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6.

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Por la mañana veía el incidente de otra manera. Lo que había sucedido (misteriosamente) había sucedido; pero no tenía consecuencias gracias al orden y la rutina de su vida cotidiana. Estaba en Domodossola con su esposo. Dentro de cuatro o cinco días regresaría a París y a sus hijos. Ese hombre (con el que estaba en una tienda explicándole que quería unos guantes blancos largos) se había aprovechado de un momento en una cena, un momento que no volvería a darse.

El incidente había terminado antes de empezar.

La mujer que los atendió no paró de hablar sobre el heroísmo de Chávez. Geo Chávez, le tradujo él a Camille, había vencido a las montañas, era un conquistador, cuyos presentes sufrimientos la dependienta velaría gustosa toda la noche y de cuyos más mínimos deseos estaría orgullosa de convertirse en esclava. Hablaba como una madre, aunque para su gran pesar no había tenido hijos varones. Una de sus hijas trabajaba en Milán; la segunda la ayudaba en la tienda.

Los guantes que Camille quiso probarse eran de un cuero blanco finísimo que se ceñía perfectamente a la mano. La mujer, que estaba orgullosa de vivir en la ciudad que estaba ocupándose del restablecimiento de Chávez, se llevó uno de los guantes a la boca y sopló dentro de él antes de dárselo a Camille por encima del mostrador. Si seguía siendo difícil ponérselo, le explicó, le daría polvos de talco.

Cuando la memoria conecta una experiencia con otra, la naturaleza de la conexión puede variar grandemente. Hay conexiones que funcionan por el contraste; otras que lo hacen por la similitud, la metáfora sensual, la secuencia lógica, etcétera. La relación entre las dos experiencias puede ser a veces de comentario o explicación recíproca. En este caso la conexión es multiforme y compleja. Sin embargo, aunque sea muy precisa, dicha explicación se parece a un acorde musical y, por ende, no se puede verbalizar. La experiencia de ver a la tendera italiana soplando dentro del guante le evocó y explicó en su memoria la misteriosa calidez que antaño encontrara en las ropas de la señorita Helen, la última de sus institutrices. Del mismo modo, su memoria explicó su experiencia presente. La explicación, sin embargo, no puede formularse por escrito.

La mujer italiana sopló en el segundo guante antes de pasárselo a Camille. Lleno con su aliento, el guante tomó la forma de una mano que asustó de pronto a Camille, y mucho. Era una mano lánguida, sin estructura ósea; una mano sin voluntad, que flotaba en el aire como un pez muerto panza arriba. Era una mano que no quería. Era una mano que no se cerraba. Era una mano que no servía para acariciar, que no acariciaría, se retiraría. En ese momento supo lo que él le estaba ofreciendo. Le estaba ofreciendo la posibilidad de ser lo que ella pretendía ser. Le estaba proponiendo que convirtiera las palabras de Mallarmé en mañanas y tardes vividas. Pero no tardó en sacarse ese conocimiento de la cabeza, rechazando por poco seria a la parte de su ser que lo reconocía. Todo lo que tenía que hacer para mantenerse a salvo, se dijo, era tener cuidado con no ser realista.

Los guantes se ajustaban perfectamente. El cuero se tensaba tanto en los nudillos, sus pequeños y marcados nudillos, que brillaba como si estuviera mojado.

Cójase una mano con la otra, le dijo él.

Ella lo hizo.

Se da cuenta, dijo él, se agarra usted la mano izquierda con la derecha.

¿Es eso raro?, preguntó.

No, respondió él, pero significa que tiene usted confianza en sí misma, que es la dueña de su destino.

Ella se echó a reír, tranquilizada de que él lo reconociera. Me siento bastante satisfecha, dijo.

Puede sentirse satisfecha y ser una esclava. La satisfacción tiene muy poco que ver con eso. ¿Por qué ha dicho satisfecha?

Pensó que era mejor no contestar. Pero me asusto con facilidad, dijo, como hace un momento en la calle.

¡Asustada, dice! Si se volvió con la furia de una arpía defendiendo su honor, y cuando me reconoció me dedicó un saludo de lo más atrevido.

Camille, irritada, se quitó los guantes, los dejó en el mostrador y se volvió hacia la puerta. Él le preguntó el precio a la dependienta.

No los quiero, dijo Camille.

Él los pagó. La dependienta los envolvió en papel de seda malva. Camille se quedó parada frente a la puerta. Él la agarró por los codos, desde atrás.

(¿Qué puedo imaginar en el codo? Nada significativo. Mas lo percibo de la misma forma que la mano. Recibo la misma promesa, y al igual cumple su promesa. Tiene sus codos en las manos.)

Confíe en mí. Nadie más sabe por qué se agarra la mano izquierda con la derecha. No la compromete.

No quiero esos guantes, dijo ella.

Tampoco la comprometerán, respondió él, no cabe duda de que usted los habría comprado. Y yo se los regalo, Madame Hennequin, sólo como un modesto homenaje a su elegancia hoy por la mañana.

La formalidad con la que hablaba la confundía. Era imposible saber si la falsedad era deliberada o el resultado de su conocimiento imperfecto de la lengua. En cualquier caso resaltaba lo indiscreta que había sido ella al mostrar su enfado.

Es demasiado pronto para disentir, dijo él, y le alargó los guantes con una inclinación de cabeza.

Ella los cogió.

Je t’aime, Camille, dijo él abriendo la puerta de la tienda.

El hospital está cerca del centro. Es un edificio amarillo, cuadrado, que parece una villa clásica del XIX, con jardín propio. La puerta principal está flanqueada por unas camelias. En el umbral hay una mesa con una libreta abierta. La libreta es para que escriban sus mensajes o sus tributos aquellos viandantes o visitantes que no quieran molestar al aviador. A algunos, sin embargo, les parece un siniestro presagio, pues en ciertas partes del Mediterráneo se pone un cuaderno semejante a éste en el portal cuando ha fallecido alguien en la casa; y en él firman los vecinos y los conocidos que van a dar el pésame.

Weymann lo espera en lo alto de las escaleras.

Dice que no recuerda nada de lo que pasó después de cruzar el Gondo, le susurra Weymann.

¿Qué aspecto tiene?

Muy abatido y confuso.

¿Qué piensan los médicos?

Sus heridas no son graves. No tiene conmoción. No hay nada que le impida recobrarse totalmente.

¿Salvo...?

No he dicho salvo.

Pero, ¿salvo?

Está demasiado nervioso, dijo Weymann.

Entraron en la habitación, en donde ya había media docena de hombres. Se encontraban entre ellos Christiaens y Duray, el amigo íntimo de Chávez. En la pared opuesta a la cama están clavados los telegramas llegados desde todo el mundo en número suficiente para cubrirla por entero.

Para el hombre herido, esa pared podría haber representado una ventana transparente sobre la visión que de su hazaña tenía el mundo, pero no lo es; sigue siendo una pared claveteada con unos confusos rectángulos de papel sin sentido alguno. Algunos de ellos se mueven ligeramente al abrir la puerta. No tiene mucha fiebre. Está lúcido de cabeza. Repasa una y otra vez en su imaginación la irreversibilidad de los acontecimientos desde el momento en que anunció «voy ahora». Esa irreversibilidad lo persigue como el farallón de roca que aparece cada vez que mueve la cabeza o gira la vista. Por mucho que se eleve, por temerariamente que rompa el muro del viento de poniente, sigue ahí, frente a sus ojos y sobre sus labios hinchados. Los repasa una y otra vez, pero la geología de los acontecimientos no cambia nunca. Mientras tanto, este constante repaso, silencioso y privado, hace que todo lo que se dice o todo lo que ve en el cuarto parezca tan distante como las palabras que no puede leer en los telegramas.

Lo encontraron entre los restos del aeroplano con la cara hundida en la tierra. No había perdido el conocimiento.

G. estrecha la mano de Chávez y lo felicita. No está acostumbrado a encontrar misterioso a un hombre; el misterio, para él, es una prerrogativa de las mujeres. Sobre los hombres sólo hace preguntas que tienen un número limitado de respuestas, como quien pregunta la hora. Fija la vista en los oscuros ojos de Chávez, cuya expresión es recelosa, en sus labios hinchados que, aunque sin heridas, aparecían absurdamente curvados y gruesos, en el dorso de las manos, y ve la apariencia entera de aquel joven bajito, inesperadamente forzado a permanecer en la cama de un hospital, en un jardín de Domodossola, como si fuera una cubierta externa no menos arbitraria y opaca que los deformes cilindros de escayola que envuelven sus piernas. Una mano sobre un pecho de mujer conjura el mismo misterio. Bajo lo tangible se extiende la enormidad de lo intangible e invisible. Un médico puede quitarle la escayola de las piernas. Pero un cirujano que practicara una incisión en su carne y abriera los órganos no desvelaría el misterio. El misterio reside en la magnitud del sistema por el cual, mientras viva, Chávez constituye el mundo en el que está viviendo (que incluye tu mano al saludarle) como una experiencia propia e intransferible.

Esta mañana fui a una tienda de guantes, y la dependienta que me atendió hablaba de usted como de un santo, un santo con el valor de un héroe.

Ya sé, lo interrumpió Chávez, que piensan eso de mí. Tal vez tengan razón o tal vez no. En cualquier caso, la cuestión nunca quedará resuelta porque, mientras tanto, yo me muero.

El tiempo mejoró. G. sugirió que Monsieur Hennequin manejara el automóvil. Por la tarde atravesaron en coche un bosque de abetos, sobre el lago. Madame Hennequin quiso que pararan para caminar un rato por el bosque.

La luz entra en el bosque casi horizontal. Entre los árboles, en las profundidades del bosque, esta luz adquiere una exagerada calidad estereoscópica. Los árboles que están a contraluz parecen totalmente negros. Los troncos de los árboles iluminados tienen un color miel grisáceo. La misma luz ilumina los vestidos de tafetán y seda de las dos mujeres, que son perlados y luminosos. Al caminar, sus botines pisaban con tiento en la espesa alfombra de agujas de pino, piñas podridas, musgo y pétalos de flores. Todas las superficies parecen más vívidas de lo normal, pero en el bosque todo pierde un poco de sustancialidad.

Con Camille G. no ha sido más que formalmente educado, a fin de realzar la profundidad y la seriedad de la conspiración que ahora los une. Ha concentrado su atención en Monsieur Hennequin y Harry Schuwey. Anima a este último a hablar sobre los recursos naturales del Congo. Aparenta escucharlo interesado; de vez en cuando le hace alguna pregunta suplementaria o un alentador gesto de aprobación. Y, sin embargo, pese a que da la impresión de lo contrario, apenas está escuchando lo que se dice. En un lenguaje mixto, en el que las palabras son un medio expresivo más —un lenguaje que no es muy diferente en esencia de aquel con el que se interrogaba de niño, pero que ahora contiene una gama más amplia de referencias— habla para sus adentros con los dos hombres entre los que camina.

¿Por qué las escogisteis? Las escogisteis por las mismas razones por las que habríais escogido cualquier otra mujer. Los hombres de vuestra posición social han de tener lo mejor. Lo mejor no es un absoluto, sin embargo. Los hombres de vuestra posición deben tener lo mejor para los hombres de vuestra posición. Si escogéis una mujer sin tener en cuenta esto, podríais poner en peligro vuestra posición y poner en peligro vuestra posición os haría infelices y, por consiguiente, haría infeliz a la mujer. Corta la tela conforme al bolsillo y elige al modelo conforme al corte. Pero además de tener una posición tenéis un pene.

A su izquierda, el terreno sube en una empinada pendiente, de modo que las raíces de los árboles más distantes están al mismo nivel que las copas de los más próximos. Entre los árboles que están más arriba, más lejos, hay rocas de formas puntiagudas, pero cubiertas de musgo. A su derecha, cuando hay un claro lo bastante recto para mirar, ven abajo la superficie del lago, brillante como la mica.

Y vuestro pene es dado a idealizar. El pene quiere lo mejor posible —pues, ¡a paseo la posición!—. ¿Cómo podéis satisfacer a ambos, pene y posición, al mismo tiempo?

Un bosque no es incontrovertible como una montaña. Es tolerante, como el mar, con todo lo que ocurre en él.

No podéis. Pero podéis protegeros o intentar protegeros de las peores consecuencias de esta brecha abierta. Y esto es lo que lleváis haciendo desde el momento en que alcanzasteis la edad de la responsabilidad, con la ayuda de vuestros colegas, vuestros amigos, la iglesia, vuestros profesores, vuestros novelistas, vuestros sastres, vuestros comediantes, vuestros abogados, vuestras fuerzas del orden, vuestros hombres públicos y, por supuesto, vuestras mujeres.

Monsieur Hennequin se pregunta para sus adentros si lo que está diciendo su amigo podría interesar a la Peugeot. Todo lo que pueda necesitarse en la fabricación de los automóviles debería interesar a la firma. Le gustaría ir al Congo. Ha estado en Argelia, pero piensa que eso no es del todo África. África empieza en la selva. Coge un palo del camino y golpea suavemente al pasar los troncos de los árboles.

Teníais que encontrar un tercer valor, un tercer interés, que pudieran reconocer como árbitro el idealismo de vuestro pene y vuestra ambición social, la cual, a diferencia de la ambición pura, ha de disfrazarse siempre de conformismo. Y este tercer valor era la propiedad. El tercer interés era el interés en poseer. No se trata de un remoto interés económico, sino de un interés apasionado que os espolea físicamente, que se convierte en un sentido tan agudizado como el tacto. Y os habéis preocupado de verdad de que vuestro hijos aprendan a no tocar lo que no es suyo, ni una flor, ni un animal, ni la mano de un desconocido. Tocar es reivindicar la propiedad de algo. Follar es poseer. Y vosotros tomáis posesión de las cosas ya sea pagando un alquiler o comprándolo directamente.

Las mujeres caminan detrás de los hombres. Harry Schuwey está explicando que, aunque el marfil se ha convertido en una materia prima de lujo, con el desarrollo de la industria automovilística, el caucho se está haciendo esencial y que por ello tal vez el futuro del Congo está en el caucho. El bosque está en calma, aparte del grupo que avanza por el camino. De vez en cuando, entre las ramas más altas, un pájaro entona unas notas y luego se calla.

¿Nadie os ha hablado de vuestras casas? Yo lo descubrí hace tiempo. Daos una vuelta sin prisas por un barrio acomodado de cualquier ciudad de Europa, por la calle en la que están vuestras casas o vuestros pisos.

Los árboles son abetos o alerces. El liquen crece más en los primeros. Muchas ramas muertas están festoneadas con flecos verde pálido mate, parecidos a algas secas. En otras ramas hay líquenes pegados como filas de botones de plata blanca sin lustre.

Los marcos de las ventanas y contraventanas están recién pintados, pero su color es apenas diferente del de las fachadas, que absorben la luz, pero despiden un ligero centelleo, como las servilletas de lino almidonadas. Mirad las ventanas, cuyas inmóviles cortinas podrían estar esculpidas en la piedra, las barandillas de hierro forjado en forma de plantas de los balcones, los motivos ornamentales que hacen referencia a otras ciudades y otras épocas; pasad ante los portones de madera barnizada con llamadores y placas de bronce. El silencio de la calle consiste en el ruido apenas perceptible de una multitud lejana, una multitud formada por tanta gente tan lejana que la fatiga individual, la inspiración y la expiración de cada cual se combinan en un sonido de respiración ininterrumpido, suave como la brisa; este silencio que no es enteramente un silencio, recibe y contiene el ruido de un portal al ser cerrado por una doncella o el ladrido de un perro entre muebles tapizados y espesas alfombras, como una caja de cubiertos forrada de felpa verde recibe los cuchillos y los tenedores que se depositan en ella. Todo es apacible y acogedor. Y entonces, de pronto, os dais cuenta con horror de que todas y cada una de las viviendas, aunque estáticas, están en cueros, están totalmente desnudas. Y lo que es aún peor es su actitud: ¡se exhiben sin vergüenza a todo el que pasa!

A medida que avanza, el grupo ve cómo cambian de forma y color los espacios entre las ramas. El color y la forma pueden conspirar para sugerir la presencia, allí mismo, entre dos árboles, de un ciervo.

¡Mira!, susurra Mathilde.

El proceso es el anverso al del camuflaje natural, en el cual los animales se confunden con el entorno; el conocimiento de que los ciervos viven en el bosque ha llevado a Mathilde a inventarse un animal donde no lo hay.

Ha deducido por la forma en que Mathilde le sonríe que Camille le ha hecho confidencias. Muestra esa curiosidad sincera, esa franqueza que las mujeres sólo se permiten con el nuevo amante o pretendiente de una amiga íntima.

De verdad creí que era un ciervo, dice Mathilde.

El camino lleva hasta un claro, una pradera de hierba muy crecida en la que la luz horizontal hace que cada hoja se presente definida y separada del resto. La inundan la serenidad y la calma de los primeros días de otoño, cuando parece que todo progreso ha quedado en suspenso, todas las consecuencias indefinidamente aplazadas. Monsieur Hennequin, haciendo caso omiso de lo que Harry Schuwey explica en ese momento, se agacha para coger unas reinas de los prados, que ofrece a su esposa. Ese momento le recordó el año en que la había cortejado.

Escogiste esta mujer al tiempo que te la apropiaste. El grado de convicción a la hora de elegir dependió de la estimación de hasta qué punto te pertenecía en exclusiva. Acabó por pertenecerte enteramente, y entonces pudiste decir: la he elegido.

Camille coge las flores con su mano enguantada. Y Mathilde se las prende en la blusa.

Hay que creer que lo que uno elige para sí es bueno. Pero una parte de ti mismo —esa parte astuta que escuchó a otros hombres y que sabía desde la infancia que la vida favorece a quienes se favorecen a sí mismos— permaneció escéptica. Al casarte con ella, perderías la oportunidad de casarte con otra. Al poseerla, limitarías tus posibles poderes de posesión. Cierto es que todavía podías escoger una amante. Pero al fin y al cabo, lo mismo podría decirse de la elección de ésta. Y así tu parte escéptica se preguntó: ¿Es ella lo bastante deseable para convencerme consistentemente de mi buen sentido al hacerla mía? ¿Es tan deseable que pueda consolarme por haberla encontrado deseable precisamente a ella y no a cualquier otra?

Camille se ríe de un chiste de Mathilde. Monsieur Hennequin camina entre la hierba crecida como un hombre entrando en el agua. Harry Schuwey está explicando por qué será beneficiosa para el comercio la anexión oficial del Congo, que tuvo lugar hace dos años.

De haber sido No la respuesta, la habrías dejado, como si hubiera dejado de existir.

Nunca había visto mariposas tan grandes, grita Monsieur Hennequin y, alejándose corriendo, intenta cazar una con el sombrero.

A fin de consolarte por la pérdida de todas o casi todas las mujeres del mundo, ella tenía que convertirse en un ideal. Colaboró contigo en la elección de las cualidades que habrían de idealizarse. Tú escogiste la inocencia, la delicadeza, el instinto maternal, la espiritualidad de Camille. Ella las realzó para ti. Suprimió todos aquellos aspectos de su personalidad que pudieran contradecirlas. Se convirtió en tu mito. El único mito que era enteramente tuyo.

Schuwey está explicando que los métodos coloniales del rey Leopoldo y su particular Estado Libre del Congo se habían considerado eficaces hace veinte años y que era una hipocresía por parte de las potencias europeas condenar el uso de los trabajos forzados y de las duras medidas represivas cuando ellas mismas habían utilizado métodos similares, aunque menos eficazmente. No obstante, dice Schuwey, es cierto que los reyes hacen malos negocios porque siempre dan más importancia a las rentas que a la inversión.

Y tú, tú has idealizado otras cualidades distintas en Mathilde. Ella tiene un temperamento diferente y todavía no es tu esposa, sino tu amante. Dices que tiene el cuello más bonito del mundo. Crees que es perezosa como sólo pueden serlo las mujeres que aman el placer. Te enorgulleces de que es diabólicamente atractiva para los hombres. Idealizar esta última cualidad resulta extraordinariamente gratificante, siempre que vaya acompañada de una segunda proposición —sobre la que te sientes menos seguro—: y a mí no me engaña.

Cuando penséis en abandonar a Camille, cuando consideréis que, después de todo, Mathilde es demasiado extravagante y voluble, no será porque no estéis satisfechos con lo que son, sino porque ya no serán capaces de compensaros por lo que no son.

Os odio. No tenéis el poder por vuestras riquezas, sino porque la mayoría de los hombres os obedecen. Aprenden a envidiaros, y la envidia lleva a la obediencia. Quieren ser como vosotros. Por eso se atienen a las mismas leyes, y al final escogen la obediencia por su propio bien.

Vuestro poder es miserable. Vuestros ojos tienen la mirada fija de los muertos que se ponen en las ventanas para hacer creer a la multitud abajo que está siendo observada. Las orejas, que son las facciones más inocentes, más receptivas del rostro, se convierten a ambos lados de vuestra cabeza en unos apéndices inútiles, vestigios de una era anterior, como los inútiles pezones que tenéis en el pecho. ¿Dónde vivís? ¿En las yemas de los dedos? ¿En el corazón? ¿En el fondo de vuestros sueños? ¿Entre los hombros?

Vivís en el espacio mal iluminado, mal ventilado, entre la última capa de piel y la ropa. Vivís en el entresuelo por el que deambuláis. Vuestras pasiones parecen sarpullidos.

Oigo la alondra, dice Camille, pero no la veo.

No podéis amenazarme. Vuestra existencia me reconcilia con la muerte.

No quiero vivir para siempre en un mundo dominado por vosotros; la vida en él ha de ser breve. La vida escogería la muerte antes que vuestra compañía. E incluso la muerte se muestra reacia a llevaros con ella. Viviréis mucho.

Monsieur Hennequin se acerca al grupo parado en una esquina de la pradera. Lleva las manos juntas por delante del cuerpo. Parece que ha cazado la mariposa.

Déjala ir, dice Camille, eres peor que un chiquillo.

No le habrías dicho lo mismo a Linneo, contesta Monsieur Hennequin.

¿Quién era ése?, pregunta Schuwey.

Monsieur Hennequin agita la mano en el aire, por encima de su cabeza, y la abre. No hay mariposa. Se ríe estrepitosamente.

Cuando os reís, os reís como locos (resoplando, momentáneamente aliviados) de esa persona que podríais haber sido y que la broma ha venido a recordaros por un momento.

No bien desaparece uno de vosotros, ya ha ocupado otro su puesto, y el número de puestos va en aumento. Habrá escasez de todo en el mundo antes que de gente como vosotros.

Después de la pradera, el camino conduce a un punto desde el que se divisa un amplio panorama de la llanura y las primeras estribaciones meridionales de los Alpes. Cuando se callan, el silencio, la extensión del lago, la nieve en una sola de las cumbres alpinas, la prolongación de la tarde otoñal, se combinan en una amalgama que es como una lente para la imaginación, incluso la de los que no suelen ser imaginativos: la lente les permite echar un vistazo al espacio en torno a sus vidas.

¿Por qué iba a temeros? Sois vosotros los que habláis del futuro y creéis en él. Utilizáis el futuro para consolaros de la juventud que nunca tuvisteis. Yo no. No me alcanzará vuestra continuidad monstruosa y ridícula; me iré, como se ha ido Geo Chávez. Estaré muerto, ¿por qué iba a tener miedo?

Ahora temo la idea: la idea de vuestra inmortalidad, la idea de la eternidad que imponéis sobre los vivos antes de su muerte.

El camino de vuelta al coche vuelve a hacerlo en compañía de los dos hombres, afable. El bosque está más oscuro y más frío. El olor a pino es más fuerte. En la penumbra de los árboles, la unidad de éstos es más pronunciada. Pequeñas protuberancias sobresalen a lo largo de una vara de alerce. Cuando la vara era más pequeña, cada una de ellas era una aguja. Cuando la vara se convierte en rama, éstas se transforman en ramitas. Y las ramas salen del tronco de la misma manera. El bosque es el resultado de la misma puntada interminablemente repetida.

Al ayudar a Camille a subir al automóvil, le pasa un nota. Ella la leerá después. Dice: Grulla mía, mi pequeña, la más deseada, tengo algo que decirle a solas.

Reúnase conmigo mañana por la tarde. Mañana por la tarde la espero en un automóvil delante de la estación de Stresa.

Monsieur Hennequin descubrió la nota aquella misma noche. Camille la había dejado entre las páginas de las Poésies de Mallarmé, que por aquellos días llevaba siempre consigo. La lámpara de aceite del escritorio empezó a echar humo; llamó a su marido, que estaba en la habitación contigua, y le pidió que la ajustara. (En su casa de París ya tenían electricidad.) Monsieur Hennequin dejó caer el libro sin querer. La nota revoloteó y cayó separada al suelo. Se agachó para recoger el libro y la nota. El trozo de papel doblado lo intrigó: se preguntó si Camille habría empezado a escribir poesía. Lo desdobló. La nota estaba firmada. La volvió a meter en el libro, besó a Camille y salió de la habitación como si nada hubiera ocurrido.

Camille, ajena a todo, ordenó a la camarera que le preparara un baño. Había decidido ignorar la nota. Pero no podía dejar de hacerse la misma pregunta, intentando encontrarle una respuesta: ¿qué tengo yo que lo hace tan insistente y alocado?

Un cuarto de hora después, Monsieur Hennequin había evaluado en toda su magnitud la ofensa de la que había sido objeto, y entró en el cuarto de su mujer sin llamar y como si acabara de descubrir su infidelidad. La puerta se golpeó contra la pared. Camille se había deshecho el moño y estaba en bata. Monsieur Hennequin no alzó la voz. Habló entre dientes, desabrido.

Camille, debes de estar loca. ¿Puedes darme una explicación?

Ella lo miró sorprendida.

Abre ese libro, ya sabes lo que hay dentro. Hay una nota... una nota con una cita dirigida a ti. ¿De quién es?

No tienes ningún derecho a espiarme. Es humillante para los dos.

¿De quién es?

Puesto que la has leído y está firmada, debes de saberlo.

¿De quién es?

Pues dímelo tú, y dime también de paso cuántas cartas he recibido del mismo caballero. Te estás comportando como un estúpido, Maurice.

¿De quién es?

Estaba de pie delante de ella, envarado, con los puños cerrados y la cabeza ligeramente caída, de forma que veía el lugar en el que la había besado antes de salir de la habitación para decidir qué debía hacer. Ella, sentada, o bien tenía que levantar la cabeza, de forma que parecía que se retiraba acobardada, o bien observaba la cadena del reloj de su marido, a unos centímetros de su cara. Se quedó mirando la cadena del reloj.

No tengo nada de qué avergonzarme, dijo. No tenía intención de contestar a esa nota, que he encontrado muy alocada y no he hecho nada que lo animara a esto. Tienes que creerme.

¿De quién es?

¿Es que no puedes decir otra cosa, Maurice? ¿Por qué no me preguntas a mí lo que ha sucedido antes de lanzarte a sacar conclusiones?

¿De quién es?

Dios mío, ¿qué te pasa?

Quiero oírte decir su nombre.

Pues no pienso darte el gusto.

Exactamente. Porque sabes tan bien como yo que tu voz te traicionaría. No serías capaz de reprimir tus sentimientos, si así se les puede llamar; no serías capaz de impedir que tu voz te delatara. Dime su nombre.

Me niego. Esto es absurdo.

Te niegas. Claro que te niegas; os he visto juntos. Estaba ciego. Cegado por mi confianza en ti. Pero ahora puedo ver. Desde el momento en que lo viste empezaste a coquetear con él, te pusiste a su lado, mirándolo con los ojos en blanco, murmurándole cosas al oído...

Te has vuelto loco. No tienes ningún derecho a decirme esas cosas. No he hecho nada.

¡Que no has hecho nada, dices! En dos días no has tenido tiempo de hacer nada, como tienes la delicadeza de asegurar. Pero te hubiera gustado, y le has interesado, como... como una prostituta.

Ella intentó alejarlo con las manos. Entonces bajó la cabeza y se echó a llorar.

Regresaremos a París mañana por la tarde, dijo él. Puedes decirle a Yvonne que prepare el equipaje. Se acercó a la puerta y se volvió a mirarla. Lo vergonzoso de todo esto, lo que me repugna, es la vulgaridad, continuó. ¡En dos días, delante de mis ojos y en un pueblo en el que por necesidad teníamos que tropezarnos unos con otros!

¡Tropezarnos!, dijo ella entre lágrimas, pero enfadada.

Mañana le advertiré que si vuelvo a verlo contigo, le dispararé... y no habrá tribunal en Francia que no esté de mi lado. Le dispararé como a...

¿No sería más honorable retarlo a duelo?

Me parece que te crees una de esas grandes cortesanas. Pero no tienes ni el tacto ni el encanto necesarios. Y además vives en el siglo XX.

Te suplico que no hables con él.

¡Él!

Veía sus senos blancos, altos, por el escote de la bata.

Vayámonos a París si eso te satisface, pero no le hables.

Evidentemente, Camille, tienes miedo de lo que pueda enterarme por él.

Muy bien.

Sacó la llave de la puerta y salió de la habitación. Cogió la llave para que ella no pudiera encerrarse. Ya lo había hecho en otras ocasiones después de una pelea; y tal vez, más tarde, aquella noche —lo sabía ahora— decidiera follarla como a una prostituta.

Camille durmió sobresaltada. Se levantó a las seis. Su marido no estaba en su cuarto, y al parecer no había dormido allí. Abrió las contraventanas. El cielo estaba azul, totalmente despejado. El día todavía no había cogido su propio ritmo; el tiempo, como la calle casi vacía, parecía alargarse. La extensión del día y la profundidad del cielo azul constituían un escenario cuyas proporciones le dieron un repentino escalofrío. Desde la ventana se veía la estación de ferrocarril.

Esperó inquieta a que se hiciera una hora decente para enviar a Yvonne con un recado a Mathilde, pidiéndole que se reuniera con ella lo antes posible porque necesitaba su ayuda.

Mientras esperaba pidió café.

Desde la ventana, vio un gato cruzar el patio con esa fugacidad decidida que caracteriza a los gatos cuando tienen acceso directo a lo que quieren. El gato había oído el ruido del molinillo de café en la cocina. Una joven camarera, sentada en una banqueta, le daba vueltas sujetándolo entre las rodillas. Para el gato este ruido significaba leche. Cuando terminara de moler el café, se dirigiría a la alacena y sacaría una gran jarra de cremosa leche. Luego la pasaría a unas jarritas de plata, y si el gato se frotaba contra su pierna, también le echaría un poco en un plato azul y blanco desportillado y se lo pondría junto a la puerta del patio.

Pasó revista al armario varias veces para decidir lo que se iba a poner ese día. Cogerían el tren hacia París. Se la llevaban de vuelta a su casa y a sus niños como si también ella fuera una niña que se había portado mal. Tenía un traje de lino oscuro forrado de satén estampado que era muy apropiado para viajar. No obstante, decidió que se pondría el trotteur color lila. La hacían regresar a casa a la fuerza.

No necesitaba a Mathilde para que la aconsejara, sino para que la ayudara. Mathilde era una persona, pensaba Camille, con unos principios muy diferentes a los suyos y con un gusto mucho más dado al lujo. Mathilde entendía los contratos y, como los entendía, podía cumplirlos. Cuando se casó con Monsieur Le Diraison, quien tenía a la sazón sesenta y cuatro años, ella se comprometió a hacerle feliz lo que le quedaba de vida a cambio de la herencia que recibiría a su muerte. Y durante cinco años había mimado como a un niño a aquel viejo enfermo. Ella, Camille, habría sido incapaz de llevar a cabo un trato semejante; creía que la vida debería ser mejor que eso. Creía en una justicia cuya esencia era espiritual, no material. Le gustaba la parábola de los vendimiadores, en la que el último en ser contratado, que sólo había trabajado una hora, recibió la misma cantidad que aquellos que habían soportado la fatiga y el calor de todo el día.

Necesitaba el auxilio de Mathilde precisamente porque quería remediar una injusticia. Si su marido había hablado con él, como había amenazado de hacerlo (y su ausencia confirmaba que ése debía de ser el caso), quería ir al pueblo aquella mañana acompañada de Mathilde con la esperanza de encontrarlo. No deseaba volver a verlo, pero quería que supiera que por impropia, imprudente y equivocada que hubiera sido su manera de perseguirla, ni por un instante ella había pensado que fuera una bajeza.

Suponía que Mathilde rechazaría su plan por quijotesco e infantil. Pero sabía que haría lo que le pidiera: en parte, por amistad, y más aún porque le horrorizaba el aburrimiento.

¿A qué esperamos en esta horrible ciudad?, había preguntado Mathilde ayer por la mañana. ¿Sabes lo que creo yo, querida? Pues creo que estamos esperando a la muerte del héroe.

Cuando el tren de cercanías entró en la estación de Domodossola, Monsieur Hennequin abrió la puerta del vagón, preparado para saltar al andén. No estaba impaciente y sabía que tenía tiempo para matar, pero cuanto más deprisa actuara, más seguro estaba de lo acertado de su decisión. Algunos trabajadores se bajaron del mismo tren, pero en lugar de dirigirse hacia la salida, cruzaron las vías, camino de las vías muertas. No había taxis a la entrada de la estación y sólo se veía una persona en el extremo opuesto del Corso.

Se pasó la mano por el bolsillo lateral para convencerse una vez más de que la pistola automática seguía estando allí. Había tenido que hacer un tedioso viaje nocturno para conseguirla. Su volumen, al igual que la rapidez de sus acciones, era una confirmación de su buen obrar; era como oír decir a un conocido: Maurice actuó con calma y firmeza.

Al pasar delante del hotel, alzó la vista a la ventana de su cuarto y recordó el sarcasmo de Camille con el duelo. Era el momento del día en que tradicionalmente tenían lugar los duelos y las ejecuciones. Se dijo que después de una noche en vela, de madrugada, antes de que el día haya comenzado para la mayor parte de la gente, uno tiene un sentido más fuerte de su propio destino.

Caminó hacia el centro de la ciudad, en donde hay una piazza de forma irregular con soportales. Por si llovía durante la noche, habían metido bajo los soportales la pizarra con el boletín médico de Chávez emitido la noche anterior. Estaba medio borrado en una esquina. La inestabilidad e irregularidad de las funciones cardíacas del paciente le producen una ansiedad constante...

Grandes postigos de madera cerraban los escaparates de las tiendas bajo las arcadas. Estaban pintados de verde, pero como habían sido pintados en momentos diferentes, cada uno tenía un tono distinto y definido. Sobre los postigos se leían los letreros. Varios apellidos se repetían más de una vez en tiendas distintas. Cuando éstas estaban abiertas, era evidente, por lo que exhibían en sus escaparates, que eran poco más que puestos no muy bien surtidos en una remota ciudad provinciana. Pero con los postigos cerrados parecían diferentes. Era posible imaginar que eran tiendas repletas de artículos extraños. Monsieur Hennequin rodeó varias veces la plaza.

Le hubiera gustado que Camille presenciara el inminente encuentro. Vería cómo quedaba desenmascarado aquel joven y salía a relucir lo que era: un cínico galanteador, un vulgar delincuente. Y también sabría lo lejos que estaba dispuesto a ir él, su marido, a fin de protegerla.

Ya no culpaba a Camille por lo que había sucedido. La noche pasada había entrevisto en ella a la puta que, según Monsieur Hennequin, hay en toda mujer, pero que sólo aparece si se la priva del control que requiere su naturaleza. Había pasado por alto la advertencia implícita en la pasión de su esposa por Mallarmé: aquella poesía había exacerbado su gusto por lo ilimitado, lo infinito. Pero terminó convenciéndose de que su mujer no era culpable: era inocente. Su debilidad era la debilidad de su sexo.

Al protegerla de esta debilidad, al poner fin a las felonías de aquel joven lascivo, obraba en nombre de todos los maridos y en favor de todas las esposas. Otras mujeres mucho más astutas que Camille, mucho más aptas para defender sus intereses, tenían la misma debilidad: la debilidad de sucumbir a la primera impresión, que en ellas siempre era falsa. Mujeres capaces de hacer bailar a varios hombres en las yemas de los dedos se volvían tan impresionables como una niña de once años ante alguien a quien todavía no conocían. Las mujeres podían ser calculadoras, podían trazar complicados planes estratégicos y tácticos, podían ser pacientes y persistentes, podían ser despiadadas y generosas, pero sus primeras impresiones eran invariablemente erróneas. No veían lo que tenían delante de las narices. Por eso los galanteadores, mientras sus tratos fueran con mujeres, no tenían que disimular ni que hacerse notar.

Monsieur Hennequin llegó a pensar que lo que se proponía hacer era un deber que le imponían la debilidad y la inferioridad de los otros. No era consciente de que tenía que defender sus propios intereses o de que tenía que intentar escapar a la soledad impuesta. Salió de los soportales y dejó atrás las tiendas cerradas.

Monsieur Hennequin se detuvo en el umbral de la habitación. No creo que se sorprenda de verme, dijo y cerró la puerta tras él. Los caballeros no somos esos estúpidos por los que usted nos toma, continuó, y sabemos exactamente cómo tratar a los tipos de su calaña.

El cuarto era modesto, de suelo de madera basta. En la cama, en lugar de mantas, había un gran edredón con una cubierta blanca. Las almohadas no estaban rellenas de plumas, sino de paja. Era el hotel en el que solían alojarse los conductores del correo del Simplon. G. estaba todavía en la cama, pero se incorporó y se apoyó en el codo.

En cuanto cerró la puerta, Monsieur Hennequin apuntó con la pistola al hombre recostado en la cama. O termina usted con esto o lo mato.

El hombre miró la pistola desde la cama. (¿Puede la simple visión del metal de una pistola recordarle tan intensamente el olor de la armería de su infancia?) Continuó oyendo la voz de Monsieur Hennequin como si estuviera en el cuarto de al lado.

Si lo vuelvo a ver en compañía de mi mujer, aquí o donde sea, lo dejo en el sitio.

Monsieur Hennequin era del todo consciente de hacia dónde apuntaba el arma que tenía en la mano —no era su vida la que corría peligro—. Además, desde el momento en que la descubrió, sabía que la nota era una prueba que le garantizaba que no recibiría más que una sentencia puramente nominal aun en el caso de matar al hombre acostado en la cama. No había nada amenazando en su vida y estaba poniendo fin a algo que más adelante se podría convertir en un serio peligro. Pero la invocación, el uso de la amenaza de muerte puede tener a veces un efecto más amplio del pretendido. Una vez que se ha invocado la muerte, la elección de quién debe morir puede parecer extrañamente arbitraria. En cualquier caso, Monsieur Hennequin empezó a temblar.

No estaba asustado, pero sentía que ese momento estaba justificando toda su vida. Era como si ahora estuviera dispuesto a escoger su propia muerte antes que negociar o negar el sentido de su vida. Lo importante era la elección de la muerte; quien fuera a morir —sin dejar de apuntar al hombre que tenía frente a él, acostado en la cama— carecía de importancia. Ya no importaba que Camille presenciara o no la escena. Amenazar la vida de un enemigo reconocido o quitársela equivalía a realzar la suya. El descubrimiento de un nuevo poder lo excitaba.

Si llego a tener el menor motivo para sospechar que la ha visto, le dispararé como a un perro, mientras duerme.

G. se echó a reír. El espectáculo había terminado, y la verdad que se revelaba le era absurdamente conocida. La verdad era Monsieur Hennequin con una pistola en la mano, temblando visiblemente y escupiendo sus palabras acompañadas de extraños gritos de placer.

Si lo veo acercarse a la mujer de cualquier colega o conocido mío, le dispararé no bien se aparte del grupo.

A menudo le habían preguntado: ¿por qué te ríes, cariño?

Tras días de intriga y esperanza y maquinaciones, tras dudas y escrúpulos, tras osadía y timidez y más osadía, ¿qué verdad se descubre? Sus pantalones estaban colgados en una silla, la bata de la mujer tirada a un lado o el cubrecamas retirado: aparecen dos triángulos definidos de vello oscuro y en ellos esas partes cuya forma exacta aprenden a reconocer los estudiantes de primero de medicina como características de toda la especie humana. No hay posibilidad de confundirlos, y en esta carencia total de ambigüedad hay una banalidad verdaderamente cómica. Cuanto más tiempo se lleve la máscara, cuanto más tiempo se oculte lo conocido, más cómica será la revelación, pues más atónitos se supone que se quedarán ambos ante lo que siempre han sabido.

Intentó aprovecharse de la inocencia de mi mujer, de la misma manera que estoy seguro que se aprovechó de Dios sabe cuántas desafortunadas. Pero esta vez, a Dios gracias, no es demasiado tarde.

Cuando Beatrice se tendió en la cama riéndose, ya no se reía del absurdo hombrecillo de negro montado en el cabriolé, sino de lo que sabía que se haría entonces palpable en su cama, bajo el retrato de su padre, conforme a una libertad que le había dado al parecer una picadura de avispa.

Cállese. Deje de reír. O le atravesaré el pecho con una bala ahora mismo.

Continuó riéndose porque por fin se encontraba cara a cara con la normalidad. Era en parte una risa de alivio, como si, contra toda razón, hubiera temido que el otro pudiera ser excepcional en esto. Y en parte también se reía de que la primera gran broma del lugar común fuera inexorable, como la erección del pene.

Monsieur Hennequin pensó que su risa era la de un loco solo en la celda. Y la idea de que aquel hombre lujurioso acostado en la cama pudiera estar loco lo perturbó y lo desanimó, porque creía que, aunque los locos tuvieran que ser enérgicamente reprimidos y en ciertos casos exterminados, la locura en sí, era, sin embargo, autoderrotista y, por consiguiente, su enemigo declarado representaría una amenaza menos sustancial que aquella a la que él estaba resuelto a poner fin sin vacilación ni medias tintas.

Es usted un loco, dijo. Pero loco o cuerdo, no le avisaré una segunda vez.

Monsieur Hennequin se aproximó de espaldas hasta la puerta, prolongando hasta el último momento la excitación (que la risa alocada había rebajado en gran medida) que le producía apuntar con un arma al hombre que había intentado seducir a su mujer.

Madame Hennequin y Mathilde Le Diraison avanzan en un destartalado carruaje, con la capota toda agujereada y un cochero con sombrero de paja, por la Via al Calvario, hacia la iglesia de San Quirico, que se encuentra al sur de la ciudad, a diez minutos del centro de Domodossola.

Se encontraron con G. en la Piazza Mercato. Él las saludó rápidamente y, mirando a Camille, dijo: Su marido, armado con una pistola, acaba de amenazarme con pegarme un tiro si volvía a hablar con usted. Debo volver a hablar con usted. La esperaré en la iglesia de San Quirico. No podemos hablar aquí. Venga en cuanto pueda. Luego, sin darles tiempo a contestar, dio un paso atrás y desapareció en los soportales.

Tu amigo es algo más que dramático, observó Mathilde.

¿Crees que es verdad?

Que Maurice lo ha amenazado, sí.

No tiene una pistola.

Todos los hombres tienen un amigo que tiene una pistola.

¿Crees que Maurice es capaz de matarlo?

¡Por ti, querida, los hombres harían cualquier cosa! Mathilde se ríe.

No bromees, por favor.

¿Estás de verdad hablando en serio?

Cuando Camille oyó que su marido lo había amenazado con una pistola, recordó el día de su boda. Su cólera ante la injusticia de semejante acto, su vergüenza por él, su resentimiento por el hecho de que hubiera ignorado sus protestas y sus súplicas, la hacían plenamente consciente de que era su esposa, o, para ser más exactos, de que se había convertido en su esposa por su propia voluntad. Hasta ese momento, ser Madame Hennequin le había parecido una parte natural de su vida; su matrimonio era una parte de la misma continuidad que la había llevado desde la infancia al momento actual, pasando por la juventud. Había habido malos entendidos y disputas entre ella y su marido, pero nunca había sentido que su vida se escapara a su control, que lo que estaba sucediendo no fuera connatural a ella. Recordó que en su boda, Maurice y ella se habían arrodillado —aislados, solos, delante de toda la congregación, pero juntos, de forma que ella sentía su calor—, para recibir la comunión. Él se había arrodillado con timidez y con lo que ella entonces consideró verdadera humildad. Pero ahora lo imaginó poniéndose en pie con una pistola en la mano y una expresión de insensibilidad total en el rostro.

De pronto, su furia se cambió en sorpresa con un pensamiento que le devolvió un poco de su identidad natural, que sugería que no estaba del todo desamparada y que confirmaba la sensación de que su esposo la estaba tratando injustamente. Este pensamiento era: Ese hombre sigue queriendo hablar conmigo, aun bajo la amenaza de que le peguen un tiro, porque me ve como soy.

No, no hablo en serio, dice Camille.

Deberías convencerlos para que se retaran en duelo.

Eso es lo que le dije a Maurice. Dijo que no era moderno.

No entiendo qué tiene que ver en esto la modernidad. Los hombres no cambian a ese respecto.

¿Tú crees que nosotras sí?

Tú estás cambiando. Te has transformado. Eres una persona diferente de la que eras hace dos días. Si pudieras verte ahora...

¿Qué vería?

Una mujer con dos hombres enamorados de ella.

Mathilde, por favor, prométeme una cosa: no me dejes sola con él bajo ningún concepto.

¿Ni siquiera si los dos insistís en ello?

Ahora estoy hablando en serio. No lo veré a no ser que me lo prometas.

Afortunadamente, Harry no es celoso. Bueno, es celoso, pero no hasta el punto de disparar a alguien o amenazarlo. Luego, a solas conmigo, puede hacerme una escena, pero eso lo resuelvo rápido.

De ello depende su vida, dice Camille. Prométemelo, por favor.

Creo que Harry es el tipo de hombre que podría suicidarse en según qué circunstancias, pero nunca dispararía a nadie. ¿Qué crees que haría él, Mathilde señala con la cabeza hacia el lugar al que se dirigen, si tuviera razones para estar celoso?

¿Celoso de mí?

Sí, dice Mathilde sonriendo.

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