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Capítulo 47

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Por las noches, sentía el tacto de Jos reverenciando mi cuerpo, como si quisiera memorizar cada momento. Quizás era por el embarazo o tal vez por el temor de que se agotara el tiempo que nos quedaba para estar juntos. Me mareaba solo de pensar en todo lo que podría pasar y lo que nos arriesgábamos en perder. Aun así nuestro amor se consolidaba, tomando forma propia, aunque echaba de menos nuestra conexión energética. Ahora nuestro lazo se había convertido en algo más unilateral, no obstante, todo lo demás lo compensaba con creces.

Los días pasaron dando paso al invierno. Llegó el frío, los días eran cortos y las noches largas. Por las mañanas, el hielo cubría todos los campos formando una fina capa blanca inmaculada. También llegó la evidencia física de mi embarazo, aunque llevara ropa holgada, cada vez se hacía más difícil disimular la forma pronunciada de mi vientre.

Después de las tareas matutinas en la granja, pasábamos las frías tardes dentro de la casa junto al fuego. Los niños se reunían alrededor pintando, leyendo y jugando a juegos de mesa, a veces algún adulto se unía a ellos, desafiando su inteligencia o habilidades. Llegué a conocer el mal perder que tenía Lisa, el agudo ingenio de Jordi y la impaciencia de Chloe.

En ocasiones recibíamos visitas de algunos vecinos, la mayoría era para intercambiar suministros, y manteníamos con ellos conversaciones banales. Supe que Mónica no tenía amigas cercanas y era debido a la precaución que tomaba hacia la resistencia antigen.

Conocí a Olivia, la madre de Biel, venía a menudo a nuestro hogar. Era una persona agradable y observaba todo con ojos astutos. No parecía en absoluto el tipo de madre que quisiera tatuar a su hijo, ya que era muy cariñosa con los niños. Tenía las facciones del rostro suaves y redondeadas, como su cuerpo. Desde luego la complexión espigada de Biel venía heredada de su padre, César.

Olivia tenía un gran repertorio de canciones y juegos que a los niños les encantaba. Nos ayudó cuando hicimos los preparativos para la Navidad. El árbol lucía recargado de adornos y bolas navideñas, realizadas a mano por los niños durante los talleres manuales que Olivia dirigía.

A mediados de diciembre, Xavier trajo un tronco de madera, grueso y de aproximadamente medio metro que pusimos bajo el árbol, justo al lado de la chimenea. Tenía pintados dos ojos, una nariz redonda, una boca y llevaba una pequeña barretina roja en la parte superior. Era el Tió, una de nuestras tradiciones catalanas, como nuestro Papá Noel, me acordé vagamente de mi infancia. La historia decía que el Tió llegaba desde las montañas a todos los hogares preparados para la Navidad. Los niños lo cobijaban bajo una manta y le ponían comida que, supuestamente, el pequeño tronco comía a escondidas, se suponía que debía comer mucho para que, en la noche del veinticuatro de diciembre, los niños pudieran cantarle y pegarle con un bastón, animándole para que «cagara». Los adultos eran cómplices de esa maravillosa fantasía navideña. Hacían desaparecer toda la comida que le iban poniendo durante días. Cuando llegaba esa noche, escondían debajo de la manta turrones y dulces. Entonces los niños cantaban la tradicional canción del Tió, mientras apaleaban el tronco, después lo destapaban y se encontraban con todo un festín.

Pero la Navidad para los pequeños no acababa ahí. En Nochebuena, los niños hacían su carta a los tres Reyes Magos de Oriente: Melchor, Gaspar y Baltasar; cuyo origen que partía de la religión católica, era cada vez más olvidado. En esa carta pedían todos los juguetes que deseaban. Si habían sido unos buenos niños durante ese año, los Reyes les traían lo que pedían y si no, les traían carbón. Todos los niños estaban temerosos de que les trajeran carbón y durante esos días se comportaban obedientemente, sorprendiendo siempre a sus padres, hasta que llegaba la mañana de Reyes. El día seis de enero, en el que la noche antes, los Reyes habían dejado sus regalos a cada niño, acompañado, en muchas ocasiones, de un trocito de carbón de azúcar, como una pequeña advertencia de que al siguiente año se debían esforzar más en ser mejores niños.

Me resultaba extraño que algo así hubiera sobrevivido a tanta guerra y miseria. Hubo un tiempo de abundancia en el que el Tió no solo dejaba dulces, sino también juguetes, como los Reyes Magos. Los niños tuvieron durante unos años regalos asombrosos, salidos de la prodigalidad y la tecnología. Lamentablemente, las guerras acabaron con ese derroche de magia, la necesidad los volvió austeros como lo fueron en los antiguos tiempos difíciles. El Tió ahora solo traía dulces, y los Reyes Magos únicamente podían traer un regalo.

Pero aun así lo más maravilloso de todo era lo poco que cuestionaban los niños que la magia fuera real. Creían en ella y les emocionaba, aunque el resultado fuera un simple juguete (que muchas veces ni siquiera estaba en su lista) y unos pocos dulces. En las ocasiones en que la realidad bruta chocaba contra la mente infantil, preguntaban cómo comía el Tió o cómo los Reyes podían entrar en cada casa…, la respuesta más simple y la más alocada era siempre la que más les convencía: con magia.

Fueron unos días llenos de alegría y de contagiosa magia infantil. Incluso usamos algo de energía eléctrica extra del autoabastecimiento de la casa para poder ver películas y escuchar música. Comimos, bailamos, cantamos viejas canciones y villancicos, acompañados de panderetas y zambombas.

El desayuno del seis de enero fue memorable; todos teníamos nuestros regalos. Jos sostenía maravillado un puñal nuevo, tenía grabadas nuestras iniciales y estaba decorado con intricadas serigrafías, todas ellas eran símbolos de nuestra historia. En el puñal, las formas se entretejían, pero se podía distinguir, si mirabas atentamente, unos brazaletes rotos, un látigo, un lobo y líneas que representaban la energía de nuestra unión. Me pareció buena idea regalarle algo personal, pero sobre todo útil. Fue gracias a Xavier, que en sus viajes al pueblo visitó a un artesano local y le encargó el trabajo a tiempo. Yo estrenaba unas botas estilosas y calentitas. Mónica lucía una gargantilla, que sospeché era algo más personal que una simple joya. Xavier una ballesta digna de un cazador. Pero lo más entusiasta fueron los alegres gritos de los niños, que nos llegaron mientras atesoraban en sus brazos a un cachorro de perro; era su regalo de Reyes.

Me agaché hacia Lisa para ver al pequeño animal que sujetaba y la sorpresa me hizo sisear. No era un perro cualquiera, era un lobo, con el mismo pelaje y ojos dorados de Jack, sus ojos no estaban asustados como los de un cachorro. Miraba, estudiando determinadamente a cada uno de nosotros. Su mirada, demasiado madura, me encontró. El estupor me hizo dar un paso atrás y me tambaleé de la impresión. Confusa miré a Jos interrogándolo silenciosamente, él asintió con la cabeza y la emoción me hizo empezar a hiperventilar.

Cuando pude pensar con claridad, me encontraba delante de la gran mesa, sentada en una de las desentonadas sillas.

—Sí, Ari, es el hijo de Jack, de su camada —me dijo al oído.

—Pero ¿cómo es posible? —pregunté asombrada.

La carcajada de Jos me hizo sentir tonta, ya que no era «ese» el sentido que quería dar a la pregunta.

—Pero… ¿Jack lo ha dejado? Y la madre… ¿No lo echará de menos? —pregunté desconcertada.

—Créeme, ya tienen bastante con dos más. Estuvieron completamente de acuerdo, si no hubiera sido así, no se me hubiera ocurrido traerlo —expuso él.

Al momento siguiente me sentí engañada por Jack y por Jos. Me lo habían ocultado, traicionando mi confianza.

—Vamos, Ari, no le des tantas vueltas. No quise decirte nada porque en tu estado no te conviene llevar más sobre tu cabeza. No quisimos preocuparte. —Jos leyó mi ánimo.

—Eso…, esto —protesté indignada, señalando al cachorro— es demasiado importante como para ocultármelo… ¿En qué estabais pensando?

Sentí los brazos de Jos alrededor de mi vientre y su aliento cálido en mi cuello, cuando su susurro llegó, provocó un temblor en mi interior.

—En proteger a los niños, a Mónica, a ti y al bebé.

Entonces entendí su punto y mi enfado se desinfló, como si pinchara un globo mal hinchado, de forma suave y cadenciosa.

Sentí un lametón sobre los nudillos de la mano que tenía bajo la mesa y vi al cachorro. Tenía dos patitas sobre el borde de la silla, junto a mis muslos y movía la cola de lado a lado. Me miró, de una forma imposible de ignorar y hechizando mis emociones. Me incliné y percibí su olor. Era una extraña mezcla de tierra, pelo y leche. Le acaricié por detrás de las orejas y me respondió con un pequeño aullido, apenas audible. Pude fijarme en sus ojos, la forma típica y oblicua de los lobos; pero redondeados como los de un bebé. Vi que el iris, bajo el color dorado, tenía un tono verde, deduje que esa debía ser una herencia de su mamá.

—Aún no sabemos qué proporción de genes ha adquirido de Jack y de su madre, pero aun así no resulta un lobo común. Es el más intuitivo de la camada. Durante días le hemos llevado nuestros olores a través de prendas de ropa y se ha habituado a ellos —Jos seguía susurrando esas palabras y una sonrisa asomó en su boca—. Si echas de menos algún calcetín o alguna camiseta…, ya sabes por qué.

Seguí acariciando al cachorro y sonreí al imaginármelo.

Ese breve momento de armonía se vio interrumpido por Chloe, que agarró al pequeño lobo como si de un muñeco se tratara. La niña era casi del mismo tamaño que el cachorro, él ni se quejó, es más, parecía resignado a soportar la forma en que lo balanceaba torpemente, mientras lo llevaba junto a los otros juguetes, cerca de la chimenea. Entonces Lisa y Jordi se sumaron y empezaron a jugar con él, tentándolo con pequeñas pelotas de ropa. Era una buena imagen para memorizar. Los alegres rostros de los niños enmarcados por el fuego que iluminaba el lugar.

—Se llamará Dick —dijo Lisa.

—No, se llamará Claus —protestó Jordi.

Lisa puso los puños apretados contra sus caderas.

—No nos lo ha traído Santa Claus, no puede llamarse así. Nos lo han traído los Reyes Magos, se debería llamar Melchor o Gaspar o Baltasar —debatió.

Ante la mención del último nombre, el cachorro levantó la cabeza y aulló, con las orejas erguidas. Xavier que pasaba por allí, se acercó y se puso de cuclillas al lado de los niños.

—Parece que ha escogido un nombre. Creo que le gusta Baltasar —les dijo mientras miraba al cachorro.

Sonó otro pequeño aullido dirigido a Xavier y un coro de risas llenó la habitación.

Durante las siguientes horas, el nombre más oído en la casa fue Baltasar.

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