George

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12 Melissa va al zoo

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Melissa va al zoo

George se despertó antes del amanecer y no pudo volver a dormirse. Nunca se había puesto tan nerviosa por ir al zoo, ni siquiera de pequeña. Cuando el cielo oscuro y encapotado mostró sus primeros matices púrpura, George se escabulló de la cama y se acomodó en el sofá con una taza de cereales y el mando a distancia, pero nada de lo que daban en la tele captó su interés. Era demasiado temprano para que dieran algo bueno. Intentó jugar a Mario Kart, aunque se desconcentraba todo el rato y acababa cayendo en profundos hoyos de lava.

El cielo empezaba a iluminarse, pero aún faltaban casi dos horas para el momento en que supuestamente debía salir hacia la casa de Kelly. Salió al patio, donde sus zapatillas de deporte chirriaron sobre el césped empapado de rocío.

En el último rincón del patio había un viejo roble, y, colgado de una de sus ramas inferiores, un columpio pasado de moda. El padre de George lo había colgado después de separarse de su madre, aunque antes de marcharse de la ciudad. Una tabla de madera colgando de dos trozos de cuerda gruesa, y debajo un trozo de tierra en el que años de pisadas habían eliminado el césped. El asiento había sido alguna vez de color rojo fuerte, pero la pintura que quedaba entonces era apagada, estaba desconchada y dejaba al descubierto la madera gris de debajo. Tiempo atrás, Scott y George se peleaban por columpiarse. A veces incluso se columpiaban juntos. Aunque hacía mucho que Scott no utilizaba el columpio, e incluso George llevaba un año sin sentarse en él.

George limpió el asiento con el codo de su chaqueta y se sentó. Dio unos pasitos hacia atrás hasta colocarse de puntillas. Sintió la presión del asiento en su cuerpo. Luego levantó los pies, se inclinó hacia atrás y se deslizó por el aire de la mañana. Se dejó arrastrar un momento por el impulso y luego empezó a mover las piernas y a subir cada vez más alto. No tardó en ver el patio de los vecinos cada vez que subía al cielo.

Por el este, el amanecer seguía tiñendo la luz de naranja. El sol ya había asomado por el cielo, y George sentía el calor de sus rayos en la cara cada vez que salía de la sombra del viejo roble. Se columpió mucho rato, disfrutando del ritmo y de la brisa.

Se preguntó qué tipo de falda se pondría, y si Kelly y ella irían a juego. Y se preguntó cómo sería Bill, el tío de Kelly. Si era tan despistado como Scott, no se daría cuenta de que George no era una niña como las demás. George no estaba segura de si sería amable en caso de darse cuenta. Kelly le había dicho que era amable, pero su amiga se había equivocado en otras ocasiones. Podría reírse de George. Incluso podría dejarla en el zoo. Aun así, de ninguna manera iba a dejar pasar la oportunidad de ser una niña con Kelly.

Cuando George entró en casa, su madre estaba en la cocina con una espátula, dando vueltas a algo en una sartén. Llevaba un delantal en el que ponía CUIDADO CON EL CHEF en grandes letras. A George le llegó un olor dulce y le rugió el estómago.

—¿Quieres tortitas? —le preguntó su madre.

—Sí, por favor. Con canela.

George se planteó contarle el plan a su madre, pero recordó sus palabras: «Poco a poco». Le contaría su aventura cuando su madre estuviera preparada. Hablaron de los animales que George vería, como si fuera una visita cualquiera al zoo.

Después del desayuno, George sacó su bici y se puso el casco. Dejó atrás la biblioteca y pedaleó colina arriba hasta la tienda a la que a veces la mandaba su madre a comprar leche o una barra de pan. Pasó por delante de la gran casa morada con el patio lleno de cactus y del edificio donde vivía su antigua canguro. Bordeó dos veces el cementerio: subió despacio la empinada cuesta, rodeó la parte de atrás y bajó zumbando por el camino del otro lado, lleno de baches.

Cuando ya no pudo esperar más, se dirigió a casa de Kelly. Pedaleó lo más despacio que pudo sin perder el equilibrio y se metió por calles laterales, pero aun así llegó quince minutos antes de la hora. Esperó fuera hasta que pensó que le iba a estallar la cabeza.

Cuando llamó por fin, la puerta se abrió al instante. Kelly arrastró enseguida a George hasta el salón. Llevaba un pijama verde y el pelo rizado recogido con una goma.

—¡Por fin has llegado! ¡Vamos a vestirnos!

—¿Y si tu padre se despierta y nos ve? —susurró George lanzando una mirada al padre de Kelly, que dormía en el sofá cama.

—¿Estás de broma? Ayer noche actuó en el Masons’ Lodge. No se levantará hasta las doce. —Kelly señaló con el pulgar a su padre, que roncaba—. Si ve algo, creerá que lo ha soñado.

Kelly llevó a George a su habitación y cerró la puerta tras de sí. El armario y casi todos los cajones estaban abiertos, dejando a la vista una gran variedad de ropa de niña, y Kelly había dejado en la mesa varios productos de maquillaje. Junto al maquillaje se alineaban diversas botellas de colonia, cuyo perfume impregnaba el aire.

—Bienvenida al Salón de Kelly. ¿Qué desea?

A George se le disparó el corazón. Era como si las páginas de todas sus revistas hubieran cobrado vida en la habitación de Kelly.

—Es… maravilloso.

—¿Qué quieres probarte primero?

—¿Qué puedo probarme?

—¡Lo que quieras!

George echó un vistazo a las faldas colgadas en el armario de Kelly. No tenía ni idea de cuál elegir.

—¿Cuál crees que me sentará bien?

—Tengo una perfecta.

Kelly parecía una dependienta de una tienda de ropa cara. Corrió hacia el armario y sacó una falda acampanada de color morado. Luego rebuscó en un cajón hasta encontrar una blusa sin mangas de color rosa fuerte. Le entregó la ropa a George. La blusa era suave, más suave que las camisetas de niño que siempre llevaba. Y nunca había tenido una falda así en las manos. Las dos prendas juntas parecían mágicas.

—No sabía que tenías faldas —dijo George.

—No me las pongo para ir al colegio. Los niños son unos guarros y te las levantan.

—Yo nunca te la levantaría.

—Claro que no. Tú no eres un niño.

—Ah, vale.

George se rió. A veces su cuerpo la engañaba incluso a ella. Kelly se rió también, y nadie que pasara por la ventana de aquel sótano habría sospechado que lo que había en la habitación de abajo no eran dos niñas charlando de ropa, de niños y de todo aquello de lo que hablan las niñas.

—Bueno —dijo Kelly—, ¿no vas a probártelo?

George asintió despacio.

—¿Puedes darte la vuelta?

—¡Claro!

Kelly volvió al armario y empezó a emparejar blusas y faldas en busca de la combinación perfecta.

George miró la blusa que Kelly le había dado. Parecía una camiseta de ropa interior, pero con los tirantes más finos. Se quitó su camiseta y se deslizó la blusa de Kelly por la cabeza. Sintió el aire frío en los hombros desnudos. Luego se quitó el pantalón de chándal y metió los pies por la falda. Se la subió hasta la cintura y se la colocó bien.

Se miró en el espejo y suspiró. Melissa le devolvió el suspiro. Se quedó un buen rato allí, parpadeando. George sonreía y Melissa sonreía también.

Cuando empezaron a picarle los ojos, giró en redondo y la falda alzó el vuelo. Se detuvo con las piernas cruzadas y se sintió como una modelo.

Kelly se giró y pegó un grito.

—Oh, te queda monísimo…, Melissa.

A Melissa le palpitó el corazón muy deprisa al oír su nombre.

—¿Puedo hacerte una foto?

Kelly disparó antes de que Melissa hubiera tenido tiempo de contestar.

—Ahora pruébate esto.

Le tendió a Melissa una falda amarilla con flecos brillantes y una camiseta negra con un corazón amarillo en el centro.

Melissa tocó los flecos de la falda. No quería quitarse la ropa que llevaba puesta, pero aquellos flecos eran preciosos y le rozarían las rodillas al moverse.

Kelly se giró hacia el armario y Melissa se cambió la parte de arriba. Se quitó la falda morada, se puso la amarilla y se la subió hasta la cintura. Volvió a suspirar ante el espejo y le sorprendió verse al otro lado. Podría haberse quedado un buen rato mirándose, pero Kelly quería saber qué le parecía lo que se había puesto ella.

—¿No estoy elegante? Nueva York es muy elegante, ya sabes.

Kelly llevaba una falda larga negra, una blusa negra y guantes negros de seda.

Melissa frunció el entrecejo.

—Parece que vas a un funeral zoológico.

Kelly se rió.

—Sí, tienes razón —dijo quitándose los guantes.

Melissa se probó media docena de conjuntos en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que se hubiera quitado uno, Kelly ya tenía otro preparado. Hizo varias fotos a Melissa con cada modelo. Melissa no sabía si reírse o llorar mientras posaba con la ropa de niña, y Kelly no dejaba de lanzar exclamaciones. Melissa cogía la ropa con mucho cuidado, como si fuera a romperse, y la palpaba suavemente con el pulgar y el índice.

Pero, aunque se probó diferentes conjuntos, no pudo apartar de su mente el primero.

—Has dicho que era perfecto —dijo a Kelly—. ¡Y tenías razón!

Kelly se rindió y Melissa, encantada, volvió a ponerse la blusa rosa y la falda morada. Dio vueltas en medio de la habitación, mareada de libertad. Kelly se puso una camiseta rosa con la palabra ANGEL de color amarillo brillante, que combinó con la falda amarilla de flecos.

Kelly sentó a Melissa en una silla, delante del espejo, y empezó a peinarla. Al principio la peinó hacia un lado, luego hacia el otro, pero al final decidió peinarla hacia delante, de forma que las puntas quedaran justo encima de las cejas de Melissa.

—¿Y si tu tío descubre que no soy una niña de verdad? —preguntó Melissa.

—Mírate. ¿Por qué iba a pensar que eres otra cosa?

Kelly tenía razón. Melissa era delgada y demasiado joven para tener curvas. Llevaba ropa de niña y un peinado de niña, aunque tuviera el pelo corto. Realmente parecía una niña.

Kelly señaló su mesa.

—Tengo todas estas pinturas que me regaló mi tía por mi cumpleaños, pero la verdad es que no sé pintarme.

—Nunca he tenido pinturas —dijo Melissa—, pero lo he leído todo sobre pintarse.

Kelly le tendió un pequeño bote de brillo de labios. Melissa se untó el dedo con la sustancia resbaladiza y se lo pasó por los labios. Se miró al espejo y vio sus labios brillantes.

Melissa y Kelly probaron todos los brillos y los coloretes. Melissa enseñó a Kelly a aplicarse colorete en los pómulos, a esparcirlo hacia abajo y a elegir colores que armonizaran con su piel morena. Amontonaron una enorme pila de pañuelos de papel, con los que se habían limpiado un color para ponerse otro. Sonreían al espejo y la una a la otra. Kelly no dejaba de hacer fotos.

—¡Oh, no! —gritó de pronto Melissa.

Su alegría se convirtió en terror al mirar hacia abajo y ver sus pies. Señaló sus raídas zapatillas de deporte.

—¿Crees que no lo había previsto? —le preguntó Kelly sacando un cubo de zapatos de debajo de la cama.

—Tienes muchos zapatos. ¿Quién iba a pensar que eras tan femenina?

—¿Quién iba a pensar que lo eras tú?

Kelly se rió. Rebuscó en el montón de zapatos y le tendió a Melissa un par de sandalias blancas. A Melissa le quedaban algo pequeñas, pero, como eran sandalias, no importaba demasiado. Kelly buscó unas zapatillas amarillas de tela que pegaban con su falda.

Estaban listas, pero el tío Bill todavía no había llegado, así que Kelly daba volteretas en la alfombra. La mitad de las veces, la falda se le bajaba hasta la barriga y se le veían las bragas, de color rosa. Se daba la vuelta corriendo y se alisaba la falda, pero eso no le impedía volver a intentarlo. Melissa contemplaba su imagen desde todos los ángulos posibles. Se colocó de espaldas al espejo grande y cogió uno de mano para verse por detrás.

—Kelly —Melissa detuvo a su amiga cuando estaba en posición vertical—, falta una cosa.

—Melissa, deja de preocuparte. Estás perfecta.

—Es que… llevo calzoncillos.

Melissa sintió en la cintura la ancha tira elástica de sus calzoncillos. Nadie los vería, pero ella sería consciente durante todo el día de que estaban ahí.

—¡Uf! ¡Aj! ¡Quítatelos! —Kelly estaba ya junto a los cajones de la cómoda. Tendió a Melissa unas bragas de color rosa fuerte con corazoncitos rojos—. Ponte estas. No te preocupes. Están limpias.

—¿Estás segura? —le preguntó Melissa.

—Claro. Además tengo muchas.

Melissa se giró y empezó a quitarse la falda morada.

—No tienes que quitártela. Te las puedes poner por debajo. Las faldas son geniales para estas cosas.

—Ah, vale.

Melissa se quitó los calzoncillos, se puso las bragas y se las subió por debajo de la falda. De no ser por la frialdad de la tela en su piel, perfectamente podría haber pensado que no llevaba nada.

Kelly pegó un salto cuando oyó que llamaban a la puerta.

—¡Vamos!

Kelly hizo entrar a su tío en el pequeño apartamento. Bill Arden podría haber sido hermano gemelo del padre de Kelly, tenía incluso el mismo amigable brillo en sus ojos oscuros. Era pintor, y llevaba las zapatillas de deporte llenas de manchas de pintura azules y rojas.

—Bueno, chicas, os habéis puesto demasiado elegantes para ir al zoo —comentó el tío Bill.

—No todos los días nos invita un hombre guapo a ir a Nueva Yooork. —Kelly pronunció el nombre de la metrópolis como si fuera una pueblerina.

—Al menos lleváis calzado cómodo, que es más de lo que puedo decir de casi todas las mujeres a las que llevo a la ciudad. Aunque no es frecuente que goce de la compañía de dos guapas jovencitas a la vez. Kelly, ¿quién es tu encantadora amiga?

—Se llama Melissa. Es un poco más tímida que yo.

A Melissa le daba miedo moverse, la ponía nerviosa la posibilidad de que un mal paso rompiera la magia.

—Encantado de conocerte, Melissa. —El tío Bill tenía la mano grande, y su apretón fue firme, aunque sin estrujar demasiado—. En cuanto a ti, mi querida sobrina —siguió diciendo mientras abrazaba a Kelly—, estoy seguro de que un rinoceronte enloquecido sería más tímido que tú.

—Lo dudo —dijo Kelly—. Pero solo hay una manera de descubrirlo. ¡Al zoo!

Kelly cogió dos chaquetas, tendió una a Melissa y saltó por el cemento agrietado hasta el coche del tío Bill.

El viaje hasta el zoo duró casi dos horas. El tío Bill cantaba las canciones de la radio en voz alta y desafinando. Kelly cantaba con él cuando se sabía la letra. Melissa, sentada en el asiento de atrás, admiraba los remolinos de su falda. Tocó el dobladillo, algo más grueso que el resto de la fina tela. Se sacudió la parte de abajo de la blusa con las manos y se pasó los dedos por el pelo. Extendió la mano hacia delante y Kelly se la apretó.

Si Melissa se inclinaba hacia la derecha, se veía en el espejo retrovisor. Le costaba no reírse encantada. Miró por la ventana y contó cien postes de teléfono. Dos veces. Las dos veces su deseo fue quedarse así para siempre.

Al final, Melissa vio un gran cartel verde del zoo del Bronx con una gruesa flecha que señalaba hacia la derecha. El tío Bill salió de la autopista y al poco tiempo estaban pagando la entrada de un enorme parking. El tío Bill dejó atrás una larga fila de coches y aparcó en un sitio vacío al final.

El aire olía sobre todo a hierba y a heno, aunque con un ligero toque a caca de animales. Melissa sabía que el olor iba a ser más intenso, pero no le importó: iría todo el día de un lado a otro vestida de niña. Los niños, los mayores e incluso los animales la verían, y nadie aparte de Kelly y ella sabría nada.

A su alrededor, los adultos lidiaban con bebés y con cochecitos mientras los niños más mayores esperaban de pie. Kelly, Melissa y el tío Bill se dirigieron a la caseta de la entrada. Había un poco de cola, pero avanzaba deprisa y no tardaron en entrar.

Melissa y Kelly se rieron con los juguetones monos, se estremecieron al pasar por la zona de las escurridizas serpientes, se quedaron embobadas ante los ositos pardos y observaron los dientes de los tigres. Melissa se sorprendió al ver su reflejo en un cristal delante de una pecera de exóticas y brillantes medusas: veía a una niña.

Se detuvo en la zona de las tarántulas. Las arañas peludas eran especies mucho más grandes que la de Carlota. Aun así, Melissa dio las gracias a cada una de ellas en silencio. Buscó telas de araña, pero no vio ninguna.

Cuando salieron de la zona de los insectos, Kelly dijo que tenía que ir al baño. Melissa se puso nerviosa. No iba a poder esperar a llegar a su casa para ir al baño también ella. Se miró la falda. No podía meterse en el baño de los hombres vestida así.

—Volvemos enseguida —dijo Kelly.

Cogió a su mejor amiga de la mano antes de que pudiera protestar y la arrastró hasta una puerta con un cartel con la palabra MUJERES y un dibujo de una figura con una falda triangular. Kelly empujó la pesada puerta metálica del baño como si tal cosa y tiró de Melissa.

El aire era fresco, húmedo y olía a almizcle. Las baldosas eran grises y verdes, no rosas, como había imaginado Melissa. Lo primero que vio es que no había urinarios, sino solo una fila de compartimentos a la izquierda y una fila de lavabos, espejos y dispensadores de jabón de color rosa a la derecha.

—¿Estás bien? —le preguntó Kelly.

Melissa asintió, pero no dijo nada. Estaba en el baño de mujeres. Ni siquiera la elocuente Carlota habría podido explicar cómo se sentía en aquel momento.

Se metió en un compartimento y cerró la puerta, encantada de la privacidad. Se levantó la falda para verse las bragas, cubiertas de corazoncitos rojos. Se las bajó, se sentó e hizo pipí como una niña. Luego ni siquiera se lo contó a Kelly. Aquella parte de su fantástico día fue su secreto personal.

A primera hora de la tarde, Kelly, Melissa y Bill estaban cansados y hambrientos. Kelly encontró un puesto de comida en el mapa, justo después de la zona de los tigres. Les llegó el olor de la comida antes de que hubieran visto las mesas de merendero alrededor de un estanque lleno de pájaros. Sombrillas de color naranja de una marca de batidos de fruta daban sombra a decenas de familias. Algunos comían hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas, y otros saboreaban bocadillos y tentempiés que sacaban de neveras que habían llevado de casa. Los pasillos estaban llenos de cochecitos de bebé, y los niños más mayores corrían entre ellos y gritaban muy contentos. El tío Bill les preguntó qué querían comer y se colocó en la fila mientras Kelly y Melissa esperaban mesa.

—Bueno —dijo Kelly—, creo que hoy ha sido un éxito. Ya estoy pensando en qué nos pondremos la próxima vez.

—¿Quieres decir que volverías a hacerlo?

—Melissa —dijo Kelly poniendo los ojos en blanco—, me paso la vida rodeada de hombres. Mi padre. Mi tío. Hasta hace unas semanas, pensaba que eras un niño, en serio. Me encanta pasar un rato con una amiga.

—¡Bueno, las dos parecéis muy contentas! —dijo el tío Bill al tiempo que dejaba en la mesa una bandeja con refrescos, perritos calientes, un bote de ketchup y un enorme recipiente de patatas fritas.

—Lo estamos —contestó Kelly.

Una oleada de calor recorrió a Melissa desde lo más hondo del estómago hasta los dedos de las manos y de los pies. Pasó el brazo por los hombros de Kelly. Kelly sacó su cámara, alargó el brazo e hizo una foto de las dos sonrientes.

Aquella tarde Kelly hizo muchas fotos más a Melissa. Y ni una vez le pidió que posara. No fue necesario. Melissa siempre estaba perfecta.

Cuando volvieron al coche, Kelly, el tío Bill y Melissa estaban agotados, aunque apenas empezaba a ponerse el sol. El tío Bill paró para tomar un café y espabilarse, y Kelly se quedó dormida en cuanto se metieron en la autopista. Pero Melissa no dio ni una cabezada. No podía. Se pasó todo el viaje rememorando la mejor semana de su vida.

Hasta aquel momento.

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