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TODOS los días circulaban nuevos rumores por la ciudad sobre la inminente declaración de guerra de Italia contra Austria. No parecía posible que Italia pudiera seguir manteniéndose neutral. Esto no se debía a los incidentes internacionales ocurridos, ni tampoco a que el Gobierno italiano hubiera hecho declaraciones oficiales al respecto, sino a la campaña pública en favor de la guerra que se estaba desarrollando en todas las grandes ciudades italianas. Parecía que el pueblo estaba por la guerra.

Los irredentistas de Trieste se preparaban para su momento de gloria. Muchos jóvenes italianos que habían hablado de cruzar la frontera ilegalmente para unirse al ejército de su país, pero que en realidad habían ido retrasando el momento de empacar y ponerse en camino hacia Gorizia, comprendieron que o se iban entonces, o no lo harían nunca. Al caer la tarde salieron por última vez al paseo; los menos favorecidos podían abordar ahora a aquella chica que nunca se había dignado a mirarlos e inundarle los ojos de lágrimas diciéndole gravemente: Si mañana no me ves en el Molo, no me olvides. Los más favorecidos, habiendo insinuado su partida de una forma similar, avanzaron portando en lo alto la bandera tricolor, mientras las chicas se arracimaban, siguiéndolos con los ojos y apretando la mano de sus compañeras para no llorar ni tirarse al suelo de rodillas. Los irredentistas mayores recorrieron ligeros la ciudad gris, pues ya vislumbraban un Trieste radiante y un final, antes de que acabara el año, para su larga lucha.

Otros italianos, entre los trabajadores y funcionarios y pequeños comerciantes, escuchaban los rumores y hojeaban los diarios con cierto recelo. Tenían mucho que temer: la reacción de los austriacos en caso de guerra; las revueltas en la ciudad; el inevitable colapso económico si Trieste llegaba a estar bajo dominio italiano. (Ninguno de ellos pensó ni por un momento que los austriacos vencerían al ejército italiano.) Sin embargo, el mismo lenguaje en que tenía que expresarse hacía vergonzoso el temor de estos italianos. Se sentían castigados por su lengua materna.

El jueves leyeron en los periódicos la noticia que todos habían esperado: la inauguración de una estatua que conmemoraba la salida de Génova de Garibaldi y sus Mil. Se decía que el Rey asistiría a la ceremonia. En el último momento envió un telegrama excusando su ausencia y bendiciendo el acto.

El principal orador venido de Génova era Gabriele d’Annunzio, quien se había autoerigido como poeta del nacionalismo italiano. Tenía el aspecto de un viejo zorro hambriento, pero un zorro subido a un caballo invisible, un zorro tan carismático que podría cabalgar hasta los perros y dirigir la cacería. Creía que el aviador era el héroe moderno ideal. (Había pensado escribir un poema dedicado a Chávez.) La multitud lo ovacionó con un entusiasmo ilimitado. Su cara flaca parecía una prueba de la profundidad de lo que decía:

«Bienaventurados los que tienen mucho, porque podrán dar mucho; bienaventurados los que desprecian el amor estéril, porque llegarán vírgenes a su primer y último amor; bienaventurados los que hablaron ayer en contra de este acto (es decir, de la presunta declaración de guerra; puede que la referencia fuera censurada), porque aceptarán en silencio la ley de la necesidad y desearán ser los primeros y no los últimos; bienaventurados los jóvenes felices y sedientos de gloria, porque verán saciada su sed; bienaventurados los caritativos, porque tendrán sangre pura que restañar y dolores radiantes que aliviar; bienaventurados los que volverán victoriosos, porque verán el nuevo rostro de Roma...».

Parecía que la voluntad del pueblo italiano era lanzar a su país a la guerra. Pero la verdad era un poco distinta. El 26 de abril, el Rey y el Primer Ministro habían firmado un tratado secreto según el cual Italia se comprometía a entrar en la guerra, alineándose con la Entente, en el plazo de un mes. En aquel momento el Parlamento estaba suspendido, pero habría que volver a convocarlo para hacer una declaración de guerra formal, y se sabía que una gran mayoría de los parlamentarios se oponía a la intervención italiana, al igual que los campesinos, la rama izquierda del partido socialista, muchos sindicatos y el Vaticano. En un mes toda la nación, y especialmente las ciudades, había de estar tan revuelta que toda oposición a la guerra, ya fuera parlamentaria u otra, cayera por sí sola. Ésta era la tarea que el Rey y sus dos principales ministros, que eran los únicos que conocían el secreto, encomendaron a los políticos que abogaban por la intervención y a los agitadores como D’Annunzio.

Al mismo tiempo que Gran Bretaña, Francia y Rusia negociaban los términos del tratado secreto con Italia, Alemania y Austria hacían sus propias contra-ofertas para persuadir a Italia de que permaneciera neutral. Una de las diferencias fundamentales entre las ofertas que recibieron el Rey y sus ministros por parte de ambos bandos era la relativa al futuro de Trieste. Alemania y Austria proponían que Trieste se convirtiera en una Ciudad Libre; los países de la Entente proponían que pasara a Italia.

Hacia el final de la semana, empezó a correr el rumor de que el príncipe Bülow, el negociador por parte del Káiser, había dejado Roma precipitadamente con todo su equipo. Los italianos que tenían pasaporte empezaron a abandonar Trieste antes de lo que pensaban. Los austriacos que estaban en Italia se apresuraron a regresar a su país. En esta atmósfera de creciente suspense, G. perseguía sus propios intereses. No se le ocurrió abandonar la ciudad. Wolfgang von Hartmann y su mujer estaban en Viena y no volverían hasta el fin de semana. Con cada día que pasaba, la propuesta de atraerse las simpatías austriacas en favor del joven arrestado en la frontera se hacía más claramente absurda. G. no pensaba hablar de este asunto con nadie hasta el regreso de Hartmann y su mujer; entonces, y por sus propios motivos, estaba dispuesto a abogar por aquel caso imposible y absurdo.

El domingo 9 de mayo parece que fue un día soleado en toda Europa. Wolfgang von Hartmann tenía la costumbre de levantarse temprano y, como no creía en las excepciones, también se levantaba pronto los domingos. Hacia las siete ya estaba vestido.

En el frente occidental, a lo largo de una línea de unos cinco kilómetros, ya habían muerto a esa hora cuatro mil hombres. A las cinco de la madrugada, la artillería británica había empezado a bombardear las líneas alemanas. A las cinco y veinte, una fuerte brisa dispersó momentáneamente las nubes de humo y polvo que envolvían el extremo meridional del campo de batalla. Se veían con una claridad alarmante los parapetos alemanes intactos. Diez minutos después, la primera oleada de hombres, compuesta por tres divisiones de infantería, apareció por encima de los parapetos y empezó a avanzar en formación por tierra de nadie. El diario del regimiento alemán contrincante describe el ataque como sigue: Imposible que haya habido en otra guerra un blanco más perfecto que aquel muro compacto de hombres de caqui, británicos e indios codo con codo. Sólo se podía dar una orden: ¡Fuego a discreción! Las ametralladoras alemanas empezaron a disparar. Algunos de los soldados atacantes intentaban volver a trompicones hasta sus trincheras, pero se lo impidió el ataque de la segunda y tercera oleada de hombres que ya habían salido del parapeto.

La esposa de Wolfgang von Hartmann dormía en la misma habitación. En varias ocasiones había intentado sin éxito sugerirle a su marido que, dada la gran responsabilidad de su trabajo y de sus deberes públicos, sería mejor que tuvieran habitaciones separadas. Serías siempre muy bienvenido, añadía con una sonrisa demasiado vehemente para demostrar contento. No, contestaba él, si eso fuera lo que tuviera en mente, no me habría casado contigo y serías mi amante.

Un puñado de hombres, que ya no sabían ni quiénes eran, siguieron avanzando; si sus madres los hubieran llamado por sus nombres, no habrían contestado. Un poco antes de las líneas alemanas vieron una zanja en donde esperaban poder ponerse a cubierto. Cuando llegaron, descubrieron que estaba llena de alambre espinoso. Algunos, desesperados, se lanzaron contra el alambre. Los otros cayeron acribillados. Un segundo ataque, que iría precedido por un bombardeo de cuarenta y cinco minutos, estaba proyectado para las siete. Esta vez se ordenó a los artilleros que concentraran el fuego en el alambre que precedía a los parapetos alemanes. Los soldados británicos e indios aún vivos en tierra de nadie, que se habían arrastrado buscando cobijo en los cráteres abiertos por las granadas o en agujeros que ellos mismos habían cavado con sus bayonetas, serían aniquilados entonces por los proyectiles de su propia artillería.

Von Hartmann se detuvo un momento para contemplar a Marika dormida. Ya no dormía con el cabello suelto. Se enorgulleció al ver la expresión de la cara de su mujer tal como era, en reposo. Era una expresión de avaricia. Pero no era una gran avaricia la suya, era una avaricia leve. Y eso era lo que le gustaba, pues demostraba, dado que llevaban casados ocho años, cuánto podía darle. (Marika era hija de un terrateniente magiar venido a menos y se había casado con Wolfgang a los veintisiete años.) Una mujer más fácil de satisfacer habría dado ya por supuesta su fortuna y su poder. Ése había sido el caso con su primera esposa. Había confiado en él igual que confiaba, sin pensarlo, en que el sol saliera por la mañana. Marika no se permitía este tipo de complacencia, pues su siguiente demanda podría ser excesiva y, por lo tanto, rechazada. Inclinándose sobre ella, apretó el pulgar contra sus dientes, que se entreabrieron en el sueño, de forma que la boca y la mano parecían los de un niño que se muerde el dedo para no llorar.

En el sector contiguo del frente, algunos supervivientes del cuerpo de fusileros irlandeses retrocedían a sus propias líneas bajo intenso fuego alemán. En las trincheras británicas, en donde se apiñaban los hombres, pegados unos a otros como si estuvieran bailando abrazados a sus compañeros muertos o heridos, empezó a rumorearse que los alemanes estaban contraatacando vestidos con uniformes británicos. Los hombres empezaron a disparar a los supervivientes de los fusileros irlandeses en retirada.

En la estación de ferrocarril de Roma, varios cientos de jóvenes esperan el tren de Turín. Tienen la vista fija en las vías, que al salir de la marquesina brillan como tenedores de plata al sol de la mañana. Giolitti llegaba en ese tren. Un año antes había dimitido como Primer Ministro e iba a Roma porque creía que el Gobierno no había decidido todavía la participación de Italia en la guerra (no conocía el tratado secreto), y estaba decidido a utilizar su influencia para apoyar al partido anti-intervencionista. Cuatro años antes había defendido y organizado la guerra contra Libia, pero en este caso temía que las ganancias que pudiera reportar a su país una guerra europea no justificaran los costes. Los jóvenes habían leído en los periódicos del día anterior su intención de venir a Roma. Cuando el tren entró en el andén, silbaban y gritaban: ¡Abajo Giolitti! ¡Que se acaben las componendas! ¡Viva la guerra! Intentaron subirse al tren antes de que parara. El hombre que había gobernado Italia durante doce años estuvo tentado de dirigirse a ellos desde la puerta del vagón. No entendían nada. ¡Viva el Trieste italiano! ¡Abajo Austria! ¡Guerra! ¡Guerra! El anciano no tardó en convencerse de que era inútil intentar hablar. Hacía sólo una hora que se había despertado. Quería tomarse un café. Un asistente le sugirió que se bajara del tren por el lado opuesto y desapareciera disimuladamente, evitando la manifestación. Se negó. No podía apartar la vista de los jóvenes que le gritaban. No se dan cuenta, decía, de que ahora no es Libia, no es Libia.

A lo largo del día, cada vez que terminaba de considerar un asunto, los pensamientos de Wolfgang von Hartmann volvían a su mujer. Se preguntaba si la última victoria austriaca en Galicia, en el frente ruso, era significativa. Concluyó que no lo era. No pensó en su mujer tal como la había dejado en la cama. Pensó en ella tal como aparecería aquella noche ante G. Se preguntó si podría tener alguna posibilidad de éxito la iniciativa tomada por Su Majestad Imperial de persuadir al Papa para que declarara públicamente que en caso de guerra trasladaría la Santa Sede a España. Decidió que no. Había notado el interés de Marika por G. desde la primera vez que éste había ido a su casa, hacía tres meses. Desde entonces, G. había ido a visitarlos con frecuencia, y su mujer no había ocultado sus sentimientos. Se preguntó qué repercusiones tendría el hundimiento del Lusitania, sucedido cuatro días atrás. Se temía que los alemanes habían cometido un error. Los alemanes entendían de submarinos y pare usted de contar. Le sacaban de sus casillas los hipócritas gritos de horror provenientes de los Aliados; el barco transportaba municiones, y se había advertido repetidamente a los británicos que si seguían utilizando barcos de pasajeros para el transporte de material bélico, serían ellos los responsables de lo que pudiera suceder. No obstante, el hundimiento había sentado un mal precedente. Extendía la zona de guerra, y por las mismas reducía la zona en la que los intereses legales comunes, los seguros, los reaseguros y las finanzas seguían siendo asumidas, aunque fuera entre partes beligerantes. Conforme a sus averiguaciones, G., a diferencia del músico del año pasado, era un hombre que estaba en condiciones de irse de Trieste rápida y definitivamente.

A mediodía, Nusa fue a los jardines de Hölderlin con la esperanza de encontrar a G. No había nadie.

Von Hartmann consideró que la mayoría de la gente gastaba demasiado tiempo y energía intentando encontrar respuestas absolutas a cuestiones pasajeras. Todas las cuestiones, pensaba, deberían ser examinadas en relación con su duración. Uno de sus ejemplos favoritos era el de la muerte. ¿Durante cuánto tiempo, se preguntaba, experimenta uno la muerte?

Hacinados en apretada formación bajo las trincheras, atentos al silbato del oficial, que, cual graznido de un loro loco apenas audible entre el estruendo de las explosiones, era la señal para subir, batallones de hombres esperaban mientras las granadas alemanas estallaban a su alrededor. Cuando oían que el proyectil venía directamente hacia ellos, no podían hacer nada, sino seguir donde estaban y cerrar los ojos. No tenían espacio para echarse a tierra. Muchos estaban tan pegados que no podían levantar las manos para protegerse la cara. Los heridos no podían desplomarse. Los trozos de metralla atravesaban un cuerpo y luego entraban en un segundo y en un tercero. Formados de esta suerte y en estas condiciones murieron o cayeron heridos dos mil hombres más entre la una y cuarto y las dos de la tarde.

Von Hartmann pensaba que las aventuras y extravagancias de su esposa habían de ser valoradas conforme a la especial relación que guardaban con su vida al lado de él. Las licencias que le había permitido habían de ser graduadas de tal forma que ella no agotara las posibilidades de su aquiescencia antes de ser demasiado vieja para encontrar otro hombre. El objetivo de esta estratagema no era sólo conservar su matrimonio, sino algo más sutil. No tenía la menor duda de que si Marika lo dejaba, no estaría demasiado tiempo sin una esposa respetable. No tenía razón alguna para temer la soledad. (Se miró en el espejo colgado sobre la chimenea. Era rico, un poco corpulento, pero conservaba todo el pelo.) Lo que quería establecer y mantener era un control administrativo de los apetitos de su mujer. No creía en la insaciabilidad absoluta, como tampoco creía en el infinito. Los apetitos de su mujer tenían que ser fomentados, pero nunca totalmente satisfechos. De este modo, podría conservar su aparente insaciabilidad al tiempo que la sometía a su control. La escena conyugal que más placer le deparaba era la comedia en la que ella intentaba engañarlo con respecto al dinero que había perdido en el juego o sobre la cita que había acordado con un admirador. Era muy mala actriz. En cualquier momento le bastaba con mirarla serio, escéptico, para que ella abandonara toda protesta de inocencia y le suplicara en silencio, con una mirada apasionada, que la dejara continuar. Si él consentía —un consentimiento que siempre le era comunicado en forma de un cambio mínimo en la expresión de su cara (nunca intercambiaban ni una sola palabra al respecto)—, ella continuaba: continuaba con la representación y la aventura que ésta intentaba ocultar. Si él se negaba con una expresión gélida en el rostro, ella salía del cuarto, prometiendo una venganza que nunca llevaba a cabo. La súplica que se apuntaba en los ojos de Marika en el momento de una de estas representaciones abortadas era lo que hacía creer a Wolfgang que la amaba. Por un lado, era algo muy sencillo: una mirada suplicante como la que él solía imaginarse de niño en los ojos de un animal; por el otro, era el fruto perenne de un matrimonio complejo y peculiar que él había planeado con todo detalle, pero que no hubiera sido posible con otra mujer diferente a Marika.

A las cuatro de la tarde todas las líneas frontales de ataque avanzaban a trompicones por tierra de nadie, siguiendo el son de las gaitas de la banda. El sonido de las gaitas continuaba, más allá de la música o de la razón, el estridente graznido de los silbatos de los oficiales. Al caer, parecían hacerlo en montones, más que en filas. Esto se debía a que en sus últimos instantes trataban de acercarse a rastras hasta sus camaradas. El efecto era el de una cosecha, ya segada, en la que se están formando los rimeros.

Las infidelidades de Marika no perturbaban a Wolfgang von Hartmann porque el acto sexual (el acto que constituía la infidelidad) era, al igual que la experiencia de la muerte, absurdamente breve. Claro está que había la diferencia obvia de que la muerte sólo se experimenta una vez. Pero era él, y no ella, quien consentía o rechazaba las aventuras amorosas de su mujer, consideradas en conjunto. De la misma forma consideraba Wolfgang la afición de Marika al juego. Pensaba que era desenfrenada, pero se aseguró de que nunca sobrepasara una determinada prudencia económica. Era informado cada vez que Marika sacaba dinero de su propia cuenta. (Era el más nimio de sus privilegios como director que era del Kreditanstalt Bank.) En ambos terrenos, el amoroso y el económico, su control se basaba en los mismos principios. Su mujer debía recibir incrementos continuos, pero el índice de subida de éstos, la diferencia entre el pago inicial y el hipotético último pago, estaba calculado de tal forma que, al tiempo que la animaba a esperar cada vez más, sus demandas no llegaran nunca a exceder los recursos de su marido, y así éstos parecerían prácticamente inagotables.

Más de once mil soldados y casi quinientos oficiales habían perdido la vida desde el alba en la batalla de Auvers Ridge. Muy pocos de ellos tuvieron una muerte instantánea. La mayoría murieron en una agonía que, por grande que fuera el pánico, por aniquilador que fuera el dolor, les alivió del peso de la desesperación provocada por las inútiles órdenes de los oficiales, que ellos habían cumplido obedientemente hasta el momento de caer.

Después de cenar, Wolfgang von Hartmann recibió a G. en el salón como recibía a todas las visitas, cortésmente. Era una habitación amplia que tenía en una esquina una estufa en forma de templo griego revestida de mosaico blanco. De las paredes colgaban cuadros y grandes espejos. Delante de los espejos había candelabros. Cada vela ardía en su propio fanal de cristal, del tamaño de una sanguijuela, pero con el borde dentado. Estos cristales, que reflejaban la luz de las llamas y brillaban como escamas, impedían que las velas vacilaran y ardieran desiguales, como lo hacían en la catedral de Domodossola. Aunque la gran habitación estaba en algunas partes bastante oscura, el espejo y los fanales daban la impresión de que había miles de velas encendidas.

Marika hizo su entrada cinco minutos después de la llegada de G. Caminaba como un animal. Me resulta difícil describir su forma de moverse porque el parecido no era con un animal concreto, sino con varios. Parecía un híbrido, como un unicornio, pero tampoco tenía nada de mítico. No era una aparición entre las flores de un tapiz. Tenía las piernas largas. A veces, tengo la impresión de que le empezaban en los hombros y de que, al igual que las patas de los caballos, estaban articuladas por tres sitios. Andaba sin mover la cabeza, y la erguía sobre su cuello ancho y musculoso como los venados; sobre el cabello pelirrojo podías imaginarte unas antenas invisibles. Y, sin embargo, su andar era poco firme, oscilante; se diría que sus pisadas nunca eran lo bastante seguras para su altura y su volumen: y en esto parecía un camello.

Es un detalle por su parte, dijo, venir a visitarnos el mismo día de nuestro regreso.

Me he enterado de que su viaje de vuelta fue largo y cansado.

Aquí no hay nada. No hay nada en esta ciudad dejada de la mano de Dios. Está usted, claro, pero, ¿lo veremos a menudo?

He retrasado mi partida.

No lo vemos con bastante frecuencia.

Si lo retrasa demasiado, tal vez tengamos que «meterlo interno», dijo Von Hartmann sonriendo, pero sin amenaza. Esperemos que no llegue a suceder.

El tono desenfadado de la amenaza le recordó al Doctor Donato diciéndole: La única cuestión es saber si compartimos el mismo sueño.

Hablas de «meter interno» como si fuera algo que has hecho durante toda tu vida, dijo Marika.

En alemán decimos Internieren, internado. Como en francés internat, usted debe saber bien lo que significa. Miró a G. Usted, que se educó en Inglaterra. Así que si tuviéramos que meterlo interno, no le resultaría totalmente desconocido.

No se pueden imaginar cómo me llamaban en el internado. Me llamaban Garibaldi.

Es extraño cómo los ingleses lo convirtieron en una leyenda. Alguien me contó una vez que cuando Garibaldi visitó Londres atrajo una multitud mayor que la misma reina. En el fondo a los ingleses les apasiona la idea del pionero durmiendo solo bajo las estrellas junto a una hoguera, ¿será porque odian el orden de sus horrorosas ciudades? Son lo opuesto a nosotros. Todo lo que el imperio Habsburgo tiene de valioso proviene del orden y la razón que reinan en nuestras ciudades: ¡y mire qué ciudades! ¡Viena, Praga, Budapest! ¿Qué le apetece beber?

¡Iría a visitarlo todos los días a la cárcel!, prometió Marika. Estaba todavía de pie, balanceándose sobre las piernas, y al decir esto hizo como si abriera la puerta de una celda y entrara. No estaba actuando de forma consciente. El teatro la aburría. Si «representaba» la escena de visitar a G. en la cárcel era porque apenas distinguía entre la idea de una acción y la acción en sí; las palabras que expresaban la idea tendían a convertirse directamente en mensajes enviados a sus miembros.

Nuestras ciudades son como islas en un océano de barbarie.

Lo ayudaré a escapar, dijo Marika, lo más fácil es que saliera vestido con mis ropas.

Eso no sería muy prudente, dijo Von Hartmann, incluso a mí me sería difícil salvarte de las consecuencias.

¡Me habría obligado a desnudarme, claro está!

Siempre habrías podido pedir ayuda a los guardias.

¡Te olvidas de quién era mi padre!

Quieres decir que por nacimiento eres incapaz de toda traición.

¡Sí, eso es lo que quiero decir! ¡Y también que admiro a Garibaldi! ¡Era un jinete soberbio! ¡Y yo soy una patriota!

No estaba enfadada. Su sonrisa se hacía más grande con cada frase. Al final se echó a reír, golpeó sin fuerza el brazo de su marido y se sentó.

Temo, dijo Von Hartmann dirigiéndose a G., que sus compatriotas sean lo bastante estúpidos para declararnos la guerra.

No soy un político.

Si lo fuera, no se lo diría a mi esposo, dijo Marika en voz baja.

No obstante, he venido a defender un caso y, con su permiso, me gustaría hacerlo ante los dos.

G. estaba seguro de que su anfitrión rechazaría categóricamente su defensa y de que su mujer haría suyo el caso de Marco. Esto le proporcionaría durante algún tiempo un tema mediante el cual la mujer que deseaba pudiera demostrarle abiertamente que compartían un mismo interés, y, por consiguiente, se hiciera evidente la necesidad de conspirar contra su marido.

El banquero austriaco quería dar la impresión de que escuchaba solícito y paciente. Se acomodó en el sillón, bajando la vista y volviendo de tanto en tanto la cabeza. Tenía unos ojos pequeños y vivos, incapaces de mantener la atención en nada salvo en las ideas fugaces que se sucedían tras ellos, en el cerebro.

G. defendía un caso en el que no creía, pero Von Hartmann tampoco era hombre al que se le pudiera suplicar, por desesperada o sentida que fuera la súplica. Por lo mismo, era inmune a la mayoría de las amenazas. Una vez hechas, tanto las súplicas como las amenazas entran en la conciencia de la persona a la que van dirigidas mediante un proceso no muy diferente de aquel por el cual se extiende un rumor entre la multitud. La súplica o la amenaza es susurrada y transmitida, pero cada vez que es repetida, el que la susurra le da su propia entonación y énfasis. Al final, un solo rumor puede dar lugar a varios, pero todos ellos comparten el mismo tipo de miedo o de esperanza. Pero, ¿quién es la multitud en este caso? ¿Quién susurra y hace circular las súplicas y amenazas en la mente hasta que se toma la decisión definitiva? La multitud es una asamblea de todos los «yos» posibles, que critica al yo en el poder porque lo consideran un usurpador. Son hijos de las visiones del pasado; no han logrado demostrar su propio poder, pero no han desaparecido, siguen habitando la personalidad.

Von Hartmann era un hombre que había eliminado todos sus posibles «yos». De su pasado, no quedaban más que versiones obsoletas de un mismo yo. Era como un hombre impreso en un sello de correos.

Habría respondido, claro está, a un nivel reflejo, a una brutal amenaza física. Si su vida estuviera amenazada, podría desmoronarse y gimotear como un niño, pero lo más probable es que se quedara extrañamente impasible. El silencio que emana de la muerte es sólo una continuación del silencio que encierra una vida tan controlada como la de un hombre así. Von Hartmann era un hombre al que podías quitar del medio, pero no desafiar. Por todo ello, entra dentro de lo razonable afirmar que era el administrador ideal.

A medida que escuchaba, el joven que había sido arrestado en la frontera iba fundiéndose en la mente de Marika con Garibaldi y con el G. encarcelado que ella ayudaría a huir. Decidió enseguida que el joven tenía que ser puesto en libertad. Es más, decidió que ella misma se encargaría de pedírselo al gobernador. Marika era pronta en decidir porque le traían sin cuidado las justificaciones. Si la aguja de su deseo indicaba el norte magnético, sólo tenía que ponerse a ello; no comprendía cómo podía haber quien quisiera ajustar la brújula y hacer otras lecturas. Y, sin embargo, era una mujer reflexiva. La diferencia entre ella y la mayoría era que sus reflexiones sólo se referían al pasado y tomaban la forma de historias y leyendas. En algunas, ella tenía un papel; en otras no aparecía en absoluto, pero no por ello le interesaban menos. Para Marika, una leyenda, o una historia, era lo que quedaba cuando las necesidades que la habían determinado empezaban a menguar; luego la historia seguía allí, como una barca que una marea excepcionalmente alta hubiera dejado varada lejos de la orilla, o como una sortija que ya no te pones, pero que guardas en el joyero. A veces, lo que quedaba era una ausencia, como en el caso de una amiga suya que perdió un brazo montando a caballo. Se alejaba al galope de su amante, a quien acababa de sorprender en el bosque haciendo el amor a otra mujer. Antes de que le amputaran el brazo, cuando el anillo todavía estaba en uso, cuando la barca todavía navegaba, la vida estaba predestinada, tan predestinada que toda reflexión era inútil.

¡Cómo te amo, Marika! ¡Tienes una sonrisa más completa que cualquier conclusión definitiva! Cuando te desnudas, eres pura voluntad. Nos volveremos incorpóreos, tú y yo. Todos los demás son charlatanes o hedonistas. ¡Marika! ¿Cuándo le iba a llegar el momento de decir estas cosas?

No bien terminó G. su alegato, Marika exclamó: Lo único que se puede hacer es ponerlo en libertad.

Su esposo asintió con un movimiento de cabeza. Al contrario de la convención, solía hacer un gesto de afirmación cuando estaba a punto de negar algo. Como ve, su elocuencia le ha llegado al corazón, pero no creo que en la situación actual pueda interceder por su amigo. Es imposible y peligroso. Supongamos que es tan inocente como usted dice. Puede que no sea peligroso por sí mismo. Pero, ¿qué efecto tendría en la ciudad mostrarse indulgente en tales momentos? Muchos más se animarían a intentar cruzar la frontera. Se duplicarían los números. ¿Y adónde nos conduciría? Nuestros soldados de la frontera tienen órdenes de disparar contra todo aquel que no se detenga o no responda a su contraseña. Si relajamos la ley haciendo una excepción con el caso de su amigo, tendremos que responsabilizarnos de la muerte de muchos otros jóvenes. Y el asunto no terminaría ahí. Estos incidentes fronterizos podrían tener repercusiones políticas y diplomáticas desastrosas. Probablemente, una guerra. Mi mujer no entiende de política. En política, las cosas nunca son lo que parecen. Ahí mismo tiene usted el caso de este joven italiano: lo arrestaron por cruzar la frontera ilegalmente para ir a ver a su padre moribundo, y ahora está abocado a que le caiga lo que parece ser una dura sentencia, y, sin embargo, mostrar una clemencia indebida en este caso excepcional podría originar una guerra en la que morirían decenas de miles de padres e hijos.

Sonó el teléfono en una habitación alejada. El banquero se levantó y, acercándose hasta su mujer, puso una mano sobre la de ella, que reposaba en el brazo del sillón.

Por eso no se le puede poner en libertad como tú querrías, explicó.

Ella no pareció turbarse. Ni opinaba ni escuchaba las opiniones de nadie. Era como un animal o una persona que tras correr por un camino, al dar una curva descubre que termina a orillas de un río caudaloso y de turbulenta corriente; la cólera o la impaciencia serían inútiles. Tenía una expresión tranquila, concentrada. Miraba a un lado y al otro del río, decidiendo hacia dónde correr. Sabía que vivía bajo control y que era demasiado tarde para vivir de otra manera. No es que pensara sobre ello, sino que lo sentía como se siente, sin verlos, el tamaño de una llanura o la proximidad del mar. Sin Wolfgang, sería una gitana, y ella despreciaba a los gitanos. Además, creía que las crónicas del mundo, las historias que pasaban a la posteridad, estaban bajo la custodia de los hombres como su marido.

Un sirviente llegó hasta la puerta y anunció que la llamada telefónica era de Viena. Von Hartmann se disculpó y salió de la habitación.

Me gustaría bailar, dijo Marika, poniéndose en pie y deslizándose en un lento vaivén giratorio por el entarimado de taracea hacia donde G. estaba sentado. ¿Quién es usted realmente?, le preguntó. Usted no es quien dice que es usted. (Hablaba un italiano incorrecto y torpe.) ¿Quién es usted realmente?

Don Juan.

He conocido otros hombres que creían que eran Don Juan; ninguno lo era.

Es un nombre muy usurpado.

¿Por qué se lo adjudica entonces?

¿Lo he hecho?

Tiene razón. Fui yo la que preguntó, y lo creo.

Se alejó y continuó en un tono más suave: ¿Cuándo haremos ese viaje a Verona que me propuso?

La amo.

La luz de las velas, extrañamente uniforme, ponía de relieve la tirantez de su piel y lo pronunciados que tenía los huesos del cráneo.

Si estuviéramos en mi país cabalgaríamos hasta el bosque, ahora, nos iríamos mientras él está fuera de la habitación.

Míreme.

Le cubre la nariz y la boca con la mano. Siente que la nariz de la mujer es una suave amígdala dentro de su mano tibia. Ella se ríe con los ojos. Luego, con la mano ligeramente humedecida por el aliento de la mujer, le recorre delicadamente el marcado pómulo, hasta llegar a la oreja, roja y con profundos repliegues.

No soy la misma, susurra ella.

Von Hartmann se detuvo al llegar a la puerta, contempló a las dos figuras junto a la chimenea y entró en la habitación con gesto pensativo. Ni Marika ni G. se preguntaron cuánto tiempo llevaría observándolos.

Según parece, anunció, Roma ha decidido declarar la guerra. Es sólo una cuestión de tiempo. Le puso a G. una mano en el hombro. Así que después de todo tendrá que escoger entre nosotros y el Internat.

Tengo tiempo, dijo G. Uno no tiene que ser político para sentir que se aproxima una guerra, como se presiente un alud de nieve. Yo aquí todavía no lo he sentido.

Si va a haber guerra, dijo Marika, hemos de hacer nuestro viaje a Verona antes de que sea demasiado tarde. Vayamos mañana.

A veces me asombras como un niño, dijo Von Hartmann a su mujer. Verona sólo es un nombre para ti. ¿Por qué quieres ir a Verona?

Me apetece viajar.

Allí no hay caballos. Hay un teatro.

Odio esta ciudad. Empezó a caminar hacia el lado opuesto de la habitación, donde estaba instalado el templo de mosaicos blancos y las paredes estaban cubiertas de libros hasta el techo. Nadie se interesa por nada, salvo los seguros. Si vamos a entrar en guerra antes de que acabe la semana, deberíamos ir cuanto antes.

Sería inconcebible que nos fuéramos en un momento así. Su esposo se sentó, dirigió a G. una sonrisa y continuó: Parece que la guerra es inevitable, pero por lo menos tardará dos semanas en declararse.

¿Eso es lo que te han dicho por teléfono?, gritó Marika, pues ya estaba en el extremo opuesto de la habitación, a unos veinte metros de ellos.

No, eso es lo que deduzco de lo que me han dicho.

Se subió a una escalera de mano de la biblioteca que estaba apoyada en los estantes de la librería, y alcanzando el último peldaño, tocando casi el techo con la cabeza, su cara en la oscuridad y la luz iluminándole los pliegues del vestido que, visto desde ese ángulo, parecía que no tenía cintura, sino que era todo falda hasta los hombros, dijo: ¡Apostemos! Estoy dispuesta a apostar mil coronas a que en una semana estaremos en guerra.

Imposible, dijo Von Hartmann.

Muy bien, volvió a gritar ella, mil coronas. No, hay una apuesta mejor. Si gano, quedará en libertad el joven italiano. Yo misma iré a pedírselo al gobernador. Si pierdo, si el domingo que viene no estamos todavía en guerra, te pagaré mil coronas.

¡Lo único que puedo pensar es que ese joven italiano debe de ser tu amante!, dijo Von Hartmann.

Se volvió, como para mirar los libros del último estante, y dijo amargamente en alemán: En el fondo eres un ordinär, como todos los alemanes.

Von Hartmann contestó en un italiano suave. No te enfades, respeto tus sentimientos. Puesto que estaba saliendo del país, no creo que hubiera vuelto. Puesto que se estaba yendo, tu interés por él es generoso y desinteresado.

Lo que sucedió a continuación sucedió tan rápido que ninguna de las tres personas presentes en la habitación podría recordar después más de una sola impresión. Las tres impresiones, sin embargo, se confirmaban unas a otras. Marika saltó de la escalera. Ni ella ni ninguno de los dos hombres consideraron la posibilidad de que se hubiera caído. Se tiró, sin duda. Tal vez se proponía caer de pie en un sillón de cuero que estaba justo debajo. En cualquier caso, el sillón se volcó y ella quedó tendida en el suelo. Y, sin embargo, pese a la rapidez con que sucedió todo y la imposibilidad de recordar la secuencia exacta de los acontecimientos posteriores, el momento de la caída les pareció interminable.

Al día siguiente por la mañana, G. tenía que verse con el Doctor Donato y con Raffaele (nunca los ha visto por separado) en el café de la Piazza Ponterosso. Le iban a preguntar qué pasaba con el asunto de Marco. Si les dice que Marco podría ser liberado esa misma semana, sospecharán que es un agente austriaco. Si les dice que no ha conseguido hacer nada por él, le obligarán a irse de Trieste. Les dirá que hay alguna posibilidad de que lo liberen hacia el día veinte. Dirán que es demasiado tarde, para entonces los dos países habrán entrado en guerra. Insistirán en que haga algo antes. Les dirá que no son realistas. Les preguntará que cómo esperan que intervenga un empresario italiano en una cuestión legal austrohúngara. Raffaele, resentido porque le han dicho que no es realista, estará a punto de gritar que ya saben que es un agente austriaco, porque ¿como sabría si no que Marco podría ser liberado hacia el veinte? Pero el Doctor Donato interrumpirá a Raffaele. Sólo le permite desatinar en cuestiones sin importancia. Sugerirá que den un paseo por la orilla del mar. Deambularán por el canal inacabado hasta llegar al Molo. El Doctor Donato hablará todo el tiempo. Hablará de Voltaire. En el lateral del mar de la Piazza Grande, verán un tren de mercancías acercarse lentamente hacia ellos por el muelle. Vamos a ver el tren, dirá el Doctor Donato. Las ruedas de la máquina serán más altas que los tres hombres. Después de la locomotora vendrán los vagones, negros, con unas ruedas que parecen de juguete después de la solemnidad de las de la locomotora. Los tres hombres vislumbrarán el mar entre vagón y vagón, sobre los enganches oxidados. Tras un momento de silencio, el Doctor Donato, lo agarrará por el brazo con las dos manos. Raffaele le echará los brazos al cuello, y entre los dos lo empujarán hasta que su cara esté sólo a unos centímetros de las ennegrecidas tablas de los vagones, que pasan lentamente ante ellos. G. intentará enderezarse. El Doctor Donato le dará un puntapié en los talones, aproximándolos a las vías. En el derecho y en el izquierdo. Tras un momento breve e interminable lo soltarán. Ha estado a punto de tropezarse y caer, dirá Raffaele, hay que ir con cuidado en una ciudad como Trieste, suceden muchos accidentes. Ya sabe, le dirá el abogado, nos queda muy poco tiempo.

Digamos que Marika estaba ascendiendo, no cayendo. Digamos que el suelo y el resto de la habitación también estaban ascendiendo, pero que la velocidad de la ascensión era diferente, ya que el suelo ascendía un poco más deprisa que ella. Eso es lo que pareció. Saltó hacia arriba. No pareció en ningún momento que estuviera cayendo. Más bien, pareció que estaba suspendida en el aire, como una fucsia blanca. El vestido se le subió ligeramente, revelando las medias blancas y las rodillas. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Tal vez el momento fue demasiado breve para registrar sonido alguno. No obstante, el silencio fue una de las cosas que hicieron que el momento pareciera interminable. Allí suspendida, como una fucsia, seguía siendo ella misma. Era la mujer acostada en la cama que Wolfgang se había parado a contemplar aquella mañana. Era la mujer que deseaba G. en todas y cada una de las particularidades de su físico. Su propia sustancialidad, a medio caer, era mucho más trascendental que cualquier idea. Entonces cayó como un fardo en el suelo.

Ninguno de los dos hombres se movió inmediatamente. Hizo un ruido que parecía una risita. Su marido corrió hacia ella más presto de lo que era su intención. La violencia física siempre le perturbaba. Cuando llegó a ella, ya estaba levantándose y limpiándose las rodillas.

¿Qué has hecho?, le preguntó. Si hubiera preguntado: ¿Por qué lo has hecho?, ella podría haberse aprovechado.

No calculé bien la distancia. No me he hecho daño. ¿Aceptas mi apuesta?

Un poco de coñac, dijo Von Hartmann.

G. observó que en cuanto dio el primer paso tuvo que disimular que cojeaba.

Su esposa se ha lastimado un pie, permítame que la lleve en brazos. Antes de que Von Hartmann tuviera tiempo de contestar, G., mirándola maliciosamente, la había cogido en brazos. Frau Von Hartmann no hizo ademán de protestar, sino que descansó la mejilla en el pecho del hombre que estaba a punto de ser su amante.

Los tres cruzaron la habitación.

Después de servir el coñac, Von Hartmann empezó a hablar en voz baja pero clara, mirando casi todo el tiempo a su mujer, que estaba tendida en el sofá con las piernas en alto.

No diré que parecen una pareja, pero es verdad que quedan muy bien juntos. Espero que no entiendan mal mis razones para decir esto.

Se recostó en el sillón, sosteniendo la inmensa copa entre las manos, como un cáliz.

¿Recuerdan Anna Karenina? Nunca he creído que Karenin fuera el hombre de Estado que Tolstói nos quería hacer creer. El contraste entre su vida pública y su vida privada, tan bien llevada la una y tan desastrosa la otra, era bastante innecesario. Karenin carecía de la claridad mental y la coherencia necesarias para ser un político como es debido. Probablemente se casó con la mujer equivocada, pero una vez casado, lo cierto es que no la trató de la forma adecuada. ¿Por qué no se enfrentó a la realidad de la infidelidad antes de que fuera demasiado tarde? Porque se lo tomó demasiado en serio. Si ella le era infiel, a él se le acabaría el mundo. Y por eso retrasaba una y otra vez el momento de reconocer la verdad: ¿te acuerdas, Marika? Anna se la dice en el camino de regreso de las carreras. Alzó el coñac hasta la altura de los ojos. Tenía la vista fija en el horizonte de la copa.

¿Lo recuerdas? Karenin se retiró a pensar sobre el asunto y concluyó que deberían seguir viviendo como antes. Cuando llega, el fin del mundo es más silencioso que un susurro. Nadie debía verlo u oírlo. Pero los dos lo sufrían en silencio día y noche. Karenin hizo una tragedia. La hizo él. No había ninguna necesidad de hacer una tragedia; probablemente nunca la hay. Anna tenía que dejarlo, aunque sabía que eso sería su perdición. Si se quedaba, acabaría tan trastornada como Karenin. Pero yo no soy Karenin, eso es lo que quería que comprendieras.

Dejó la copa en la mesa y se limpió los labios con un pañuelo que llevaba bordadas sus iniciales.

Soy tan realista en mi vida privada como en mi vida pública. No se me escapa que le gustaría seducir a mi esposa y que a ella le gustaría ser su amante. Esto es lo que probablemente habría sucedido en circunstancias normales, sin que yo dijera una palabra. Pero las circunstancias no son normales. El tiempo se nos viene encima a todos. Por eso he sacado el asunto a relucir. Quiero decirles que pueden contar los dos con mi colaboración.

Hizo una pausa, los miró e hizo ademán de asentir con la cabeza.

El 20 de mayo, que, para ser exactos, es cuatro días después del plazo en que vence tu apuesta, una apuesta que, dicho sea de paso, Marika, me niego terminantemente a aceptar... Como decía, el 20 de mayo es la gala de caridad del Stadttheater. Será a beneficio de la Cruz Roja, una causa digna de la ayuda de todos. Tú y yo (señaló a Marika alzando la copa) asistiremos, siempre que el pie se te haya curado para entonces. Y espero que nuestra Cruz Roja se beneficie ahora de la venta de dos invitaciones más. Cuestan doscientas cincuenta coronas cada una. Le ruego que nos acompañe (señaló a G. alzando la copa) y que, para salvar las apariencias, venga con la compañía adecuada. En el baile, tendrá libertad para bailar con mi mujer tantas piezas como ella esté dispuesta a concederle. Al final de la gala, tomaré un tren a Viena. Volveré el sábado. Repito que pueden contar, durante esas veinticuatro horas, con mi discreción. (G. volvió a recordar al Doctor Donato diciéndole: Estoy convencido de que podemos y debemos contar con usted.) En cuanto al Internat, que tal vez se le esté pasando por la cabeza, no creo que llegue a plantearse siquiera la posibilidad. Si tuviera que apostar sobre la fecha del inicio de las hostilidades —y no tengo intención de hacer ninguna apuesta— ésta no será antes del veinticinco de este mes. Y creo que estoy en lo cierto. Por consiguiente, dispondrá de mucho tiempo para regresar a Livorno antes de que haya ningún riesgo de ese tipo.

Von Hartmann nunca le había sugerido nada así. Pero Marika no se sorprendió. Había empezado una nueva leyenda: estaba casada con un hombre que le proponía públicamente que tuviera un amante. No se le escapó que suponía que la aventura iba a ser breve, porque la guerra la separaría de su amante. Pero su marido era alemán por los cuatro costados y siempre estaba seguro de que las cosas acababan como empezaban. El final no estaba en absoluto claro. Antes de que estallara la guerra, tal vez fuera a Verona con su amante; podría no volver junto a su esposo hasta que no hubiera terminado la guerra. Dentro de una semana podrían estar todos muertos. No le importaría morir junto al hombre que una hora antes le había puesto una mano en la cara. No moriría contenta con su esposo. Sería como morir sentada.

Marika no dudaba que, si era un Don Juan, la abandonaría. Sólo deseaba empezar.

Wolfgang sonreía, mirándolos. Su sonrisa hizo que Marika se sintiera agradecida y triunfante. Le estaba agradecida por su complacencia. Estaba triunfante porque, según ella, nadie podía predecir el final. Puso los pies en el suelo, columpiándolos. Tenía que disimular que se le había hinchado el tobillo. Empezó a bailar lentamente por la habitación, dirigiéndose al sitio donde se había caído. Mirad, ya tengo mejor el pie, gritó entre risas, iremos al baile.

G. se sacó un sobre del bolsillo. Gracias por su invitación, dijo. Iré al baile como usted ha sugerido. Aquí tiene los detalles del caso. Creo que debería reconsiderar el asunto. Ahora que la guerra es cierta, los riesgos de ponerlo en libertad son insignificantes.

Unos minutos después, G. se levantó para irse. ¿Cómo vamos a esperar hasta el jueves?, preguntó Marika, y, con la libertad que le acababa de ser concedida, o, al menos, eso creía ella, le ofreció a G. la mejilla para que la besara en presencia de su marido.

G. le tomó la mano, la alzó formalmente hasta su boca e, inclinando levemente la cabeza, dijo: Hasta que nos veamos en el Stadttheater.

Sólo ahora comprendo un incidente de la infancia de G. y una profecía que me resultaban misteriosas al escribirlas:

Si él lo dice, más te vale mirar, le aconseja al niño. El hombre se dirige hacia la cabeza del primer caballo, se inclina y le asesta un golpe. El niño no ve con qué la golpea. Tal vez con la botella. Hace lo mismo con la segunda cabeza. Ni un milímetro de la carne de los caballos se estremece con los golpes. El hombre se incorpora; no tiene nada en la mano. Pues ya los he matado; has visto que los he matado, ¿no? El niño sabe que tiene que mentir: Sí, te he visto. Claramente complacido, el hombre se acerca a él, y le da una palmadita en la espalda. Su mano apesta a parafina y está manchada de sangre. Entonces lo has visto, dice. Sí, lo he visto, dice el chico, has matado dos caballos. Es consciente de que es él quien ahora se dirige al hombre como si fuera un niño. Los has matado muy bien, se oye decir de nuevo.

Ningún miedo puede igualarse a la repulsión que le inspira el hombre que tiene delante: es una repulsión que casi le provoca náuseas. Un momento más y el olor a queroseno le hará vomitar.

¿Me puedo ir?

No te olvides nunca de lo que me has visto hacer.

Se aleja. El candil se vuelve invisible. Persiste el olor a queroseno, pero ahora en su imaginación. Camina a tientas entre los árboles.

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