Gay sex

Gay sex


BLOQUE II. Prejuicios. Una liberación sexual pendiente » 4. Así se destroza una sexualidad. Nuestra cultura y la homosexualidad » Ejercicio práctico para trabajar los prejuicios

Página 10 de 36


4
Así se destroza una sexualidad. Nuestra cultura y la homosexualidad

Ya hemos demostrado que la sexualidad es biológica y cultural. Si crecemos en una cultura sexofóbica, la suma de: (a) nuestra predisposición biológica a divertirnos follando, y (b) los prejuicios judeocristianos contra la sexualidad, el resultado es ¡conflicto! Como has visto hasta ahora, la sexualidad es una de las características que definen nuestra especie. Has visto que la sexualidad es un rasgo destacado tanto en las diferentes especies que nos antecedieron como en aquellas más cercanas a la nuestra. Has visto que hemos aprovechado nuestro desarrollo intelectual para crear nuevas formas de relacionarnos entre nosotros y con objetos que fomentan el placer. Si estamos tan preconfigurados para vivir la sexualidad, ¿por qué tenemos esta mala relación con nuestra sexualidad? La respuesta está en la cultura…, que no siempre mola.

Hemos crecido en un entorno donde, hasta hace menos de una generación, la sexualidad no reproductiva fue siempre vista como algo inconveniente y donde la homosexualidad era poco menos que una aberración. Si para muchos heterosexuales es difícil llevase bien con su sexualidad, imagínate para nosotros. Ellos también sufren mitos y prejuicios que les dificultan la relajación o el placer, y ellos también padecen tremendas carencias de información (haz una encuesta a ver cuántos hombres heterosexuales conocen la anatomía del clítoris). De hecho, la mayoría de los heterosexuales, tal como nos sucede a nosotros, no tienen otro recuso educativo que el porno ¡y vaya un recurso!

El añadido, en nuestro caso, es la devastadora homofobia que hemos sufrido desde que nacimos. Si es improbable que una madre le explique a su hija de quince años cómo hacer una felación, imagínate lo poco probable que será que una madre se lo explique a su hijo gay de la misma edad. Hemos interiorizado que nuestra sexualidad es algo de lo que no se puede hablar, algo sucio, incómodo. Somos tan pequeños cuando recibimos todos esos mensajes que no podemos pensar críticamente sobre ellos y, simplemente, los incorporamos a nuestra mente. Cuando nos hacemos adultos nuestra sexualidad nos hace sentir vergüenza, culpa y ansiedad. Esas emociones (a menudo realmente intensas) interfieren con el placer, la relajación y la comunicación de forma que, en el sentido más amplio de la palabra, algo nos impide ser naturales. Ese malestar es el resultado de la cantidad de disonancias y conflictos que están teniendo lugar en nuestra mente. Por una parte, nos apetece mucho chupar una polla tras otra esta tarde de sábado, y por otra parte, nos sentiríamos especialmente rebajados si pasáramos la tarde arrodillados y dándole gusto a todos los hombres que pasaran por nuestra casa. Por una parte, sería un morbazo ir de cruising a follar con desconocidos en mitad del monte, pero por otra parte, eso nos pone tan ansiosos que solo somos capaces de pensar en la cantidad de enfermedades de las que podríamos contagiarnos. Por una parte, nos encantaría que nuestros novios nos ataran a la cama y nos dieran azotes, pero por la otra parte, no nos atrevemos a proponérselo porque creemos que pensarán que somos una especie de pervertido raro. Y ya no hablemos de un bukkake o de un gangbang, nos moriríamos de vergüenza antes de admitirlo. Así que, en lugar de vivirlo, preferimos hacernos pajas a escondidas viendo vídeos sobre esas prácticas. Y esto no es nada. Todos somos conscientes de la cantidad de prejuicios que hay sobre las pasivas, los promiscuos, los que tienen pareja abierta, los cuckolds, los cumwhores… En realidad, excepto contra los maricas que follan en pareja y en la postura del misionero, hay prejuicios contra casi todo lo que tenga que ver con nuestra sexualidad. ¿No sería maravilloso liberarnos de estos prejuicios?

En este capítulo vamos a tratar aquellos prejuicios que atacan nuestra sexualidad para entender su origen y liberarnos de ellos una vez tomemos conciencia de que no son más que opiniones infundadas. Es más fácil dejar atrás ideas equivocadas si comprendemos dónde está el error que contienen. Este capítulo será, por tanto, un capítulo dedicado a eso que en psicología denominamos «reestructuración cognitiva», y con el que espero ayudarte a que tengas una visión de tu sexualidad mucho más objetiva y empoderada.

La solución es abandonar los prejuicios culturales y sustituirlos por criterios personales basados en el respeto a la sexualidad propia y ajena, la libertad y el conocimiento científico que nos proporciona la sexología.

Lo que nuestra cultura dice (¿decía?) de nosotros

La cultura es… ¡todo! Bueno, puede que no sea todo-todo, pero sí la mayor parte de lo que somos. El concepto «cultura» tiene muchos significados pero no nos vamos a referir a acumular saberes («Es un tío muy culto») sino a la definición antropológica.

Para E. B. Tylor, el primer antropólogo que escribió sobre ella, la cultura podría definirse así:

Ese todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad. (Tylor, 1871).

A lo que Goodenough añade:

La cultura se adquiere socialmente, se aprende a través de la educación en sentido amplio, a medida que crecemos y nos incorporamos a la vida en sociedad. Las nociones culturales aprendidas son parte de la configuración de toda persona y a través de ellas las personas interpretamos lo que nos rodea y actuamos en el mundo. En este sentido, cada cultura implica un modo de vida. (Goodenough, 1975).

Y Gliford Geertz nos recuerda:

La cultura no es una entidad, algo a lo que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales; la cultura es un contexto dentro del cual pueden descubrirse todos esos fenómenos de manera inteligible. (Geertz, 1973).

Un resumen de todas ellas puede ser la definición de Marvin Harris, para quien una cultura es el modo socialmente aprendido de vida que se encuentra en las sociedades humanas y que abarca todos los aspectos de la vida social, incluidos el pensamiento y el comportamiento de sus integrantes. Para él, «cultura es el conjunto aprendido de tradiciones y estilos de vida, socialmente adquiridos, de los miembros de una sociedad incluyendo sus modos pautados y repetitivos de pensar» (Harris, 1990). Repasemos:

Tylor: Cultura es el conjunto de hábitos y capacidades adquiridos por el ser humano.

Goodenough: Las nociones culturales aprendidas son parte de la configuración de toda persona y a través de ellas interpretamos lo que nos rodea y actuamos en el mundo.

Geertz: La cultura es un contexto interpretativo.

Harris: La cultura es un modo de vida socialmente aprendido.

Cultura es, por tanto, ese contexto ideológico-explicativo que interiorizamos y desde el cual interpretamos el mundo y a nosotros mismos. También determina el modo en que nos relacionamos con los demás (y con nosotros mismos). Si nuestra cultura es lo que nos enseña cómo interpretar y cómo relacionarnos con aquello que nos rodea, ¿qué interpretación nos ha transmitido nuestra cultura sobre la sexualidad y, más específicamente, sobre la sexualidad entre hombres? ¡Nada bueno!

Sobre la homosexualidad en nuestra cultura, recordemos este fragmento de QMM (pp. 43 y 44):

Podemos, por tanto, decir que hasta la Alta Edad Media parece que la homosexualidad podía —hasta cierto punto— coexistir con la heterosexualidad. Hubo momentos en los que era tolerada y otros en los que fue rechazada. Pero aunque fuese cuestionada o criticada, no fue prohibida hasta el siglo IV por Teodosio, el emperador romano que promovió el cristianismo como la única religión del Imperio. A partir de aquí, todos los Estados europeos la castigaron y así continuó hasta hace relativamente poco. Sabemos de la existencia de homosexuales a lo largo de toda la Edad Media, Edad Moderna y Contemporánea gracias a los archivos sobre ejecuciones de homosexuales, juicios por sodomía y otro tipo de acusaciones relacionadas. Como ves, hemos estado presentes en la historia de la humanidad desde los orígenes.

Sin embargo, como lo que nos interesa ahora no es constatar la presencia de nuestro colectivo a lo largo de la historia (para tal fin vuelve a QMM o, mejor aún, lee Aldrich, 2006), lo que haremos será revisar lo que nuestra cultura nos dice acerca de la homosexualidad. Sé que muchos conocéis la obra de Foucault acerca de la historia de la sexualidad, pero me resulta muy difícil citarla aquí puesto que esa obra ha recibido fuertes críticas debido a la ausencia de rigor histórico (Mills, 2003). Según sus críticos, Foucault seleccionaba aquellos hechos históricos que convenían a sus hipótesis, desechaba los que no y hacía una interpretación sesgada según lo que pretendía demostrar. Aunque desde luego es innegable la invitación a la reflexión que proponía.

En Occidente, la visión de la homosexualidad estuvo (aún lo está) dramáticamente influida por la cultura cristiana y su interpretación de las relaciones entre hombres como un acto contra natura. Hasta su llegada, las principales civilizaciones europeas habían aceptado o ignorado la homosexualidad. En Grecia, aunque la situación real distó de esa utopía homosexual que nos relatan algunos, encontramos descripciones de parejas homosexuales que fueron respetadas.

Eso es lo que se deduce de textos como El banquete de Platón, que retomo de la página 55 de CAM:

En cambio, cuantos son sección de varón persiguen a los varones, y mientras son niños, como son rodajitas de varón, aman a los hombres y disfrutan estando acostados y abrazados con los hombres, y son estos los mejores de los niños y muchachos, por ser los más viriles por naturaleza. Hay quienes, en cambio, afirman que son unos desvergonzados, pero se equivocan, pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y virilidad, porque desean abrazarse a lo que es semejante a ellos. Y una clarísima prueba de ello es que, cuando llegan a su completo desarrollo, los de tal naturaleza son los únicos que resultan viriles en los asuntos políticos. Y cuando se hacen hombres aman a los muchachos y no se preocupan del matrimonio ni de la procreación de hijos por inclinación natural sino obligados por la ley, pues les basta pasarse la vida unos con otros sin casarse. En consecuencia, la persona de tal naturaleza sin duda se hace amante de los muchachos y amigo de su amante, ya que siempre siente predilección por lo que le es connatural.

No es el único testimonio, puesto que en la Ilíada Homero recoge el romance entre Aquiles y Patroclo, y el historiador griego Plutarco recopiló información sobre el «batallón sagrado de Tebas», formado por parejas de hombres de aquella ciudad-Estado griega. En Grecia, por tanto, la homosexualidad formaba parte de su paisaje y aunque, por ley, todos los hombres debían casarse con mujeres y reproducirse, se entendía que algunos prefiriesen desarrollar relaciones afectivo-sexuales con otros hombres.

En Roma sucedía algo similar, aunque (y esto también es aplicable a Grecia) no podemos resumir en una sola frase el modo en que se vivió la homosexualidad a lo largo de todos los siglos de su imperio. Hubo periodos donde la sexualidad se vivía sin muchos tapujos y épocas donde fueron algo más puritanos pero, en líneas generales, se puede afirmar sin ser imprecisos que los romanos tenían sexo con casi todos y con casi todo. En lo relativo a la homosexualidad, la Lex Scantina, vigente del 149 al 17 a. C., castigaba las relaciones homosexuales donde se actuaba como parte receptiva. Esto es, podías tener todo el sexo homosexual que quisieras siempre que fuese otro el que te la chupara o al que te follaras. De hecho, solía estigmatizarse al ciudadano romano que recibía las penetraciones por considerarse que había rebajado su hombría frente al otro. Eso se aplicaba a los ciudadanos romanos y no a los esclavos, ya que estos eran considerados objetos que se podían usar puesto que tenían menos valor que un ciudadano libre. Ellos, los esclavos, eran los feladores y pasivos.

En la misma línea, era habitual que los romanos a menudo sodomizaran a los enemigos vencidos en la batalla o a los delincuentes (Angela, 2015). Ser penetrado, en aquel mundo, se consideraba una deshonra. Lo que no era en absoluto una deshonra era hacer alarde y uso del membrum virile, ya que el mundo romano era un entorno realmente falocrático donde las pollas casi eran adoradas. De esta época era Julio César, quien, para escándalo de muchos, no tenía ningún inconveniente en ser sodomizado. Lo sabemos porque sus enemigos empleaban como insulto el gusto del general por ser abordado traseramente. Se cuenta que, tras la invasión de la Galia y con el caudillo galo Vercingétorix hecho prisionero, César propuso a este que pasaran juntos una noche de pasión. Se ve que el romano podía perfectamente diferenciar entre tener a alguien como enemigo durante años y reconocer lo bueno que estaba el gachón. Y ese galo peludo, musculado y sudoroso debía tener un polvazo.

A César le ocurrió lo que a muchos de nosotros cuando vemos a determinados líderes políticos del presente y pensamos: «Valiente mamarracho y qué ideología de mierda tiene el capullo este…, pero me lo follaba cien veces, ¡qué polvo tiene el cabrón!». Los maricones somos gente pacífica y preferimos hacer el amor antes que la guerra, ¿verdad? Volviendo a la historia, la Lex Scantina fue sustituida por la Lex Iulia, que mantenía los mismos términos sobre la homosexualidad. No fue hasta el siglo IV cuando la homosexualidad fue prohibida por Teodosio I, el emperador que decretó el cristianismo como religión oficial del Imperio (Cantarella, 1991). Como nos dice Muñoz Catalán (2013):

En el año 438 d. C., la Constitución de Teodosio el Grande fue incluida por Teodosio II en el Código Teodosiano, que por primera vez condenaba a la hoguera a todos los homosexuales, sin distinción.22 Todos estos datos nos llevan a afirmar que hasta el siglo V la política imperial había respetado los principios de la ética sexual antigua condenando a muerte solo a los homosexuales pasivos y quedando impunes los activos, dada su virilidad. A pesar de ello, con la llegada de Justiniano la situación cambió radicalmente y la homosexualidad, aun practicándose con respeto a las normas antiguas, debía desaparecer radicalmente por considerarse como una relación contra natura en ofensa a Dios.

Si nos ponemos jocosos, podríamos decir que fue la primera vez en la historia que se consideró que tan maricón es el que da como el que toma. Si nos ponemos serios, nos damos cuenta de que aquí comenzó nuestro genocidio.

Llegados a este punto recapitularemos lo que nuestra cultura arrastra sobre la homosexualidad:

1. La homosexualidad es un pecado que ofende profundamente a Dios por obrar en contra de la naturaleza de su creación.

2. Aunque es mucho peor aún si lo que te gusta es que otros metan sus pollas por cualquiera de tus agujeros.

3. Porque si eres el machote que la mete, entonces la cosa es menos mala ya que, al fin y al cabo, «estás disfrutando de tu virilidad»…

4. … especialmente si tienes un pollón.

Uy uy uy, ¡cómo se parecen los dos últimos puntos a la conclusión que sacamos después de un cuarto de hora en Grindr! ¿A que ahora sí entendemos cómo nos afecta la cultura? Lo del pecado puede que no tanto, pero lo de las pasivas y los machos pollones…, ¡eso es Maricalandia23 y tú lo sabes tan bien como yo!

Tras los quince siglos de represión que van del V a comienzos del XX, la medicina toma el testigo de la religión. La incipiente psiquiatría adopta el background cristiano y convierte lo que antes eran pecados (o «defectos del alma») en enfermedades mentales. A los homosexuales se nos consideró enfermos durante unas cuantas décadas más, y nuestra enfermedad pasó a considerarse defecto, desviación o trauma.

El proceso de transformación de pecado a enfermedad fue gradual y comienza en el siglo XVIII. En ese momento se produce lo que se conoce como la Segunda Revolución Psiquiátrica,24 que consiste en un cambio de paradigma promovido por el médico francés Philippe Pinel, quien, además de abogar por mejorar las condiciones de vida de los pacientes psiquiátricos, se esforzó en que la administración proporcionase medios para su cuidado. También trató de clasificar las enfermedades mentales para entenderlas y tratarlas mejor. A partir de ahí se investiga sobre tratamientos farmacológicos (aún muy rudimentarios) y sobre nuevas técnicas de psicoterapia. Desde Pinel, los homosexuales quedamos bajo la supervisión de los médicos, de modo que en los países menos desarrollados éramos quemados o encarcelados, y en los países civilizados lo habitual era ingresarnos en asilos para enfermos mentales. En aquella época los médicos psiquiatras desarrollaron teorías (todas patologizadoras) sobre la homosexualidad. En 1838 el doctor Morison describe los casos de sodomía como una «monomanía con propensión anormal» que a menudo «era consecuencia de la demencia» (García Valdés, 1981). En 1882 Victor Magnan y Jean-Martin Charcot etiquetan a los homosexuales como «invertidos sexuales» y nos llevan al plano de la degeneración (Biagini y Roig, 2008). Como recuerdan Schoenberg, Goldberg y Shore (1984): «Alrededor del cambio de siglo y durante el primer tercio del siglo XX, principalmente a causa del trabajo de Charcot, Breuer, Freud y Mesmer, la homosexualidad fue vista como algo que no era ni inocente ni delictivo, era simplemente una enfermedad».

Baldomero Montoya, discípulo del influyente psiquiatra Carlos Castilla del Pino escribe en 1977 un libro que resume bien las décadas anteriores: «La homosexualidad constituye la manifestación de una interferencia que opera circunstancialmente en el desarrollo de la personalidad del ser humano» (Montoya, 1977). Ser homosexual era visto como un trastorno fruto de algún tipo de interferencia en el desarrollo normal de la sexualidad. Según quienes ven el funcionamiento psicológico desde postulados psicodinámicos clásicos25 y en palabras del anterior autor: «Todo ser humano maneja dobles elementos afectivos y operará con ellos para el resto de su vida con la diferencia de que cargará con valencias eróticas la comunicación con la pareja heterosexual. […] el homosexual es solo emocionalmente distinto del heterosexual porque esa distinción se le impuso a través de unas experiencias infantiles que hubieran podido ser distintas a través de los cambios de conducta del equipo parental donde tales cambios no se dieron». Incluso los autores más empáticos sostenían que somos homosexuales a causa de unas circunstancias familiares adversas que nos desviaron del que debería haber sido nuestro objetivo final: la heterosexualidad. En este punto es imprescindible recordar que:

1. Es imposible que la homosexualidad sea una conducta adquirida puesto que contraviene todas las leyes del aprendizaje (refuerzo, reversibilidad y modelado), así que no nos queda otra alternativa que la de considerar inválidos todos los modelos sobre la homosexualidad que intenten explicar cómo nos «volvemos maricones».26 Están equivocados desde su premisa inicial, nadie se hace homosexual.

2. Este tipo de creencias (ya que no se les puede llamar «teorías respaldadas por la evidencia científica») han provocado un gran sentimiento de culpabilidad en las familias de hombres homosexuales, al sentirse responsables de haber «creado un hijo homosexual que sufrirá la homofobia social». También provocan un gran sufrimiento a hombres gais que sienten que han fracasado en el intento de convertirse en «verdaderos hombres». Chicos, vosotros sois tan verdaderos como cualquier otro hombre.

3. Y esta misma ideología sin respaldo empírico es la que subyace bajo los que creen que la homosexualidad se puede «sanar». En mi canal de YouTube tenéis un vídeo titulado Desmontando a Richard Cohen que explica una por una todas las falacias y errores que comete este hombre gay que no se acepta a sí mismo y que ha sido expulsado de todas las asociaciones de profesionales de salud mental de los Estados Unidos. Por cierto, es el vídeo con más unlikes del canal porque a los homófobos les molesta muchísimo lo que digo allí (¡bravo!).

No te hago un spoiler si te explico que las cosas han cambiado sustancialmente pues la homosexualidad fue despatologizada hace años. El 17 de mayo de 1990 fue eliminada del catálogo de enfermedades de la OMS (por eso celebramos el Día Internacional contra la Homofobia en esa fecha), pero ya antes, en 1973 había salido del catálogo de enfermedades mentales que manejamos psicólogos y psiquiatras. El conocido trabajo de Kinsey27 ya había sido, en 1948, la primera ocasión en que la ciencia planteó que la homosexualidad era algo frecuente. No obstante, no fue hasta el estudio de Hooker (1957) cuando se comenzó a demostrar de manera empírica que la salud mental de homosexuales y heterosexuales no difería en absoluto. Hooker pidió a una serie de observadores ciegos28 que revisaran los resultados de hombres heterosexuales y homosexuales en un test sobre salud mental y trataran de adivinar si quien lo había rellenado era gay o heterosexual. Los revisores no fueron capaces de distinguir quiénes eran homosexuales y quiénes no. Eso demostró que el ajuste psicológico de los hombres homosexuales no difería del ajuste psicológico de los hombres heterosexuales. El trabajo de Hooker fue el primero que cuestionó la creencia de que la salud mental de los homosexuales, per se, era peor que la de los heterosexuales y, a partir de ese momento, la investigación continuó aportando resultados en la misma dirección.

Entre los grupos de homosexuales (que ya comenzaban a organizarse por entonces) había división entre los que aceptaban el modelo de enfermedad como una alternativa a la condena social de su «inmoralidad» y los que rechazaron con fuerza el modelo patológico. A raíz de los disturbios de Stonewall en 1969, los activistas LGTB, creyendo que las teorías psiquiátricas contribuían al estigma social, interrumpieron las reuniones de 1970 y 1971 de la American Psychological Association (APA). Paralelamente a las protestas, la APA se involucró en un proceso interno deliberativo para considerar si la homosexualidad debía seguir siendo un diagnóstico psiquiátrico. Y organizó un simposio durante la reunión anual de la APA en 1973 con la pregunta: «¿Debería la homosexualidad estar en la nomenclatura de la APA?». Sus ponentes concluyeron que en sí misma no era ningún tipo de patología. A partir de aquí, otros comités y órganos deliberativos de la APA examinaron y aceptaron sus recomendaciones. Como resultado, el 15 diciembre de 1973 el Consejo de Administración de la APA votó por eliminar la homosexualidad del DSM (Diagnostical and Statistical Manual). Los psiquiatras de orientación psicoanalítica, sin embargo, se opusieron a la decisión. Solicitaron a la APA que celebrara un referéndum pidiendo a todos sus miembros que votaran en apoyo o en contra de la decisión del comité de expertos. La decisión de retirarla fue confirmada por una mayoría del 58 por ciento de 10.000 miembros votantes.29 Cabe señalar que los psiquiatras no votaron, como suele afirmar la prensa homófoba, sobre si la homosexualidad debía seguir siendo un trastorno. Lo que los miembros de la APA votaron era aprobar u oponerse al proceso científico que había tras esa decisión. Los opositores a la eliminación de 1973 han intentado desacreditar el resultado del referéndum declarando que «la ciencia no puede decidirse por una votación». Sin embargo, suelen olvidar mencionar que aquellos que querían seguir considerando la homosexualidad un trastorno fueron los primeros en solicitar la votación y que sí les habría parecido válida y científica si la hubiesen ganado. Para más información, te aconsejo que leas el magnífico paper de Drescher (2015) sobre este episodio.

Como explican Arteaga y Navarro (2012), el cambio de paradigma no fue un movimiento repentino sino la suma de diferentes cambios: «El 15 de diciembre de 1973 la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) eliminó del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales la homosexualidad como categoría diagnóstica.

En enero de 1975 se sumó la Asociación Estadounidense de Psicología». A pesar de la eliminación formal, se generó otra categoría para incluir las llamadas «alteraciones de la orientación sexual». En ella se incluyó a las personas «cuyos intereses sexuales están dirigidos principalmente a personas de su mismo sexo y que se sienten molestas con su orientación sexual, o en conflicto con ella o desean cambiarla. Esta categoría se distingue de la homosexualidad, la cual de por sí no constituye una alteración psiquiátrica. En la tercera edición del DSM (1977), se incorporó el concepto de homosexualidad ego-distónica, es decir, el deseo de adquirir o aumentar la excitación heterosexual de forma que puedan iniciarse o mantenerse relaciones heterosexuales y un patrón mantenido de manifiesta excitación homosexual, que la persona dice rechazar explícitamente. En la revisión del DSM-III (1986) desapareció de manera definitiva cualquier mención a la homosexualidad como trastorno mental».

En resumen, durante siglos la homosexualidad ha estado vinculada a términos como «humillación», «enfermedad» o «inmadurez». En palabras de Martel (2019, p. 193): «En esa época, la condición homosexual todavía olía a azufre». Estas creencias favorecieron la proliferación de todos esos mitos sobre la sexualidad gay que tanto daño nos han hecho. Ahora que entendemos su naturaleza prejuiciosa y sin base objetiva, vamos a detenernos en ellos.

Los mitos sobre la sexualidad gay

Basándose en la creencia de que había algo disfuncional o inmaduro en nosotros, nuestra sexualidad se ha calificado de promiscua, incontrolada, abusiva, pervertida y deshumanizada.

Sobre la promiscuidad ya hablábamos en QMM (p. 206) para desmitificarla. Si lo recuerdas, allí expliqué que «según la OMS, promiscuo es aquel que tiene más de dos parejas sexuales en menos de seis meses. Resulta que, según la OMS, todas las personas menores de treinta y cinco años que conozco han sido, alguna vez en su vida, más putas que las gallinas». Es obvio que el concepto de promiscuidad tiene que actualizarse y que no podemos seguir considerando así a alguien que folla una vez por semana con una pareja sexual diferente. O sí, puede que lo podamos mantener, pero con una connotación diferente que excluya el tono despectivo. Simplemente entender que tener variadas parejas sexuales se denomina «promiscuidad» como se podría haber denominado «sexualidad tutifruti», sin más desprecios. La cuestión es que no podemos seguir mirando la sexualidad del siglo XXI con ojos del siglo XIX.

También en QMM (p. 209) te expliqué que muchos homófobos han distorsionado la interpretación de encuestas sobre hábitos sexuales de nuestro colectivo para «demostrar» que somos unos promiscuos (con connotación negativa). Empleé aquel ejemplo del estudio de Van de Ven (1997) donde se decía que «el número medio de parejas sexuales de los participantes de la encuesta estaba entre 101 y 500» y que «entre un 10,2 y un 15,7 por ciento de los encuestados habían tenido entre 501 y 1000 parejas sexuales», pero que lo que no especificaban era que la encuesta estudiaba los hábitos sexuales de gais en la tercera edad y que eso era muy relevante porque aquellos encuestados, a la hora de contestar, debían llevar una media de 35 años de vida sexual activa. Al hacer unas operaciones aritméticas sencillas, encontrábamos que follar con mil hombres en 35 años suponían 28,57 hombres al año, lo cual quedaba en una media de 2,38 al mes, o lo que es lo mismo: una pareja sexual diferente cada 12,6 días. En el caso más extremo de frecuencia sexual, al que solo llegaba entre el 10,2 y el 15,7 por ciento de los gais encuestados, en realidad echaban un polvo cada 12 días y eso sin precisar que no todas esas relaciones eran coitos, ya que también se contabilizaban masturbaciones, felaciones, etcétera. Si eso es promiscuidad, ¡vaya mierda de promiscuidad!

La realidad es otra si atendemos a encuestas serias, recientes y de muestras muy amplias como la EMIS 201330, la LAMIS 201831 o la británica Big Gay Sex Survey (2015). Fíjate qué interesantes resultados hallamos en ellas:

Si sumamos las encuestas europea y latinoamericana, tenemos una muestra de casi 250.000 hombres. De este cuarto de millón de entrevistados, aproximadamente las tres cuartas partes ha tenido menos de diez parejas sexuales en un año (no llegan ni a una al mes). Como te decía en QMM: «A la vista de las evidencias no se puede afirmar que los gais seamos promiscuos. Al menos, no la mayoría de nosotros. Y romper ese mito no sé sí me gusta o me da un punto de penita, porque tenía su aquel que nos vieran tan salvajemente sexuados, ¿no es cierto?».

En resumen, podemos afirmar que las encuestas realizadas con muestras amplias demuestran que no tenemos tanto sexo como se supone. Recuerda de QMM que la mayoría de gais que tienen mucho sexo son los que viven en grandes ciudades y que el resto tienen más o menos el mismo sexo que los heterosexuales de sus pueblos o incluso menos. Follarás mucho solo si vives en una gran ciudad.

Otro mito afirma que nuestra sexualidad es incontrolada y son numerosas las descripciones en la literatura y el cine en las que los «ojos llenos de perversión del invertido acechan a su inocente víctima a la espera de la oportunidad para quedarse a solas con él y obligarlo a realizar aquellos actos tan indeseables que ni nombrarse deben». También tenemos que soportar declaraciones de figuras relevantes de las diferentes Iglesias, como las de Tarcisio Bertone,32 que afirmó que «muchos psicólogos y muchos psiquiatras han demostrado que no hay relación entre celibato y pedofilia, pero muchos otros han demostrado, me han dicho recientemente, que hay relación entre homosexualidad y pedofilia». Y aquí enlazan con otra falsedad sobre nuestra sexualidad: la de que somos abusadores.

Las Iglesias son especialistas en inventar estudios (cuyas fuentes nunca citan) con titulares que afirman monstruosidades como que el 23 por ciento de los niños criados por padres homosexuales sufren abusos.33 Lo que no te dirán es que esos «estudios» han sido rechazados por la comunidad científica, que han sido llevados a cabo por «investigadores» pertenecientes a comunidades religiosas ultra y que su metodología es, siendo amables, defectuosa. Un ejemplo clarísimo es el del llamado Estudio Regnerus, el del 23 por ciento que acabo de citar. Numerosas webs católicas hablan de él y lo aportan a los debates en los Parlamentos cada vez que un país se dirige a la aprobación del matrimonio homosexual, como ocurrió en Francia. El autor del estudio, Mark Regnerus, es un católico estadounidense conservador que fue financiado por la Fundación Bradley y el Instituto Witherspoon (cercano al American Opus Dei), notablemente conocido por su compromiso contra el matrimonio gay en los Estados Unidos. Publicado en la revista Social Science Research en 2012 (Regnerus, 2012), recibió no solo críticas inmediatas sino que provocó que el director de la revista tuviera que intervenir, pedir disculpas e iniciar una investigación interna para esclarecer cómo había sido posible que algo que él calificaba de bullshit (gilipollez) hubiera pasado los controles de calidad de los editores. En cuanto a las críticas, la más fundamentada fue la de Cheng y Powell (2015), publicada en la misma revista y que recogía observaciones tan interesantes como que el estudio Regnerus hacía una mala clasificación de los diferentes tipos de familias, por lo que las conclusiones relativas a cada tipo no eran correctas. De hecho, cuando se hace correctamente la clasificación de familias, los resultados muestran que no existen diferencias entre los niños criados en familias homoparentales y los criados en familias con un padre y una madre. Regnerus no verifica datos inconsistentes, inciertos y poco confiables de sus testimonios34 e incluye a encuestados que nunca vivieron con la pareja del mismo sexo de su padre (¡el 50 por ciento de su muestra se encontraba en esta situación!). De los 236 encuestados identificados por Regnerus como personas viviendo con un padre o una madre homosexual, solo 51 convivieron durante al menos un año con una familia homoparental. ¿Y qué obtienen Cheng y Powell cuando analizan estos 51 casos? Solo encontraron cuatro diferencias significativas y ninguna de ellas suponía una desventaja. Obviamente, esto no lo cuentan las webs católicas ni sus voceros…, como tampoco explican por qué los pederastas reciben refugio entre sus filas.

Como ya sabemos, la posverdad es poderosa gracias al analfabetismo científico de gran parte de nuestra sociedad, así que si se repite una mentira, dado que pocos están preparados para desmontarla, la mentira sobrevivirá. Sobre todo, si se trata de una mentira que concuerda con las creencias religiosas o morales previas de sus receptores. La relación entre la homosexualidad y una conducta sexual desaforada es algo que viene de lejos. Proviene de esa mitología que nos tilda de enfermos insaciables a los que «la sociedad decente debe apartar de los inocentes para que no les hagamos daño». Lo cierto es que la mayoría de abusos sexuales los cometen heterosexuales (Jenny, Roesler y Poyer, 1994) y la mayoría de las víctimas son niñas (Lameiras, 2008; OMS, 2013), pero somos nosotros quienes venimos cargando con el sambenito de abusadores desde tiempos remotos.35 Probablemente esto suceda porque desde la Grecia clásica se ha asociado homosexualidad con pederastia cuando lo cierto fue que, como explica Dover (2008) en su tratado sobre la homosexualidad de los griegos, esta creencia no puede estar más lejos de la verdad. En primer lugar, la verdadera homosexualidad entendida como el deseo y amor entre hombres existió en Grecia en la misma proporción que en cualquier otra época (ni más ni menos). El autor explica que en aquel contexto existía una «pseudohomosexualidad», la que sustituye un objeto de deseo preferido (mujer) por otro de segunda elección pero más accesible (muchacho). Algo así también sucedía en el Japón de los samuráis y es aún frecuente entre los aborígenes de Papúa. Además, las relaciones se mantenían con muchachos que, en su cultura, eran considerados adultos (tenían entre doce y dieciocho años). Como ves, nos toca seguir haciendo pedagogía social y científica.

¿Es nuestra sexualidad pervertida y deshumanizada? No, claro que no. Las religiones han promovido, desde sus inicios, unos criterios de evaluación del comportamiento humano para decidir lo que está bien y lo que está mal. El Levítico es un ejemplo clarísimo: un libro lleno de normas para todas y cada una de las áreas de la vida. Muchas eran bienintencionadas y promovían la salud y la cohesión social. Otras, por el contrario, (como las relativas a la esclavitud de los extranjeros o a la venta de mujeres israelíes) eran deudoras de su momento histórico y no podemos considerarlas inspiradas por ningún dios. Los textos sobre el matrimonio de los padres de la Iglesia limitan la sexualidad a la reproducción. Así, desde el punto de vista de los valores cristianos (que gobernaron nuestra cultura durante siglos), la sexualidad equivale a reproducción. Quedamos fuera homosexuales, solteros y estériles. Los miembros de esos tres colectivos, siempre según el dogma, estaríamos obligados a ser castos pues, de lo contrario, ya podrían calificar nuestra sexualidad de «deshumanizada», ya que responde al puro placer y no a su «fin verdadero», que era reproducirnos. Muy recientemente en la historia, ya en el siglo XX, se admitió la sexualidad no reproductiva (y esto ya fue un avance), siempre que se realizase como vehículo para la expresión del amor dentro de, claro está, un matrimonio católico. Dejaban de nuevo fuera a homosexuales y a quienes no estaban casados por la Iglesia. De nosotros decían que lo nuestro no era amor sino un pecado. De los casados por lo civil se decía que se habían cerrado a Dios por no querer recibir su sacramento. De los solteros heterosexuales que follaban solo por gustirrinín os imaginaréis que la Iglesia también decía barbaridades. Básicamente la idea que subyace es: «Si no entras en nuestro redil, prepárate para que te hagamos sentir culpable a base de sentencias como que tu sexualidad es deshumanizada, animal, egoísta, enfermiza».36

Estas creencias dejaron poso, y muchos autores de la época de la presexología estuvieron contaminados por esta visión y menospreciaban cualquier expresión sexual que no fuese acompañada de una relación sentimental. El sexo lúdico, para ellos, era deshumanizado, y eso es… una auténtica cagada.37 Llevamos décadas estudiando y analizando los mitos del amor romántico; recuerda CAM, todo el capítulo 2, del que resalto este fragmento:

Los mitos del amor romántico son «el conjunto de creencias socialmente compartidas sobre la supuesta verdadera naturaleza del amor» (Yela, 2003, p. 264). […] Es decir, se trata de creencias irracionales que, sin ningún tipo de fundamento empírico, han sido introducidas en nuestra cultura a través del adoctrinamiento religioso, a partir del desconocimiento de otras realidades culturales o, simplemente, por medio de las artes y de la creencia popular. Son, por tanto, falsedades que distorsionan el modo en que vivimos nuestras relaciones sentimentales.

Recuerda también que dos de esos mitos, el de la media naranja y el del emparejamiento nos hacían creer que lo natural y universal es tener pareja cuando la realidad nos dice que estar temporal o permanentemente soltero es algo habitual. Por otro lado, ya hemos visto que la sexualidad sí es algo universal e inherente a nuestra persona, así que júntalo todo y te saldrá que hay autores que defendían que la sexualidad debía ser el vehículo para expresar el amor cuando resulta que no todos los seres humanos van a encontrar pareja de forma permanente pero sí van a tener deseo sexual a lo largo de toda su vida. Ea, ya hemos creado unos cuantos millones de personas que se creen que están viviendo su vida deshumanizadamente porque vino un pope del psicopanhumanismo38 a decirle cómo debía vivir su sexualidad. Lo dicho: una cagada.

Seamos realistas y dejémonos de mojigatadas: el sexo es, en sí mismo, de una humanidad inmensa, porque pocas cosas hay más humanas que la sexualidad. Dejémonos de adornos románticos con los que disimular nuestros prejuicios y nuestro miedo al sexo. Y dejémonos de llamar «deshumanizados» a quienes viven plenamente su sexualidad tanto si están en pareja como si no. Ya está bien, coño, ¡ya está bien!

Quiero terminar con un estudio que se llevó a cabo en 2011 y en el que participaron 24.787 hombres gais y bisexuales con una edad media de 39,2 años (Rosenberger et al., 2011). En este estudio, llevado a cabo en los Estados Unidos se halló que:

El comportamiento sexual más frecuente fue besar a un compañero en la boca (74,5 por ciento), seguido de sexo oral (72,7) y masturbación en pareja (68,4). El coito anal ocurrió entre menos de la mitad de los participantes (37,2 por ciento) y fue más común entre hombres de 18 a 24 años (42,7). El sexo fue más probable que ocurriera en la casa del participante (46,8 por ciento), con ubicaciones reportadas con menos frecuencia, incluidos hoteles (7,4) y espacios públicos (3,1). La cantidad de comportamientos que se produjeron durante el último evento sexual varió, ya que la mayoría (63,2 por ciento) incluyó entre 5 y 9 comportamientos sexuales diferentes.

Fíjate qué prácticas tan extremas, ¿verdad? Morrearse, hacerse unas pajillas, alguna mamada. Follar en la casa de uno, rara vez en un espacio público…, ¿a que ni tú te lo crees? No te lo crees porque estás mediatizado por los mitos sobre nuestra sexualidad pero la realidad es esa: la mayoría de nosotros follamos en casa gracias a Grindr, la mayoría de nosotros solo nos las chupamos porque no siempre estás lavadito para follar, la mayoría de nosotros follamos con un solo hombre a la vez. En alguna ocasión hacemos cruising, en alguna ocasión hacemos un trío, en alguna ocasión probamos el fist, pero siempre excepcionalmente. Claro que todos conocemos a hombres que están superenganchados al fist o al sexo en grupo o a ir de cruising. Por supuesto que el chemsex es un problema dentro de la comunidad gay (y lo explicaré más adelante porque es tremendo). Pero tanto el chemsex como las prácticas menos estándares tienen una presencia bastante más marginal de lo que los medios sensacionalistas quieren hacernos creer.

Nos liberamos en Stonewall pero el sida nos puso la zancadilla

Faltaba un golpe más contra nuestra sexualidad. Un golpe terrible, criminal, la puntilla que casi destrozó un colectivo que comenzaba a alzarse contra la discriminación. Por suerte, aunque el golpe fue terrible, nuestra resiliencia tan entrenada nos ayudó a resistir a pesar de los miles de muertos por culpa de la desidia de las autoridades. En 1969 se inicia el camino por la liberación homosexual, en 1973 nos despatologizaron pero en 1981 la epidemia del sida nos puso una zancadilla devastadora. Ese año comienzan a morir los primeros homosexuales afectados por una enfermedad de la que no se sabe nada. Aparecen casos de sarcoma de Kaposi, neumonías, graves infecciones por hongos y otras enfermedades poco frecuentes. Los colectivos más afectados son los homosexuales, hemofílicos y heroinómanos, junto a los haitianos. Parece que los enfermos tienen los sistemas inmunitarios muy debilitados ya que estas muertes están causadas por enfermedades que normalmente no podrían hacer mella en una persona con sus defensas a nivel normal. Dos años más tarde se descubre el virus que origina todo esto: el VIH.

Como recordarás de QMM (pp. 444-446), en los primeros años de la epidemia los poderes políticos hicieron mucho por crear estigma en relación con el VIH. En los lugares del planeta donde la comunidad gay se estaba haciendo más fuerte, visible y beligerante fue donde la epidemia tuvo un mayor impacto. Y no, no fue casualidad ni producto de una maldición, sino del hecho de que una epidemia que afecta más a los gais es lógico que tenga más impacto allá donde se concentran más gais. Esos lugares fueron San Francisco y Nueva York, ambos en los Estados Unidos de América, y Londres, en el Reino Unido. En el primer país gobernaba el republicano Ronald Reagan y en el segundo, la caudilla del liberalismo, Margaret Thatcher. Ambos defendían que debían ser los individuos (y no los Estados) quienes asumieran los costes de la atención sanitaria, de forma que cuando apareció la epidemia, el mensaje que enviaron estos políticos fue: «Esta enfermedad es responsabilidad vuestra; si llevarais una vida ordenada, esto no os habría sucedido, así que ahora no esperéis que el resto de ciudadanos os costeen ni la investigación ni el tratamiento que os salven de una enfermedad que os habéis buscado vosotros solitos».39 La demostración de que ese mensaje estuvo allí es que aún perdura ¿o acaso se diferencia mucho del discurso del que te dice que «por qué tiene que pagar él tu PrEP con sus impuestos para que tú folles como una perra»? Ni se diferencia del que piensa que «¿cómo no va a tener VIH/ sífilis/etcétera con lo puta que es?». El mismo discurso que culpabiliza a las personas sin tener en cuenta la multiplicidad de factores que ocasionan una infección y, desde luego, el mismo discurso que se niega a aceptar que la sexualidad es una necesidad básica del ser humano. Porque si lo aceptásemos, te aseguro que hace décadas que nos habríamos esforzado e invertido para desarrollar vacunas contra muchas más ITS.

El uso aprovechado que los sectores conservadores hicieron del sida retrasó nuestra liberación otras cuantas décadas más porque sirvió como excusa para «demostrar» que el estilo de vida homosexual era algo intrínsecamente perturbado y que nuestra sexualidad era enfermiza. Fue un ejemplo de posverdad: emplearon el sida para seguir negándonos derechos como el de reunión, el de matrimonio, el de expresión; no podían darnos los mismos derechos que al resto de ciudadanos porque, según ellos, no éramos tan responsables como el resto de ciudadanos. Y ¿sabes? Lo peor es que mucha gente, incluso de nuestra propia comunidad, no supo ver la jugada y les compró el argumentario. Tiempo después, cuando a casi nadie le quedan dudas sobre la igualdad LGBT, muchos gais siguen manteniendo un discurso feroz contra el disfrute sexual y por las mismas razones: «Es intrínsecamente desordenado y conduce a graves consecuencias». Ante eso, solo tengo una respuesta: cari, lo único malo es que tú pretendas que todos seamos unos malfollados.

Sexo en el siglo XXI. «Menos rosarios y más bolas chinas»

Repasemos: nuestra especie lleva sobre el planeta entre 150.000 y 200.000 años (los Homos40 llevamos 2,5 millones en total). El ser humano es el animal más sexuado de todos cuantos existimos. Hemos expresado nuestra sexualidad en grabados sobre las paredes de las cuevas desde el Auriñaciense (White et al., 2012) y ya en el Magdaleniense habíamos desarrollado tecnologías para el placer sexual, como los dildos de hueso encontrados en Gorges d’Enfer (Francia). Las culturas más antiguas, como las sumerias, parecían considerar el sexo como el agente civilizador del ser humano, un poder que nos convertía en algo distinto de los animales, tal como puede leerse en La epopeya de Gilgamesh:

Ella se despojó de su túnica y se tumbó allí desnuda, abiertas las piernas, tocándose. La vio Enkidu y se acercó cautelosamente. Olisqueó el aire. Contempló su cuerpo. Se acercó, Shamhat le tocó el muslo, tocó su pene e introdujo a Enkidu dentro de ella. Empleó sus artes amatorias, se apoderó de su aliento con sus besos, no se reprimió en absoluto y le enseñó lo que es una mujer. Durante siete días permaneció erecto y yació con ella, hasta que estuvo saciado. Al cabo se levantó y caminó hacia la charca, para reunirse con sus animales. Pero las gacelas lo vieron y se dispersaron, el venado y el antílope se alejaron brincando. Trató de alcanzarlos, pero su cuerpo estaba exhausto, su fuerza vital se había agotado, temblaban sus rodillas, ya no podía correr como un animal, tal como hacía antes. Regresó hacia donde estaba Shamhat y en tanto caminaba supo que su mente había crecido, supo cosas que los animales no pueden saber. (Mitchel, 2004).

Ir a la siguiente página

Report Page