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HA comenzado, ha comenzado la lucha a muerte contra lo que es.

El velo de la Verónica: un pañuelo impreso con la imagen de la cabeza de Cristo coronado de espinas.

Veo otra imagen también milagrosamente impresa en paño. El cuerpo de la Verónica, con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. Es una imagen naturalista, en modo alguno estilizada. Zonas oscuras marcan el vello. Su pálida piel apenas se distingue del color de la sábana de lino sobre la que reposa.

Dos palomas revolotean entrando y saliendo del bosque: el macho persiguiendo siempre a la hembra. Cuando la pareja se aproxima al bosque, la hembra, que lleva siempre la delantera, se para a medio vuelo y se mantiene en posición vertical, con la cola hacia abajo y las alas extendidas haciendo de freno. Vuelca la cabeza y el pico apunta al cielo. Está suspendida en el aire, inmóvil, pero no cae. El macho se pone a su lado. La hembra empieza a descender, baja la cabeza y sube la cola, se lanza en picado, y entran de nuevo juntos en el bosque. Un rato después salen por el lado opuesto para rodearlo una vez más y repetir el mismo vuelo.

Hasta aquí, la descripción es bastante exacta. Pero mi poder para seleccionar (tanto los hechos como las palabras que los describen) impregna el texto con una idea de elección que incita al lector a deducir que existe toda una falsa gama, una posibilidad de elección abierta a las dos palomas. La descripción distorsiona.

Una tarde a finales de mayo de 1902 (unas semanas antes del final de la Guerra de los Bóers), Beatrice lo seduce. Lo que sucede sucede como un fenómeno natural no descrito.

Cuando Laura y su hijo regresaron de Milán a finales de mayo de 1898 se enteraron de que Beatrice estaba prometida en matrimonio con el capitán Patrick Bierce, del regimiento 17 de Lanceros. El niño fue enviado a un internado. La mayor parte de las vacaciones escolares las pasaba solo con Jocelyn en la hacienda. (Beatrice acompañó a su marido cuando éste fue destinado a Suráfrica.)

El tipo de internado al que se le envió ha sido reiteradamente descrito. La rutina diaria era espartana; la ideología, imperialista; la vida social, autoritaria y sádica. El objetivo educativo de esta escuela era producir edificadores del Imperio.

Al igual que otros muchos chicos, se terminó adaptando a la vida escolar. Su carácter reservado reforzaba entre sus compañeros la impresión inmediata de que era extranjero. Pero no lo atormentaron excesivamente. Su propia indiferencia constituía una especie de protección. Lo apodaron Garibaldi, porque decía que su padre era italiano. Pasaba una gran parte de su tiempo libre tocando el piano en la sala de música del internado. Su afición a este instrumento estaba totalmente desproporcionada con su escaso talento musical.

A los catorce años ya había perdido la cara de niño. A veces se considera que este cambio es un proceso de embrutecimiento; es una idea equivocada. El cambio —que puede darse en cualquier momento entre los catorce y los veinticuatro años— entraña una ganancia y una pérdida simultáneas de expresividad. Enmudecen la textura de la piel y la forma de la carne sobre los huesos; se convierten en una cubierta, mientras que durante la infancia son una afirmación de la existencia. (Comparemos nuestra manera de responder a los niños y a los adultos: damos a la existencia de los niños el mismo valor que damos a las intenciones de los adultos.) Sin embargo, las aperturas de la cubierta —en particular los ojos y la boca— se hacen más expresivas, precisamente porque empiezan a indicar algo de lo que ocultan detrás.

El proceso de madurar y, posteriormente, el de envejecer, implica un desapego gradual y progresivo de la persona con respecto a la superficie externa de su cuerpo. La piel de los muy ancianos funciona como un ropaje. La boca del hombre más próximo al muchacho —Jocelyn— era ya inexpresiva; este hombre se había retirado de su boca: sus labios no eran más que un reborde de la cubierta externa. Una cubierta que ofrecía cierta información: caballero, vida al aire libre, taciturno, decepcionado. Sólo en sus ojos se podía vislumbrar todavía a veces esa parte de su ser que era aún capaz de responder.

Subían por una serpenteante cuesta con setos altos a ambos lados. Era una tarde de finales de noviembre (1900), muy parecida a aquella en que los hombres cubiertos con sacos le mostraron al muchacho los caballos muertos. No había hablado con nadie de este incidente. Lo recordaba vívidamente sin intentar encontrarle una explicación. Había adquirido la totalidad aislada de una visión. Para él, quedaba explicado por el hecho de haberlo vivido.

Había estado lloviendo mucho durante todo el día. El agua corría rápida colina abajo por las acequias empedradas cubiertas de vegetación. Oían el agua, pero no la veían. Los dos llevaban una escopeta bajo el brazo.

Antes, el muchacho le había estado contando a Jocelyn un sueño que había tenido.

... Estaba abajo, en el Martin, y hacía mucho calor, como el verano pasado. Estaba nadando y unos pájaros muy grandes volaban casi al ras del agua; no eran predadores. A veces un pájaro me tocaba el pelo con la pata. Entonces empezaron a llegar más y más pájaros, de modo que me vi obligado a nadar hasta la orilla y salir del agua.

Tedder me ha dicho que va a ser un buen año para los patos en el estuario, dijo Jocelyn.

Empecé a buscar mis ropas. Pero alguien las había cambiado. No eran las mismas de antes. Era un uniforme, un uniforme de soldado. Me quedaba bien, o sea, que era como si me lo hubieran hecho a medida.

¿Te acuerdas de qué regimiento era?, preguntó Jocelyn.

No, en el sueño no lo sabía.

¿Eras un oficial de caballería?

No lo sabía.

Tal vez eras del Octavo de Húsares, dijo Jocelyn. Habían llegado a una valla. Jocelyn puso la mano en el cañón de la escopeta del chico para recordarle que tenía que descargarla antes de subir. Lo observó mientras lo hacía y de pronto se quedó anonadado por cuán extranjero parecía. Parecía italiano: se parecía al hijo del tendero italiano que abastecía a su padre. Con la boca rígida, sin mover apenas los labios, pero en tono amable, le dijo: No, no creo que fueras del Octavo de Húsares, ni siquiera soñando.

Me metí la mano en el bolsillo de la guerrera, continuó el chico, ¡y dentro había un cangrejo! Un cangrejo muy grande que me mordió. Saqué la mano y entonces vino lo más raro, ¡mi mano era un cangrejo! Tenía un brazo, una muñeca y un cangrejo en lugar de mano.

¡Qué sueño tan absurdo! ¿Por qué me lo cuentas?

Creo que significa que si me enrolo en el ejército saldré herido.

Una herida sin importancia, tal vez.

No, gravemente herido.

Esta mañana vi una comadreja, dijo Jocelyn, deberías haber venido conmigo.

Te oí salir. Le gritaste a Tedder porque la yegua no tenía bien puesto el bocado.

Todavía no le he cogido el tranquillo a la boca de esa yegua, dijo Jocelyn.

Entonces se quedaron en silencio.

Todavía subiendo la cuesta, el chico preguntó: ¿Sabes algo de tía Beatrice?

Jocelyn pareció no oír. El chico lo miró de reojo.

El hombre tenía los ojos en blanco, y su cara embestía al aire húmedo, cada vez más frío. Parecía como si estuviera tratando de distinguir algo en la menguante luz de la tarde. O también podría ser un hombre saliendo de su casa con la determinación de no volver jamás, un hombre que adelanta la cara a fin de sumirse cuanto antes en lo desconocido y lo indiferente.

Unos minutos después dijo: Beatrice dice que en Durban dan la guerra por terminada. Lord Robert está de camino hacia Inglaterra.

Entonces ella volverá pronto.

Te olvidas de que está casada, respondió Jocelyn.

¿Dónde van a vivir?

No tengo ni idea.

¿Por qué están todavía todas sus cosas en su cuarto?

Porque todavía es su cuarto.

¿Vendrán los dos a vivir aquí?

De nuevo Jocelyn pareció no oír. Llegaron a un bosquecillo. El perro de Jocelyn lo esperaba al final del camino. Un spaniel llamado Silver.

¿Sabes por qué sueñas esas cosas tan raras? Porque sales poco. No haces suficiente ejercicio. Pasas demasiado tiempo encerrado en casa. Es una vida de mujer. No es propia de un hombre. Deberías salir más conmigo.

Siento decepcionarte, dijo el chico. Lo dijo con cierta insolencia, como si fuera inconcebible que un hombre pudiera tener verdaderas razones para decepcionarse. Cuando dé mi primer concierto te sentirás orgulloso de mí.

Sólo nos quedan unos veinte minutos de luz, dijo Jocelyn. Vamos a ojear el bosque hasta el coto. Tú vas por arriba y yo voy por abajo. ¡Silver, aquí, Silver!

Su voz cambiaba cuando le hablaba al perro; se hacía más firme y más suave. Al chico le hablaba más alto y, sin embargo, más vacilante.

Se separaron y empezaron a avanzar por el bosque. Los árboles y la pendiente les impedían verse el uno al otro.

¡Hop! ¡Hop!, gritó Jocelyn para indicar por donde iba.

¡Hop! Hop!, replicó el chico para que se diera cuenta de que avanzaban parejos.

Se cree que este grito no espanta los pájaros. No suena como una voz, sino más bien como si se golpeara con un palo un recipiente de madera vacío (y la madera estuviera empapada).

Nada se movía en el bosque. Los troncos de los árboles eran color gris. El spaniel olfateaba sin mucha convicción, como si le desagradara el húmedo olor enteramente vegetal de las hojas mojadas

¡Hop! ¡Hop!

Para Jocelyn el grito pertenecía a un lenguaje que era teóricamente infinito. Esos dos monosílabos repetidos llenaban el bosquecillo con el esplendor de una tradición como no podrían hacerlo nunca una frase, un discurso o una pieza musical. Con este grito y su respuesta se evocaba el saber de unos hombres honorables que actuaban al unísono, desinteresadamente, a fin de vivir ciertos momentos de la más pura tradición.

¡Hop! ¡Hop!

Esta vez el grito de Jocelyn iba dirigido expresamente al muchacho, cargado de afecto. Le estaba hablando al chico, incluyéndolo en la tradición. El chico notó la diferencia en el grito del hombre, pero respondió como antes.

¡Hop! ¡Hop!

Esa tradición imagina a los hombres en contacto con la naturaleza, un contacto estrecho y peculiar. Estos hombres no se han dejado llevar por las comodidades, pero están libres de tener que explotar la naturaleza. Entran en ella como entra en un río un bañista que no tiene que atravesarlo a nado. Juegan en la corriente: en ella, pero no forman parte de ella. Lo que les impide ser arrastrados son unas reglas consagradas por el tiempo, que ellos acatan sin discusión. Son todas reglas relativas a las maneras de tratar o manipular objetos o situaciones concretas: armas, botas, bolsas, perros, árboles, venados, etcétera. Así, nunca se permite que se acumule la fuerza de la naturaleza (ya sea desde dentro o desde fuera); las reglas siempre frenan, como lo hacen las esclusas en los ríos. Esos hombres se sienten dioses porque les parece que con la regulación y el estilo de sus intervenciones formales están imponiendo un orden estético en la naturaleza.

¡Hop! ¡Hop!

Si Silver levantara ahora una becada, pensó Jocelyn, casi estaría demasiado oscuro.

La misma tradición considera que al final del día, el cansancio obliga a los hombres a parar. Vuelven a casa entumecidos, hambrientos, helados de frío o empapados, cubiertos de barro. En casa, ofrecen a las mujeres y a los amigos las obras maestras invisibles que han construido fugazmente en la naturaleza; se las ofrecen en las ropas sucias o rotas que se quitan, en sus cuerpos entumecidos, en sus ojos distantes y excitados, en los nombres que poseen y en los nombres de los lugares que han recorrido y en los de aquellos con quienes estuvieron.

¡Hop! ¡Hop!

Le tocaba responder al chico. Lo hizo como antes, sin entonación, sin la intensidad conspiradora de su tío.

Avanzando a la par con Jocelyn, haciendo lo que se esperaba que hiciera, estando su presencia indicada tan sólo por el grito de respuesta consabido, se le ocurrió que podría ser un hombre cualquiera caminando bosque arriba con un tío suyo. Secretamente, había entrado en la compañía de los hombres.

Salieron del bosque y procedieron a cruzar el coto. Ya no tenían que gritarse porque se veían el uno al otro. Jocelyn le susurró al perro, insistente, a fin de detenerlo y que no se alejara demasiado. Su manera de hablar al perro formaba parte del mismo lenguaje.

Una liebre saltó de entre los matorrales a unos veinticinco metros de donde él se encontraba. Jocelyn disparó un cartucho. El estampido y su eco en el campo abierto proporcionaron un eje momentáneo a la uniformidad gris del crepúsculo, como si los dos sonidos fueran polos magnéticos hacia los que se volviera y apuntara cada partícula de la luz crepuscular.

La liebre siguió corriendo sin alterar el ritmo de sus saltos. Corría transversalmente, ofreciéndole al chico uno de sus flancos.

La vio correr. La vio como una mancha marrón, peluda. Vio cómo se le doblaban los músculos de las paletillas y de las ancas al zigzaguear. El chico no se dio cuenta de que apretaba el gatillo, ni siquiera se dio cuenta del culetazo hasta un segundo después; simplemente vio que la liebre a medio salto se hacía más pequeña y caía.

Imaginemos una red invisible que vuela por el aire, pero tiene los extremos abiertos como una de esas mangas de aire que se utilizan para medir la intensidad del viento. La red vuela hacia la liebre, la liebre entra de un salto en ella. La apertura sólo es lo bastante ancha para dejar pasar la cabeza y los cuartos delanteros del animal, de modo que la liebre, para entrar totalmente en la red, tiene que encogerse como lo hacen los conejos para meterse en su madriguera. Cuando la liebre se encoge, el otro extremo de la red se llena de plomo. Cae inmediatamente al suelo.

El perro gañía. Yo no podría haberlo hecho con esta luz, dijo Jocelyn poniendo una mano en el antebrazo del chico y levantando la liebre por las patas traseras hasta la altura de sus caras.

¿Qué significa castrati?, le había preguntado a Umberto en Italia.

Castrati? Castrati?

A Umberto le sorprendió la pregunta, pero también le hizo gracia. Era la pregunta opuesta a todo lo que él quería contarle al muchacho.

Un castrato no puede tener hijos.

Umberto empezó a explicárselo con todo lujo de detalles, exagerando incluso. Sirvió vino e insistió a su hijo para que bebiera. Mientras hablaba, los dedos de Umberto se convertían en cuchillos, en ganchos, que se cortaban y enganchaban entre sí.

El muchacho había visto a Tom castrando los corderos: se da un pequeño tajo con el cuchillo y luego se absorben los dos testículos con la boca y se escupen al suelo. Pero no había relacionado la palabra italiana con la inglesa.

Umberto se puso a sí mismo de ejemplo como padre, y se dio una palmada en el vientre. Se inclinó sobre la mesa, a fin de pegar su inmensa cara a la de su hijo. Pero hoy, dijo, llamar castrato a alguien es un insulto. No significa lo mismo. Significa que se es un hombre débil, un hombre incapaz, un flojo. Él mismo. Quest’uomo è castrato. A él se lo podían llamar. Un castrato. Umberto estaba tan cerca de la cara de su hijo que no pudo resistir la tentación de acariciarla. Ecco, hijo mío, hijo mío, añadió.

La armería era una habitación pequeña y cuadrada con un techo muy alto. De una de las paredes, casi junto al techo, colgaban dos cornamentas grises y cubiertas de polvo. La luz de una lámpara de aceite se reflejaba en la oscuridad de una ventana sin cortinas. Jocelyn estaba de pie junto a una estrecha mesa en la que había desarmado su escopeta en tres partes. El chico se había arrellanado en un sillón desvencijado frente a la chimenea apagada.

¿Por qué desapruebas el matrimonio de tía Beatrice?, preguntó el muchacho dirigiendo la vista hacia la ventana más que hacia Jocelyn.

No es ése un asunto que debamos tocar.

El chico pasó revista a la atestada habitación: botas, impermeables, cañas de pescar, cestas, montones de ejemplares de The Sportsman, dos cabezas de zorro disecadas, un soporte para pipas, una escalera de mano, y de todos los objetos verticales colgaba una capa o un sombrero viejo. Recordaba la idea que él tenía de la habitación cuando niño. Nunca lo habían dejado entrar. Pero a través de la puerta entreabierta había visto que había hombres en mangas de camisa, fuego en la chimenea y un olor extraño. Al cabo de un rato volvió a iniciar la conversación.

Desde que ella se fue ha cambiado todo, dijo.

Jocelyn estaba enroscando las dos partes de una baqueta cuyos extremos eran de bronce. La mesa olía al aceite de engrasar las escopetas. Este olor le recordaba a su padre. Y en sus pensamientos siempre estaba asociado al olor de la pólvora y el metal: el olor del deporte. Le sugería el olor a comida en el fuego cuando tenían invitados. Este último lo asociaba a la vuelta a casa con amigos después de una cacería, pero esta asociación tal vez sea inherente al olor mismo. El del aceite de engrasar, pese a la intensidad del grafito, tiene algo del olor de las galletas o de ciertas masas cuando están todavía muy calientes en un horno de hierro. Es la antítesis del olor de las lilas. En la gélida habitación sin fuego en la chimenea, Jocelyn sintió un escalofrío y se oyó decir: No hubo manera de detenerla.

¿Le hizo perder la cabeza, entonces?

La siguió como un perrillo.

¿Es feliz con él?

Me extrañaría que fuera feliz con él, dijo Jocelyn y luego, con un romántico gesto de violonchelista, introdujo la baqueta en el cañón de la escopeta. Le gustaba esta ocupación. Pasó la mano por el pulido metal azulado de los cañones. De nuevo volvió a hablar antes de decidir hacerlo. Beatrice es muy exigente, dijo. Ella es así.

Él era guapo, dijo el chico escogiendo adrede el tiempo verbal a fin de provocarlo.

Es un canalla, respondió Jocelyn, y empezaron a temblarle las manos.

¿Se lo dijiste a la cara?

No pude.

¿Crees que es un canalla?

Jocelyn bajó los cañones de la escopeta y apoyó ambas manos en la mesa.

No es un asunto del que debamos seguir hablando.

No pensaba en la edad del muchacho. No tenía ganas de hablar con nadie sobre el asunto.

El chico, sin embargo, estaba decidido a obligar a Jocelyn a decir algo más, no por animosidad personal contra él, sino a fin de reivindicar su derecho —y su capacidad— de saber, de abordar cualquier tema de conversación, fuera el que fuera. Le parecía que ahora ya no quedaba en su vida nada conocido: de ahí su derecho a ser insistente con sus preguntas.

Dudo que haya algún matrimonio que complazca por igual a las dos familias, dijo el chico.

Solía haberlos.

Siempre se sacrifica una de las partes. Por lo general, la que tiene menos dinero.

Sorprendido por el extraño sentido de esta observación y por la manera de formularla, Jocelyn se volvió a mirar al muchacho, que estaba hundido en el sofá con la cara en la sombra. No percibió insolencia en su expresión. Cuando sus miradas se cruzaron el chico continuó:

Nunca te pareció bien el comportamiento de mi madre y mi padre, ¿no es verdad?

No era el mismo caso.

¿Porque nunca se casaron?

¿Quién te ha dicho eso?

Un chico del internado que se llama Charles Hay.

Jocelyn miró hacia la ventana. Toda la educación del muchacho, pensó, había consistido en poner paños calientes y transigir con los repentinos caprichos de su madre.

El chico seguía hablando: Sólo con verlos sabes que no se casaron. No se tratan como marido y mujer. No tienen nada en común, salvo yo.

Ésa no es forma de hablar de tus padres.

¿Es mejor mentir?

Me parece lamentable que tengas que enterarte de estas cosas en el colegio.

Me llaman Garibaldi porque dicen que mi madre también fue su amante.

¡Qué horror!

Yo me río.

¿Te ríes?

¿Esperabas que defendiera el honor de mi madre?

Jocelyn quería decirle al muchacho que muchas veces había discutido con Laura sobre la necesidad de contarle la verdad. Pero tenía la sensación de que todo lo que dijera entonces sería incomprensible porque pertenecía a un pasado que sólo existía en su memoria.

Se volvió hacia la mesa y empezó a limpiar la culata de la escopeta.

¿Por qué es un canalla el capitán Bierce?, preguntó el chico en un tono suave, casi con ternura.

Es un irlandés fanfarrón, un militarote vocinglero y torpón.

¡Ésa no es forma de hablar de tu cuñado!

Después de decir esto, el chico se echó a reír. Y Jocelyn se rió también. Se reían porque de repente se habían derrumbado todos los formalismos que los rodeaban. Frente a este derrumbamiento eran momentáneamente iguales. El chico se levantó del sillón y se aproximó a la mesa. El hombre se sentó en el sillón y recostó la cabeza. Temblaba.

Tomando la culata del arma, el chico observó que los percutores estaban todavía en su sitio. Apoyó el frente de la caja de la escopeta contra la superficie de la mesa y apretó el gatillo. Los dos golpes secos de los percutores al caer sobre madera rompieron el silencio. La superficie de la mesa estaba marcada en ese mismo punto con miles de pequeñas picaduras similares a las de la viruela, que habían sido causadas por años de utilizar este mismo método de soltar los percutores, a fin de que no se aflojaran los muelles.

Jocelyn empezó a hablar desde las profundidades del sillón, con la vista fija en la chimenea y en voz tan baja que casi parecía que lo hacía para sí:

La arrancó del lugar al que pertenece. La conozco. Es fina como la porcelana. Se parece a esa figura de allí, la de las flores en la cintura. Necesita que la protejan y sentirse libre.

El chico no veía al hombre porque estaba oculto tras el respaldo del sillón. Por encima de éste se veía la repisa de la chimenea, sobre la cual había un montón de sobres cubiertos de polvo, una madeja de cordel, una tira de cuero y una figurita de porcelana de una pastora, de unos veinte centímetros.

La arrancó del lugar al que pertenece. Formaba parte de este lugar. Beatrice lo sabía. No tenía secretos. Era el espíritu de este sitio y de esta casa.

Era mi razón de mi vivir aquí.

El chico fijó la vista en la figurilla de porcelana, cuyo barniz rosado, casi blanco, brillaba a la luz de la lámpara.

Empiezo a alegrarme de haber vivido la mitad de mi vida. De una buena parte de ella no puedo quejarme. Pero desde ahora todo irá a peor. Cada vez hay más gente ignorante y burda y demasiado presta a juzgar a los demás. En el futuro sólo habrá sermones y comercio. Ahora odio esta maldita finca. Ya nadie sabe esperar, porque no tienen nada que merezca la pena esperar. Yo mismo no sé cómo esperar. Solía esperarla a ella.

El hombre dejó de hablar.

Cambiaré, dijo después. Hace frío aquí.

El chico se acercó a la repisa de la chimenea sin apartar la vista de la pastora de porcelana.

¿Por qué estaba Beatrice en su cuarto, todavía en bata y camisón y con el pelo sin recoger en plena tarde, aquel 2 de mayo de 1902?

El día anterior, caminando por el huerto, había observado que el lilo de la esquina noreste tenía varias ramas florecidas. Quería coger algunas para llevarlas a la casa. Pero para llegar hasta el arbusto tenía que atravesar un macizo enfangado de coles de Bruselas medio podridas. Se quitó los zapatos y las medias y los dejó en el camino. Sus pies se hundieron en el fango hasta los tobillos. Cuando llegó al arbusto se dio cuenta de que no era lo bastante alta. Un poco más allá, apoyada contra el muro del huerto, había una escalera de mano ennegrecida y descuajeringada. (Durante su ausencia en Suráfrica, la casa y la finca se habían deteriorado mucho.) Comprobó los tres primeros peldaños y le pareció que aguantarían. Llevó la escalera hasta el lilo y se subió. Una avispa, atrapada entre su falda y el muro, le picó en el empeine. Dio un grito (un gritito como el de un niño o una gaviota), quitó importancia a la picadura, cortó el ramo de lilas y se dirigió descalza a la casa para lavarse los pies. Por la tarde, se le había hinchado el pie y aquella noche durmió mal.

A la mañana siguiente decidió quedarse en la cama. Sabía que era el tipo de decisión que nunca habría tomado antes de casarse, antes de irse de la granja. Jocelyn esperaba que se ocupara de la casa y echara un vistazo a los establos y la lechería: él se había ido a una cacería en Leicestershire. Aquella tarde iba a pasar un inspector y se suponía que tenía que tener listos ciertos documentos. Todo el mundo esperaba que no diera importancia alguna a una pequeña picadura de avispa, para entonces ya casi curada. Antes de su matrimonio hacía lo que se esperaba de ella. Ahora no.

Dio instrucciones y tomó un baño. Todavía húmeda, se contempló en el espejo, uno de esos altos espejos articulados.

No intentó mirarse como lo haría un hombre. No se paró a hacer consideraciones sexuales mientras contemplaba su cuerpo. Despojado de sus ropas, lo veía como un centro. En torno a él, veía el espacio del cuarto de baño. Y, sin embargo, algo había cambiado entre este centro y la habitación, algo que venía a explicar por qué la casa, la finca, le parecían distintas desde su regreso. Se cubrió los senos con las manos y luego las deslizó lentamente hasta las caderas, deteniéndose en la parte anterior de los muslos. Ya fuera la superficie de su cuerpo, ya fuera el tacto de sus manos había cambiado también.

Antes vivía en su cuerpo como si fuera una cueva exactamente de su mismo tamaño. El resto del mundo eran las rocas, la tierra que rodeaban la cueva. Imaginemos que introducimos una mano en un guante cuya superficie externa forma un continuo con el resto de las sustancias.

Ahora su cuerpo había dejado de ser la cueva en la que vivía. Era compacto. Y todo lo que lo rodeaba, todo lo que no era ella, era cambiante. Ahora todo lo que se le ofrecía no pasaba de las superficies de su cuerpo.

Poniéndose el camisón y la bata, regresó a la cama. Se recostó en las almohadas e imitó el cacareo de un pavo. Al advertir el retrato de su padre, se calló. Algunas mujeres habrían pensado que se estaban volviendo locas. Empezó a balancear la cabeza a ambos lados de la pila de almohadas, de modo que la habitación también oscilaba. Cuando empezaba a marearse, se levantó de la cama y se echó en el suelo a gatas: el suelo alfombrado era estable, inmóvil. En el espacio estable, vacío, del suelo tuvo conciencia de ser feliz.

En el tocador, con un cepillo de plata en forma de sirena en la mano, se hizo la misma pregunta que venía haciéndose desde hacía seis meses: ¿Por qué no siento la pérdida? Su forma de responder a esta pregunta era examinar sus pensamientos para asegurarse de que la suposición era cierta. Entonces, la respuesta, que le parecía totalmente satisfactoria, era: Pues porque no.

El capitán Patrick Bierce murió en combate el 17 de septiembre de 1901, en las montañas que se extienden al norte del Gran Karoo, en El Cabo. Un campamento británico fue atacado por un comando de los bóers bajo el mando del general Smuts. Los comandos se encontraban en una situación desesperada, faltos de víveres y munición. Al capitán Bierce le volaron media cabeza en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre las rocas. El bóer que le disparó desde tan cerca había utilizado un cartucho de máuser (de los que se suelen utilizar en caza mayor), porque no tenía otra munición. Posteriormente, cuando los británicos se habían rendido, el bóer encontró el cuerpo mutilado del oficial al que había disparado y lamentó haber tenido que utilizar ese tipo de munición. No obstante, luego pensó que no había tanta diferencia entre matar a un hombre con un cartucho explosivo o destrozarlo con una granada de lidita.

El coronel que comunicó a Beatrice la muerte de su marido, dijo: Nosotros, los militares, contamos como ganancias nuestras pérdidas. Aquellos hombres que más deseamos honrar son los que mueren en una gran causa.

Lo que la afligía era imaginarse el pánico que debía de haber sentido su marido ante su propia muerte. Lo imaginaba muriéndose con una desilusión mortal. Pero el hecho de que su vida en común hubiera acabado la impresionaba también más como una ganancia que como una pérdida. Podía abandonar África. Podía abandonar a su marido. Podía abandonar a sus compañeros, el resto de los oficiales.

No sé cuánto tiempo hacía que Jocelyn y Beatrice mantenían una relación incestuosa.

Sé que Beatrice tenía que casarse con el capitán Bierce a fin de simplificar su vida.

El poder que Jocelyn ejercía sobre su hermana era esencialmente el poder que tiene el hermano mayor durante la infancia, prolongado en la vida adulta. Era protector y posesivo; era el árbitro moral en un mundo que él conocía mejor que ella. La principal virtud de Beatrice debía de residir en su obediencia y su indiferencia con respecto a la opinión de los demás. No obstante, a partir de la adolescencia, el poder de Jocelyn sobre su hermana dependía también de la colaboración de ella. Más aún, esa colaboración era un elemento más importante en su relación que toda la capacidad adulta de Jocelyn para imponer su dominio. Éste era el resultado de la voluntad de ella de que así fuera. De ahí la extraña naturaleza circular de sus humores y su intimidad.

El capitán Bierce entró en este círculo: confiado, enorme, satisfecho, directo, sencillo y tan libre de complicaciones como sólo puede parecerlo un hombre en uniforme. La cortejó. Se arrodilló ante ella y le dijo que era su servidor, su inmenso servidor. Le dijo que adoraba el suelo que ella pisaba.

No parecía exigirle ni comprensión ni complicidad. Sólo le pidió formalmente la mano. Su misma sencillez hace convincentes las metáforas convencionales. Le enseñaría el mundo llevándola de la mano.

Aceptó su proposición.

Se casaron en la iglesia parroquial de Santa Catalina.

Se marcharon a África.

Se estima que la superficie de la tierra sobrepasa los ciento treinta y cuatro millones de kilómetros cuadrados. El Imperio Británico ocupa casi un cuarto de esta extensión con treinta y un millones de kilómetros cuadrados. La parte más grande es la que se encuentra en las zonas templadas aptas para asentamientos blancos... El territorio del Imperio se divide casi por igual entre el hemisferio norte y el hemisferio sur; las grandes extensiones de Australasia y Suráfrica cubren entre las dos más de trece millones de kilómetros cuadrados en el hemisferio sur, mientras que el Reino Unido, Canadá y la India, con los estados nativos, cubren en conjunto unos trece millones de kilómetros cuadrados del hemisferio norte. La alternancia de las estaciones es así completa: una mitad del Imperio disfruta del verano, mientras la otra mitad está en invierno.

Unas semanas después de su llegada a Durban, Beatrice empezó a tener una alucinación: empezó a creer que todo estaba inclinado, que todo lo que la rodeaba estaba en una pendiente que cada vez se hacía más abrupta. Conforme aumentaba el ángulo de inclinación, todo lo que estaba en ella empezaba a resbalar hacia su borde inferior. Este plano inclinado se extendía sobre todo el subcontinente, y su borde inferior caía sobre el océano Índico.

Una tarde de febrero de 1899, en Pietermaritzburg, tomó un rickshaw, aunque hacía poco el capitán Bierce le había insistido misteriosamente en que no debía hacerlo. Sin embargo, ya no se hacía muchas ilusiones con respecto a los misterios de su marido.

El muchacho zulú que conducía el rickshaw llevaba un deslucido tocado de plumas de avestruz teñidas que olían a pelo quemado. Sus largas piernas estaban burdamente blanqueadas con cal. La noche anterior había habido una tormenta y el cielo, limpio, tenía un azul intenso, inusitado. Las ajadas plumas de avestruz, sacudiéndose al ritmo de la carrera del muchacho que tiraba de las varas del vehículo, parecían cepillar el cielo azul, como si fuera una superficie pintada, tangible.

Pasaron junto a una compañía de soldados británicos desfilando. Bajo el cielo azul, frente a los bajos edificios, construidos de prisa y corriendo, cual chozas, a lo largo de las calles rectas y carentes de todo misterio, los pelotones de soldados parecían cajas en cuyo interior vibraban inútilmente veinte o treinta hombres.

Aquí, al igual que en Durban, las actividades de sus compatriotas no cesaban nunca. Todos los momentos estaban ocupados con alguna tarea. El rickshaw pasó ante unos oficiales a caballo que inclinaron levemente la cabeza, sin mirarla. Para ellos, era la esposa de un oficial. Beatrice había decidido qué colegas del capitán Bierce prefería que murieran en Ladysmith, en el caso de que tuviera que perecer alguno.

Observó el movimiento de las piernas encaladas: una se estiraba, cediéndole el paso continuamente a la otra, que se flexionaba. Este movimiento era muy diferente del de las patas delanteras de un caballo vistas desde un cabriolé; y la diferencia la perturbaba. Pero no sacó ninguna conclusión de su sensación. Lo que la diferenciaba del resto de las esposas británicas con quienes se veía obligada a pasar la mayor parte del tiempo era que ella no se formaba opiniones. Había llegado a odiar el soniquete de las conversaciones. Se fiaba de ciertas sensaciones precisamente porque no la llevaban a sacar ninguna conclusión.

Torcieron en una calle más estrecha pero igualmente recta que pasaba por detrás de los bungalows y de algunos terrenos sin construir. La sombra de los árboles era intermitente. Alcanzaron a unas mujeres africanas que caminaban por la cuneta cubierta de matojos. Por cómo iban vestidas no cabía duda de que habían ido a la ciudad desde alguno de los poblados de la reserva. (La mujeres podían ir a la ciudad en ciertas ocasiones para visitar a los hombres de la familia que trabajaban allí.) Acarreaban unas calabazas inmensas en la cabeza. El rickshaw aminoró el paso. Una de las mujeres le chilló algo que Beatrice no entendió al chico zulú. Otra le hizo un gesto y se rió. Ninguna de las mujeres la miró. Dos de ellas eran ancianas con los pechos consumidos. Otra llevaba un niño.

Al final de la estrecha calle había una bulliciosa avenida, y llegaron a su destino: la entrada del jardín botánico. Beatrice se bajó del vehículo y le preguntó al chico zulú qué era lo que transportaban las mujeres en aquellas calabazas. Bajando la cabeza —pues ella era mucho más baja—, le dijo que era cerveza de malta. Fue entonces cuando todo se inclinó por primera vez. Tuvo que asirse a la verja del botánico. Se agarró de frente, apoyando la cabeza entre dos barrotes. El chico del rickshaw se la quedó mirando, atónito, hasta que llegó un policía y empezó a amenazarlo.

La segunda vez fue en Durban, en una cena ofrecida por el oficial del puerto. Vio que la mesa empezaba a ladearse. Echó la mano para impedir que se volcaran los candelabros de plata con las velas encendidas. Al hacer este abrupto movimiento (incomprensible para los que estaban sentados a su lado), derramó la copa de vino de uno de los comensales.

Más tarde aquella misma noche, cuando la bebida lo había puesto tierno y amenazador, el capitán Bierce le susurró afectuosamente: Una esclava torpe, palomita mía, ha de ser castigada. No me queda más remedio que volverte a atar. Si intentas zafarte, Beatrice, tendré que reforzar las correas. Háblame. Declárame tu obediencia...

Conforme la alucinación se fue haciendo más frecuente, la sensación física de que todo estaba inclinado dio paso a la convicción de que lo estaban inclinando. En lugar de sentirlo, de repente lo supo.

Es consciente de que hay otra manera de verla a ella y todo lo que la rodea que sólo puede definirse como la manera en que ella no puede ni podrá ver jamás. Ahora la están viendo de esa manera. Se le seca la boca. Le aprieta el corsé más de lo acostumbrado. Todo se inclina. Lo ve todo con claridad, normalmente. No distingue inclinación alguna. Pero está convencida, profundamente convencida, de que todo ha sido inclinado.

Incluso cuando la alucinación ha pasado, la idea de que el subcontinente está en declive no la sorprende como algo imposible; por el contrario, le parecía que casaba con el resto de sus experiencias cotidianas y las hacía más plausibles.

La angustia que acompañaba a la alucinación fue desapareciendo poco a poco. No lo consultó con nadie. Dejó de preocuparle que fuera algo anormal. Lo aceptó. Lo aceptó como una consecuencia más de su vida primero en Pietermaritzburg, luego en Durban y finalmente en Capetown. Ya no se preguntaba si se estaba volviendo loca; en lugar de ello, sólo aguardaba una buena ocasión para escapar.

La perturbación de Beatrice se debía en parte al descubrimiento de cómo era su marido sin uniforme. Lo único que él le pedía es que le dejase atarla y maltratarla suavemente. La mera visión de ella atada solía bastarle para alcanzar el clímax sexual; no era la violencia que él pudiera infligirle lo que la hacía sufrir, sino su propia vergüenza y desilusión. El clima, para ella extraño, de Natal y la Colonia del Cabo podrían haber exacerbado su estado nervioso. Pero además había otro factor.

La gran alucinación amaxosa

El 23 de diciembre de 1847, el gobernador británico de la Colonia del Cabo, sir Harry Smith, reunió a todos los jefes de las tribus amaxosas de la frontera del este. Les dijo que su territorio —el más fértil de Suráfrica— iba a ser anexionado y convertido en una provincia de la Corona: el Kaffraria británico. Pasado cierto tiempo quedó claro que la tribu gaika y su jefe Sandila estaban decididos a oponer una porfiada resistencia. Sir Harry Smith volvió a reunir a los jefes. Sandila se negó a ir. Tras esto, sir Harry lo destituyó de su cargo y nombró en su lugar a un magistrado británico, llamado Mister Brownlee, como jefe de los gaikas. Convencidos de que habían lidiado magistralmente con el problema, los dos ingleses ordenaron arrestar a Sandila. El 24 de diciembre de 1850, las tropas enviadas en su busca cayeron en una emboscada, y la tribu gaika se rebeló. Los colonos blancos de los poblados militares de la frontera fueron atacados y muertos mientras celebraban la Navidad. Así empezó la cuarta guerra cafre: la penúltima etapa en la larga lucha de los amaxosas por defender su independencia, una lucha que llevaba durando ya sesenta años.

Hacia 1853, gracias a su prodigiosa superioridad militar (la guerra costó al Ministerio de las Colonias casi un millón de libras), los británicos lograron derrotar militarmente a las tribus. En 1856 siguió lo que posteriormente los británicos darían en llamar «La gran alucinación amaxosa». Esta «alucinación» constituyó la última etapa en la lucha de la nación amaxosa por su independencia.

Una muchacha llamada Nongkwase le contó a su padre que cuando había ido a buscar agua al arroyo se había encontrado con unos extranjeros de aspecto majestuoso. El padre fue a verlos. Éstos le dijeron que eran los espíritus de los muertos que habían venido a ayudar a su pueblo a echar a los blancos al mar. El padre informó a Sarili, el jefe amaxosa, quien anunció que el pueblo había de hacer lo que los espíritus le indicaran. Los espíritus les dieron instrucciones para que sacrificaran todo el ganado y destruyeran todo el grano que poseyeran. El ganado era escuálido y las cosechas muy pobres debido a que el hombre blanco ya se había apoderado de bastantes tierras. Cuando todas las cabezas de ganado se hubieran sacrificado y destruido todas las semillas, miríadas de rollizo y hermoso ganado surgirían de la tierra; aparecerían al instante inmensos campos rebosantes de maíz maduro, las penas y la enfermedad se disiparían, todo el mundo sería joven y bello, y, ese día, los blancos perecerían.

El pueblo obedeció. El ganado era fundamental en su cultura. En los pueblos, las cabezas de ganado eran la medida de la riqueza. Cuando se casaba una hija, su padre, si era lo bastante rico, le daba en dote una vaca, un ubulungu —un hacedor del bien—: esta vaca no se podía sacrificar nunca y cada vez que la hija daba a luz debía atarse un pelo de su cola al recién nacido. Pese a todo, el pueblo obedeció. Mataron todo el ganado incluidas las vacas sagradas y quemaron todo el grano.

Construyeron unos grandes rediles nuevos para el rollizo ganado que no tardaría en aparecer. Prepararon los odres para la leche que pronto sería más abundante que el agua. Se armaron de paciencia y esperaron que llegara el momento de su venganza.

Llegó el día señalado por la profecía. El sol salió y se puso llevándose las esperanzas de cientos de miles. Al caer la noche no había cambiado nada.

Se estima que cincuenta mil murieron de hambre. Muchos miles más abandonaron su tierra en busca de trabajo en la Colonia del Cabo. Los que se quedaron lo hicieron como mano de obra desposeída de sus tierras. (Un poco después muchos de ellos trabajarían como esclavos asalariados en las minas de diamantes y oro situadas al norte.) En la fértil y para entonces despoblada tierra de los amaxosa, se asentaron y prosperaron los granjeros europeos.

¿Quién es?, preguntó el chico.

El Gran Duque Ferdinando Primo. Fue el fundador de Livorno. Era de Florencia, contestó Umberto.

¿De qué está hecho?

No te entiendo.

¿Es de piedra?, preguntó el chico

Es de bronce, un metal precioso.

¿Por qué están encadenados esos hombres?

Eran esclavos. Esclavos africanos.

Parecen muy fuertes.

Tenían que serlo. Ellos eran los que... ¿Cómo se dice? Umberto imitó a un hombre remando.

¿Los que remaban en los barcos?

Sí, sí, eso.

¿Por qué les levantaron una estatua?

Ma perché son magnifici. Son muy bellos.

Beatrice dejó a un lado el cepillo de plata con forma de sirena y, de camino hacia la ventana, se detuvo junto al jarrón de lilas.

Cuando el chico entró en la habitación, dijo: No recuerdo unas lilas con un olor como el de esa mata. Luego le pidió por favor que fuera a averiguar si el ayudante del vaquero seguía enfermo. Después de que el chico saliera, pensó: Le doblo la edad.

Poema para Beatrice

La niebla cambia sin cesar mi tamaño

Sólo en los mapas se miden los territorios

Los sonidos que hago proceden de otro lugar

Me envuelve el asombroso silencio de mis pechos

Trenzo mi cabello en frases

Que nunca se deshacen

Camino a donde quiero

Sólo las muñecas caben en los puños

Rompe

Rompe el asombroso silencio de mis pechos.

Los bóers

«Nuestro siglo es un inmenso caldero en el que hierven y se mezclan todas las épocas históricas».

Octavio Paz

Los bóers destruyeron la civilización africana en Suráfrica. Los bóers colonizaron Suráfrica para el ulterior provecho de los británicos. Éstos los ayudaron intermitentemente en la colonización, pero la relación esencial entre colonizadores y colonizados fue una creación de los bóers, quienes, a su vez, eran fugitivos, tanto en el sentido histórico como geográfico. Derrotaron en nombre de la derrota. Cuando en el siglo XVIII empezaron a penetrar en el Alto Veld, iban escapando del control de la Compañía Holandesa de la Indias Orientales en Ciudad del Cabo, y en cuanto iniciaron su huida, regresaron a la historia. Abandonaron las granjas en donde estaban establecidos y se convirtieron en pastores y cazadores nómadas.

La gran emigración de 1835 que llevó a los bóers hasta Natal, el Transvaal y el Estado libre de Orange era una huida de la disciplina y los principios—de producción, políticos, morales— que imperaban en Europa en el siglo XIX. A diferencia de los otros colonizadores, los bóers nunca pensaron que estaban llevando la «civilización» al «continente negro»: ellos mismos se estaban retirando de esa «civilización».

Sus medios de producción no eran más avanzados que los de los bantúes, a quienes desposeyeron de sus tierras, quemaron sus cosechas y robaron el ganado. Las armas de fuego, los veloces caballos y los carros les dieron la ventaja táctica necesaria. Pero fueron incapaces de desarrollar aquello de lo que se habían apoderado por la fuerza. Fueron incapaces incluso de explotar a la mano de obra de aparceros desposeídos que ellos mismos habían creado. Pese a todos sus derechos de dominio y propiedad, que para ellos eran sagrados y otorgados directamente por Dios, no podían hacer nada. Eran impotentes; y estaban solos entre aquellos a quienes habían vencido inútilmente.

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