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ESTA mañana cuando me estaba afeitando pensé en un amigo mío que vive en Madrid y al que hace quince años que no veo. Observando mi cara en el espejo, me pregunté si, después de tanto tiempo, nos reconoceríamos de inmediato en caso de encontrarnos por casualidad en la calle. Me imaginé que nos encontrábamos en Madrid y empecé a elucubrar sobre lo que él sentiría. Es un amigo al que aprecio de verdad, pero sólo tengo noticias suyas una o dos veces al año y no ocupa un lugar constante en mis pensamientos. Después de afeitarme, bajé al buzón y encontré una carta suya de diez páginas.

Este tipo de «coincidencias» no son infrecuentes y a todo el mundo le suceden de cuando en cuando. Nos dan una idea de cuán aproximativa y arbitraria es nuestra manera de leer el tiempo. Los calendarios y los relojes son nuestros inventos imperfectos. Nuestras mentes están construidas de tal forma que por lo general se nos suele escapar la verdadera naturaleza del tiempo. Sin embargo, sabemos que es algo misterioso. Como los de un objeto desconocido en la oscuridad, percibimos al tacto algunos de sus contornos. Pero no lo hemos identificado.

La forma en que mi imaginación me obliga a escribir esta historia viene determinada por lo que me sugiere sobre ciertos aspectos del tiempo que he tocado, pero nunca identificado. Escribo este libro en la misma oscuridad.

La situación de las mujeres

Hasta entonces, la presencia social de una mujer había sido diferente de la del hombre. La presencia del hombre dependía de la promesa de poder que encarnaba. Si la promesa era grande y creíble, su presencia era arrolladora. Si era pequeña o increíble, se decía que apenas tenía presencia. Había hombres, incluso muchos hombres, que carecían totalmente de presencia. El poder prometido podía ser moral, físico, temperamental, económico, social, sexual: pero su objeto era siempre exterior a él. La presencia de un hombre sugería lo que era capaz de hacer en tu favor o en tu contra.

Por el contrario, la presencia de la mujer expresaba su propia actitud con ella misma y definía lo que se le podía o no se le podía hacer. Ninguna mujer carecía totalmente de presencia. Su presencia se manifestaba en los gestos, la voz, las opiniones, las expresiones, las ropas, el ambiente que la rodeaba: en realidad, no había nada que hiciera que no contribuyera a su presencia.

Nacer mujer significaba nacer en un espacio asignado y limitado, que controlaba el hombre. La presencia de la mujer era una destilación de su ingenio para vivir bajo ese control en una constreñida celda. Amueblaba la celda, como si dijéramos, con su presencia, no esencialmente para hacérsela más agradable, sino con la esperanza de convencer a otros de que entraran.

La presencia de la mujer era el resultado de la división en dos de su persona y de la interiorización de su energía. Una mujer siempre estaba acompañada —salvo cuando estaba sola— por su imagen de sí misma. Cuando cruzaba una habitación o lloraba junto al lecho de muerte de su padre no podía evitar imaginarse a sí misma andando o llorando. Desde la primera infancia se le había enseñado a vigilarse continuamente, y lo hacía convencida. Y de esta forma llegó a considerar que la parte vigilante y la parte vigilada dentro de ella eran los dos elementos constitutivos, aunque siempre diferentes, de su identidad como mujer.

Una mujer tenía que examinar todo lo que era y todo lo que hacía porque la forma en que aparecía ante los otros, y esencialmente la forma en que aparecía ante el hombre, tenía una importancia crucial para su realización personal. Su sentido de ser en sí misma había sido sustituido por el de ser apreciada por el otro o los otros como ella misma. Sólo cuando pasaba a ser el contenido de la experiencia de otro parecían adquirir para ella pleno sentido su propia vida y su propia experiencia. Para vivir tenía que instalarse en la vida de otro.

Los hombres examinaban a las mujeres antes de tratarlas. Por consiguiente, la forma en que una mujer aparecía ante un hombre determinaba la forma en que sería tratada. A fin de hacerse con algún control en este proceso, las mujeres tenían que contenerlo, y de ahí que lo interiorizaran. La parte vigilante de la mujer trataba a la parte vigilada de tal manera que sirviera de ejemplo para los otros de cómo debía ser tratado su ser completo. Y este tratamiento ejemplar de sí misma constituía su presencia. Todos sus actos, fuera cual fuera su objetivo directo, eran al mismo tiempo una indicación de cómo había de ser tratada.

Si una mujer tiraba un vaso al suelo, era un ejemplo de cómo trataba su propia cólera y, por consiguiente, de cómo deseaba que ésta fuera tratada por los otros. Si un hombre hiciera lo mismo, su acto habría sido sólo la expresión de su cólera. Si una mujer hacía buen pan, era un ejemplo de cómo trataba a la cocinera que había en ella y, por ende, de cómo debía ser tratada por los otros esa cocinera. Sólo un hombre podía hacer buen pan por el placer de hacerlo.

Este mundo subjetivo de la mujer, este reino de su presencia, garantizaba que ninguna acción realizada en él podía ser totalmente íntegra; en todas ellas había una ambigüedad que correspondía a la ambigüedad existente en el ser, dividido entre vigilante y vigilado. La llamada duplicidad de la mujer era el resultado del monolítico dominio del hombre.

La presencia de la mujer ofrecía un ejemplo a los otros de cómo le gustaría ser tratada: de cómo deseaba que los otros la siguieran y la trataran de la manera en que ella se trataba a sí misma. Nunca podía dejar de ofrecer este ejemplo, pues ésa era la función de su presencia. No obstante, cuando la convención social o la lógica de los acontecimientos exigía que se comportara de una forma que contradecía el ejemplo que deseaba dar, se decía que era coqueta. La convención social recalca que debe aparentar que rechaza lo que un hombre acaba de decirle. Se vuelve aparentemente airada, pero al mismo tiempo juguetea con el collar, dejándolo caer una y otra vez sobre el pecho con tanta ternura como la de su mirada.

Cuando está sola y segura de estar sola en su cuarto, puede que la mujer saque la lengua ante el espejo. Esto la hace reír y, en ciertos casos, llorar.

Era de la presencia de la mujer de lo que se enamoraban los hombres. La parte sumisa del hombre quedaba hipnotizada por la atención que la mujer se dedicaba a sí misma y soñaba con que le prestara a él esa misma atención. Imaginaba que su propio cuerpo pasaba a sustituir al de ella, en el reino de ella. Éste era un tema constante en los poemas románticos de amor no correspondido. La parte dominadora del hombre soñaba con poseer, no su cuerpo —a eso le llamaba lujuria—, sino el cambiante misterio de su presencia.

La presencia de una mujer enamorada podía ser muy elocuente. Su forma de mirar o de correr o de hablar o de volverse para recibir a su amante podía contener la cualidad quintaesencial de la poesía. Y era obvio no sólo para el hombre amado, sino para cualquier espectador desinteresado. ¿Por qué? Porque la parte vigilante y la vigilada dentro de ella misma se unían momentáneamente, y esta rara unidad producía en ella una absoluta franqueza. La parte vigilante había dejado de vigilar. Su actitud para con ella misma se volvía tan espontánea como espontánea esperaba que fuera la de su amante con ella. Su ejemplo era por fin el de renunciar a todo ejemplo. Sólo en esos momentos podía una mujer sentirse completa.

El estado de enamoramiento era por lo general breve, salvo en aquellos desgraciados casos de amor no correspondido. Mucho más breve de lo que la insistencia del Romanticismo en dicho estado nos pudiera hacer creer. Puede que la pasión sexual haya variado muy poco a lo largo de la historia documentada. Pero lo que uno se cuenta a sí mismo con respecto a su propio enamoramiento está siempre inspirado y modificado por la cultura específica y las relaciones sociales de la época.

Para la clase media europea del siglo XIX, el estado de enamoramiento se caracterizaba por una sensación de incertidumbre excesiva en un mundo que por lo demás era del todo predecible. Era un estado al margen de la promesa de progreso. Su incertidumbre característica era el resultado de considerar al ser amado como si fuera un ser libre. No se podía dar por supuesto nada que expresara los deseos del ser amado. Ninguna decisión garantizaba la siguiente. Todos los gestos tenían que ser leídos con un significado nuevo en cada ocasión. Toda alianza era susceptible de cambio hasta que no hubiera tenido lugar. La duda producía su propia forma de estímulo erótico: el amante se convertía en el objeto de la elección plenamente libre del amado. O así parecía a la pareja enamorada. En realidad, ese otorgar al otro una libertad tal, ese suponer que el otro era tan libre, formaba parte del proceso general de idealización de la persona amada y de su conversión en algo único.

Cada uno de los amantes creía que era el objeto complaciente de la libertad sin límites del otro y, al mismo tiempo, que su propia libertad, hasta entonces tan restringida, quedaba por fin garantizada en los términos de la adoración del otro. De este modo, los dos se convencían de que casarse era liberarse. Pero en cuanto se convencía de esto (lo que podría suceder mucho antes de prometerse formalmente), la mujer dejaba de ser espontánea, dejaba de ser una persona completa. Entonces tenía que vigilarse como la futura prometida, la futura esposa, la futura madre de los hijos de X.

Para una mujer, el estado de enamoramiento era un interregno alucinatorio entre dos amos: el esposo que ocupaba el lugar del padre, o, tal vez, más tarde, un amante que ocupaba el lugar del esposo.

La parte vigilante no tardaba en identificarse con el nuevo amo. Empezaba a vigilarse a sí misma como si fuera él. ¿Qué diría Maurice, se preguntaba, si su esposa (es decir, yo) hiciera tal cosa? Mírame, le dirá al espejo, mira cómo es la mujer de Maurice. La parte vigilante se convertía en agente del nuevo amo. (Una relación que encerraba a veces el mismo tipo de engaño o argucia que se suele encontrar entre propietario y agente.)

La parte vigilada se convertía en la criatura del propietario y del agente, y a ambos debía enorgullecer. Ella, la vigilada, se convertía en su marioneta social y en su objeto sexual. La parte vigilante hacía que la marioneta hablara durante la cena como una buena esposa. Y cuando le parecía conveniente, metía a la vigilada en la cama para el disfrute del propietario. Uno pensaría que cuando una mujer concebía y daba a luz, la parte vigilante y la vigilada se unían temporalmente. Tal vez, esto sucedía a veces. Pero el nacimiento estuvo siempre tan acompañado de superstición y de horror que la mayoría de las mujeres se sometían a él, gritando, confusas o inconscientes, como si fuera un castigo por su duplicidad intrínseca. Cuando acaba el sufrimiento y tomaban al niño en sus brazos descubrían que entonces eran también las agentes de la amorosa madre del hijo de sus maridos.

Espero que la explicación ofrecida en estas páginas sirva para aclarar de algún modo la historia que voy a contar y sobre todo la insistencia de G. en que Camille era una «solitaria» (es decir, que no estaba vigilada por su propio agente).

Karl Marx ha sido relegado al desván

Giolitti, en 1911

Ésta es la primera vez que G. vuelve a Italia desde la muerte de su padre, en 1908. Ciertos abogados de Livorno se encargaron de solucionar los problemas relativos a su herencia; posee tres fábricas, dos buques de carga y quince casas junto al centro de la ciudad.

La neblina de la tarde sobre el lago Mayor hace que todo parezca el decorado de una escena teatral. Las islas parecen pintadas. En la colina que se alza detrás de Stresa se encuentran las grandes villas de los ricos. La mayoría de ellas fueron construidas en el siglo XIX. Los marcos de puertas y ventanas están pintados con guirnaldas de hojas de vid, naranjas y pájaros. En una de las villas más grandes, que cuenta con una imitación de una torre vigía renacentista, han sido invitados a cenar Weymann y G.

¿Por qué se estrelló?

Aunque había cientos de testigos, los informes sobre lo que sucedió en realidad varían considerablemente, al igual que las explicaciones. En la mesa se lanzan varias teorías.

Chávez había mantenido el dominio de la máquina y estaba a punto de realizar un aterrizaje perfecto. Pero, desgraciadamente, a consecuencia del rigor del vuelo y de las sacudidas del viento, una de las alas se plegó segundos antes de que las ruedas tocaran tierra. Esto provocó inmediatamente que el morro del aeroplano se desequilibrara, hincando el motor en la tierra.

Esta teoría la propone y defiende con gran autoridad Monsieur Hennequin, a quien todos escuchan con respeto, pues como ingeniero que es de la Peugeot era en cierto modo el representante de la firma en la competición. Tiene la costumbre de detenerse a mitad de una frase para meterse un bocado en la boca y mantener así la atención de quienes lo escuchan. Mueve, envarado, sus grandes manos, como si fueran puertas de madera que se abrieran y se cerraran para dejar salir a sus palabras e impedir la entrada de otras en la casa de su argumento.

No habría sido un aterrizaje perfecto. Chávez calculó mal la velocidad. Estaba intentando aterrizar a noventa kilómetros por hora, en lugar de a sesenta. Lo que causó el accidente, sin embargo, no fue un ala, sino las dos, que se plegaron ambas como las de una mariposa cuando se posa.

Ésta es la opinión del anfitrión italiano, un directivo de la fábrica de neumáticos Pirelli de Milán, que ha hecho grandes donaciones al aeroclub y cree, al igual que lord Northcliffe, que la aviación tiene un gran futuro militar y comercial. Por lo general, modula su voz de tal forma que expresa la bondad de la razón. La situación de su villa, sus frescos, la idea de cenar a la luz de linternas chinas en la plataforma abierta de la torre vigía de imitación, los flamencos vivos abajo, en el jardín, la nueva fábrica abierta, todo ello demuestra, piensa él, que su opinión no puede ser más razonable. Cree que hay que fomentar el sindicalismo y ofrecer incentivos a los obreros. Cuántas veces habrá citado las palabras del gran primer ministro Giolitti a otros colegas suyos menos afortunados y más beligerantes:

«El movimiento ascendente de las clases populares se acelera de día en día, y es un movimiento invencible, porque es común a todos los países civilizados y está basado en el principio de la igualdad de todos los hombres. Que nadie se engañe a sí mismo pensando que puede impedir que las clases populares conquisten su participación en la vida política y económica. Depende principalmente de nosotros, de la actitud que adopten los partidos constitucionales en sus relaciones con las clases populares, el que la emergencia de éstas constituya una nueva fuerza conservadora, un nuevo elemento de grandeza y prosperidad o, por el contrario, sea un remolino que arrastre a la ruina a las fortunas de nuestra nación».

Sólo en última instancia pensaría el anfitrión en términos parecidos a los de su tío: ¡La Caballería! ¡Sin más demora! ¡La ley marcial y la Caballería! Y aún así, tampoco gritaría tales palabras en un hotel de Milán; cogería tranquilamente el teléfono.

Su mujer pregunta si no habría sido más seguro aterrizar en el lago.

A consecuencia del frío sufrido durante la travesía, el piloto tenía las manos tan heladas y entumecidas que ya no podía manejar los mandos.

Ésta es la sugerencia de la condesa R., que es una gran mecenas de la Ópera de Milán.

La condesa alza la mano con sus flexibles dedos apuntando juntos hacia un mismo punto. Es el gesto típico de una bailarina para imitar una flor a punto de abrirse; también es el gesto de un niño intentando sacar algo de un tarro. De pronto, al pronunciar la palabra «heladas», separa los dedos y los deja así estirados, rígidos, mientras con la otra mano roza leve, tentativamente, ésta, la supuestamente congelada, para indicar cuán gélida debía de estar su superficie.

¡Qué inteligencia!, susurra un hombre a la joven dama sentada a su lado, ¡qué inteligencia bajo los grises cabellos! Para Navidad, contesta la joven, se habrá recuperado de la pérdida de Gino y sus cabellos volverán a ser tan negros como hace cinco años.

¿Por qué no le pregunta nadie a Monsieur Chávez? La que habla es una mujer de unos treinta años. Su voz es ligeramente ronca, como si se la hubiera dañado irreparablemente en algún ataque de risa demoníaca. ¿No se manejan con los pies la mayor parte de los mandos?

¿Cómo se llama?

Madame Hennequin. ¿No te han presentado?

Quiero decir ella.

No sé su apellido de soltera.

Su prénom.

¡Ah! Lo siento. Camille.

Geo no recuerda nada de lo que pasó después de cruzar la garganta de Gondo.

¡Pobre Geo!

La anfitriona, que lleva una pulsera de oro cuya forma imita la de una etrusca antigua, extiende el brazo invitando a Weymann a hablar. Monsieur Weymann (Weymann es amigo de Maurice Hennequin, de ahí la invitación), usted que es piloto y nuestro invitado de honor, díganos su opinión.

Weymann sonríe, pero responde escuetamente en inglés: No te puedes fiar de una avión de ésos. ¿Sabe de qué son las alas? De algodón y madera.

Chávez sufrió una especie de euforia. Creía que había realizado una hazaña y que había dejado atrás lo peor; perdió la prudencia en el último momento.

Ésta es la teoría de Harry Schuwey, un industrial belga.

Una mujer que acababa de sonreír a Camille Hennequin, con quien parecía bromear, dice: No me parece muy convincente, Harry. Su manera de dirigirse a él indica que puede ser su amante.

¿Y ésta?

Mathilde. Mathilde Le Diraison.

Mi querida Mathilde, contesta el belga, eso es porque no tienes ninguna imaginación. Un joven de veinticuatro años que acaba de sobrevolar los Alpes por primera vez en la historia cree que es inmortal, le parece que el mundo yace a sus pies (el belga suelta una risita), créeme, los momentos de éxito son los más peligrosos.

Pero es inmortal, dice Madame Hennequin, los niños aprenderán su nombre en la escuela.

Si no fuera tan bien vestida, se la podría confundir con una maestra. Sus rasgos y su figura poseen una angulosidad que sugiere una clara independencia mental, por limitada que sea.

Eso dependerá, dice su marido, de lo que haga en sus futuras hazañas. (La elección de la palabra «hazañas» por parte de Monsieur Hennequin implica cierta condescendencia inconsciente, resultado de sus celos.) Ha realizado una gran proeza, sería el último en negarlo, pero en los años venideros habrá muchas más, y más espectaculares incluso. ¿No es así? Se dirige a su anfitrión; tiene la certeza de que estará de acuerdo con él.

Dentro de diez años, alguien cruzará el Atlántico, dice el anfitrión.

¡El primer hombre que dé la vuelta al mundo volando!, dice su mujer, con tono de cansancio.

¿Volará alguien hasta la luna algún día?, pregunta Madame Hennequin.

Monsieur Hennequin sonríe indulgente a su esposa y dice con orgullo: Es una extremista, mi Camille, una soñadora.

Ella me interesa casi tanto como a G. La describiré tal como la veo ahora. Es delgada. Da la impresión de que tiene unos huesos demasiado grandes para su piel; un efecto no muy diferente del de un niño vestido con ropa que se le ha quedado pequeña. Sus movimientos son muy delicados, como si también fueran demasiado pequeños para ella y tuviera que tener cuidado para no deshacerlos. Le brilla la cara, y sus ojos son suaves y translúcidos, como unas aguas muy claras en las que se refleja la piel de un animal.

Advierte que G. la mira. Cuando se quedan mirando a una desconocida que los atrae, la mayoría de los hombres han empezado ya en su imaginación el proceso de seducirla y desnudarla; la ven ya en ciertas posturas y con ciertas expresiones en el rostro. Ya han empezado a soñar con ella. Por eso, cuando la mujer intercepta la mirada, sucede una de estas dos cosas: o bien la siguen mirando impasibles porque la existencia real de la mujer no perturba su ensoñación; o bien la mujer en cuestión leerá un destello de vergüenza en sus ojos, expresada en forma de una vacilación momentánea, a la que ella se verá obligada a responder ya sea alentándola o desalentándola.

La mira sin recato ni insolencia. En su imaginación todavía no la ha tocado. Su objetivo es presentarse como es. Todo lo demás vendrá solo. Es como si se imaginara desnudo ante ella. Y ella es consciente de esto. Reconoce que el hombre que la mira tiene una confianza profunda en que no tiene nada que ocultar, en que no necesita recurrir al engaño o la simulación. ¿Cómo va a responder ella a semejante imprudencia? Esta vez no se trata de elegir entre alentar o desalentar. Si baja los ojos o mira hacia otro lado, será lo mismo que admitir que ha apreciado su temeridad; volverse equivaldrá a admitir que lo ha visto como es. (Lo guardará para sí, guardará el recuerdo de su magnífica imprudencia.) La respuesta más pudorosa es mantenerle la mirada, devolvérsela abiertamente, fingiendo que no se ha dado cuenta de nada. Esto es lo que hace. Y, sin embargo, cuanto más tiempo se miran, más consciente es ella de que es a ella exclusivamente y sin reserva alguna a quien él se está dirigiendo. Aunque están rodeados de observadores y aunque él está a varios metros y todavía no sabe cómo se llama, el simple acto de mirarse se transforma en su primer encuentro secreto.

¿Cómo eran esos maravillosos versos de Mallarmé que me recitaste esta mañana?, le pregunta Monsieur Hennequin a su esposa.

Una bailarina, recita ella despacio, pronunciando claramente las palabras, no es una mujer que baila, pues no es en absoluto una mujer y no baila.

El belga mueve lentamente el vino en su copa.

Es muy hermoso, dice la condesa, y es cierto. Un gran artista es algo más que un hombre o una mujer; un gran artista es un dios.

En mi opinión, Mallarmé intenta destruir el lenguaje, dice Monsieur Hennequin, quería negarles a las palabras su significado, y supongo que era una meditada venganza.

¿Venganza? No le sigo, dice el anfitrión, mirando las palmeras recortadas en el lago y jugueteando en el fondo de sus pensamientos con la idea de instalar un generador para iluminar con luz eléctrica la casa y los jardines.

Una venganza contra su público, el público que no lo apreciaba como él quería que lo apreciaran.

Es hermoso, repite la condesa, una bailarina no es una bailarina, un cantante no es un cantante. Qué cierto es. A veces, yo misma me pregunto quién soy.

Tengo unos conocidos en Bruselas, dice el belga, que no estarían de acuerdo con usted en esto. Tienen experiencia de primera mano, si así se puede decir, con un buen número de bailarinas. Sólo Mathilde se ríe, y el belga inclina la cabeza en un gesto de fingido agradecimiento. (Detenta poder. Sienta sus inmensas posaderas sobre todo lo que pueda hacerle dudar de lo que dice o hace.)

¿No acepta, entonces, la genialidad de su Mallarmé, Maurice?, pregunta el anfitrión. Le agrada que se hable de poesía en esta casa, sobre el jardín, y anima la conversación.

Puede que Mallarmé haya sido un genio, no me encuentro capacitado para juzgarlo. Pero era un oscurantista, y yo creo en la claridad. Como ingeniero que soy, es casi un artículo de fe profesional. Sencillamente, no puede haber máquinas confusas.

Mallarmé era un genio, era inmortal, dijo Madame Hennequin; se adelantó a su tiempo.

Si pudiéramos vivir mil años, dice G., todos seríamos considerados geniales al menos una vez durante nuestra vida.

No por lo avanzado de la edad, sino porque uno de nuestros dones o actitudes, por pequeño que fuera, coincidiría con lo que el mundo consideraría en ese momento la marca de la genialidad.

¡No cree usted en la genialidad!, dijo la condesa, escandalizada.

No. Creo que es una patraña.

Varios invitados se han levantado de la mesa para contemplar los jardines iluminados por la luna desde la baranda. G. ve una estatua, blanca, sinuosa y de contornos difusos. Sin embargo, la forma en que está dispuesta la convierte en una parte más de la geometría del jardín, con sus rectos senderos, escaleras de piedra y fuentes poligonales. En el lago parpadean las luces de las islas, pero aparte de esto, todo está tan quieto, tan silencioso, como el pasado.

Un silencio histórico de esta suerte no puede durar.

G. se vuelve y se dirige a Monsieur Hennequin: sé poco de Mallarmé. No leo poesía, pero, ¿le parece de verdad confusa la máxima de Mallarmé que Madame tuvo la bondad de recitarnos? Ciertas experiencias son indescriptibles, pero no por ello dejan de ser reales. ¿Puede usted, por ejemplo, Monsieur Hennequin, describir el tono y la calidad de la voz de su esposa? Estoy seguro, sin embargo, de que podría reconocerla donde quiera que fuese, igual que yo, Madame Hennequin.

Madame Hennequin observa a su marido para ver cómo va a responder al extraño joven que se ha fijado en ella.

Hablamos de la misteriosa tragedia del accidente de Chávez, dice G., cientos de personas lo presenciaron, y, sin embargo, nadie puede describir exactamente lo que vio. ¿Por qué? Porque era inesperado. Lo inesperado suele ser indescriptible.

Mira a Camille. Decide llamarla Camomille.

Lo que dice Mallarmé, continúa G., es que cuando una mujer baila puede transformarse. Ya no sirven las palabras que antes se le dedicaban. Incluso puede hacerse necesario llamarla por otro nombre.

Monsieur Hennequin se coloca entre el joven y su esposa. Para su edad, Monsieur Hennequin conserva una figura esbelta, pero tiene unos muslos grandes, pesados. Las mujeres son mujeres, dice, levantando las manos para impedir que nadie entre en su razonamiento, ya estén bailando, vistiéndose, recibiendo a nuestros invitados, cuidando de nuestros hijos o haciéndonos felices. Y demos gracias por ello.

Nuestras hermosas damas, dice al anfitrión, deben de estar empezando a sentir el aire frío que sube del lago. Entremos.

Hablan de atracción y magnetismo; estas nociones sugieren una fuerza que actúa entre dos cuerpos determinados. Lo que no se tiene en cuenta es el profundo cambio que parecen sufrir esos cuerpos: dejan de ser los cuerpos determinados. Los ha modificado ese hecho, el de ser cuerpos determinados.

No se trata de que la veas de otra manera; lo que sucede es que enmarca un mundo diferente. La forma de la nariz no cambia. Su contorno es el mismo. Pero todo lo que percibes dentro de esos contornos es diferente. Es como una isla, cuya línea costera sigue siendo tal cual aparece en el mapa, pero en la que ahora vives, te rodea. El sonido del mar en todas sus playas —a menos que aceptes la dictadura de tu inteligencia— es lo único que finalmente puedes oponer a la muerte.

La arena refresca las contusiones y es como seda al tacto. Pero es áspera e inflama las heridas, y todos y cada uno de los granos contribuyen al dolor.

Mas la metáfora abstracta me distancia de mi percepción personal de ella.

La yema de sus dedos, con las uñas comidas, es tan expresiva como un ojo mirándome. Recorro cada dedo, desde la yema hasta la unión con la mano, sin olvidar los nudillos. Su mano es extrañamente fina e ineficaz. Parece que hubiera sido rechazada como objeto. Si quiero, la imagino o la adivino diferente. Puede acariciarme. Puede golpearme la espalda. Puede presentarse ante mi boca como una ubre con cinco pezones para que yo chupe cada uno de sus dedos. Nada de esto tiene importancia, sin embargo. Sucede que me fijé en la mano. Pero podría haber sido otra parte de ella. Su codo. Afilado: el hueso estira la piel, que se torna blanca, fría. ¿Qué puedo imaginar en el codo? Nada significativo. Mas lo percibo de la misma forma que la mano. Recibo la misma promesa, y al igual cumple su promesa. Aíslo las partes a fin de seguir fielmente a mis ojos, segundo a segundo. Pero mis ojos se mueven leyéndola a una velocidad increíble. La evidencia inmediata de cada parte, de cada nueva visión de su cuerpo, contribuye a mi percepción de ella en su totalidad, y hace que esta totalidad se mueva y lata continuamente, como un corazón, como mi propio corazón.

¿Qué me promete? ¿Su futuro amor? Pero eso todavía no se ha cumplido. Si hago el amor con ella, completaría, pondría fin a algo que ya nos ha sucedido. Cuando se describe algo, cuando se le da un nombre, se lo separa de uno mismo. O hasta cierto punto. Fornicar es nombrar lo que ha sucedido en el único lenguaje que lo expresa adecuadamente. (Sólo cuando no ha pasado nada se puede separar el sexo del amor.) Todos los actos de amor físico son anticipatorios y retrospectivos. De ahí su peculiar significación.

Mis ojos casi la tocan, pero no de la misma forma en que lo harían mis manos. Si la tocara, si tocara su piel, la superficie de su cuerpo, una sensación contradictoria acompañaría a mi sentido del tacto. Tendría la sensación de que lo que estaba tocando me envolvía asimismo: de modo que esa superficie externa (que es su piel, con sus variados poros, sus grados de suavidad y calor y sus diferentes olores) sería al mismo tiempo, conforme a otro modo de experiencia, una superficie interna. No hablo simbólicamente: me estoy refiriendo a la sensación misma. Tocarla desde fuera me haría consciente de estar dentro.

Miro sus dedos como si estuviera a punto de habitar cada uno de ellos, como si pudiera convertirme en el contenido de su forma. Yo y sus falanges. Absurdo. Pero, ¿cuál es el absurdo? Sólo un momento de incoherencia entre dos sistemas diferentes de pensamiento. Hablo de sus dedos, la carne y los huesos de otra persona, y hablo también de mi imaginación. Pero mi imaginación no es separable de mi propio cuerpo; ni tampoco del suyo.

La luz que al caer sobre ella la revela es como la luz que cae sobre las ciudades y los océanos, revelándolos. Los hechos de su existencia física son los sucesos del mundo, el espacio en el que se mueve es el espacio del universo, no porque nada salvo ella me importe, sino porque estoy dispuesto a arriesgar todo lo que no es ella por todo lo que es.

Su manera de poner los pies en el suelo, la longitud exacta de su espalda, el tono de su voz ronca (que él dijo reconocer dondequiera que estuviera): éstas y todas las demás cualidades que veo en ella tienen la significación de un milagro. Lo que ofrece no tiene límites: es infinito. Y no me estoy engañando. La deseo obsesivamente. Lo que estoy dispuesto a arriesgar por ella determinará para ambos el valor de todo lo que hay en ella, el significado del más mínimo de sus movimientos, la fuerza de lo que la diferencia del resto de las mujeres. Y lo que estoy dispuesto a arriesgar es el mundo. Por eso, ella adquirirá el valor del mundo: contendrá, en lo que a los dos respecta, todo lo que está fuera de ella, incluido yo mismo. Me envolverá. Pero seré libre, porque habré escogido estar ahí, como no he escogido estar aquí, en el mundo y la vida que estoy dispuesto a abandonar por ella.

Je t’aime, Camomille, comment je t’aime. Eso es lo que debe decir.

Los invitados entraron en el gran salón; el mobiliario era oscuro y pesado y las lámparas reflejaban brillantes círculos de luz, como esos escenarios iluminados de las mesas en las conferencias en las que era típico representar a los hombres de estado firmando tratados. La decoración de la estancia sugería que era un lugar sobre todo utilizado por los políticos y empresarios milaneses para trazar sus planes de acción sin que nadie los molestara: ofrecía comodidad sin distracción; era una habitación masculina, como la sala de recepción privada de un ministro en el parlamento. No había nada en ella (salvo ahora los brazos desnudos de las mujeres) que equivaliera a los flamencos en el jardín. Cuando los invitados entraron en esta sobria pero confortable habitación por la gran doble puerta sobre la que colgaba un retrato de Giolitti, G. observó a Madame Hennequin hablando con su amiga Mathilde Le Diraison, y había algo en la relación entre las dos mujeres que lo intrigó. Se veía en ellas esa connivencia apenas disimulada que a veces se conserva entre hermanas, incluso de mayores y con los padres fallecidos.

En el pasillo, Madame Hennequin había pasado ante un gran espejo en forma de sol, y en este espejo se había sorprendido a sí misma intentando ver la mantilla que cubría sus hombros y el mechón de pelo sobre la frente tal como los vería él. A través de sus ojos, se encontró agraciada.

Ya en la habitación lo comparó con su esposo. Formaban una pareja desigual. Monsieur Hennequin era más fuerte y tenía un aire de mayor autoridad. Era como un padre; en casa, cuando hablaba con sus dos hijos solía referirse a él como Papá; era un hombre que entendía el mundo. Su discreción con sus amantes —incluso eso— era un ejemplo de lo bien que lo entendía. Mientras que el otro, que hablaba mal francés y que no leía poesía, podía explicar a Mallarmé: Mallarmé, cuya poesía le gustaba a ella tanto porque era inexplicable; el otro era imprudente y descuidado. Pero dado que eran tan distintos, se podía permitir sonreírle. A su manera, circunspecta y distante, y sin perder nunca a su marido como punto de referencia para que pudiera rescatarla en cualquier momento de las consecuencias de esta niñería, deseaba coquetear durante el transcurso de la velada con aquel amigo del aviador americano: pretender que había una relación entre ellos, cuando en realidad no la había.

Le preguntó qué tipo de hombre era Chávez. Él contestó que sólo había hablado con él una o dos veces, pero que era un hombre nervioso y tal vez también un poco desesperado. No obstante, dirigió la respuesta tanto a Monsieur Hennequin como a Madame Hennequin. Parecía que se había percatado de que ella había estado comparándolos y de las conclusiones que había sacado. Una vez que había despertado su interés, ahora prefería que los dos se concentraran en el marido, el amo.

En una mesa baja junto a la que estaban sentados había un cisne de cristal, de color rosa y montado sobre un pedestal de plata giratorio. No era una obra de arte ni un juguete; era un adorno que denotaba riqueza. Madame Hennequin, mirándolo a él directamente, puso la mano en el cuello del cisne y susurró los famosos versos de Mallarmé:

Un cygne d’autrefois se souvient que c’est lui

Magnifique mais qui san espoir se délivre...

El cristal rosa chillón tornaba translúcida, lechosa, la piel de su mano delgada.

¿Y cómo sigue?, preguntó Monsieur Hennequin. Se había dado cuenta de que el amigo del aviador americano había despertado el interés de su mujer, y él odiaba a Mallarmé, pero quería demostrar su tolerancia.

Sigue así, dijo Madame Hennequin, pero no trates de entenderlo, sólo escucha el sonido de lo que digo.

Recitó los cuatro versos de esta estrofa y la siguiente, y su voz transformó la nostalgia del poema en una especie de anhelo. El poema trata de las oportunidades perdidas, pero por el hecho mismo de decirlo en voz alta, ella atrapaba una. Aquellos versos le daban la oportunidad de dejar que el sonido de las palabras expresara cómo se sentía siendo independiente, no formando parte de los cálculos de su marido aunque estuviera bajo su protección. Era como un árbol, pensaba, que crecía en el suelo del jardín de su esposo, pero cuyas hojas se movían libres en el viento.

Mientras ella recitaba, Monsieur Hennequin, recostado en el sillón, sonreía mirando las guirnaldas del techo. Se felicitaba a sí mismo pensando que era su espiritualidad lo que hacía de ella una madre tan buena, aunque también explicaba su reticencia, su excesivo pudor con él. La ropa le comprimía y formaba arrugas en los macizos muslos y en el vientre. Le faltaba ardor, concluyó, pero por otro lado, siempre sería inocente.

G. se contuvo de mirarla.

Tiene voz de poeta, dijo el anfitrión, y luego repitió en italiano las dos últimas palabras para que sonaran más poéticas.

La condesa entabló enseguida conversación con quienes estaban a su lado.

G. se adelantó y empujó el cisne de cristal de modo que el pedestal de plata empezó a girar. En ese momento dejó de parecer un cisne para convertirse en una botella de vino rosado, una de esas garrafas talladas de cuello largo.

El cisne se ha emborrachado, dijo un joven.

G. se volvió hacia Monsieur Hennequin y dijo: Hay algo en lo que me fijo a veces y que no acabo de entender. Creo que usted me lo podría explicar.

Haré todo lo que pueda.

¿Ha tenido la ocasión de ir por las ferias?

¿Se refiere a las ferias comerciales?

No. Las ferias de la calle, esas donde hay puestos de tiro al blanco y tiovivos y pulgas amaestradas y montañas rusas y cinematógrafos...

Sí, las he visto de lejos.

Yo suelo ir mucho. Me fascinan.

¿Por qué le fascinan?, interrumpió Madame Hennequin.

Están llenas de juegos para adultos y hay muy pocos sitios donde puedas ver a adultos jugando.

Simplones, dijo Monsieur Hennequin. Los que frecuentan esas ferias no suelen tener un nivel intelectual muy alto.

Tiene usted toda la razón, Monsieur Hennequin. Alguna habrá tenido que visitar para conocerlas tan bien como parece. Pero para centrarnos en mi pregunta: ¿Cree usted que girar y girar volando, como en algunos tiovivos, podría dañar temporalmente el cerebro? ¿Hay razones fisiológicas?

Puede provocar una sensación de mareo...

Algo más que eso. ¿Podría producir un cambio pasajero de carácter?

Explíquese usted mejor, por favor, dijo Monsieur Hennequin. ¿Qué quiere decir?

En esas ferias hay un tipo especial de tiovivo, una combinación del tradicional con columpios. Los asientos cuelgan de unas cadenas y cuando empiezan a girar...

Entra en juego una fuerza centrífuga, dijo Monsieur Hennequin, que los lanza hacia fuera. He visto esa modalidad de la que habla. Nosotros la llamamos les petites chaises.

Bien. Entonces hasta cierto punto se puede controlar la intensidad y la dirección del balanceo. Sólo se trata de echarse más o menos hacia atrás, de levantar más o menos los pies, de mecer más o menos los hombros y de tirar más o menos de las cadenas con los brazos. No es muy diferente de lo que todas las niñas aprenden a hacer en los columpios normales.

Sí, claro, dijo Madame Hennequin.

Pero en cuanto el tiovivo empieza a girar la mayoría de la gente juega a intentar llegar lo más cerca posible de la persona que está en el columpio anterior o posterior al suyo para darle la mano y luego, agarrando las cadenas del otro, columpiarse juntos, como una pareja. Pero no es fácil conseguirlo; por lo general, no pasan de rozarse con los dedos...

Los asientos están distanciados, interrumpió Monsieur Hennequin, de forma que sea muy difícil que se toquen, porque de lo contrario sería peligroso.

Exactamente. Pero todo el que se monta en este tipo de tiovivo se transforma. No bien empieza a girar y ellos empiezan a ganar altura y a verse expelidos hacia fuera, sus rostros y sus expresiones se modifican. Dejan la tierra tras ellos, alzan la cara y suben los pies hacia el cielo. Dudo que lleguen a oír la música que suena. Todos tratan de agarrar el brazo que tienen delante; gritan entusiasmados conforme ganan velocidad y cuanto más rápido van, más libres juegan, subiendo y bajando, separándose y convergiendo. Las parejas que logran darse la mano vuelan más recto y más alto que el resto. He observado el fenómeno muchas veces y nadie se escapa a la transformación. Los tímidos se vuelven atrevidos. Los torpes, gráciles. Luego, cuando el tiovivo se detiene, vuelven a su antiguo ser. En cuanto ponen los pies en el suelo, sus expresiones vuelven a ser desconfiadas, cerradas o resignadas. Y cuando se alejan del tiovivo parece imposible creer que sean los mismos hombres y mujeres que hace un instante eran tan libres y confiados en el aire.

Madame Hennequin empujó el cisne, como él había hecho antes.

Pues bien, lo que me gustaría preguntarle, Monsieur Hennequin, es si usted cree que esta transformación podría ser el resultado del efecto que puede tener sobre el sistema nervioso la modificación de la gravedad por una fuerza centrífuga.

Más probablemente es el resultado de la escasa capacidad mental de la clase de gente que va a esos lugares. En su mayoría son como niños.

¿No cree usted que podría tener el mismo efecto en nosotros?

Lo dudo mucho.

Pero, ¿acaso no ha sido siempre un sueño volar? ¿Es algo tan infantil?, preguntó Madame Hennequin.

Me temo, querida, que tu imaginación obvia demasiadas cosas, dijo Monsieur Hennequin. Uno de esos artilugios de feria no tiene nada que ver con volar. Pregúntale a Monsieur Weymann.

La conversación cambió. Alguien apuntó al retrato del Giolitti. El anfitrión se rió y dijo que el pintor debía de ser un opositor político. ¿Saben cómo llaman a Giolitti sus enemigos? Lo llaman Salchicha de Bolonia, porque, según ellos, era mitad pollino mitad puerco.

Yo entendía que usted lo admirara.

En Bolonia puerco puede ser una palabra cariñosa, dijo Mathilde Le Diraison.

Sí, lo admiro, dijo el anfitrión. Es el creador de la Italia moderna. Ha estado muchas veces aquí, en esta habitación. Fue él quien hizo ese comentario sobre el retrato, ¡añadiendo que el pintor debía de ser de Bolonia! Así son los grandes hombres. Sabe lo poco que importan las opiniones personales. Lo que importa es la organización. La organización y la capacidad de convencer.

La conversación derivó a la política y luego hacia Alemania y las noticias de los constantes disturbios de Berlín. Monsieur Hennequin temía que la revolución se extendiera rápidamente por Europa si llegaba a estallar en algún país. Monsieur Hennequin estaba continuamente oscilando entre la confianza suprema y el temor súbito.

Su anfitrión movió la cabeza con un gesto tranquilizador. No habría revolución en Europa; el peligro había pasado, y la razón era muy sencilla. Los dirigentes de las masas trabajadoras no querían el poder. Sólo querían mejoras. Han aprendido las técnicas de la negociación. Tienen que fingir que piden más de lo que quieren para recibir lo que quieren. De vez en cuando sacan a relucir la palabra socialismo. Esta palabra equivale a la ruptura temporal de las negociaciones, pero siempre con la intención de reiniciarlas. Si formamos adecuadamente a la gente, si aprovechamos la ciencia moderna, si refrenamos el poder de la monarquía y confiamos en el gobierno parlamentario, no hay razón alguna para pensar que el orden social actual vaya a cambiar violentamente.

El anfitrión se acercó, se quedó detrás de Monsieur Hennequin y le puso una mano en el hombro. Es usted un escéptico, continuó, venga, le voy a mostrar una fotografía reciente de Turati y los diputados socialistas en Roma. Es una fotografía curiosa. Y muy tranquilizadora.

Monsieur Hennequin se levantó. Madame Hennequin empezó a decir algo, pero fue interrumpida...

Qué hermosa es usted. Lo dice todo con los ojos. Y tiene voz de grulla.

Ella se ríe. ¡De grulla! ¿Es eso un cumplido?

La quiero. Cómo la quiero. He de verla mañana.

En 1910, que no fue un año excepcional a este respecto, más de medio millón de italianos se vieron obligados a emigrar a fin de encontrar trabajo y no morirse de hambre.

La naturaleza del parecido

Al escribir sobre Camille no consigo aproximarme suficientemente a ella.

¿Quién me dibuja

entre lápiz y papel?

Un día juzgaré el parecido

pero la que juzgue

no será la mujer que ahora

posa expectante.

Soy lo que soy.

Soy como tú me ves.

Domodossola, al igual que Brig, está atestada de periodistas y aficionados a la aviación. Es una ciudad pequeña, de callejuelas empedradas. Los tejados son toscas lajas de piedra irregulares de un color rojo ennegrecido, parecido al de las rocas del Gondo. Vista desde el aire, los sobresalientes aleros ocultan las calles, y toda la ciudad parece un montón de trozos de esquisto desparramados, el resultado de un corrimiento de tierras.

El alcalde había ordenado poner una gran pizarra en la Piazza Mercato. En ella se escribían con tiza y en letra clara los últimos boletines médicos de Chávez.

Al ser domingo por la mañana había mercado, y la plaza y las calles contiguas estaban abarrotadas. Durante la noche había cambiado el tiempo y era difícil creer que hubieran cenado a tan sólo treinta kilómetros de allí, al aire libre, en la torre sobre el lago Mayor. Se dirigía sin prisas hacia el hospital. Cuando vio a Camille caminando delante suyo, no se sorprendió.

Llevaba un trotteur color lila pálido. El corte y el color de la prenda la hacían más decidida de lo que le había parecido vestida de noche. Caminaba ligera y resuelta. Iba tocada con un sombrero bajo, adornado de flores blancas y ligeramente caído sobre la frente. El cabello castaño estaba recogido en un moño en la nuca. Calculó que esa cuidada elegancia matutina en una pequeña ciudad provinciana significaba que había dormido poco o mal.

La temperatura del cabello al tacto varía considerablemente de una persona a otra, sea cual sea la temperatura ambiente. Hay matas de pelo que siempre tienden a estar frías; otras parecen generar su propio calor aun en el frío más extremo. Pese al fresco aire de la mañana y a que todavía no era consciente de su presencia, unos metros detrás de ella, sospechó que el cabello de Camille sería cálido como pocos.

Camille se detuvo en un escaparate de guantes y pieles. Él la agarró por el brazo bruscamente, desde atrás. Ella se volvió en redondo dando un gritito y con los puños cerrados de rabia. Cuando vio que era él y no un desconocido, no pudo evitar una expresión de alivio. Siguió frunciendo el ceño, pero en su boca titubeó una sonrisa.

Él le preguntó por su marido y dijo que quería proponerle que si el tiempo no empeoraba por la tarde le acompañaran, junto con Monsieur Schuwey y Madame Le Diraison, en una excursión en auto a Santa Maria Maggiore.

Durante la noche, Camille se había preguntado repetidamente sobre aquella absurda declaración de amor. ¿Por qué no le había dado la espalda? ¿Por qué no había protestado? Se decía a sí misma que se había quedado demasiado sorprendida. Pero tendría que haber estado sobre aviso. Después de todo, había fomentado su evidente interés en ella. Pero lo que no podía haber previsto, lo que todavía la confundía, era la forma en la que de pronto, por un claro acto de voluntad, la abordó en la habitación, como si estuvieran solos, como si hubiera caído del cielo o surgido del fondo de la tierra, exactamente a su lado, sin tener que interrumpir o cruzar el territorio de quienes la rodeaban. No protestó porque no parecía haber nadie a quien protestar; nadie podía haberlo visto. De haber hecho una escena, habría sido sobre algo que ya había dejado de existir. En un momento de la noche se despertó convencida de que él estaba junto a la ventana. Por la misma razón, no pudo gritar.

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