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4.

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En el resto del mundo colonizado, esclavizado y explotado por Europa, las poblaciones nativas fueron masacradas y destruidas (en Australia, en Norteamérica), deportadas (desde el oeste de África como esclavos), u obligadas a acomodarse a un sistema moral, religioso y social que racionalizaba y justificaba las colonizaciones (el catolicismo en Latinoamérica o los pequeños reinos y el sistema de castas integrados en el Imperio Británico en la India). En Suráfrica, los bóers fueron incapaces de establecer esta suerte de hegemonía «moral» autojustificadora. No pudieron hacer nada con la victoria ni tampoco con las víctimas. No llegaron a ningún pacto con aquellos a quienes habían desposeído. No había posibilidad de acuerdo porque eran incapaces de utilizar lo que habían tomado por la fuerza.

Y, por consiguiente, hubo menos hipocresía o autocomplacencia o corrupción entre los bóers que entre otros colonizadores. Pero para ellos la mera existencia de los africanos era ya una advertencia de la gran venganza negra que nunca cesaron de temer. Y como no había acuerdo posible, la justificación, la explicación de su posición tenía que estar siendo continuamente reafirmada mediante la emoción individual. Día y noche, los bóers tenían que asegurarse de que su sentimiento de dominio era más fuerte que su miedo. Sólo el odio podía aliviar el miedo.

En cuanto a Beatrice, la política era una de esas carreras abiertas a los hombres, ni más ni menos. (Para ella la dedicación de Laura a la política era una prueba de su falta de humanidad.) A ella le interesaban los relatos y los personajes de la mitología griega, pero no la historia. Desconocía la suerte que habían corrido los amaxosa. Cuando oía a la gente hablar, como lo hacían de continuo en el ferrocarril de Musgrave, en Durban, o en el Hotel Royal, de la «traición de los bóers» y de las «atrocidades de los bóers», le daba la impresión de que cada cual esperaba su turno para competir, como los cantantes en una audición, poniendo sus propios gestos y su sentimiento individual a las frases obligadas. La competición no acababa mientras hubiera una segunda persona presente. Otros temas eran El Imperio, El carácter del cafre, Las cualidades del soldado británico, El papel de los misioneros. Nunca ponía en tela de juicio las hipótesis en las que se basaban las frases. Hipótesis y competición la aburrían. Tomó la costumbre de hacer que escuchaba mientras examinaba las uñas del contertulio o miraba por la ventana o se preguntaba para sus adentros qué iba a hacer a continuación. De ahí que normalmente su atención y su tiempo estuvieran desocupados. Y esto es lo que la llevó a trastornarse, a la posibilidad de que el subcontinente la obsesionara.

Precisamente porque le faltaba la protección de las generalizaciones y las opiniones hechas, porque dejaba vagar sus pensamientos, porque carecía de aquello que han de mantener siempre todos los administradores y tropas que oprimen a otra nación —una idea de obligación perpetua—, empezó a sentir, en los intersticios de la convención social, la violencia del odio, la violencia de lo que habría de ser vengado.

En Pietermaritzburg vio a un holandés leal a la Corona pegar a un criado cafre. Mientras le golpeaba, salía de su garganta un sonido similar a la risa. Tenía la boca abierta, la lengua entre los dientes. Tanta era su pasión que no hubiera parado hasta aniquilar al muchacho que estaba golpeando; sin embargo, por fuerte que le diera no podría aniquilarlo. De ahí que hiciera ese ruido parecido a la risa. Su expresión era la misma de un niño pequeño cagándose adrede en los pantalones. El criado se encogía para protegerse de los golpes en el más absoluto silencio.

A veces, en la forma de correr de un africano veía el desafío de toda su raza.

Beatrice no podía explicarse a sí misma lo que sentía. Hay un equivalente histórico del proceso de represión psicológica en el subconsciente. Ciertas experiencias no se pueden verbalizar porque han sucedido demasiado pronto. Esto ocurre cuando una visión del mundo heredada es incapaz de contener o resolver las emociones o intuiciones provocadas por una situación nueva o una experiencia extrema que dicha visión del mundo no había previsto. Aparecen «misterios» en el seno o en los límites del sistema ideológico. Estos misterios acaban por destruirlo al tiempo que proporcionan los fundamentos de una nueva visión del mundo. La brujería medieval, por ejemplo, se puede considerar desde este punto de vista.

Una reflexión personal de un momento determinado muestra que una gran parte de nuestra experiencia no se puede formular adecuadamente: requiere una comprensión ulterior de la condición humana en su totalidad. En ciertos aspectos es más probable que quienes nos sigan nos entiendan mejor de lo que nos entendemos a nosotros mismos. Sin embargo, su comprensión se expresará en unos términos que nos resultarán ajenos. Harán que no podamos reconocer como nuestra aquella experiencia que no llegamos a formular. Así hemos modificado la de Beatrice.

Es consciente de que hay otra manera de verla a ella y todo lo que la rodea que sólo puede definirse como la manera en que ella no puede ni podrá ver jamás. Ahora la están viendo de esa manera. Se le seca la boca. Le aprieta el corsé más de lo acostumbrado. Todo se inclina. Lo ve todo con claridad, normalmente. No distingue inclinación alguna. Pero está convencida, profundamente convencida, de que todo ha sido inclinado.

Se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra, junto a la cama, para verse el empeine, donde le había picado la avispa. Todavía le quedaba un círculo rosado del tamaño de una moneda de medio penique; pero el pie ya no estaba inflamado. Se lo sujetaba entre las manos como si fuera la cabeza de un perro cuya mirada estuviera fija en la puerta. De repente, se desabotonó la bata, se subió el camisón por encima de las rodillas, levantó el pie e, inclinando la cabeza, se lo puso en la nuca. Sintió la frescura del pelo al caerle por encima. Enderezó la espalda todo lo que pudo. Pasado un rato, bajó la cabeza, puso el pie en el suelo y se quedó sentada con las piernas cruzadas, sonriendo.

Veo un cabriolé tirado por un caballo junto a la puerta principal de la casa. En el cabriolé va un hombre vestido de negro y tocado con un bombín. Es un hombre corpulento e inexplicablemente cómico. El caballo es negro, como lo es el cabriolé a excepción de algunos adornos blancos. Estoy observando el caballo y el cabriolé y a ese hombre tan cómicamente correcto y normal desde la ventana de la habitación de Beatrice.

En una mesa entre la ventana y la gran cama con dosel está el jarrón con las lilas blancas. El aroma de éstas es el único elemento que puedo reconstruir con toda certeza.

Beatrice debe de andar por los treinta y seis. El cabello, normalmente recogido en un moño, le cae suelto sobre los hombros. Lleva una bata bordada. Las hojas bordadas le llegan hasta el cuello. Está de pie, descalza.

El chico entra y le informa de que los documentos para el hombre del cabriolé estaban en orden.

Tiene quince años: es más alto que Beatrice, de pelo oscuro y nariz grande, pero sus manos son delicadas, apenas más grandes que las de ella. Tiene algo de su padre en la relación entre la cabeza y los hombros: una especie de desfachatez domesticada.

Beatrice alza un brazo hacia el chico y extiende la mano.

Cerrando la puerta tras él, avanza hacia ella y le coge la mano.

Girando sus manos juntas, Beatrice hace que los dos miren hacia la ventana. Al ver al hombre de negro a punto de irse, rompen a reír.

Al reírse balancean sus brazos unidos, y este balanceo los aleja de la ventana, aproximándolos a la cama.

Se sientan al borde de la cama riéndose todavía.

Se reclinan despacio hasta tocar la colcha con la cabeza. En este movimiento ella se le anticipa ligeramente.

Son ambos conscientes de la dulzura del sabor que les impregna la garganta. (Una dulzura no muy diferente a la de probar una uva dulce.) La dulzura no es excepcional de por sí; lo que es excepcional es la experiencia de gustarla. Es comparable a la experiencia de un dolor fuerte. Pero mientras que el dolor anula toda anticipación salvo la del retorno del pasado antes de su aparición, lo que ahora se desea no ha existido nunca.

Desde el momento en que entró en la habitación, ha sido como si la secuencia de sus actos constituyera un solo movimiento, una sola pincelada.

Beatrice le pasa la mano por detrás de la cabeza, atrayéndolo hacia ella.

Bajo la bata, la piel de Beatrice es más dulce que todo lo que él hubiera podido imaginar con anterioridad. Había imaginado la suavidad como una cualidad propia de las cosas pequeñas y concentradas (como un melocotón) o de algo extenso, pero fino (como la leche). La suavidad de Beatrice pertenece a un cuerpo que tiene sustancia y parece inmenso. No inmenso en relación a él, sino inmenso en relación con todo lo que percibe en ese momento. Esta magnificación del cuerpo de ella es en parte el resultado de la proximidad y el enfoque, pero también lo es de que el sentido del tacto ha suplantado al de la vista. Beatrice ha dejado de tener un contorno; es una superficie continua.

Inclina la cabeza para besarle el pecho y tomar el pezón entre sus labios. La conciencia de lo que está haciendo certifica la muerte de su infancia. Esta conciencia es inseparable de cierta sensación y cierto gusto en la boca. La sensación es la de un bocado, vivo, inexplicablemente a medias despegado de la redondez del pecho, como si pendiera de un tallo. El gusto está tan asociado con la textura y la sustancia del bocado y con su temperatura que sería difícil definirlo en otros términos. Es un poco parecido al sabor de ese jugo blanco que sale de los tallos de algunas hierbas. Es consciente de que a partir de entonces podrá disponer por su propia iniciativa tanto de la sensación como del gusto. Los pechos de ella brindan por su independencia. Hunde la cara entre ellos.

Su diferencia de él actúa como un espejo. Todo lo que observa en ella, todo aquello en lo que se detiene su mirada, acentúa su conciencia de sí mismo sin que por ello su atención se aparte del cuerpo de ella.

Es la mujer a la que solía llamar tía Beatrice. Llevaba la casa y daba órdenes a los criados. Caminaba por la pradera del brazo de su hermano. Le llevaba a la iglesia de niño. Le hacía preguntas sobre lo que había aprendido en clase; preguntas como ¿cuáles son los principales ríos de África?

Alguna vez durante su infancia lo había asombrado. Una vez la vio en cuclillas en la esquina de un prado y luego se preguntó para sus adentros si estaría orinando. En alguna ocasión, lo había despertado a media noche con una risa tan salvaje que creyó que estaba gritando. Una tarde entró en la cocina y la encontró dibujando una vaca con tiza en el enlosado: un dibujo infantil, de los que hacía él cuando era pequeño. En todas esas ocasiones su asombro había sido el resultado del descubrimiento de que era distinta cuando estaba sola o cuando creía que él no estaba delante.

Aquella mañana cuando le había dicho que fuera a su habitación, le había presentado otra personalidad, pero sabía que ya no se trataba de un descubrimiento fortuito, sino de una intención deliberada por parte de ella. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros. Nunca se lo había visto, ni tampoco se lo había imaginado así. Le pareció que tenía la cara más pequeña, mucho más pequeña que la suya. Y la coronilla era inesperadamente plana, y muy brillante el cabello que cubría esa planicie. Tenía en los ojos una expresión muy seria, casi grave. Dos zapatos de pequeño tamaño estaban tirados a cada lado de la alfombra. Estaba descalza. Su voz también era diferente; mucho más lentas sus palabras.

No recuerdo unas lilas con un olor como el de esa mata, dijo ella.

Esa mañana no se sorprendió. Aceptó los cambios. No obstante, esa mañana todavía pensaba en ella como la dueña y señora de la casa en la que él había pasado su infancia.

Es una figura mítica que él ha ido armando pieza a pieza, cualidad a cualidad. Conoce su suavidad; es anterior a todo lo que recuerda, aunque no así la extensión que abarca. Su piel ardiente y sudorosa es la misma fuente de calor que manaba de las ropas de la señorita Helen. Su independencia de él es aquello que él reconocía en el tronco del árbol cuando lo besaba. La blancura de su cuerpo es lo que él ha identificado con la desnudez siempre que ha atisbado un fortuito segmento blanco en un revoltijo de enaguas y faldas. Su aroma es el de los campos por la mañana temprano, que huelen a pescado aunque estén a muchos kilómetros del mar. Sus dos pechos constituyen lo que su razón había admitido en ella hacía ya tiempo, aunque le asombra la nitidez, el grado de independencia que hay entre uno y otro. Había visto dibujos en las paredes que le aseguraban que carecía de pene y de testículos. (El oscuro triángulo de vello, parecido a una barba, hace más natural y más sencilla de lo que él creía la ausencia de éstos.) Esta figura mítica encarna la alternativa deseable a todo lo que aborrece o le repugna. Ella es la que le hace ignorar su propio instinto de conservación, como cuando se escapó, asqueado, de los hombres cubiertos con sacos y de los caballos muertos. Ella y él juntos ahora, a escondidas y desnudos, constituyen una recompensa a su virtud.

La figura mítica conocida y la mujer a la que él llamaba tía Beatrice se unen en una misma persona. La unión destruye ambas figuras. Ninguna de las dos volverá a existir.

Ve los ojos de una mujer desconocida mirándolo. Lo mira sin fijar la vista en él, como si, al igual que en la naturaleza, lo pudiera encontrar en cualquier parte.

Oye la voz de una mujer desconocida hablándole: Cariño, cariño, cariño mío. Vayamos a aquel lugar.

Sin vacilar, le pone una mano en la cabeza y abre los dedos para que el cabello mane entre ellos. Lo que siente en la mano le resulta inexplicablemente familiar.

Ella se abre de piernas. Él empuja un dedo hacia ella. Una cálida mucosidad le envuelve el dedo, tan pegada a él como una novena piel. Cuando lo mueve, la superficie del líquido envolvente se estira, hasta romperse a veces. Al romperse y antes de que esa piel cálida y húmeda vuelva a cubrir la rotura, siente en esa parte del dedo una sensación de frescor.

Ella le agarra el pene con ambas manos, como si fuera una botella cuyo contenido estuviera a punto de verterse por encima.

Se hace a un lado para quedar bajo él.

El coño le empieza en la punta de los pies; sus pechos están dentro, y sus ojos también; la ha envuelto.

Lo envuelve a él.

El descanso.

Antes era inimaginable, como un nacimiento para lo nacido.

Son las ocho de la mañana de un día de diciembre. La gente está en el trabajo o de camino hacia el trabajo. Todavía no ha amanecido completamente y la niebla envuelve la oscuridad. Acabo de salir de una lavandería donde la luz fluorescente violeta hace desaparecer la mayoría de las manchas hasta que sacas la colada de la bolsa y la miras en tu habitación. Bajo la luz fluorescente, la cara de la empleada de la lavandería tenía el blanco de la de los payasos, con los ojos sombreados de verde y unos labios violetas, blanquecinos. La gente que me cruzo en la Rue d’Odessa se mueve ligera, pero envarada, agarrotada contra el frío. Es difícil imaginar que hace dos horas la mayoría de ellos estaban en la cama, lánguidos, perezosos. Sus ropas —incluso las escogidas con el mayor esmero o pasión romántica— parecen uniformes de un servicio público para el que todos hubieran sido reclutados. Todo deseo, preferencia o expectativa personal se ha convertido en un fastidio. Espero en la parada del autobús. Al doblar la esquina, el intermitente rojo del autobús parisino parece un hierro candente. En ese momento empiezo a poner en duda el valor de los poemas sobre el sexo.

La sexualidad es por naturaleza precisa o, más bien, su objetivo es preciso. Cualquier imprecisión registrada por cualquiera de los cinco sentidos tiende a refrenar el deseo sexual. El foco del deseo sexual es concentrado y definido. El pecho podría ser un ejemplo de ese foco, pues parte de una forma indefinible, suave y variable que converge en la demarcación de la areola y, dentro de ella, se concreta en el pezón.

En un mundo indeterminado, en flujo constante, el deseo sexual viene acompañado por un anhelo de precisión y certeza: a su lado mi vida está arreglada.

En un mundo estático, jerárquico, el deseo sexual viene acompañado por un anhelo de una modalidad alternativa de certeza: con ella soy libre.

Todas las generalizaciones se oponen a la sexualidad.

Cada uno de los rasgos que la hacen deseable proclama su contingencia: aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí.

Éste es el único poema que se pueda escribir sobre el sexo: aquí, aquí, aquí, aquí... ahora.

¿Por qué escribir sobre la experiencia sexual revela de una forma tan sorprendente lo que tal vez no sea sino una limitación general de la literatura en relación con ciertos aspectos de toda la experiencia?

En el sexo hay una cualidad de «por primera vez» que parece eternamente recreable. En cada momento de excitación sexual, algo se apodera de la imaginación y lo convierte en el primero.

¿Qué es esa cualidad de «por primera vez»? ¿En qué se diferencian normalmente las primeras experiencias de las posteriores?

Tomemos el ejemplo de una fruta de estación: las moras. La ventaja de este ejemplo es que la experiencia de comer las primeras moras todos los años encierra una especie de «por primera vez» artificial que puede traer a la memoria la primera ocasión, la ocasión original. La primera vez que las comías, un puñado de moras representaba todas las moras. Luego, un puñado de moras es un puñado de moras maduras/verdes/ pasadas/dulces/ácidas, etcétera. La capacidad de distinguir se desarrolla con la experiencia. Pero el desarrollo no es sólo cuantitativo. El cambio cualitativo se encuentra en la relación entre lo particular y lo general. Se pierde la naturaleza simbólicamente completa de lo que quiera que sea el puñado. La primera experiencia está protegida porque emana una fuerza enorme; produce magia.

La distinción entre la primera experiencia y la experiencia repetida es que una lo representa todo, pero dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y así hasta el infinito no pueden hacerlo. Las primeras experiencias son descubrimientos del significado original, y el lenguaje de las experiencias posteriores no tiene la fuerza necesaria para poder expresarlo.

La fuerza del deseo sexual humano puede explicarse en términos del impulso sexual natural. Pero la fuerza de un deseo se puede medir por el grado de obsesión que produce. Una obsesión extrema acompaña al deseo sexual. La obsesión toma la forma de la convicción de que lo que se desea es lo más deseable que pueda existir. Una erección es el comienzo de un proceso de idealización total.

En un momento dado el deseo sexual se vuelve inextinguible. Se ignorará incluso la amenaza misma de la muerte. Lo que se desea se desea ahora en exclusiva; no es posible desear nada más.

Como poco, el momento de deseo total dura tanto como el orgasmo. Dura más cuando la pasión aumenta y extiende el deseo. Pero aun en el caso de la mayor brevedad, no debemos tratar esta experiencia como si fuera solamente un reflejo físico o nervioso. En ella se despliega todo el contenido de la imaginación (la memoria, el lenguaje, los sueños). Puesto que la otra persona, palpable y única entre nuestros brazos, es deseada, al menos durante unos instantes, de forma exclusiva, representa, sin calificativos ni distinciones, la vida misma. La experiencia = Yo + la vida.

Pero, ¿cómo escribir sobre esto? Esta ecuación no se puede expresar en tercera persona ni en forma narrativa. La tercera persona y la forma narrativa son cláusulas en un contrato acordado entre el escritor y el lector sobre la base de que ambos entienden a la tercera persona mejor de lo que ésta se entiende a sí misma; y esto echa por tierra los términos de la ecuación.

Aplicados al momento central del sexo, todos los nombres escritos denotan sus objetos de tal forma que rechazan el significado de la experiencia a la que se supone que hacen referencia. Palabras como coño, chocho, trou, bilderbuch, vagina, polla, pito, verga, pego, spatz, pene, bique —y así para todas las partes y lugares del placer sexual— no dejan de sonar raras en todas las lenguas cuando se aplican directamente al acto sexual. Es como si las otras palabras que las rodean y el significado general del pasaje en el que aparecen las pusieran en cursiva. Si suenan raras no es porque sean desconocidas para el lector o el escritor, sino precisamente porque son sus nombres de tercera persona.

Las mismas palabras escritas en estilo indirecto —ya sea en forma de vituperio o descriptiva— adquieren un carácter diferente y pierden la cursiva porque entonces se refieren al discurso del que está hablando y no directamente al acto sexual. Es significativo que los verbos con sentido sexual (follar, joder, mamar, besar, etcétera) suenan menos raros que los sustantivos. La cualidad de «por primera vez» no atañe al acto realizado, sino a la relación existente entre el sujeto y el objeto. En el centro de la experiencia sexual, el objeto —puesto que es deseado de manera exclusiva— se transforma y se hace universal. No hay nada fuera de él, y por eso se queda sin nombre.

Hago dos dibujos esquemáticos:

Tal vez, distorsionan menos que los nombres. Tal vez, recuerdan mejor esa cualidad de la experiencia sexual que he denominado de «por primera vez». ¿Por qué? Al ser visuales, se aproximan más a la percepción física. Pero no creo que ésta sea la única explicación. Una pintura pornográfica romana o renacentista realizada con toda la técnica estaría todavía más cerca de la percepción visual, y, sin embargo, para nuestro fines, resultaría aún más opaca.

¿Será entonces porque estos dos toscos dibujos son esquemáticos y diagramáticos? De nuevo, no lo creo. Los diagramas médicos son a veces más esquemáticos, pero también más opacos. Lo que hace que estos dos dibujos sean un poco más transparentes que las palabras y las imágenes complejas es que la carga cultural que transmiten es mínima. Demostrémoslo a la inversa.

Tomemos el primero. Pongámosle la palabra grande encima. Ya ha cambiado, y ha aumentado la carga. Se convierte más específicamente en un mensaje que el escritor dirige al lector. Pongamos ahora la palabra su delante de grande y el cambio será aún mayor.

Tomemos el segundo y pongámosle encima las siguientes palabras: Escoge el nombre de una mujer y escríbelo aquí. Aunque el número de palabras ha aumentado, el dibujo no se ha alterado. Las palabras no califican el dibujo ni lo emplean sintácticamente. Y por eso el dibujo sigue estando relativamente abierto a la apropiación exclusiva del espectador. Ahora llevemos a cabo las instrucciones. Escribamos el nombre de Beatrice, por ejemplo. De nuevo, aumenta la carga cultural, y el dibujo se vuelve opaco. El nombre Beatrice relaciona el dibujo con un sistema exterior de categorías. Lo que el dibujo representa ahora se ha convertido en una parte de Beatrice, y Beatrice forma parte de una cultura europea histórica. Finalmente nos encontramos mirando un burdo dibujo de una parte sexual. Mientras que la experiencia sexual misma afirma una totalidad.

Tomemos ambos dibujos y escribamos la palabra yo sobre cada uno.

Estoy escribiendo sobre los dos amantes en la cama.

Vuelve a fijar los ojos en él. Para él, esta forma de mirar es algo tan específico y permanente como una casa o una puerta determinada. Sabrá encontrar el camino para volver a ella.

Es una mirada para la cual le había preparado hacía cuatro años la muchacha romana. Tras una mirada así hay una confianza total en que expresar algo en ese momento —sin pensar, sin palabras, sino sencillamente con los ojos incontrolables— es ser comprendido al instante. Ser, en ese momento, es ser conocido. De ahí que desaparezca toda distinción entre lo personal y lo impersonal.

No interpretemos mal ni siquiera un instante el significado de esa mirada. Es una mirada suplicante y, al mismo tiempo y en la misma medida, agradecida. Esto no quiere decir que Beatrice esté agradecida por lo que ha pasado y esté suplicándole para que pase lo que vendrá después.

No te pares, cariño, no te pares, es lo que podría haberle dicho o lo que le dirá, pero no con esa misma mirada.

Esa interpretación implica que finalmente, si todo va bien, su mirada se transformará en una que sólo será agradecida. Una interpretación muy del gusto del macho en cuanto que amo y proveedor. Pero falsa.

El hecho de que la forma de mirar de Beatrice sea suplicante y agradecida en igual medida no es el resultado de la coexistencia de estos dos sentimientos. Sólo hay uno. Sólo tiene una cosa que decir con sus ojos incontrolables.

Nada existe para ella allende ese único sentimiento. Está agradecida por aquello por lo que está suplicando; está suplicando por aquello por lo que ya está agradecida.

A fin de seguir su mirada, entramos en su estado. Allí, el deseo es la satisfacción del mismo, o, tal vez, no se puede decir que exista ni el deseo ni su satisfacción, pues no son antónimos: todas las experiencias se convierten aquí en una sola, la de la libertad; la libertad allí excluye todo lo demás.

La mirada de Beatrice es una expresión de libertad que él recibe como tal, pero que nosotros, a fin de situarla en nuestro mundo de terceras personas, hemos de llamarla una mirada de súplica y agradecimiento simultáneos.

Un poco después, ella le pasa una mano por la espalda y le dice: Ves, ves.

El mundo no es como pensamos que es cuando nos dejamos caer en él. Dentro de nosotros tenemos la precisión, la destreza de un cirujano. Dentro de nosotros, si tenemos el valor de empuñarlo, guardamos un filo cortante para disecar el mundo, ese mundo que pretende ser parte de nosotros, ese mundo al que por un acuerdo cobarde en el uso se dice que pertenecemos. Dime ahora. Ahora a mí dime.

Toma en la mano los testículos del chico, por abajo.

Los pétalos más largos del capullo cerrado se desprenden ligeramente: las puntas empiezan a separarse de forma que la parte superior de la flor es una boca abierta. Luego, ya sueltos, los pétalos rotan lentamente, como hélices: en ocho horas pueden haber girado entre cuarenta y cinco y noventa grados. Al girar se separan, apuntando hacia atrás, del pequeño cáliz redondo, que empuja hacia delante.

Así se abre un ciclamen. Y así también, pero muy acelerada, es la sensación del pene volviendo a la posición erecta y del prepucio retirándose de nuevo de las crestas en guirnalda.

Los relojes marcan otro tiempo.

Caminaba por el bosque con una mujer, más baja que yo y rubia. Éramos felices, pero no estábamos especialmente interesados el uno por el otro.

Nos encontramos con la cabeza de un animal muerto, medio separada del cuerpo. El animal podría haber sido un zorro, un burro o un venado. La cabeza estaba hueca, como una máscara o un guante. Debería habernos impresionado, pero no fue así. Muy al contrario, nos animó. La boca del animal estaba abierta en una mueca; los ojos, tranquilos. Los jirones de piel del cuello parecían la manga de una gran prenda harapienta. Aquella cabeza separada del cuerpo de un animal de tamaño medio, que, caída a un lado, parecía estar sonriendo de soslayo, no significaba la muerte del animal; era sólo una señal dejada allí para animarnos a continuar.

Salimos del bosque y nos encontramos en una gran llanura. El cielo era violeta oscuro, pero la llanura tenía un color dorado pálido. La belleza de esta llanura, refulgente, mucho más clara que el cielo, me hizo totalmente feliz (y creo que a ella también). Muy cerca de nosotros había dos hileras de edificios de madera, parecidos a establos, salvo que todos estaban separados, como si fueran casas rusas de madera en miniatura. En torno a estos edificios había hombres y mujeres vestidos con largos ropajes blancos. Vendían y compraban ganado. (No eran tratantes de ganado ricos, sino pastores nómadas.) Vimos una manada de vacas blancas (¿bisontes?) lanzándose a la carrera por la llanura, más o menos hacia nosotros. Levantaban nubes de polvo dorado contra el cielo oscuro. De pronto, ella se asustó. Yo no, tal vez debido a la señal que vimos en el bosque. La estreché entre mis brazos. El intenso placer que me produjo hacer esto no se diferenciaba del que me proporcionaba lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor. No te muevas, le dije. Si nos quedamos quietos, nos esquivarán. Mientras estábamos abrazados, el ganado pasó con la velocidad del rayo cubriéndonos de polvo dorado. Ni una sola cola llegó a rozarnos.

Descansan uno al lado del otro, abandonados. El aire que entra por la ventana abierta refresca sus cuerpos y les hace darse cuenta de lo húmedos que están, de lo mojado que tienen el vientre.

No debería acabar nunca, dice ella. No es una queja. Le agarra dos dedos. Sabe que el paso del tiempo está volviendo a la normalidad. Había cruzado un umbral tras el cual espacio, distancia y tiempo no significaban nada. El umbral era cálido, húmedo y vibrante: animado hasta un punto para el cual no existen equivalentes cualitativos en el mundo inanimado, a no ser que sean las montañas jurásicas; animado hasta un punto en el que parecía que la sustancia se transformaba en sonido puro.

No debería acabar nunca.

Están acostados de espaldas. Él es consciente de su horizontalidad tumbado en la cama. Es consciente de la cama plana, el suelo, la tierra bajo la casa. Todo lo que está en pie le parece incongruente e incompleto. Está a punto de echarse a reír. De repente repara en el retrato del padre de ella colgado en la pared de enfrente. Es una torpe pintura provinciana, de modo que la imagen oscila entre la semejanza y el estereotipo infantil de un caballero coloradote en una posada. Parece que le hubieran teñido la cara de rosa. Los ojos están fijos en el vacío. Mirando el retrato agita la mano en el aire.

Poema para él

éblouir hasta el deslumbramiento

como la seda

su cuerpo sin bordados

una boca de la tierra su centro

garganta líquida

(oh ruiseñores de la poesía del XIX)

pasaje desprotegido

cul de sac

llegar aquí

deslumbrar la tierra

éblouir

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