George

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Invitaciones

A la mañana siguiente, Kelly estaba en un corro de niñas en el patio del colegio, contando una historia muy animada, pero se detuvo al ver a George. Las niñas la señalaron y la invitaron a unirse a ellas.

—¡Aquí está nuestro héroe! —dijo Kelly sonriendo y extendiendo los brazos como si fuera una modelo presentando un coche nuevo en un concurso.

—¿Cómo es que te sabías todo el texto? —le preguntó Maddy.

—¿Cómo te sentiste representando a una niña en la obra? —le preguntó Ellie.

—Al principio, ni siquiera me di cuenta de que eras un niño —dijo Aliyah, una niña de la clase del señor Jackson que había hecho un papel de animal de la granja.

—Me han dicho que estuviste muy bien —dijo Denise, que no había ido a ver la función.

—Sigo pensando que no deberías haberlo hecho —dijo Emma, que había sido narradora—. Podrías haber armado un lío.

—Además —dijo Jocelyn—, eres un niño. ¿Por qué querías hacer un papel de niña?

—No me imagino haciendo de niño en una obra, aunque todo el mundo supiera que en realidad soy una niña. No podría —dijo Maddy.

—Sí, sería muy incómodo —dijo Denise.

Los comentarios se concatenaban demasiado deprisa para que George pudiera contestar, lo cual era un alivio, porque no sabía qué decir. Se limitó a encogerse de hombros y a sonreír. En aquel momento deseaba ser Carlota. Así podría contestar a todo aquel zumbido con sabios consejos en lugar de ahogarse en las preguntas.

George oyó una desagradable risa a su espalda. Una risita familiar que se convirtió en una carcajada: la risa de Jeff. Antes de que pudiera prepararse, Jeff estaba delante de ella, con Rick a su lado. Jeff empujó a George por los hombros con las palmas de las manos. No la empujó fuerte, pero, como la pilló desprevenida, tropezó hacia atrás. El corro de niñas se dispersó y dejó a Jeff y a Rick delante de George y de Kelly.

Jeff volvió a reírse.

—Me han dicho que actuaste en la obra de nuestra clase, Carlota.

—¡Sí, y estuvo genial! —dijo Kelly.

—Oh, cállate. Estoy hablando con George. Es mucho más niña que tú.

—¡Déjala en paz! —gritó George.

—¿Y si no qué? —le preguntó Jeff.

—Solo te digo que la dejes en paz.

George miró al suelo.

—Venga, Jeff. Vámonos —dijo Rick tirándole del codo—. Me prometiste que, si te contaba lo que había pasado, no te meterías con él.

—Como quieras —contestó Jeff, y le dio un golpecito a George en la frente con un dedo—. Este friki echa la pota. Me gusta esta camiseta, y mi madre todavía no ha podido quitar la peste de la otra.

Jeff se partió de risa y se alejó con Rick.

—No les hagas caso —dijo Kelly—. Tengo una sorpresa para ti: mi tío Bill va a llevarnos al zoo el domingo.

George arrugó la nariz. El zoo olía a cagadas de animales. Además, Kelly y ella habían decidido el año anterior que el zoo interactivo de Smithfield era para niños pequeños. Tenía sobre todo patos, y su animal más exótico era un poni viejo y malhumorado que hacía poco había cumplido cuarenta años.

—Al muermo del Smithfield no, idiota —soltó Kelly poniendo los ojos en blanco—. Va a llevarnos al zoo del Bronx. Tienen más de seiscientas especies. Tigres, gorilas y jirafas, no cabras y ovejas. ¡Hasta tienen osos panda! Estás libre el domingo, ¿verdad?

—Supongo —le contestó George.

—Porque estaba pensando —dijo Kelly bajando la voz— que el zoo del Bronx está superlejos, así que allí no veremos a nadie conocido. No conoces a mi tío, ¿verdad?

George negó con la cabeza.

Kelly sonrió.

—¿No lo pillas? Podemos ir como dos amigas. Nos podemos vestir y todo eso.

George se quedó boquiabierta. Ya sabía que Kelly era su mejor amiga, pero nunca habían sido dos amigas. George nunca había sido una niña con nadie, descontando el rato en que había hecho de Carlota.

—¿Me has oído?

—¿Con falda?

Se le erizó el pelo de la nuca solo con pronunciar la palabra «falda».

—Claro. Cuando las niñas se arreglan, se ponen falda. Tengo que enseñarte muchas cosas sobre las niñas, Geor… Oh. —Kelly se detuvo—. Mi tío se dará cuenta de que pasa algo en cuanto te llame George, ¿verdad?

George pensó en su nombre secreto. Nunca lo había dicho en voz alta, ni siquiera a sus amigas de las revistas.

—Podrías llamarme Melissa —dijo.

—Melissa —repitió Kelly con los ojos como platos—. Me gusta. Es un nombre de niña genial. —Lo repitió muy despacio—. Me-li-ssa. ¡Es perfecto!

George apoyó la barbilla en un hombro y sintió que le ardían las mejillas.

—¿Estás bien? —le preguntó Kelly.

—Sí —le contestó George—. Es solo que me encanta oírlo.

—Puedo decirlo otra vez. Melissa. ¡Melissa, Melissa, Melissa!

Kelly empezó a dar vueltas alrededor de George y a levantar los brazos con cada «Melissa».

George le tapó la boca con la mano.

—¿Estás loca? ¡Jeff está por aquí!

George giró la cabeza hacia un lado.

—¿Y qué? Tengo una amiga que se llama Melissa. No sabe de quién estoy hablando. Y además no es asunto suyo.

Kelly bailó alrededor de George cantando el nombre de «Melissa» hasta que George se rió y se puso roja como un tomate. Nunca había oído su nombre de niña en voz alta, y Kelly lo había convertido en canción.

Sonó el timbre de la mañana y todos los alumnos del colegio se colocaron en sus filas. Mientras George subía las escaleras hacia la clase 205, la cancioncita de Kelly seguía resonando en su mente.

«Melissa, Melissa, Melissa…»

Cuando George llegó a casa, su madre estaba sentada en el sofá, con el ordenador portátil delante y una lata de naranjada en la mesita. En la tele, con el volumen bajado, daban una telenovela.

—Ven aquí, Gi.

Su madre dio un golpecito en el sofá, junto a ella, cerró el ordenador y apagó la tele. Respiró hondo varias veces antes de hablar.

—Ayer estuviste muy bien en la obra. Sé que al principio me sorprendí, pero estoy muy orgullosa de que seas tú mismo. ¿Qué han dicho los niños en el colegio?

George se encogió de hombros.

—No gran cosa. Jeff se ha puesto en plan gilipollas.

—Nada nuevo. Eres duro de pelar. Pero el mundo no siempre es bueno para las personas que son diferentes. Solo quiero que no te hagas el camino más duro de lo que debe ser.

—Intentar ser un niño es muy duro.

Su madre pestañeó varias veces y, cuando volvió a abrir los ojos, una lágrima le resbaló por la mejilla.

—Lo siento, Gi. Lo siento mucho. —Tiró de George y la abrazó con fuerza—. Te sientes como una niña, ¿verdad?

—Sí. ¿Recuerdas aquella vez, cuando era pequeña, que me pillaste con una falda tuya puesta como si fuera un vestido?

—Sí.

—¿Y recuerdas que quería ser bailarina, y Scott se volvía loco y me decía que no podía porque era un niño?

—Recuerdo la pataleta que pillaste cuando no te compré un tutú.

—¿Estás enfadada conmigo?

—No, cariño, no. —Su madre le acarició el pelo y suspiró profundamente—. Pero creo que necesitas hablar con alguien. Y seguramente yo también. Alguien que sepa de estas cosas.

George sabía que ir a un psicólogo era el primer paso que daban las niñas en secreto, como ella, cuando querían que todo el mundo viera quiénes eran.

—¿Y luego podré dejarme el pelo largo y ser una niña?

—Poco a poco. —Su madre se secó otra lágrima que le había resbalado por la mejilla y carraspeó—. Y ahora, ¿qué pasa con los deberes?

George sacó sus deberes de vocabulario y empezó a hacerlos en la mesa. Su madre fue a la cocina y empezó a preparar la cena. Echó en un cuenco un paquete de harina de maíz, huevos y leche. George observó que lo mezclaba con bastante eficacia, manteniendo el brazo con el que batía pegado al cuerpo. No canturreaba ni bailaba, como solía hacer cuando cocinaba.

La casa estuvo en silencio hasta que llegó Scott, y el ruido de su bici resonó en el pavimento. Entró corriendo y subió al cuarto de baño.

—Aaaaaah —dijo cuando bajó a paso tranquilo la escalera—. No me extraña que lo llamen «aliviarse». ¡No veas qué alivio!

—Scott, ve a meter la bici en el cobertizo. Y Gi, tú pon la mesa. Ya es casi la hora de cenar.

Su madre repartió alas de pollo a la plancha con salsa barbacoa, pan de maíz y brócoli al vapor en tres platos, que llevó a la mesa. George llenó tres vasos de té frío y llevó tenedores, cuchillos y servilletas.

Mientras comían, Scott se quejó de la injusticia de su último examen de sociales y contó la historia de Mike, el pollo sin cabeza, un pollo real que en la década de 1940 vivió sin cabeza durante un año y medio. Cuando Scott cogió las alas de pollo de su plato para imitar a Mike, George se rió tan fuerte que estuvo a punto de atragantarse. Hasta su madre se rió.

Y por la noche, cuando George entró en su habitación, encontró la bolsa vaquera encima de la cama, con todas sus revistas dentro.

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