió a la mesa, y su madre, al bufet. Scott se sentó poco después.

—¿Qué le pasa a mamá? —le preguntó su hermano desde detrás de su plato lleno de jamón cocido, pavo y pollo, todo coronado por dos porciones de pizza—. Solo nos trae al Arnie’s entre semana si está enfadada por algo.

—Sí, bueno —George echó un vistazo hacia su madre, que aún estaba sirviéndose lechuga en la ensalada—, me he peleado en el colegio.

Scott levantó la cabeza, sorprendido, y frunció el entrecejo.

—Cuando yo me peleo en el colegio, me castiga. ¿Cómo has conseguido que nos traiga al Arnie’s?

—Bueno, también le he dicho una cosa.

—Debe de haber sido fuerte. Mamá está mirando la remolacha como si fuera una zombie.

—Ha sido fuerte.

—¿Le has dicho que eres gay? —Scott hincó el tenedor en el puré de patatas—. Sabes que por mí no hay problema, ¿verdad? Antes de marcharse, papá me hizo prometer que te cuidaría. Dijo que eres gay.

—No soy gay —le contestó George.

¿Por qué todo el mundo pensaba que era gay?

—Lo que tú digas. No me importa. Mi amigo Matt es gay. No pasa nada.

Pero sí que pasaba algo.

—Le he dicho que creo que soy una niña.

—Oh. —Fue lo único que dijo Scott en un principio—. Oh.

Scott masticó, tragó y se metió en la boca otro trozo de pizza. El sonido de fondo del restaurante zumbaba en los oídos de George. Le habría gustado que Scott dijera algo, aunque fuera malo.

—Oooh —dijo Scott, y se llevó a la boca un trozo de pavo—. Oooooooooh.

Scott empezó a asentir despacio. Se giró hacia George, cuyo estómago había dado un brinco con cada «oh», y ya lo tenía casi en la garganta.

—Eso es más que ser gay. No me extraña que haya alucinado.

—Ya lo sé.

Scott soltó el tenedor.

—¿Y de verdad lo crees?

—¿El qué?

—Que eres una niña.

—Sí.

A George le sorprendió lo fácil que era contestar a esa pregunta.

—Oh.

Scott mordió un trozo de panecillo y lo masticó con expresión pensativa.

Su madre volvió con una ensalada verde con verduras crudas y vinagreta por encima. Se la terminó enseguida y dejó su plato en un contenedor para platos sucios. En el Arnie’s, su madre siempre empezaba la cena con una ensalada. Decía que era sana, por no decir deliciosa, pero siempre se la comía deprisa y volvía con un plato tan refinado como el de George y el de Scott.

Scott había mordisqueado en silencio un ala de pollo mientras su madre se comía su ensalada, pero, en cuanto ella se levantó y se acercó al mostrador de los entrantes, dejó el hueso en el plato.

—Sé lo de tus revistas —dijo.

—¿Te lo ha dicho mamá?

—No, las vi el fin de semana. Sabía que mamá estaba enfadada por algo, y luego vi la bolsa en su cama. Tío, pensaba que tenías revistas porno o algo así, por eso eché un vistazo. En fin, solo para ver qué cosas le interesaban a mi hermano. Y di por sentado que eras gay. Pero no pensé que fueras «así». —Scott se metió en la boca un buñuelo de maíz—. Y, bueno, ¿quieres llegar hasta el final? —le preguntó moviendo dos dedos como si fueran unas tijeras.

George juntó las piernas.

—Quizá algún día —le contestó.

—Qué raro. Pero me parece lógico. No es por ofenderte, pero como tío no eres muy bueno.

—Lo sé.

Su madre volvió a la mesa, y la conversación quedó interrumpida. Los tres pusieron cara de circunstancias hasta que arrastraron sus repletos estómagos al coche, y se pasaron el camino quejándose, como el ratón Templeton tras su noche de atracón en la feria.

Al llegar a casa, los tres se apoltronaron delante de la tele y vieron una comedia sobre una familia con doce hijos. Las bromas giraban en torno al frigorífico vacío y el cuarto de baño lleno. George se preguntó cómo sería vivir con tanta gente. Quizá cada hijo pasaría más inadvertido. Con su madre observándola desde su asiento, George se planteó que tal vez no estuviera tan mal.

Scott también le lanzaba miradas, pero, mientras que los ojos de su madre parecían preocupados y confusos, Scott miraba a George como si por primera vez entendiera a su hermano. A George nunca le había alegrado tanto tener un hermano mayor.

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