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Ha vencido el miedo, el miedo a sí mismo y (pues es diferente) el miedo a lo desconocido: no lo ha vencido con fuerza de voluntad o armándose de valor —¿funcionan alguna vez estos recursos directamente derivados de una moralidad puramente formal?—, sino que lo ha vencido por mediación de otra repulsión, más fuerte. No me encuentro capacitado para dar un nombre a esta repulsión: todos los que se me ocurren la simplifican. No tiene nada que ver con caballos muertos o con la visión de la sangre. Es una repulsión que sienten no pocos niños y hombres, pero que no tarda en desaparecer, para no volver a presentarse, si se la ignora sistemáticamente. En su caso, iba a ser siempre más fuerte que sus miedos, pues nunca la ignoró.

Sale del bosque en la cima de una pendiente que baja hasta la granja.

Es una ladera demasiado empinada para meter el arado y está sin cultivar y cubierta de helechos. Al bajar por ella a oscuras se le engancha un pie en una mata de helechos y se cae de bruces. No se ha hecho daño; empieza a rodar por la pendiente. No le resultaría difícil detenerse; le bastaría con agarrarse a las raíces. Pero no quiere. Rodará hasta abajo. Cada vez que las piernas le pasan por encima de la cabeza es como si por un momento la ladera de la colina se convirtiera en una llanura lisa y las ventanas de la casa iluminadas más abajo fueran unas luces misteriosamente grandes en el lejano horizonte. Cada vez que levanta la cabeza de la tierra es como si cayera desde el cielo. El perro, excitado, corre tras él y empieza a ladrar y a husmear la tierra. Cada voltereta es como abrir y cerrar una puerta. Llanura portazo cielo portazo llanura portazo cielo, y el olor de los helechos húmedos a ambos lados de la puerta. ¡Pum!, portazo, ¡pum!, portazo. Al ras. El sonido de una manguera en los establos.

Después de este incidente aquella tarde de otoño, sube frecuentemente hasta el lindero más cercano del bosque y baja dando volteretas por la ladera cubierta de helechos.

La cocinera lo ve una tarde.

Te vas a romper el cuello, le dice.

No, no me lo voy a romper.

Caerse

Vio la rama como si hubiera sido creada para tirarlo del póney. Todo razonamiento, toda especulación posterior relativa a su capacidad de escoger entre posibilidades, desapareció en el mismo momento en que comprendió que era inevitable que la rama lo tirara del caballo.

El tiempo no se mide por los números inscritos en la esfera de un reloj, sino por el alcance de las posibilidades percibidas. Sin ellas —frente a la rama ya encima de las orejas del póney lanzado al galope— el tiempo experimenta un cambio extraordinario. No podemos imaginar su lentitud.

El niño yace en una cama en la casita de un aparcero, tranquilo, a la espera de que el tiempo recobre su paso normal. Cuando suceda, podrá quejarse.

El viejo trajina de un lado al otro de la habitación. Ésta es una especie de cobertizo con una cama. Tiene una ventana desde la que se ven hojas de un verde muy intenso, y en el alféizar hay una vela. La cama en la que reposa está cubierta de harapos y una vieja manta de montar. Huele a ropa sucia, húmeda.

El viejo enciende el fuego bajo un caldero cubierto de hollín. El techo de la habitación tiene manchas marrones y en algunas partes está desconchado y se ven los listones. El marrón del techo es el mismo color del té con leche. El viejo se mueve despacio y con dificultad. El niño cree que es el mismo hombre de quien ha oído hablar a su tío. Su tío decía que moriría en el asilo.

Siente la boca inflamada. Se palpa cautelosamente con la lengua las melladuras que le han quedado al partirse los dientes con el golpe. (Acaba de nacer lo que en el futuro será conocido como su aspecto malicioso.) El dolor entra y sale de su pecho al respirar con el mismo ritmo de los soplidos del viejo, que atiza el fuego de rodillas.

¿Quién eres?, le pregunta al viejo.

El viejo se aproxima y se sienta en la cama. Frente al tiempo detenido que está a punto de terminar, el niño puede ser tan viejo como el hombre.

No sé lo que dice el viejo.

No sé lo que responde el niño.

Pretender saberlo sería esquematizar.

Mientras tanto, el tiempo tarda tanto en recobrar su paso, tan lentos son el progreso y la secuencia que la determinación de no llorar permanece intacta. Puede durar horas.

La rama lo golpeó en el pecho y en la cara. Debe de parecerse al momento en que te pegan un tiro. La violencia del choque es tan fuerte que uno se aparta de cualquier otro contacto. No es el mismo fenómeno que el de perder el conocimiento. Estaba consciente, pero de pronto su cuerpo, sus sensaciones y recuerdos adquiridos, se convirtió en una inmensa finca que él podía recorrer sin preocuparse por los medios de locomoción. Lejos del lugar en el que se hallaba en esa finca vio una mole oscura formada por superficies rocosas y agua. Se aproximaba a ella rápidamente. Entró en ella cuando golpeó con la espalda la grupa del póney. Sus pies saltaron disparados sobre la cruz del caballito y se quedó atrapado en posición vertical en una fisura de una sustancia nebulosa. Cuando cayó al suelo, cortinas de campo se abrieron de par en par para revelar un cielo azul bajo el cual no había tierra alguna, sólo él.

Su valor en la cama cuando recobra el conocimiento se deriva de su decisión de no llorar al ver que la rama se le venía encima. Eso había sido hacía una hora, antes de que el viejo lo encontrara. En la cama, sigue decidiendo. Tal como experimenta el tiempo ahora, lo que requiere valor no es mantener la decisión, sino, muy al contrario, es la decisión misma la que es interminable.

(Es a fin de romper y destruir el privilegio de esta experiencia del tiempo que se inventa el cuerpo para protegerse por lo que los torturadores alternan la tortura con el buen trato.)

Todo lo que escribes es esquemático. Eres el escritor más esquemático que existe. Parece un teorema.

Hasta cierto punto.

¿Qué punto?

El punto en donde se abren las cortinas.

Vuelve al niño

¿Quién lo dice?

Lo dice el viejo.

¿Qué siente el niño?

Pregunta al viejo.

Mírelo, dice el viejo, pobre infeliz. No ha soltado una lágrima.

La última barrera contra la consecuencia inevitable es la casa. Por eso los moribundos quieren morir en casa.

El niño no se está muriendo.

Pero está en una casa, en una cama, cubierto con unas sábanas que huelen a ropa sucia, húmeda.

En el tiempo que su caída y su dolor han detenido, encontró una casa.

El viejo estaba allí cuando el niño salió de su finca.

Se encontraron como iguales. Su encuentro no tenía que atenerse a ninguna regla. Codo con codo.

Pero cuando su sentido del tiempo empieza a volver a la normalidad, el niño vuelve a ser joven.

Se ha dado un buen golpe, señor. No se preocupe. Quédese quieto. Su tío va a venir a buscarlo para llevarlo a casa en la calesa.

No quiero moverme.

Pero no se puede quedar aquí para siempre, ¿no?

¿Por qué no? ¿De quién es esto?

¿El qué?

¿De quién es esta cama?

Es mía, señor. Lo encontré al borde del camino y lo traje aquí y lo acosté en la cama.

¿De quién es esta casa?

Mirará por las ventanas de las casas de otros aparceros y se retrepará a la del cuarto de una de las criadas. Se probará sus delantales. Se atará una de las polainas de cuero de Tom y le llegarán hasta la ingle. ¡Ser otro!

No se asuste. Voy a vigilar el fuego. No debe coger frío.

¿Qué más hizo?

Le limpié la sangre y lo acosté.

¿Estoy muy herido?

Nada que no se cure.

Me duele al hablar.

No se preocupe.

Quédese conmigo.

El ruido de la calesa y su tío en el umbral de la puerta. Al lado de su tío, el viejo casi parece enano. Jocelyn mira al niño y le habla suavemente, sonriendo. Para Jocelyn esto es una especie de iniciación por la que debe pasar el niño dejado bajo su custodia. Se ha levantado el telón de su vida.

Conversa con el viejo y le da una moneda de dos chelines. El niño ve cómo el dinero cambia de manos y al viejo llevándose repetidamente la mano a la frente en señal de gratitud.

Su tío levanta la manta, la deja caer al suelo y lo coge en brazos. El dolor en el pecho es tan intenso, que el niño empieza a gritar y pierde el conocimiento.

Jocelyn le susurra tiernas palabras para calmarlo, para tranquilizarlo.

Tienes madera de jinete, muchacho.

Al salir con el niño en brazos, va siseándole muy bajito, apaciguándolo, como lo hacen los mozos en las cuadras cuando cepillan los caballos.

Todo un jinete, muchacho. Un valeroso jinete.

Toda la historia es historia contemporánea; no en el sentido más común de la palabra, conforme al cual la historia contemporánea significa la historia del pasado relativamente reciente, sino en sentido estricto: el de la conciencia de la actividad de uno tal cual uno la realiza. La historia es así el propio conocimiento de la mente viva. Pues aun cuando los acontecimientos que estudia el historiador sucedieran en el pasado distante, la condición para que sean históricamente conocidos es que vibren en la mente de éste.

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