George

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2 Carlota muere

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Carlota muere

La señorita Udell estaba inclinada sobre su inmensa mesa, leyendo a su clase de cuarto un destrozado ejemplar de La telaraña de Carlota, de E. B. White. Llevaba el pelo negro recogido en un moño bajo, y de sus grandes lóbulos colgaban unos pendientes de madera.

George, sentada junto a la ventana, no la escuchaba. No pensaba. Carlota, la maravillosa y amable araña, había muerto y todo iba mal. Todo el libro trataba de Carlota salvando al cerdito Wilbur, y de repente va y se muere. No era justo. George se llevó los puños a los ojos y frotó hasta que filas y filas de diminutos triángulos giraron y brillaron en la oscuridad.

Una lágrima cayó en el libro de George y se extendió por la página como una tela de araña. George tomó aire despacio, intentando no hacer ruido. Una ligera inspiración tras otra hasta que se mareó. Respiró hondo y, al hacerlo, soltó un sollozo. Alto. Oyó claramente susurros en la silenciosa clase.

—Eh, alguna chica está llorando por una araña muerta.

—No es una chica. Es George.

—Viene a ser lo mismo.

Y risas.

George no se giró para mirar. No era necesario. Sabía exactamente lo que vería. Rick se sentaba dos filas por detrás de George, y Jeff, detrás de Rick. Jeff se habría inclinado hacia delante y habría acercado su pelo de punta al hombro de Rick. Este, con su camiseta de béisbol de color negro brillante, se habría reclinado hacia atrás. Los dos se cubrirían la boca con las manos e intentarían no hacer ruido, sin gran empeño.

Tiempo atrás, George y Rick habían sido amigos, o al menos tenían buena relación. En segundo había habido un campeonato de damas, y George y Rick habían sido los dos mejores jugadores. La última partida del campeonato estuvo muy reñida, y al final Rick le comió su última ficha y le ganó. Aunque George había perdido, los dos se llamaron mutuamente «campeón de damas» durante semanas.

En tercero, Jeff llegó a su clase. Hasta entonces había vivido en California, y no le gustaba haber tenido que mudarse. Al principio provocó varias peleas y amenazaba a casi todos los niños, incluso a George. Pero en octubre se había integrado y, en cuanto Jeff y Rick se hicieron amigos, Rick dejó de llevarse bien con George. Hacia las vacaciones de invierno, Jeff y Rick eran inseparables, y los «campeones de damas» eran como dos niños que se hubieran conocido hacía tiempo, pero que no se hubieran vuelto a ver.

La señorita Udell miró a los niños que se reían, carraspeó y leyó el último párrafo del capítulo. Sus alumnos eran lo bastante mayores para que rara vez les leyera en voz alta, pero aquel día quería que se centraran en lo que llamaba la «grandiosa melancolía de los últimos momentos de Carlota».

Cuando acabó, la señorita Udell cerró el libro, lo dejó encima de un montón de papeles, sobre su mesa, y se quitó las gafas.

—Me gustaría que todos vosotros sacarais vuestros cuadernos y dedicarais unos minutos a vuestras reacciones a este capítulo. Podéis tomaros un momento para pensarlo, pero luego moved los lápices. Quiero que profundicéis y que empleéis palabras sentidas.

El ruido de los niños sacando los cuadernos del pupitre, pasando páginas y buscando lápices invadió la clase 205. La señorita Udell avanzó por el pasillo hasta Jeff y Rick, y habló con ellos en privado. Como su voz se mezclaba con el ruido de la clase, George apenas la oía, aunque estaba a solo dos asientos de distancia.

—Algunos nos tomamos la muerte muy en serio. —Las palabras de la señorita Udell eran glaciales. Su mirada pasaba de Jeff a Rick, que no levantaban los ojos de sus zapatillas—. Es un tema importante, así que espero que mostréis respeto por vosotros mismos, por vuestros compañeros y por la vida misma tratándolo como tal.

Jeff y Rick pidieron perdón entre susurros. George no estaba segura de si sus poco entusiastas disculpas eran por ella, por la señorita Udell o por Carlota. No estaba segura de si le importaba. En cuanto la señorita Udell se giró, Jeff puso los ojos en blanco. Jeff se pasaba el día poniendo los ojos en blanco, y en general añadía algún comentario sarcástico.

La señorita Udell pasó por el pupitre de George.

—Sinceramente, no sé qué pensar de una persona que no llora al final de La telaraña de Carlota.

—Usted no ha llorado —murmuró George.

—Lloré las tres primeras veces… y muchas otras después. —La señorita Udell se calló, y por un momento pareció que se le iban a saltar las lágrimas—. Lo que quiero decir es que hay que ser una persona especial para llorar con un libro. Significa que se siente compasión y que se tiene imaginación. —La señorita Udell dio unas palmaditas en el hombro a George—. No las pierdas nunca, George, y estoy segura de que te convertirás en un buen hombre.

La palabra «hombre» la golpeó como si le hubieran caído en la cabeza un montón de piedras. Era cien veces peor que «chico», y se le cortó la respiración. Se mordió el labio con fuerza y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Apoyó la cabeza en el pupitre y deseó ser invisible.

La señorita Udell volvió con la tablilla para ir al baño. Era un trozo de madera raída de una clase de parvulario, y en una cara habían escrito NIÑOS con rotulador verde indeleble. George le dio la vuelta de un manotazo para que la cara visible fuera la que decía CLASE 205.

La señorita Udell apoyó la mano en el hombro de George, que se apartó y se levantó. Sus ojos llenos de lágrimas apenas le permitían ver el camino hasta la puerta de la clase, de modo que avanzó hasta el pasillo más de memoria que por la vista. Entró a trompicones, sollozando, en el cuarto de baño…, el cuarto de baño de los niños. Le temblaban los labios, y las lágrimas saladas le resbalaban hasta la boca.

George odiaba el baño de los niños. Era el peor sitio del colegio. Odiaba el olor a pis y a lejía, y odiaba las baldosas azules de la pared, que te recordaban dónde estabas, como si los urinarios no lo hicieran lo bastante obvio. Todo el cuarto de baño estaba pensado para los niños, y cuando los niños estaban allí, les gustaba hablar sobre lo que tenían entre las piernas. George intentaba no utilizarlo cuando había algún niño dentro. Nunca bebía en los surtidores de agua del colegio, aunque tuviera sed, y en ocasiones aguantaba todo el día sin pasar por el baño ni una sola vez.

Acercó la cara al grifo y se echó agua fría por el cuello hasta sentir escalofríos. Luego se frotó la cabeza con varias toallas de papel. Se pasó los dedos por el pelo húmedo y se lanzó una débil sonrisa en el espejo.

De vuelta en el pasillo, sujetó la tablilla entre los dedos y sintió su vibración en la mano mientras la arrastraba por la pared. En el pasillo retumbaba el chasquido de la tablilla de madera rasgando las delgadas líneas de cemento entre las baldosas.

Abrió la puerta de la clase despacio, temiendo las risas, pero los alumnos estaban tan concentrados en sus cuadernos que no se dieron cuenta de que había vuelto. En la pizarra estaba escrito el tema «Reacciones personales», con la esmerada letra de la señorita Udell. George sacó su cuaderno y anotó la fecha y el tema. Justo cuando había escrito «Carlota ha muerto», se acabó el tiempo de escritura.

La señorita Udell no pidió a nadie que leyera en voz alta. Lo que hizo fue dirigirse a la clase.

—¡Mañana empieza la diversión de verdad! De momento, me complace decir que hemos terminado por hoy. —Habló como si estuviera recitando un poema breve—. Guardad vuestros cuadernos y veremos qué fila está lista para recoger sus cosas.

Con «diversión», la señorita Udell aludía a la obra de teatro de La telaraña de Carlota que las dos clases de cuarto representarían para las clases de los más pequeños. En la escuela era tradición que cada primavera todos los alumnos de los primeros cuatro cursos leyeran el mismo libro. A los de primero les leía la historia su profesor, y a veces participaban incluso los de párvulos. Luego cada curso tenía una especie de proyecto. Como los de cuarto eran los mayores, hacían una representación del libro para los cursos inferiores y para la asociación de padres. El único curso que no participaba era quinto, porque los alumnos tenían que centrarse en los exámenes de primavera para asegurarse de que se graduarían y pasarían a secundaria.

La señorita Udell había llamado a cuatro filas de alumnos, y el sonido de cremalleras y de mochilas cayendo sobre pupitres de madera invadía la clase. La fila de George era la última, y los niños de esa fila no apartaban los ojos de la señorita Udell.

—Fila uno.

Las sillas chirriaron contra el suelo. George recogió sus cosas despacio, demorándose todo lo que pudo antes de unirse a la fila de los niños. Quería colocarse lo más lejos posible de Jeff y de Rick.

La clase de la señorita Udell cruzó los pasillos del colegio y bajó al patio. Los niños que iban en autobús se separaron del grupo, y los demás esperaron con la señorita Udell a sus padres, abuelos o canguros. George se dirigió a la fila de su autobús.

—¡George, espera! —Oyó a su espalda.

Kelly, la mejor amiga de George, llevaba trenzas y olía a naranja y a virutas de lápiz. Llevaba una camiseta que decía:

99% GENIO

1% CHOCOLATE

—Mi padre me ha dicho que puedes venir este fin de semana a ensayar —dijo en cuanto alcanzó a George. Llevaba toda la semana hablando del casting—. Todavía quieres que actuemos juntos en la obra, ¿no?

George quería actuar en la obra. Lo quería más que nada en el mundo. Pero no quería ser un cerdo apestoso. Quería ser Carlota, la buena e inteligente araña, aunque fuera un papel de niña. Abrió la boca, pero no pudo decir nada.

Kelly levantó las manos y colocó las palmas delante de los ojos de George.

—Soy Kelly, la supermaravillosa que lo sabe todo —recitó—. Tengo la sensación de que no estás bien. Así que, amigo mío, cuéntame tu problema.

Cerró los ojos y acercó lentamente las manos a la cara de George echando solo un rápido vistazo para asegurarse de no meter un dedo en el ojo de su mejor amigo.

—Si lo sabes todo, entonces ya lo sabes, ¿no? —le preguntó George.

Kelly abrió los ojos el tiempo justo para bizquear mirándose la nariz. Luego cerró los párpados.

—Muy bien. Soy Kelly, la supermaravillosa que lo sabe casi todo. Voy a intentar intuir tu problema. —Volvió a abrir los ojos y bajó las manos—. ¡Ya sé! Tienes miedo escénico. Lo sé todo sobre el miedo escénico. Mi tío Bill dice que mi padre tiene un tremendo miedo escénico y que por eso permite que otros se hagan ricos cantando sus canciones.

—No es miedo escénico.

—Vale, quizá no. Tampoco creo que lo de mi padre sea miedo escénico. Sencillamente, es otro tipo de artista. —Kelly sujetó a George por los hombros y lo sacudió—. Entonces ¿qué es? Sabes que no aguanto el suspense. Dímelo o…

—¿O qué?

En los ojos de Kelly brilló la inspiración.

—O sacaré mi ejército de monstruos para que te ataque por la noche, te sorba el cerebro con una pajita, te convierta en mi esbirro y tengas que hacer todo lo que yo diga. Incluyendo contarme lo que estás pensando. ¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué es?

George miró a su alrededor para asegurarse de que nadie más escuchaba.

—¡Vale, vale, tranquila! Te lo cuento. No quiero hacer el papel de Wilbur —le dijo a Kelly.

—Ah, no hay problema. En la obra hay muchos más personajes. Se llaman papeles secundarios. Mi padre dice que los mejores actores no serían nada sin excelentes actores secundarios. Cuéntaselo a la señorita Udell y que decida qué papel puedes hacer.

—No quiero cualquier papel —dijo George.

—Bueno, ¿quién quieres ser? ¿El ratón Templeton?

George negó con la cabeza.

—¿Avery? —Intentó adivinar Kelly—. ¿El señor Zuckerman? ¿El señor Arable?

George siguió negando con la cabeza.

—¿Quién queda? —le preguntó Kelly, incrédula.

—Quiero ser Carlota —murmuró George.

Kelly se encogió de hombros.

—Genial. Si quieres ser Carlota, deberías hacer la prueba para ser Carlota. Te complicas la vida por nada. ¿A quién le importa que no seas de verdad una niña?

A George se le cayó el estómago a los pies. A ella le importaba. Muchísimo.

En la calle, un autobús encendió el motor.

—¡Tengo que irme! —Kelly echó a correr—. ¡Un, dos, tres! —gritó girándose hacia George.

—Caña —contestó George.

Cuando iban a primero, Kelly y George decidieron que decir «un, dos, tres, caña» era mucho más divertido que decir «adiós». Lo habían oído en unos dibujos animados y habían pasado todo el día riéndose. Ninguno de los dos recordaba ya qué dibujos eran, y a veces les parecía una tontería seguir diciendo «un, dos, tres, caña», pero ninguno de los dos quería ser el primero en dejar de decirlo.

Aquella noche, George soñó que representaba el papel de Carlota. Iba vestida de negro, con brazos de más cayéndole por los lados, y recitaba palabras hermosísimas para todo el auditorio. Dijo su primera frase a la perfección, y la segunda. Pero de repente le llegó un ruido raro desde arriba. George levantó la cabeza, pero lo único que vio fue el grueso telón, que la envolvió en una sofocante oscuridad y luego la lanzó por la escalera. Durante un tiempo que le pareció muy largo sintió que caía y que no podía respirar.

Se despertó bañada en sudor. Tardó un momento en darse cuenta de que estaba despierta, en su cama, de que no se estaba ahogando. Tenía la sábana enrollada en las piernas.

Pero no podía quitarse de la cabeza la idea de ser Carlota. Mientras desayunaba sus cereales con leche, se ponía unos vaqueros y una camiseta, y se lavaba los dientes, se imaginó a sí misma saludando al público con elegancia. Debía ser ella la que proclamara que Wilbur era fantástico. Y debía ser ella la que hiciera llorar a la gente con su último adiós.

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