Gen

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Capítulo 43

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Los días siguientes los pasé en una nube. Siempre que podíamos nos escapábamos al manantial, y nos amábamos poniendo en muchas ocasiones nuestra resistencia a prueba. Allí era donde no importaba la cantidad de caudal emitido de nuestro poder, también lo hacíamos, pero de forma controlada en nuestra habitación.

A veces sorprendía a Jos mirándome y yo me sonrojaba violentamente cuando leía su expresión. Pensé que una vez satisfecha nuestra necesidad sexual, dejaría de sentir tanta intensidad en sus miradas o los escalofríos cuando él me tocaba, pero no fue así, continuaron e incluso se había añadido una sensación de plenitud que me hacía sentir más segura.

Pasábamos mucho tiempo hablando, al lado del fuego de nuestra habitación, nos contábamos cosas de nuestra infancia, de nuestros hermanos y de cómo era de simple la vida entonces. Jos echaba de menos a Lena y, aunque él no me culpaba en absoluto, yo lamentaba que hubiera estado implicada en su precipitada marcha.

Biel había sido fiel a su palabra, al día siguiente de conocerlo, pese a estar distraída pensando en la primera noche con Jos (de hecho, durante días, tuve la sensación de llevar un cartel revelador escrito en mi frente), el chico me enseñó a montar a caballo y también a cómo prepararlos y cuidarlos. Me pareció un ritual tranquilo y gratificante.

Biel no hablaba mucho y su compañía me resultaba agradable, algunas veces, cuando suspiraba y mantenía la mirada lejana hacia el horizonte, me daba la sensación de que tenía las manos llenas de sueños rotos. En esos momentos, me apenaba doblemente porque me recordaba a Jim.

Su pasión por los caballos era muy evidente y los veneraba. Me di cuenta de que lo transmitía a través de los movimientos, recordando el primer día que me los presentó.

Estábamos en los establos paseando por el pasillo, ante las compuertas de los animales, hasta que rompió el silencio con su explicación en voz baja:

—Es curioso, cuando ponemos un nombre a un caballo, lo hacemos sin prisas, primero lo observamos, lo conocemos y después le damos un nombre. —Señaló la primera puerta, por donde asomaba un semental blanco—. Este de aquí es Taj Mahal, tiene el pelaje impecablemente blanco, ni una mancha, es hermoso, tiene un porte majestuoso y un carácter poco cariñoso, es más bien frío, aunque su fidelidad hacia el jinete, una vez lo conoce, es grande.

Miré por encima del box y comprobé la blancura impoluta del animal. Era precioso y el nombre le iba que ni pintado. Biel continuó hacia la cuadra de al lado, donde había otro caballo, pero totalmente negro.

—Esta de aquí es Místic; es una yegua muy tímida y escurridiza, cuesta conocerla, pero cuando lo haces, lo da todo. Tiene una monta suave y cuando galopa lo hace en oleadas.

La yegua, haciendo honor a su nombre, se escabulló hacia el fondo de la cuadra. Biel continuó hasta detenerse en el siguiente.

—Él es Azafrán. Es como su nombre, de color rojo, tiene un carácter juguetón y dócil, aunque siempre le cuesta obedecer a la primera.

El caballo se acercó curioso olisqueando la mano que Biel le tendía, relinchó feliz al descubrir un terrón de azúcar y lo engulló al segundo siguiente.

El chico abrió la cuadra y Azafrán se acercó, dándole toquecitos cariñosos en el brazo, buscando más dulce.

Ese día aprendí a asear a los caballos y prepararlos para montar.

Los días pasaron y se convirtieron en semanas, las pasé aprendiendo con Biel a montar y a cómo cuidar de toda la granja.

Descubrí que me gustaba el trato con los caballos, me llevaba bien con ellos. Místic se convirtió en mi favorita. La montaba siempre que podía. Algunas veces cuando nos íbamos de excursión por los bosques, me parecía detectar que había alguien observando, sabía que era Jack. Lo echaba de menos, tenía la certeza de que pronto nos podríamos encontrar de nuevo.

Una mañana, bajo el sol, después de las clases, observé que debajo del cuello de la camisa, Biel lucía un extraño tatuaje, en la nuca. Era negro y en forma de tres equis. Recordé que la gente solía tatuarse por motivos distintos o bien se tatuaban un motivo concreto de dibujo, pero me pareció raro en el chico, como que no encajaba con su personalidad. Así que le pregunté:

—¿Qué quiere decir ese tatuaje que llevas?

Biel que estaba relajado cepillando el lomo de Azafrán, de repente se tensó y se cubrió.

—Nada —respondió, alzándose el cuello de la camisa.

—Venga, la gente no se tatúa por nada.

Ante mi insistencia, continuó cepillando al caballo, pero sin la tranquilidad anterior, Azafrán lo notó y se movió a un lado para evitar el contacto.

—Perdona, no quería incomodarte —me disculpé.

Biel se detuvo unos momentos, después suspiró y, al mirarme, pude captar que el tema le dolía de verdad. Eso me hizo sentir culpable de una forma incorrecta.

—Es un tatuaje familiar, es para recordar a dónde pertenezco —confesó.

Me pareció una explicación rara y me hubiera gustado saber más, aunque sabía que él no estaba dispuesto a darme más detalles. Recogió todos los utensilios, dando por concluido el tema y las lecciones por ese día. No volvimos a hablar sobre ello.

Durante ese tiempo, pude comprobar que Jos era un buen jinete, a estas alturas me sorprendía que hubiera algo que no supiera hacer bien. Los caballos lo adoraban, incluso sin extender su empatía hacia ellos. No sé cómo podía soportarlo, ya que en mi interior se debatía una lucha constante cuando quería utilizar mi poder, sentía antinatural no hacerlo, cada día que pasaba me pesaba más, era como si tuviera una extremidad sin usar. Mis pequeñas liberaciones en el manantial y en lugares fuera de rango de los detectores, no bastaban.

Por otro lado, me gustaba el aire puro de la montaña, combinado con los quehaceres en silencio, era un lugar de paz. Por las noches me sentía tan exhausta que, cuando amanecía en la cama, no recordaba dónde me había quedado dormida, Jos siempre me despertaba: no volví a verlo dormido.

Una tarde, estaba jugando con los niños a la chancla, en el frente de la puerta de la casa, cuando Jos se acercó, detrás de él, esperaban Taj Mahal y Místic ensillados. Nos saludó y me dijo que íbamos al pueblo para hacer unas compras. Vestía unos pantalones beige adheridos a sus musculosas piernas y botas de montar. Al verlo, la piedra del juego que sostenía en mis manos cayó y casi tropecé con mis pies. No debería afectarme tanto. Susurré una maldición y escuché la risa de los niños sumarse a la suya.

Me apresuré al interior para cambiarme y, al momento, regresé con mi sofoco más calmado, enfundada en unos pantalones azul oscuro. Eran de montar parecidos a los de Jos, elásticos y cómodos, me recordaba a los trajes que usábamos en el complejo, aunque no podía decir lo mismo de las botas, me llegaban hasta justo debajo de la rodilla, estas eran más rígidas y, por ello, más apropiadas para montar.

Cuando subí al caballo supe que tampoco Jos estaba indiferente a mi atuendo, sentí sus ojos fijos en mí todo el tiempo; sonreí en mi fuero interno, porque no era la única lidiando con mi parte racional. Me concentré en colocar mis pies dentro de los estribos, intentando deshacer las emociones, cada vez más difíciles de no evidenciar.

Íbamos de camino, cuando tomé conciencia de a dónde nos dirigíamos y me puse nerviosa. En el pueblo había un montón de humanos, temía que nos pudieran descubrir. Afortunadamente Jos me distrajo; me explicó que la forma de pago preferida de los mercaderes era la del trueque, había demasiadas necesidades básicas por satisfacer y el dinero se había convertido en algo infravalorado. Entendí que por eso no llevábamos las alforjas vacías, sino llenas.

Entramos en una calle ancha, donde pudimos dejar nuestras monturas atadas en un lateral. Era día de mercado y había muchos tenderetes con todo tipo de productos. Me mantuve al lado de Jos, cargando una de las dos mochilas con productos, contemplando cómo conversaba con los vendedores de forma natural, sobre especias para cocinar, cuerdas o semillas y un montón de cosas más que escapaban a mi conocimiento.

La gente pasaba distraída por nuestro lado y apenas nos miraba, eso me relajó. Pude observar con más detenimiento lo que me rodeaba, y lo que vi hizo que mis alarmas interiores sonaran.

Muchos adultos y casi todos los niños llevaban la cabeza rapada. Una pandilla de críos pasó corriendo por nuestro lado, aunque limpios, iban vestidos prácticamente con harapos, fascinada observé que llevaban en sus nucas el mismo tatuaje que Biel.

—No los mires tan fijamente —me susurró Jos en el oído.

Retiré de inmediato la mirada.

—¿Has visto los tatuajes? —le pregunté en voz baja.

—Sí, llevan afeitada la cabeza para lucirlos con orgullo. Se los hace la familia cuando tienen pocos años. Es un recordatorio de su humanidad, si llegan a convertirse en gen y están marcados, la familia tiene autorización para matarlos. Si no se convierten son dignos y aceptados plenamente para seguir viviendo entre ellos, incluso, aunque acaben enfermos.

Por un momento, el impacto de esas palabras, susurradas, me aturdió. ¿Esta gente prefería la muerte a convertirse en gen? Preferían matar a sus seres queridos antes de verlos sobrevivir, aunque fuera de otra forma.

—Pero… ¿por qué? —Mi voz se convirtió en un hilo indignado.

Al instante siguiente sentí el cuerpo de Jos pegado al mío, su mano puesta donde terminaba mi espalda. Un temblor me recorrió y no porque fuera Jos quien me tocaba, sino por el maldito destino escrito, por gente sin conciencia, que tenían grabadas a esas criaturas inocentes en sus cabezas. Me pareció retorcido y macabro para mi comprensión, eso sobrepasaba los límites de la crueldad.

—Porque tienen miedo. Miedo de los gen, miedo de lo que no conocen ni comprenden. Es su forma de lucha, ya que ellos se quedan sin ser convertidos y los gen también. —La explicación de Jos detuvo mis pensamientos.

—Entonces deberían conocernos más, quizás de esa forma cambiarían de opinión —especulé.

—No, no podemos. Son herméticos, tienen unas creencias extremadamente férreas, son como una secta; nadie fuera de la familia está dentro. Todavía no hemos podido salvar a ningún convertido que llevara el tatuaje. —Su tristeza quedó impregnada en la última frase.

Eso era el tatuaje de Biel, lo que quería decir: estaba marcado. Lágrimas de impotencia amenazaban con asomarse en mis ojos, sentí el poder furioso y contenido retorcerse en mi interior. Deseaba desatarlo, para hacerles cambiar de opinión a todos, sabía que tenía el poder suficiente para hacerlo. Podía conseguir embutir en sus pensamientos de forma imperativa que lo que estaban haciendo era un error, uno de los grandes…, pero muchos no estaban aquí.

Miré alrededor y la pena me recorrió, al ver que las cabezas rapadas eran demasiado numerosas y muy jóvenes. De repente, sentí un desconocido tirón muy fuerte en el vientre y me doblé de dolor, a duras penas conseguí mantener el equilibrio sujetándome en el brazo de Jos.

—Sácame de aquí —dije entre dientes.

Alarmado, Jos se apresuró a sacarme de allí sin levantar sospechas. Durante todo ese tiempo parecíamos ir a cámara lenta. Acabé sobre la montura de Taj Mahal con Jos a mi espalda y Místic detrás llevando toda la carga. A medida que nos acercábamos a la casa, la sensación se fue calmando, así como también lo hizo la actitud sobreprotectora de Jos.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó preocupado.

—No lo sé, me sentía muy afectada. Quería desatar todo el poder que tenía dentro, para hacerles entrar en razón y de repente sentí dolor —le dije la verdad sin dudarlo.

—Quizás necesites liberar algo de poder, no como en el manantial que lo dejas y te recargas, sino de otra forma…, usándolo. Mañana iremos de excursión y podrás hacerlo.

Me sentí más positiva después de eso.

Sin embargo, esa noche tuve una pesadilla terrible. Bebés que lloraban sujetos bajo las agujas de sus padres tatuadores, mientras que los miraban con una decisión implacable y enfermiza. Detrás de ellos, colgados en perchas, había trajes de color rojo de pequeños tamaños destinados a ellos. Yo gritaba y gritaba que se detuvieran, pero estaba tras un cristal y ellos no me veían ni me oían, aunque los bebés sí. Ellos alargaban sus bracitos hacia mí, entonces me volvía frenética, golpeando infructuosamente el maldito cristal irrompible.

Desperté con un grito desgarrado, temblando y cubierta de sudor. Después me senté en la cama y, antes de poder dirigirme al baño, vomité hasta vaciar mi estómago, en el suelo de la habitación. Para entonces Jos estaba allí sujetándome, en mis últimas arcadas, mientras lloraba descontroladamente. Luego me abrazó, acunándome, durante mucho rato susurró palabras de consuelo sin sentido, hasta que me calmé y pude respirar con normalidad.

Me encontraba extrañamente aletargada, pero al mismo tiempo mi cuerpo temblaba. Jos encendió la chimenea y tendió una manta enfrente, me ayudó a sentarme sobre ella y me ofreció un vaso de agua que bebí con avidez. Luego apareció con un poco de gelatina azul entre sus manos, se desnudó y me ayudó a despojarme del pijama. Durante todo el rato que estuvimos aseándonos, no dijimos ni una palabra, recordé cómo una vez también lo habíamos hecho en el complejo. No había deseo sexual, en ese momento, eso estaba fuera de lugar. Tenía la necesidad de limpiar esa energía pesada y mala que había creado mi pesadilla y en ese instante, solo existía el consuelo y el amor.

Largo rato después, los temblores desaparecieron, me encontraba en sus brazos y entre sábanas limpias.

—Gracias —le dije cuando pude hablar, aunque mi voz sonó un poco ronca.

—No hay de qué. —Sentí su aliento en mi nuca y su abrazo apretarse.

—Hacía tiempo que no tenía pesadillas —le recordé, tras un largo silencio.

—Lo sé y esta ha sido terrible…, has gritado. ¿Quieres contármela?

Me debatí, porque quería liberar mi mente contándosela, pero al mismo tiempo estaba agotada y aún perduraban los resquicios de vivir tan intensamente el sueño… y no quería sentirlo de nuevo.

—No puedo. Ahora no —me lamenté.

—Está bien. Cuando quieras, estaré aquí para escucharla. —Apretó mi hombro.

El silencio siguió y me dormí de nuevo, esta vez, en un sueño olvidado.

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