G

G


7.

Página 21 de 29

7.

NUSA[1] pensó que G. era diferente a los demás hombres. Estaba aparentemente sola, y, sin embargo, no la había abordado como si fuera una prostituta. Dijo que era italiano, pero se mostró cortés con ella. (Debe de ser, decidió, de algún lugar remoto de Italia.) Iba muy bien vestido, pero le propuso que se sentaran juntos en un banco de piedra. Le dijo que aquel asiento tenía más de dos mil años. No intentó tocarla, salvo para ayudarla, tomándola de la mano, a subir los escalones hasta el banco. (Estaba dispuesta a chillar en cuanto estuvieran sentados, pero no fue necesario.) Vengo aquí todos los días a esta hora, dijo, ¿por qué viene usted? Estaba a punto de contestarle que había venido con su hermano, cuando se dio cuenta de que podría ser un agente de policía. Vengo aquí, continuó él, porque odio las sepulturas cristianas. Esta observación la dejó confusa. Luego siguió hablando normalmente del tiempo, de Trieste y de la guerra.

Pasado un rato le preguntó de dónde era. La pregunta parecía inocente, y ella le contestó que había nacido cerca de Trieste, en el Karst. En ese caso, dijo él, dígame algo en esloveno, por favor. Ella dijo en esloveno: Hace sol. Él le pidió que dijera algo más largo. Ella dijo: La mayoría de los italianos desprecian nuestra lengua. Lo dijo en voz alta, con un tono un tanto desafiante. Se preguntó si él habría entendido, pero seguía sonriendo. Diga algo más, le pidió, cuénteme una historia o lo primero que se le pase por la cabeza. Le preguntó si entendía lo que estaba diciendo. Él le lanzó una sonrisa. Le prometo que no entiendo nada, dijo, ni una palabra; sus secretos están seguros. No se le ocurría nada qué decir. Él esperó y entonces la miró arqueando las cejas, sorprendido de su silencio. Ella dijo en esloveno: ¿Ve aquel gato, ahí en la hierba?

Se calló y se llevó una mano al hombro, sobre la blusa. Tenía los brazos y las manos grandes. Ya fuera caminando o sentada, por su forma de mantener erguidos los hombros y el cuello daba la impresión de que llevaba todo el cuerpo ligeramente cargado hacia atrás. En otra vida, esto le habría dado un aire imperial.

No es éste un lugar que me guste, dijo ella. No vendría aquí sola. Se calló, alarmada porque se le había escapado sin darse cuenta el hecho de que había ido allí con su hermano. Entonces recordó que estaba hablando en esloveno. Si encontrara una de estas piedras rotas en uno de los campos de mi tío, diría que es una basura y la tiraría. He oído decir que valen una fortuna. Pero si valen tanto, ¿por qué las dejan aquí tiradas en la hierba? Si fueran tan valiosas, se las habrían llevado a Viena. Allí, junto al arco, hay varios ciruelos, continuó, la gente dice que si la guerra continúa la ciudad va a pasar hambre; se llevarán todo a Viena.

Es muy bonito oírla hablar, le dijo él. Es nuestra lengua, respondió ella, pero esto lo dijo en italiano. Él le preguntó dónde trabajaba. En una fábrica. ¿Y qué fabrica? Es un telar de yute, contestó. ¿Hace mucho que trabaja allí? Tres meses. Huele muy mal, a pescado. ¿Por qué a pescado? Es el aceite que se utiliza para suavizar el yute empapado en agua.

Mientras hablaban, la asaltaron dudas de todo tipo. Que era un agente de policía austriaco. Que estaba loco; aquel jardín le hacía pensar en la locura. Que intentaba ofrecerle un trabajo de sirvienta en su casa. (Nunca lo aceptaría.) Que era un «amigo» del exterior que estaba esperando para establecer contacto con su hermano.

Su hermano, Bojan, se encontraba en otra esquina del descuidado jardín del museo Lapidario. Desde su regreso, había ido allí todos los domingos, y a veces lo acompañaba. Se reunía allí con sus camaradas porque el jardín del museo solía estar desierto y los domingos no se pagaba entrada. Lo llamaban Jardines de Hölderlin, y Bojan le explicó a Nusa que Hölderlin era un poeta alemán que amaba a Grecia y había escrito un poema épico sobre un patriota griego, un gran héroe, que participó en el levantamiento contra los turcos, como habían hecho los serbios, pero que había vivido demasiado y al final se había vuelto loco. Un pie de piedra roto, tirado de lado en la hierba, y el blanco cuerpecito de un niño sin brazos, apoyado contra un muro, hacían que la locura del poeta alemán le pareciera más creíble.

En una época en la que la independencia nacional se ha convertido o se está convirtiendo en un problema consciente para una sociedad subdesarrollada y colonizada, se pueden dar en el seno de una familia, e incluso de una generación, unas diferencias extraordinarias de conocimiento y sofisticación intelectual; pero esas diferencias no constituyen necesariamente una barrera. El que ha recibido educación superior de manos del poder imperial (pues no hay otra educación a la que se pueda acceder) es consciente de hasta qué punto y con qué grado de coherencia ha sido borrada la historia y la cultura de su gente, y valora en su propia familia los vestigios de las tradiciones que fueron suprimidas por la fuerza; al mismo tiempo, el resto de los miembros de la familia ven en él al líder frente a los opresores extranjeros, a quienes hasta entonces sólo habían podido temer u odiar en silencio. Educados e ignorantes comparten los mismos ideales. La diferencia existente entre ellos es una prueba de la injusticia que han sufrido juntos y de la legitimidad de esos ideales. Éstos llegan a ser inseparables de las aspiraciones.

Nusa había aprendido a leer a los doce años; le había enseñado su hermano, que era dos años mayor. Por entonces, todavía vivía en el pueblo, en donde su padre era campesino.

El Karst está formado por altos cerros de piedra caliza, y la mayor parte de la tierra no es cultivable. Es un paisaje mineral, que se eleva ofreciendo al cielo su desnudez. La roca es porosa y hay muchas cuevas. Nusa recordaba a su hermano dibujando un mapa con todas las cuevas que conocía. Le daba a cada una el nombre de uno de sus amigos: Kajetan, Edvard, Rudi, Tomaz. Las simas, torrenteras y rocas desprendidas del Karst le hacen a uno pensar en las ruinas de una ciudad construida sin geometría, sin la mano del hombre. En la costa, donde los cerros pedregosos descienden hasta el mar, se encuentra la ciudad moderna de Trieste, construida en su mayor parte en los años cuarenta del siglo pasado para hacer realidad el sueño del barón Bruck, el entonces ministro de Fomento en Viena, que necesitaba un gran puerto en el sur de aquel «Imperio de Setenta Millones» de hablantes de alemán que se había propuesto fundar. Entre las rocas y las empinadas laderas cubiertas de maleza, se ocultan huertos y viñedos laboriosamente cultivados en vallecillos y hondonadas.

El padre de Nusa tenía tres vacas y vendía frutas y flores en los mercados de Trieste. Con la ayuda del maestro, Bojan consiguió entrar en el Real Gymnasium de la ciudad. Cuando Nusa tenía dieciséis años, murió su madre. Su padre se quedó desconsolado, y Nusa no fue capaz de ocupar el lugar de su madre; era caprichosa y su padre la acusaba de ser una charlatana. (Su hermano la había animado a hablar, aunque no fuera para resolver cuestiones prácticas, pero en esto, a diferencia de la lectura, no había nadie en el pueblo que la alentara.) Al año siguiente, en 1913, murió su padre. Se fue a Trieste a trabajar de sirvienta con una familia italiana.

Una vez, hacia 1920, cuando Trieste era italiano y los fascistas habían prohibido hablar esloveno en público, le preguntaron a un médico: Pero ¿cómo le explican sus síntomas los pacientes si no hablan italiano? El médico respondió: Una vaca no tiene que explicarle sus síntomas al veterinario.

Nusa perfeccionó el italiano hablado, pero se fue de la casa y encontró trabajo en un almacén. Bojan entró en la Escuela de Comercio de Liubliana, en donde trabajaba de camarero durante el día y estudiaba de noche. Cuando se licenció, se marchó a Viena a trabajar en una empresa de importación de metales. Ya desde los días de la Escuela de Comercio, en Liubliana, Bojan había pertenecido a grupúsculos clandestinos de estudiantes asociados con la Joven Bosnia.

Dos meses antes, en marzo de 1915, había vuelto a Trieste y trabajaba en una sucursal de la misma empresa.

La visión de su hermana, sentada en una especie de trono junto a un hombre desconocido y claramente bien trajeado, sorprendió a Bojan. No esperaba que hubiera nadie más. Se había imaginado a su hermana paseando despacio entre los frutales. Además, ese hombre era moralmente muy poco atractivo. Podría ser austriaco (Bojan estaba demasiado lejos para oír el italiano que hablaba.) Era obviamente rico. Tenía una cara astuta, desilusionada. Sentados juntos en el banco esculpido en las gradas de piedra, bajo una higuera, parecían los personajes de una de esas historias ilustradas de revista barata vienesa. La diferencia de clase, combinada con el hecho de que eran hombre y mujer, eliminaba toda interpretación inocente. El grado de elegancia y pulcritud de las ropas del hombre era un índice de su corrupción interna; al igual que la falda y la blusa de su hermana, y el pañuelo que llevaba a la cabeza, mostraban, pese a ella, que era presa fácil. Bojan intentó pensar que Nusa debía de tener sus buenas razones para hablar con semejante hombre; pero el hombre la miraba de una forma que era demasiado elocuente para ser ignorada. El hecho de que su hermana pudiera provocar esa mirada lo enfureció. Se preguntó cómo habría vivido durante los años que él había estado lejos. Era demasiado ancha, pensó; llenaba las ropas, y eso era una falta de modestia. ¿Por qué era tan ancha? ¿Por qué había seguido ensanchando cuando la mayoría de las chicas dejan de hacerlo? Supuso que era una cuestión de voluntad. Conforme a uno de los preceptos por los que se regía la Joven Bosnia, Bojan había hecho voto de castidad, y sabía lo importante que era hacerlo para fortalecer la voluntad. Su hermana no deseaba con fuerza suficiente preservar su inocencia. La inocencia que tenía de niña, cuando él le había enseñado a leer, se le había grabado en la mente como un ideal. Atrapado entre la furia y la ternura que le había provocado el recuerdo del alma de su hermana, que no podía haber cambiado tanto, echó a correr hacia aquella ilustración barata, detestable e inexpresiva. Corría ligero, como podría hacerlo un mensajero al que le queda un largo camino por delante. Al llegar a las escaleras, se paró en seco y, en lugar de subirlas, se cuadró como un soldado y se dirigió al hombre en italiano: Usted nos disculpará, señor, pero mi hermana y yo llevamos prisa. Luego dijo en esloveno: Nusa, por favor, baja inmediatamente.

Ella se levantó y siguió a su hermano.

La Joven Bosnia había tomado el nombre de La Giovane Italia, formada por Mazzini en 1831 para luchar por una Italia republicana independiente. La meta de la Joven Bosnia era liberar a los eslavos del sur (asentados en lo que es hoy Yugoslavia) del dominio de los Habsburgo. Los grupos eran más fuertes en Bosnia y Herzegovina —particularmente después de que el Imperio Austrohúngaro se anexara estas dos provincias en 1908—, pero también los había en Dalmacia, Croacia y Eslovenia. Eran terroristas y su principal arma política era el asesinato.

El asesinato de un tirano extranjero o de su representante cumplía dos objetivos. Confirmaba el derecho natural de la justicia. Demostraba que ni siquiera los delitos cometidos en nombre del orden y el progreso quedaban impunes para siempre: delitos de coacción, de explotación, de opresión, de falso testimonio, de intimidación, de indiferencia administrativa. Pero sobre todo el delito de negar a un pueblo su identidad. El delito de obligar a un pueblo a juzgarse según los criterios de sus opresores y, por consiguiente, a considerarse inferiores, inútiles y deficientes. La justicia del derecho natural exigía que las innumerables víctimas de estos delitos cometidos en el pasado fueran expiadas. El asesinato político también podría despertar a los vivos y hacerles ver que el poder del Imperio no era absoluto, que la muerte, utilizada por fin en nombre de la justicia y no al margen de ella, podía poner en duda ese poder. Si el ejemplo del asesino era seguido por su pueblo, éste volvería a alzarse contra los opresores extranjeros y los expulsaría. Hacer esto no era más imposible que matar a un tirano en público en la calle.

«No hay un deber moral más sagrado en el mundo», decía Mazzini, «que el del conspirador que se dispone a vengar a la humanidad y a convertirse en un apóstol del derecho natural».

El 2 de junio de 1914, Gravrilo Princip, un joven bosnio de diecinueve años, hería de muerte de un disparo a Francisco Fernando, heredero del trono de Habsburgo, y a su esposa, cuando atravesaban en una limusina abierta las calles de Sarajevo.

Otros seis jóvenes bosnios se encontraban entre la multitud esperando el paso del archiduque para asesinarlo. Por diferentes razones, cinco de ellos fracasaron en su intento. Pero el sexto, Nedeljko Cabrinovic[2], lanzó una bomba. Ésta explotó detrás del coche regio, hiriendo a varias personas y dejando ileso al futuro heredero. Cabrinovic intentó suicidarse en el acto, tomándose un veneno y tirándose al río. La dosis de veneno era demasiado débil. Al sacarlo del río, le preguntaron quién era. Soy un héroe serbio, respondió.

Aquella misma mañana, Cabrinovic fue a un fotógrafo y se hizo retratar junto con un compañero de colegio. Encargó seis copias de la fotografía. Podía volver a recogerlas al cabo de una hora. Le pidió a su amigo que enviara las fotos ese mismo día a las direcciones que iba a entregarle. En el juicio —en el que había veinticinco acusados— la historia de las fotografías dejó atónito al juez. Pensé que la posteridad debía tener una foto mía tomada ese mismo día.

Una de las fotos fue enviada a un tal Vuzin Runic[3], de Trieste. Cabrinovic había trabajado en una imprenta de la ciudad hasta octubre de 1913. Se había marchado diciendo: Volveréis a saber de mí. ¡Esperad y ved lo que sucede cuando cierta gente con listas rojas en los pantalones y cascos con plumas en la cabeza aparezcan por Sarajevo!

Poco después de su vuelta a Trieste, Bojan había sacado esta fotografía de la cartera y le había preguntado a Nusa si sabía quién era. Ella negó con la cabeza. Entonces le dijo su nombre. Y ahora, continuó Bojan, se está muriendo, se está muriendo encadenado al frío, la humedad y el hambre. Las condiciones del lugar donde está son tan malas que incluso los carceleros caen enfermos. Las cadenas pesan diez kilos. El suelo de la celda se hiela por la noche. Gavrilo también está allí. Pero los presos están aislados día y noche. Nedeljko deseaba morir. Todos deseamos morir. ¿Por qué no los ejecutan? Porque nuestra majestad imperial prefiere que sus prisioneros tengan una lenta agonía.

Nusa vio una fotografía de dos jóvenes vestidos de negro con cuellos duros blancos. Llevaban las mismas ropas que su hermano. Nedeljko estaba a la izquierda. Tenía el pelo negro, al igual que las cejas y el bigote. Su amigo le agarraba por el hombro.

Cuando se hizo la foto, dijo Bojan, no esperaba vivir más de tres horas. Todo estaba mal planeado, incluso el veneno.

A veces, las palabras de su hermano la perturbaban; hablaba demasiado rápido de demasiadas cosas.

Cabrinovic tiene una expresión seria, pero tranquila. Es su amigo el que parece más resuelto; a Cabrinovic ya no le queda nada por decidir (o al menos eso creía en el momento de hacerse la fotografía, ese momento en el cual pretendía dejar constancia de toda su vida). Ha elegido su destino. Y por si le asaltaba la duda, una hora después tendría su retrato, revelado en blanco y negro, para impedirle echarse atrás.

Desprecio el polvo del que estoy hecho: cualquiera puede intentar acabar con él. Pero desafío al que trate de arrebatarme lo que me he dado a mí mismo: una vida independiente en el cielo de los siglos venideros.

Nusa pensó que la fotografía se parecía a las que se ponían en las sepulturas. Nunca las había visto en el cementerio del pueblo. Pero en el Cimitero di S. Anna, en Trieste, había muchas. La única diferencia era que éstas, al estar siempre a la intemperie, estaban más desvaídas. Mirando la fotografía comprendió que haría lo que le pidieran su hermano y sus camaradas, porque eran héroes, y porque, mezclado con la sangre que le corría por el cuerpo, había algo inalterable que todos ellos amaban —no en ella, sino en sí mismo—, y por lo que todos ellos estaban dispuestos a morir.

Con esta decidida acción, Princip y sus cómplices querían llamar la atención sobre una realidad incontestable: la miseria de los eslavos del sur bajo el dominio habsburgo. Su acto, sin embargo, se interpretó en los términos de las fantasmagóricas irrealidades de la diplomacia de las Grandes Potencias. Austria mantenía, sin pruebas que lo demostraran, que el Gobierno serbio estaba involucrado en la conspiración. Rusia, Alemania, Francia y Gran Bretaña tomaron sus respectivas posiciones. Las palabras formuladas y las órdenes dictadas por sus ministros hacían referencia a una visión de la guerra y de los intereses nacionales que había dejado de tener una base real. Ninguno de ellos tuvo en cuenta ni el más sencillo de los datos de la guerra que estaban a punto de desencadenar. Moltke, el comandante en jefe de las fuerzas alemanas, dijo que nada podía preverse.

¿Has oído alguna vez una descarga de artillería?

He estado aquí todo el tiempo.

Tienes la impresión de que te van a estallar los tímpanos.

¿Qué dices, Bojan?

Cuando oyes una descarga de la artillería, piensas: podría despertar a los condenados del infierno. Pero te equivocas. El ruido de la artillería es el ronquido de las naciones dormidas. Y algunos poetas y revolucionarios padecen de insomnio. Lo que está sucediendo en el mundo, Nusa, no había sucedido nunca.

¿Y tú que vas a hacer?, preguntó Nusa preocupada.

Me marcharé pronto. Ni siquiera la empresa impedirá que me recluten. Me iré a París.

¡París!

Allí está Vladimir Gacinovic[4] y quiero verlo. Hemos de corregir nuestros errores. Tenemos que estar preparados para cuando termine la guerra.

Te arrestarán en Francia.

Sólo necesito un pasaporte italiano. Cientos de italianos están cruzando la frontera ilegalmente para escaparse de la guerra. Iré con ellos. Pero si además tengo pasaporte, podré ir más lejos.

El Museo Lapidario está cerca del castillo de San Giusto, que se alza en una colina desde la que se divisa toda la bahía de Trieste. Varias callejuelas descienden hacia el sureste desde lo alto de la colina. Nusa camina con el cuerpo inclinado en sentido contrario a la pendiente y dando unas inmensas zancadas, con las que parece querer dejar las suelas en el empedrado. La falda le ondea en torno como una pesada bandera. Balancea ligeramente sus brazos robustos a lo largo del cuerpo. Cuando llegue al Corso, se dice para sus adentros, caminaré como los de la ciudad.

Cree que Bojan tiene vista: ve todo lo que ella no ve. Él y sus amigos proclaman hoy el bien que el resto del mundo proclamará mañana; condenan los males que nadie quiere ver hoy y que en el futuro provocarán la cólera de todos. Cree, también, que Bojan es incapaz de ser injusto. Está deseando morir por una causa justa.

Pasa delante de una trattoria de la que se escapa una vaharada de fritanga y risas. Se detiene a mirar desde la puerta abierta. Al fondo del comedor, hay un grupo de italianos sentados en torno a una mesa grande sobre la que se ven platos apilados, botellas de vino medio vacías, un montón de servilletas y mendrugos de pan blanco, desparramados en ese extraño desorden que puede acontecer cuando la sobremesa se prolonga durante la tarde y nadie quiere levantarse. Si entrara y me pusiera a cantar, pensó Nusa, se callarían y luego me darían dinero, porque han comido bien y hoy es domingo; pero tendría que ser una canción italiana. Se reta a sí misma a intentarlo, mas antes de haberlo decidido, uno de los italianos se vuelve y le hace una seña para que entre. Ella se va a toda prisa.

Se pregunta si la capacidad de su hermano para juzgar y su amor a la justicia proceden de los muchos libros que han leído él y sus amigos, o si es la capacidad para juzgar lo que les permite encontrar y elegir los libros. Admira la paciencia de todos ellos. Los ha visto pasar horas delante de los libros. Ajenos a todo lo que sucedía en la habitación. Tienes que moverte entre ellos como si fueran árboles que han nacido entre las tablas del suelo. Y entonces, de pronto, a uno de ellos se le acaba la paciencia. Como golpeado por un rayo, tira el libro sobre la mesa, se pone en pie de un salto y grita algo así: ¡Tenemos que actuar ya! ¡Ya ha pasado demasiado tiempo! A veces, los otros se levantan, igualmente excitados, y se interrogan unos a otros con la mirada. Entonces, sin decir una palabra, se ponen los abrigos y gorras y salen. Un vez miró un libro dejado sobre la mesa. Estaba en alemán y no pudo leer lo que decía.

La calle tuerce y se convierte por un lado en un viaducto desde el que se ven abajo los edificios del centro de la ciudad, alrededor de la Bolsa. La mayoría tienen el color sepia de las cajas de puros. Todas las ventanas y las puertas tienen pilastras, arquitrabes y frontones corintios. Se suponía que el Imperio de Setenta Millones sería el heredero de la Grecia clásica. Su poder estaba esculpido en las fachadas de su puerto.

Nusa empieza a cantar para sus adentros una canción que no habría cantado para el grupo de la trattoria y que es una de sus preferidas. Trata de un joven que cruza cordillera tras cordillera, pero sin dejar de prometerse que volverá al pueblo, junto a su madre. Irremediablemente, la melodía le empuja la garganta y le abre la boca, y un instante después Nusa está cantando en voz alta. Aminora el paso. Cierra una mano y abre la otra. Peina el aire con la mano abierta y lo golpea levemente con la otra. Se imagina, como siempre que canta esta canción, un arroyo precipitándose entre las rocas. La transparencia del agua de orillas plateadas, que se ondulan en la luz de la montaña, como millones de alfileres prendidos en los dobladillos de millones de faldas, es la imagen que se le viene a la cabeza a veces al ver el yute impregnado de grasa. Pasa a una pareja de ancianos que están bajando lentamente la colina. La mujer va arrimada a la pared por un lado y por el otro agarrada del brazo a su marido. Hay una relación entre su forma de andar y lo poco que comen. De niña en el pueblo, Nusa nunca había visto viejos como éstos. Allí, los viejos, o no podían salir de casa, o estaban sanos y fuertes; o esperaban visitas, o tenían la energía necesaria para hacerlas ellos mismos. La anciana, al oír cantar a Nusa, le dijo en esloveno: ¡Dios mío, pequeña! ¡Se nota que es domingo!

Nusa recuerda los reproches de Bojan. No bien se alejaron de los jardines del museo, empezó a reprenderla. Dijo que estaba perdiendo el respeto por ella misma. Dijo que era despreciable dejar que te convirtieran en víctima. Le dijo que hombres como aquel italiano querían hacer de ella una prostituta. ¿Cómo nos llaman?, le preguntó. Nos llaman esclavos, ¿verdad? Y se mueren de risa con el chiste. Accediendo a sentarte con un hombre así, dijo, estás demostrando que quieres ser una esclava. ¿Te acuerdas del verano que fui a casa y leímos juntos a Preseren y afirmaste que querías vivir conforme a lo que él había escrito? Tu alma, dijo, no puede haber cambiado, pero entonces vivías en un pueblo; ahora vives en una ciudad —una ciudad sin alma, una ciudad alemana de cabeza e italiana de estómago—, y aquí debes meditar todo lo que haces si quieres vivir como entonces aspirábamos vivir, que es la única manera digna de vivir para los hombres modernos y las mujeres que son sus iguales. Encontrarte riendo con un italiano que te ha abordado en un parque público está muy lejos de Preseren, concluyó.

Luego, cuando se calmó y se sentaron en la hierba cerca del castillo, un poco apartados de sus amigos, le preguntó si había pensado alguna vez en casarse. Ella negó con la cabeza. Pareció agradarle la respuesta. Desde donde estaban sentados se veían las tres colinas sobre las que está construido Trieste. El mar las une a las tres. Corría una brisa muy suave. Las hojas de un árbol se agitaban ligeramente, y sus sombras se deslizaban en el suelo como si fueran monedas rodando o cayendo desde lo alto, pero la brisa no era lo bastante fuerte para mover las ramas. Nusa no se fijó en nada de esto, pero sintió una ligera ráfaga de aire en el lado de la cara que aún le ardía porque la furia de su hermano la había sonrojado. Llegará el día, dijo Bojan, en que saldremos de este anacronismo (ella no entendía esa palabra) y seremos libres: entonces habrá llegado el momento de casarse y de tener hijos, los hijos e hijas de nuestro país, un país libre.

Tener hijos ahora, continuó Bojan, es criar soldados y esclavos para los tiranos del mundo.

El Corso está casi desierto. Todas las calles grandes tienen un aire de abandono. Desde que estalló la guerra, el comercio de la ciudad ha caído en un desastroso declive. Hay mucho desempleo. En el puerto sólo entra una pequeña parte de los buques para los que había sido construido. Nusa se detiene ante un vestido expuesto en un escaparate. Su pelo, todavía invisible bajo el pañuelo, es rubio, del color de la miel oscura. Ve el color de su pelo como si cayera sobre la tela blanca que tiene frente a ella. El vestido es de crêpe de chine.

¿Tendrán ella y sus amigas un vestido como éste cuando llegue el momento apropiado, según Bojan, para casarse y tener hijos? Se avergüenza al imaginarse haciéndole semejante pregunta, porque sabe que la encontraría frívola. Frunce el ceño. Ve su imagen vagamente reflejada en los cristales del escaparate. Es fuerte de hombros y ancha de caderas. La parte inferior de su cara es suave y grande, como sus senos. Pero tiene la frente ancha y dura. Planta los pies en el suelo. No se ve los ojos, pero no le parece que sea frívola. De pronto, se le ocurre que los reproches de Bojan sobre su comportamiento en el parque eran inmerecidos. No tenía ni idea, se dice mirando su imagen, de lo que yo tenía en mente. Ve que el mismo incidente que llevó a Bojan a hacerle todos aquellos reproches le serviría a ella para demostrarle lo que valía.

Dejando el Corso, se encamina por la calles laterales hacia la Via dell’Industria, donde vive. Si fuera cierto, ruega mientras camina, si fuera cierto que el desconocido italiano va a los jardines de Hölderlin todos los días por la tarde.

Al salir de los jardines del museo, G. caminó en la dirección contraria a la de Nusa; él se dirigió hacia el noroeste, y ella hacia el sureste.

Ésas eran las coordenadas geográficas de la ciudad. Se consideraba que Trieste era el último punto de la Europa moderna; al sureste se extendían los Balcanes, Oriente Próximo y Asia, en una imperceptible gradación que, según los europeos, iba desde la ignorancia a la crueldad, desde la barbarie a la hambruna. Era la última ciudad —o la primera dependiendo de la dirección en la que uno viajara o huyera— en la que se podían casi dar por supuestas las virtudes del protocolo, el honor y la forma de producción europeas. En este punto se mostraban de acuerdo tanto los austriacos como los italianos afincados en Trieste. Y esta diferencia crucial era visible en la ciudad misma. El extremo noroccidental de la ciudad y el puerto eran comparables con el puerto moderno de Venecia. El extremo oriental estaba poblado por hordas de eslavos y pequeñas colonias de musulmanes, turcos, persas y árabes, cuyos hijos varones, conforme a la creencia generalizada, llevaban todos cuchillos. Incluso los árboles y la vegetación y la tierra parecían diferentes: y de hecho lo eran debido a la polvareda producida por el mal estado de las calles y carreteras, los muchos caballos sueltos, las vallas rotas, los vertederos y las familias de inmigrantes de Galicia y Serbia y Macedonia que, durante el verano de 1914, estaban esperando a poder embarcarse para Estados Unidos o Surámerica y dormían en la calle, como vagabundos, bajo los árboles.

G. llevaba varios meses viviendo intermitentemente en Trieste.

Su cara había envejecido mucho. El proceso de madurar y, posteriormente, el de envejecer, implica un desapego gradual y progresivo de la persona con respecto a la superficie externa de su cuerpo. La gente lo creía más cerca de los cuarenta que de los treinta. Sus ojos seguían siendo tan negros y vivos como antes. (Ojos de ágata, había dicho sobre él una mujer de Varsovia.) Pero tenía muy marcadas las líneas de la cara y las comisuras de la boca. Cuando algo despertaba su interés, sus ojos lo demostraban enseguida, mientras que el resto de su cara lo registraba cual esfuerzo que exigía recurrir a una reserva de energía. Estaba más grueso que cinco años atrás, y se parecía más a su padre. No obstante, era difícil saber si el aumento de este parecido era el resultado de un proceso natural o de una intención deliberada, pues estaba en Trieste haciéndose pasar por un rico comerciante de frutas confitadas de Livorno que quería investigar las posibilidades de montar una planta envasadora para las frutas de la región de Carniola. Estaba allí haciéndose pasar por el hijo legítimo de su padre.

En agosto de 1914 estaba en Londres. Al principio recibió contento la noticia de que se había declarado la guerra. En Gran Bretaña, desde el primer día, decenas de miles de hombres corrieron a alistarse para ir a luchar en Francia. Estaban convencidos de que la guerra habría terminado para Navidad. Su preocupación fundamental era que no acabara —naturalmente, desde su punto de vista, con la victoria de los Aliados— sin que ellos hubieran luchado en ella. En esta situación lo más probable era que cantidad de mujeres se quedaran solas en el país sin novios o maridos o hermanos, y que pasadas unas cuantas semanas hubiera cientos de viudas. Escogería a algunas de esas mujeres. Los hombres se iban a la guerra, como lo había hecho el capitán Patrick Bierce, y él encontraría otras Beatrices.

Describir la naturaleza de sus recuerdos de Beatrice exigiría escribir un libro con un vocabulario propio, especialmente establecido al efecto. (Sería el libro de sus sueños; no de los míos o los tuyos.) Después de irse de la granja, nunca volvió a hacer el más mínimo intento de ver a Beatrice. Cuando llegó a Inglaterra en julio de 1914, tras una ausencia de cinco años, no se le ocurrió preguntar dónde ni cómo vivía. Pero sus recuerdos de ella eran imborrables. No la comparaba individualmente con las otras mujeres, pero, dado que había sido la primera, en su memoria equivalía a la suma de todas las demás. Conforme aumentaba la suma de las otras en su vida, así también lo hacía en su memoria el valor de Beatrice, o, para ser exactos, el valor de la relación sexual que había tenido con ella.

Su actitud con respecto a la guerra no tardó en cambiar. Nunca había establecido una distinción entre las mujeres que se le entregaban y las que no. Todas las mujeres tenían en común el que eran susceptibles de aceptar sus proposiciones. Por esta época, conoció mujeres en Londres cuyo comportamiento era tan diferente de lo que él se había encontrado hasta entonces que empezó a dudar que tuvieran nada en común con las otras mujeres. Estas mujeres no eran propiedad de otros hombres; pertenecían a una idea, eran las hijas de una idea. Antes había conocido mujeres fanáticas, pero su fanatismo siempre entrañaba una fe o una idea, que era como un corazón en el cuerpo de sus vidas; vivían de ella, y ella, por rígida o absoluta que fuera, latía con su sangre. Junto con ellas abrazabas su fanatismo. Pero aquellas mujeres de Londres estaban poseídas por algo exterior a ellas mismas. Estaban poseídas por la idea del odio. No sabían nada de la pasión del odio. Y desconocían enteramente lo que odiaban.

G. había observado la certeza de la viuda desconsolada que está convencida de que sólo puede amar el recuerdo de su esposo. A diferencia de la esposa, la viuda suele despreciar el tiempo que todavía le queda. Una esposa de cierta edad puede sentirse atrapada por el tiempo: tras ella, su vida hasta entonces junto al hombre con el que se casó; por delante de ella, acercándose más y más hasta no tardar en convertirse en un bloque monolítico en el que se verá encajonada, su vida, desde entonces hasta su muerte, con el hombre con el que se casó. Así atrapada, piensa en la infidelidad con la esperanza de demostrarse que la acumulación gradual por parte de su marido de cada hora, cada día, cada año, cada década de su vida no es inexorable.

Por el contrario, una viuda abraza lo inexorable. Reconoce la ausencia de su marido como definitiva. Vuelve al pasado. Supone que el tiempo es repetitivo. En el caso de pensar en el futuro, lo imagina vacío. Su negativa a considerar toda posibilidad de volverse a casar, su insistencia en que ha dejado de ser, sexualmente hablando, una mujer, no son tanto la expresión de una fidelidad eterna y absurda, sino más bien la de su convicción de que nunca más volverá a sucederle nada importante en la vida. Cree que la ausencia de su marido llenará su vida para siempre: un acontecimiento que se puede reproducir eternamente mientras siga viviendo con los recuerdos del pasado. Intenta hacer intemporal su propia vida. Considera que el paso del tiempo es una cuestión sin importancia. Su esposo ha entrado en la eternidad. (Esta formulación es válida aun cuando no tenga creencia religiosa alguna.)

Si un hombre la abraza, está segura de que esto no constituye un acontecimiento. Cree que su aquiescencia no es más significativa que el hecho de sentarse en el regazo de su padre cuando era niña. Está convencida de que en el vacío de su vida, un vacío que acepta como prueba de la profundidad de la pérdida, las caricias del hombre y sus propias respuestas carecen totalmente de significado. Y esto es, de hecho, una prueba de su dolor.

La esposa valora tanto el tiempo que aún le queda que está desesperada por llenarlo con nuevas experiencias.

La viuda desprecia tanto el tiempo que aún le queda que está segura de que ninguna experiencia real puede ocuparlo.

Ambas se engañan.

En Londres, G. conoció viudas cuya certeza era de diferente índole.

La señora Christina Fenton

Perdí a mi marido en Francia hace seis semanas. Prestaba servicio a las órdenes del general sir Hubert Gough, y el general me escribió explicándome las circunstancias de su muerte. Una ametralladora alemana acabó con su vida cuando conducía a sus hombres...

Mi más sentido pésame.

El día que se declaró la guerra estaba ya impaciente por embarcar. En la última carta que me escribió me decía que odiaba ver a los Boches tan cerca de París. Nada lo habría detenido. Nunca vacilaba.

La vacilación es siempre peligrosa.

Los hombres nos observan para ver lo que admiramos.

¿Y qué es lo que usted —no las otras— admira?

No hay diferencia entre nosotras. Admiramos a quienes están dispuestos a morir por su rey y su país. Admiro a mi marido, no hay ninguna razón para no decirlo. Murió como yo habría deseado que muriera el hombre que amaba. Nunca pensé que lo matarían, nunca pensé que me sucedería esto (coge una esquina del chal de seda negro y la vuelva a soltar). Pero tampoco pensé nunca que fuéramos a vivir en una época tan inspiradora como la que estamos viviendo ahora.

¿Sueña con Juana de Arco?

Nuestro lugar no está en el liderazgo. Nuestro deber es dar ejemplo. Usted no es totalmente británico, ¿verdad?

Ejemplo, ¿de qué?

Confío en que no tenga sangre alemana. Pero no, no creo que la tenga, se ve. Si tuviera que adivinarlo, me inclinaría a pensar que por un lado de su familia tiene antepasados persas, pero lejanos, muy lejanos.

Los persas tienen la caballería más rápida del mundo.

Tiene usted sangre persa. Y si no está en el ejército de tierra, supongo que estará en el de aire.

¿Cómo lo ha adivinado?

Sabe volar.

Sí, sé.

Lo sabía. Tiene cara de piloto. ¿Ha visto a los Boches desde el aire?

Parecen canguros.

¿Por qué dice eso?

Para sorprenderla.

Los odio. Para primavera tomaremos Berlín.

Es el color de sus uniformes lo que hace que parezcan canguros.

¿Le gustaría conocer a las Penélopes de la Patria? No, no puede negarse; es un deber solemne, y cuando lo maten en el aire, haremos una ceremonia fúnebre en su memoria. Mañana por la tarde le mandaré una invitación y entonces podrá ver cuál es el ejemplo que damos.

Pero, ¿quiénes son?

Nos denominamos Penélopes de la Patria porque somos viudas cuyos maridos han hecho el sacrificio supremo, o hermanas, cuyos hermanos han hecho lo mismo. Nadie más puede pertenecer a la asociación. (Alza la vista y lo mira con sus anodinos ojos grises y una expresión anodina en el rostro, como si estuviera hablando de jardinería.) Vamos a fundar otro círculo para madres que han perdido a sus hijos. Decidimos al principio que no admitiríamos madres debido a la diferencia de edad. Nosotras —las Penélopes— somos todas jóvenes, o bastante jóvenes. Por supuesto, no creemos que la pérdida de un hijo signifique menos para una madre, pero pensamos que es un tipo diferente de pérdida. Invitaremos a las madres a unirse a nosotras en muchas ocasiones, pero seremos asociaciones separadas. El hecho de que seamos jóvenes viudas es importante para los actos públicos, porque la gente se da cuenta de la realidad de una forma más contundente. El grupo empezó cuando dos o tres mujeres que habían perdido a sus maridos en Francia se conocieron y empezaron a hablar entre ellas. Esto fue justo antes de que mataran a mi marido. Una de ellas era la mujer del coronel C. A. Jones, posiblemente haya visto su fotografía y la crónica de su heroica acción en The Sphere. Le fue concedida la Cruz de la Victoria por su notable valentía. Nos dimos cuenta de que teníamos más valor para sobrellevar el primer choque si no estábamos demasiado solas y podíamos hablar con otras mujeres en nuestra misma situación. Los otros miembros de nuestras familias —como pudimos observar más tarde— a menudo empeoraban las cosas con su excesivo sentimentalismo. Cuando una se entera de que alguien muy querido ha muerto en el frente, debe recordar las razones por las que él quiso plantar cara a la muerte, las razones por las que se fue en busca del enemigo, con una conciencia tan clara y tantas esperanzas puestas en lo que hacía. Sabía que estaba luchando por un mundo mejor. (Su discurso se torna ligeramente oratorio.) Sabía que teníamos que defender a la pequeña Bélgica de la inhumana brutalidad de los alemanes. En Bélgica les están cortando los pechos a las mujeres y las manos a los niños pequeños. Sabía que estábamos luchando por la libertad y por el Imperio y por un mundo seguro para los niños y las mujeres, un mundo en el que los mansos no tienen miedo de los fuertes. Si una recuerda todo esto, sabe, con la misma claridad que es de día, cuál es su deber. Hemos de hacer todo lo que esté en nuestras manos para continuar la lucha que él comenzó, continuarla hasta ganar aquello por lo que dio su vida. Estamos haciendo grandes progresos. Ya somos veinte y planeamos fundar grupos similares por todo el país. Por supuesto, ya no nos limitamos a hablar entre nosotras; pensamos que eso es una especie de luto compartido. Ahora hemos pasado a la acción patriótica. Salimos, y aquellas que son capaces de hablar en público lo hacen en diferentes foros. Animamos a los jóvenes a alistarse, urgimos a las mujeres para que trabajen en las fábricas de municiones, charlamos con las enfermeras. Vamos a los campos de entrenamiento del ejército —vamos en parejas, no en grupo— para expresarles nuestra gratitud a los voluntarios. Ésa es una experiencia muy profunda. Los ves allí sentados delante de ti, una fila tras otra; son hombres adultos, pero te escuchan atentos como niños. En cualquier momento partirán hacia Francia, muchos de ellos no volverán, y mientras les estás hablando sabes que, cuando se encuentren agotados y heridos en el campo de batalla, recordarán tus palabras: las sencillas palabras de gratitud y de ánimo de dos jóvenes viudas que han perdido a sus seres más queridos en la guerra.

A los ingleses nos da vergüenza decir lo que sentimos. Pero ¡la procesión va por dentro! Y alguien tiene que decirles a esos chicos que lo que van a hacer es algo bueno y noble. Tendría usted que verlos aplaudir.

¿Sabe lo que tejía Penélope?

Era un tapiz de algún tipo, ¿no?

No exactamente.

Escogimos su nombre porque se había quedado sola y no perdió la fe. (Se mira las manos puestas en el regazo.) Consideramos que una parte de nuestra labor es mantenernos informadas de todo lo que sucede en cada frente de batalla, de modo que podamos contar con todos los argumentos y datos posibles en nuestra tarea bélica; por eso organizamos conferencias. Tiene que venir a hablarnos. ¿Verdad que lo hará?

Veámonos antes por la tarde.

¿A qué hora? Nunca ha venido ningún oficial de las fuerzas aéreas. No sabemos nada de la guerra librada en el aire. Tiene que venir de uniforme. (Hace una pausa.) ¿Que tejía Penélope?

¿Dónde estará a las tres?

En mi casa.

Una mortaja.

No le entiendo. ¿Podremos contar con usted?

Empezó a estar impaciente por irse de Londres, como siempre acababa estándolo por abandonar cualquier ciudad. Sin embargo, lo nuevo en este caso era que su impaciencia incluía ahora una ansiedad, no por leve menos persistente. No se trataba de que quisiera estar en otro sitio; deseaba irse porque en Londres estaba incómodo. Además, un elemento nuevo había venido a añadirse a su malestar. El número de sitios a los que podía ir en Europa estaba estrictamente limitado debido a la guerra.

¿Era su incomodidad el resultado de una premonición de los gigantescos cambios históricos que estaban teniendo lugar, unos cambios que transformarían la vida privada y la muerte en Europa hasta tal punto que podría llegar a no reconocerse a sí mismo? No lo sé. No le interesaban ni la historia ni la política. Por algunas de las cosas que he escrito, se diría que el futuro lo llenaba de presentimientos, pero no parecían concernirle personalmente:

«No bien desaparece uno de vosotros, ya ha ocupado otro su puesto, y el número de puestos va en aumento. Habrá escasez de todo en el mundo antes que de gente como vosotros. ¿Por qué iba a temeros? Sois vosotros los que habláis del futuro y creéis en él. Yo no».

A principios de diciembre, G. salió de Londres con dirección a Trieste. La idea de ir a territorio enemigo se le ocurrió del modo siguiente. De sus compañeros del internado sólo había mantenido contacto con uno: un tal Anthony Wilmot-Smith, que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Extranjeros. Durante los últimos cinco años se habían visto en varios eventos aéreos, porque Wilmot-Smith era también un entusiasta de la aviación. Dio la casualidad de que G. se quejó una vez en su presencia de que se encontraba atrapado en Inglaterra. Una actitud tan antipatriótica en ese momento tendría que haber sorprendido a Wilmot-Smith, pero no lo hizo, porque siempre, desde los días del internado, había pensado que G. era más de medio extranjero.

Unos días después de esta conversación, Wilmot-Smith telefoneó a G. y le preguntó si hablaba bien italiano. Como si lo fuera, respondió G. Quedaron en verse esa misma tarde. Wilmot-Smith le explicó que trabajaba en el servicio para asuntos mediterráneos del ministerio, y que, por lo tanto, se encontraba en situación de poder hacerle una oferta personal a su viejo amigo. Podía facilitarle un pasaporte italiano con el apellido de su padre. Con este pasaporte podría abandonar el país de inmediato y viajar adonde quisiera. A cambio le pedía que fuera a Trieste y que se encontrara allí con unos compañeros italianos, quienes tal vez le dieran ciertos mensajes para que él los sacara del país. Le aseguró a G. varias veces que el riesgo que correría era mínimo, o, al menos, ciertamente menor al de volar en un Blériot. Para su sorpresa y consternación, G. aceptó sin pedirle más explicaciones.

Posteriormente, Wilmot-Smith le hizo notar que la pequeña tarea que había aceptado realizar sería de gran utilidad para los intereses de Italia y Gran Bretaña. Los italianos de Trieste, empezó a explicarle, estaban cada vez más inquietos bajo el yugo austro-húngaro y tenían que someterse a unas medidas cada vez más represivas; mientras tanto, el Gobierno de Su Majestad intentaba encontrar un acuerdo con el Gobierno italiano, por el cual se reconocieran y se admitieran, como un objetivo bélico por parte de los aliados, los derechos de Italia sobre todas las zonas de influencia italiana de la costa adriática. A partir de estos hechos, Wilmot-Smith esperaba que se cumplieran los objetivos de la táctica británica en Trieste. (Los británicos querían animar a los nacionalistas italianos allí afincados para que se manifestaran y provocaran así salvajes represalias por parte de los austriacos. Estas represalias fortalecerían enormemente el apoyo popular a la guerra en Italia.) G. cortó en seco estas explicaciones y le dijo que sólo necesitaba saber con quién tenía que encontrarse y dónde. No creo en las grandes causas, añadió.

Tras pasar la frontera austriaca, el tren atravesó una serie de escarpados precipicios y túneles hasta que salió en un punto desde donde pudo contemplar ante él toda la bahía de Trieste. No se podía creer que estuviera en territorio enemigo. Era invierno. La ciudad parecía gélida y desolada. El tren apenas tenía calefacción. No se veía un solo barco en el mar. Pero al asomarse a la ventanilla del tren y ver las calles de edificios levantados, a veces ordenadamente y en otras partes a la buena de Dios, en torno al semicírculo del mar, le invadió una sensación de frenesí controlado o de tensión que, ya fuera por sí misma o por asociación, le resultó placentera. Podía compararla con lo que sentía cuando estaba a punto de entrar en una casa en la que sabía que estaba ausente el marido o el propietario masculino. Esta ausencia, que él ha previsto, encaja con su propia presencia como la empuñadura de una espada. Dentro de la casa, los muebles y las propiedades visibles —las cortinas y los armarios, los objetos sobre las mesas, las puertas, las alfombras, las camas de la familia, los libros, las lámparas, los retratos— han ocupado sus puestos (sin que haya que moverlos ni un centímetro), para flanquear, cual multitud bien controlada, el camino que está a punto de recorrer hacia la mujer que lo está esperando.

El día que conoció a Nusa, G. caminó despacio desde los jardines del museo hacia la Piazza della Borsa. En una esquina se detuvo para ver si lo seguían. Con las calles tan vacías debe de ser difícil seguir a alguien y pasar desapercibido, pensó. Llegó a la esquina de la calle donde vivían un banquero austriaco llamado Wolfgang von Hartmann y su esposa húngara. Von Hartmann era uno de los hombres con los que estaba negociando la planta envasadora de frutas. Retrocedió sobre sus pasos y caminó calle abajo, hasta la altura de la casa. Detrás de las ventanas y de las pesadas cortinas de brocado, los objetos estaban ya en sus puestos, flanqueando el recorrido de su llegada, cuyo día y hora todavía estaba por fijar. Para imaginarse a Marika, la esposa de Von Hartmann, sólo tenía que recordar su extraordinaria boca y su nariz.

Dos hombres esperaban impacientes a G. en un café situado junto a la Piazza Ponterosso.

Siempre nos hace esperar, gruñó Raffaele, el más joven de los dos.

Vigilémosle cuando llegue, dijo el otro, un hombre de unos cincuenta años que era conocido como Doctor Donato.

Cuando G. entró en el café, los dos hombres estaban escondidos tras la puerta medio cerrada del salón posterior.

¡Ha llegado!, susurró el Doctor Donato.

Deberíamos pedirle explicaciones sin más, dijo Raffaele.

Ir a la siguiente página

Report Page