Gen

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Capítulo 48

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Era una mañana de febrero y las frías temperaturas matutinas azotaban con fuerza. Me gustaba sentir el crujido del suelo helado bajo mis botas calientes y la piel de mi rostro reaccionando al frío, algo que había echado de menos desde que me había convertido en gen y ahora, desde el embarazo, había recuperado.

Me dirigí al huerto, situado en la parte posterior de la casa. Una vez allí, me dediqué a sembrar apio y plantar acelgas. Me sentí vivificada, a pesar de tener las manos heladas y los dedos entumecidos. Me detuve al oír una discusión.

—Debes hacerlo.

—No, no debo. Ni quiero, ni lo haré.

—Lo harás.

Había un árbol que me tapaba la vista y no podía ver, pero las voces las reconocí. Eran Biel y su madre, Olivia, aunque nunca había oído ese tono de voz tan duro en ella. Sentí curiosidad. ¿Qué era lo que debía hacer Biel?

Me incliné y me descubrieron. La conversación cesó de golpe y Olivia se fue.

Biel se quedó allí, más plantado que mis hortalizas. El chico, alterado y sulfurado, no paraba de suspirar. Me sacudí las manos y me puse los guantes, después me arrebujé en mi abrigo de lana y me acerqué a él. Escudriñé su rostro preocupado.

—¿Ha pasado algo? —le pregunté.

—Más bien, algo que no ha pasado —gruñó.

Me mantuve en silencio, mientras veía cómo el vaho escapaba de nuestras respiraciones; esperando por una respuesta más válida.

Biel me miró durante unos largos instantes, luego desvió la mirada hacia donde su madre se había ido.

—Mi madre quiere que presione a Mónica para que tatúe a Jordi y a Lisa. En su opinión, esta familia debe dar ejemplo al resto. Quiere que se lleve a cabo en los próximos meses, antes de primavera. Ya lleva dos años detrás de este asunto, me temo que se le ha acabado la paciencia y que, a partir de ahora, ejercerá su nefasta influencia… hasta que Mónica y Xavier acepten —confesó alicaído.

Me horroricé y me llevé la mano enguantada a la boca, para estrangular una protesta de indignación. Sabía que Olivia tenía una posición de poder en la resistencia y que muchos intercambios de bienes eran gracias a la buena relación que existía entre los líderes. Sin su patrocinio, la familia de Mónica y Xavier estarían desprotegidos. Los intercambios de víveres se verían afectados, la gente no querría comerciar con ellos y sería más difícil sobrevivir.

—¿Ellos saben lo que Olivia pretende? —le pregunté, una vez superada la impresión.

—No, nunca lo dije. No quería preocuparlos, pero es mejor no ocultárselo más.

Recorrimos el camino hacia la casa con pasos rígidos; sabiendo que en esta ocasión, la calidez de aquel feliz hogar, no nos quitaría el frío que había congelado nuestro interior.

Cuando entramos, toda la familia estaba dentro del salón, incluido Jos que estaba entretenido con Chloe y el cachorro. La expresión de nuestros rostros alertó enseguida a los adultos.

—¿Ocurre algo? —preguntó Jos, su mirada iba de Biel a mí, tratando de leer entre nuestras emociones, hasta que Biel dio un paso adelante.

—Mi madre está decidida a que tatúes a Jordi y a Lisa. Hace tiempo que insiste, pero hoy ha amenazado en presionar y utilizar sus privilegios como líder en contra vuestra, si no lo hacéis en dos meses —respondió, fijando la mirada en Mónica.

—¿Nos está chantajeando? —La voz suavemente alarmada y quebrada de Mónica, contrastaba con la fiereza que se leía en el rostro de Xavier.

Los siguientes días, después de confesar las intenciones de Olivia, pasaron con una intensa actividad y fueron muy tristes. Mónica y Xavier decidieron adelantar la marcha de los niños. Todos estábamos preocupados porque hacía mucho frío para enviar a los niños demasiado lejos.

Xavier tenía un hermano, Óscar, que vivía no muy lejos, en un pueblecito llamado Beget, en la zona de la Alta Garrotxa, cerca de la frontera con Francia. Aun así, era un día de viaje y todo estaba cubierto de nieve. Los niños tendrían que hacer escala en Oix, otro pueblo que les iba de camino y estaba a unas cuatro horas a pie desde Olot.

Mientras todo se complicaba, me preguntaba con quién viajarían los niños, pero afortunadamente los planes de Xavier empezaron a tomar forma.

Su hermano era un gen y su pareja humana. Vivían retirados en Beget, junto a otros como ellos, en una comunidad pequeña y pacífica.

Dos noches después de la conversación de Olivia y Biel, Jos partió para enviarle un mensaje a Óscar a través de los cuencos. Se fue bajo el frío del crepúsculo y lejos del alcance de cualquier rastreador de la resistencia.

Aquella noche no pude pegar ojo y me removí en la cama sin cesar. En mi imaginación volaba la idea de que podían atrapar a Jos. En mi desasosiego urgí planes por si se daba esa posibilidad.

Al amanecer, Jos entró al dormitorio. Me encontró enroscada bajo las mantas y todavía despierta. No hubo un «hola» ni siquiera un abrazo inmediato. Solo la calma y el silencio que contiene el momento en el que has dado un paso más para llegar a algo importante. Se quitó las ropas frías y mojadas del rocío y se las cambió por otras secas, después se estiró a mi lado.

—Ya está hecho, mañana vendrán a recoger a los niños —me dijo al oído.

La noche siguiente, Mónica, abrazada a su marido, trató de contener las lágrimas al ver partir a los tres niños. Los acompañaban un grupo de cinco humanos con sus caballos y el cachorro de lobo. Eran tres hombres y dos mujeres, una de ellas era Silvia, la pareja de Óscar y tía de los pequeños. Estaba claro que era una persona muy querida en la familia, ya que fue recibida cariñosamente, sobre todo por los niños, que enseguida la abrazaron felices. No se fueron de su lado mientras se ultimaban los preparativos de la salida (de la que ellos pensaban que iban a ser unas divertidas vacaciones).

La imagen de Jordi, con su pequeño carcaj y su arco en la espalda mientras nos decía adiós…, me perseguía. La tenía grabada en mi mente, junto a otras dos de sus hermanas: Chloe, montada sobre el caballo en brazos de Sílvia, tapada y casi dormida, y Lisa, lanzándonos besos, mientras a su lado correteaba Baltasar.

Cuando los perdimos de vista, arrastramos nuestros pies dentro de la casa vacía. La cena transcurrió extrañamente silenciosa y triste, interrumpida solo por pequeñas frases cotidianas cómo: «Me puedes pasar la sal» o «Puedes acercarme el pan».

Mónica tenía los ojos acuosos y picoteaba la comida con desgana. Antes de llegar a los postres, ya me sentía culpable. Culpable de ser gen, de tener un padre que originó todo este desastre, de contar con el apoyo incondicional y férreo de esta inocente familia que había sido separada, porque no se lo merecían.

Cuando volvimos a la habitación, ni siquiera Jos pudo quitarme esa emoción de encima y eso que insistió, una y otra vez, en que yo no tenía la culpa.

Tres días después, nos llegaron noticias de los niños. Habían llegado a Beget y se estaban adaptando muy bien. Con ese conocimiento sentimos una destilada sensación de algo parecido al alivio.

Pasaron varias semanas y Mónica se sumió en un frenesí de tareas. La ayudaba todo lo que el embarazo me permitía. Cuando acabó el mes de febrero, habíamos remodelado las habitaciones de los niños, pintado las paredes, cambiado las cortinas y la ubicación de los muebles… para descubrir después una nostalgia más pesada que la de antes; ya que la ausencia de los niños era aún más evidente.

Ese día Mónica lloró desconsolada, no se calmaba. Acabé compartiendo su pena, desmoronándome en lágrimas silenciosas sobre su hombro; hasta que lentamente y juntas fuimos recuperamos la serenidad.

Tras eso, Mónica hablaba poco y eso me preocupó. Me pegué a ella tanto como pude, no quería dejarla sola y triste. Intentaba animarla para hacer cosas y salir de la casa. Le hacía chocolate caliente siempre que podía, hasta que un día soleado y frío, a mediados de marzo, ella me sorprendió con una sonrisa mientras tejía un trajecito de bebé. Entonces supe que poco a poco se estaba recuperando con nuevas esperanzas, haciendo que las mías crecieran también. Ese mismo día compartí mi alegría con ella, cuando le puse su mano sobre mi barriga para que sintiera cómo el bebé se movía dentro.

Mónica se había convertido en la hermana mayor que nunca tuve.

Olivia volvió y bajo su fachada de simpatía, se podía percibir el desacuerdo, no dicho, ante la partida de los niños. Intentábamos mantener conversaciones triviales con ella y se mostró muy diligente con sus consejos sobre el embarazo, cosa que agradecí; pero cuando hablaba del parto cambiábamos de tema sutilmente, sin darle detalles.

Un día, Biel me sorprendió cuando me regaló un pequeño sonajero para el bebé, estaba hecho de bellotas secas y madera. Se podía apreciar el trabajo de tallado sobre la madera, en la que había añadido unas filigranas como adorno. Me encantó, lo abracé entusiasmada y cuando me preguntó qué nombre tenía pensado para el bebé, me encogí de hombros. No le había dado muchas vueltas, ya que no sabía si era niño o niña. Sabía que existía una posibilidad de que no saliera bien y eso me carcomía por dentro; aun así el apoyo que tenía de Jos, Xavier y de Mónica, me daban las suficientes fuerzas internas como para continuar esperanzada.

Llegó la primavera, salieron los primeros brotes verdes de los árboles y el huerto florecía. Los olores de la naturaleza llegaban con más intensidad y los largos paseos alrededor de la casa, se convirtieron en mi bálsamo curativo particular.

En ocasiones, atisbaba la mirada preocupada de Jos hacia mi vientre, pero la sustituía rápido por una sonrisa, luego se acercaba y acariciaba mi barriga, intentando notar los movimientos del bebé, cosa que conseguía muy a menudo. Allí donde Jos ponía su mano el bebé respondía, la curiosidad me picaba porque cuando Mónica o yo tratábamos de sentir alguna patadita no había manera, en cambio con Jos, siempre sucedía.

Algunas tardes, Jos y Xavier tenían que ir hasta el pueblo e intercambiar suministros. Ese tipo de salidas se habían hecho más numerosas, ya que últimamente los vecinos no estaban interesados en nada que les pudiéramos ofrecer; eso nos parecía raro. Una parte de mí se preguntaba si detrás de todo estaba Olivia. Quizás era una forma de presionar y convencer a Mónica y a Xavier con lo de tatuar a los niños. Pero otra parte de mí lo negaba. Quería negarlo porque siempre se había portado bien con nosotras y porque su marido, César, era terrible, y tal vez, ella era una víctima más. Eso para mí, era suficiente para justificarla.

Con las semanas, mi cuerpo se volvió realmente pesado y agotadoramente humano. Me movía con dificultad y el volumen de mi vientre no me dejaba ver mis pies hinchados. Cuando hacía esfuerzos por levantarme y me llevaba una mano a la zona lumbar, oía la risilla de Jos. No era justo, era una gen. ¿Por qué en el momento que más necesitaba de fortaleza y energía me abandonaba el poder, quitándome cualquier ventaja? Aunque por otra parte, podía entender que era otro antojo de la sabia naturaleza, mostrándose impredecible y por encima de nuestro control.

El nacimiento del bebé estaba cerca y comencé a percibir miradas de preocupación. Me preguntaban constantemente cómo me sentía; les respondía que fenomenal, pero lo cierto era que me sentía como una gran vaca sagrada… Me ayudaban en cualquier cosa que requiriera de un poco de esfuerzo. Siempre había alguien conmigo y eso me sacaba de quicio.

Un día me quejé a Jos. Le dije que no era una inútil y que podía acarrear dos quilos de patatas por mí misma. Él cogió la bolsa, me plantó un tierno beso en la sien y me susurró: «Lo sé, quiero hacerlo…, déjame mimarte» y a conciencia, usó ese tono de voz que él sabía, siempre me ablandaba. Las hormonas tampoco jugaban a mi favor y claudicaba a todo antes de tiempo.

Después de las comidas, Biel traía flores silvestres que perfumaban el salón, Mónica horneaba deliciosas galletas y dulces para mí... y yo no hacía otra cosa que comer (benditos sean los antojos), leer, pasear y dormitar. Todo, cuantas veces quisiera y cuando me apeteciera, daba igual la hora. En fin, me consentían y yo les dejé hacerlo.

Hasta que llegó el día que todos esperábamos, creyendo ingenuamente que estábamos preparados.

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