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A la mañana siguiente, después de encontrarse con Raffaele y el Doctor Donato en el café, tras la amenaza del tren de mercancías, G. fue caminando hasta los jardines del museo Lapidario y se sentó al sol bajo los ciruelos.

¿Por qué no se había ido de Trieste? Todavía podía regresar a Livorno o a Londres. Podía embarcarse directamente para Nueva York. Después del hundimiento del

Lusitania, se habían cancelado muchos pasajes. ¿Era pura obstinación? No era un hombre obstinado; la obstinación es defensiva y se despliega en torno a una ciudadela bien asentada. No se podía decir que él fuera un hombre asentado. ¿Tenía, entonces, instintos suicidas? Cinco años atrás había acogido sin desagrado la amenaza de muerte: Camille tenía razón cuando sentía que habría seguido amándola si la amenaza de su marido de matarlos a ambos hubiera sido constante y verosímil. Pero desafiar la muerte no es lo mismo que buscarla. No creo que G. fuera más suicida que Chávez. Al igual que éste, puede que fuera algo descuidado. ¿Qué era lo que lo retenía en Trieste? La gala de caridad en el Stadttheater. Hasta el jueves por la noche no se podría vengar de Von Hartmann. Y era incapaz de ver más allá. El grado hasta el que nosotros somos capaces de ver o de suponer nos indica hasta qué punto no somos, no podemos ser él. Pero se puede añadir algo más. Puesto que lo que G. se proponía hacer en el Stadttheater era lo contrario de todo lo que había hecho desde el final de su infancia, cuando besó el pecho de Beatrice por primera vez y le tomó el pezón entre los labios, debía de ser consciente de la fatalidad de su intención. Se daba cuenta, sin duda, de que Trieste estaba viviendo días fatídicos. Pero sólo podía verlos como comparsa de los suyos, de ahí que no le afectaran directamente.

Nusa lo vio nada más entrar en los jardines. Esta vez tuvo que pagar. Todavía tenía la entrada en la mano. Ésta le daba derecho también a visitar las esculturas clásicas, más completas, expuestas en el museo. Sin embargo, sólo tenía ojos para aquel hombre sentado bajo los ciruelos en un pedrusco que sobresalía entre las altas hojas de hierba.

El día anterior había estado a punto de desesperar de volverlo a encontrar. Pero se consoló pensando: tal vez vaya todos los días salvo el domingo. Aunque eso no es verdad, continuó pensando, porque el día que lo había conocido allí era domingo, el domingo pasado. Por otro lado, nunca lo había visto allí otros domingos, cuando había ido con su hermano. Cuando le dijo: Vengo aquí todos los días a primera hora de la tarde, o estaba mintiendo, o quería decir que iba todos los días excepto los domingos. Si no mentía, el domingo que lo había conocido era una excepción de la excepción. No razonaba en estos paradójicos términos, pero sus reflexiones la llevaron a trazar un plan sorprendente e inesperado. Al día siguiente, lunes, no iría a la fábrica, diría que estaba enferma, y entonces podría acercarse a ver si era cierto que iba a los jardines Hölderlin todos los días laborables. Pensó que tendría que comprar la entrada y que se arriesgaba a perder el trabajo. Pero durante toda la semana no había dejado de oír a la gente hablar de la guerra con Italia, y comprendió que su hermano tendría que irse cuanto antes, o ya sería demasiado tarde.

Caminó hacia G. Estaba de espaldas a ella. De haber estado de frente, le habría dado vergüenza. De esta forma, se acercó a él como si fuera un fardo dejado en el suelo que ella tenía que mover.

Le sorprende ver a una mujer avanzando tan resuelta hacia él. Se imagina que es la mujer del guarda que viene a decirle que está prohibido sentarse bajo los árboles. Cuando se acerca más, la reconoce y se pone en pie.

¡La eslovena que me contó sus secretos!, dice a modo de saludo.

Así que viene aquí a mediodía.

Suelo venir a menudo, sí.

Pero no los domingos.

No vine ayer, ¿y usted?

Vine a buscarlo.

Si no recuerdo mal, su hermano nos interrumpió la última vez. O un caballero que dijo que era su hermano.

Tengo que pedirle algo.

La torpeza con la que lo dice —lo dice con tal brusquedad que parece una orden— le da a G. la idea que necesita. Pídame lo que quiera.

Dijo usted que era italiano de Italia.

G. asiente con un movimiento de cabeza, ofreciéndole asiento en la piedra.

Me sentaré en la hierba, dice ella. Si viene del extranjero, habrá entrado en el país con un pasaporte. ¿Me lo podría dar? Pese a que durante toda la semana ha temido que no se le presentara la oportunidad de pronunciar esta última frase, la dice suavemente, sin precipitación.

¿Nunca ha visto un pasaporte? No tienen mucho que ver. Siempre tienen una foto.

Con una sonrisa divertida, se saca del bolsillo el pasaporte italiano falso y se lo alcanza. Ella pasa las páginas y se detiene en la fotografía. La cara es casi tan blanca como el cuello de la camisa, y lleva un traje negro y corbata. Le recuerda la foto de Cabrinovic tomada por la mañana del mismo día del asesinato del archiduque. La cara es diferente, pero el pequeño rectángulo de papel gris y blanco y negro es muy parecido y también recuerda a las fotos del cementerio, salvo que éstas al estar siempre a la intemperie estaban más desvaídas.

No quiero mirarlo, lo quiero para mí.

Si se lo queda, tendremos que quedarnos aquí juntos el resto de nuestra vida. No me puedo ir sin pasaporte.

Lo necesito con urgencia.

Una mariposa se posa en la hierba junto a la mano de la chica. Su vuelo, su quietud, con las dos alas exactas levantadas juntas, y luego, otra vez, sus movimientos trémulos, pertenecen a una escala temporal tan alejada de Nusa y de G. que si se les aplicara, parecerían estatuas.

¿Para qué?

No se lo puedo decir.

¿Por qué me lo pide a mí?

Es usted el único italiano con el que puedo hablar.

Trieste está lleno de ellos.

No de italianos con pasaporte.

Se lo daré con una condición. Que me acompañe a un baile al Stadttheater.

Bojan tenía razón, murmura para sí en esloveno, y mira con enfado el tronco del ciruelo más próximo. Es como una vuelta al pueblo, a los años de pobreza. Contempla la implacabilidad del mundo. Bojan le había dicho que aquel hombre querría convertirla en una prostituta, y eso era lo que se proponía llevándola al baile en el Stadttheater.

Yo le pido el pasaporte, repite obstinada, sin apartar la vista del tronco, ¿qué pide usted?

Al final del baile, cuando toquen el último vals, tendrá mi pasaporte. No tiene nada que temer. No le pido nada más. Le doy mi palabra.

¿Se refiere al baile del Stadttheater?

¿A cuál otro iba a referirme?

No me dejarán entrar.

Compraremos todo lo que necesita. Un vestido, una capa, un bolso, zapatos, guantes, perlas, todo. Será usted mi invitada.

Usted no sabe lo que está pidiendo. Parece confundida, para ya no está enfadada. Me echarán. Le dirán que ha llevado al baile a una mujer de la calle.

Tal vez ninguno de los dos sabe lo que está pidiendo, dice G., pero yo haré lo que me pide, si usted hace lo que le pido.

¿Cuándo es el baile?

El jueves de la semana que viene.

Será demasiado tarde. Me tiene que dar el pasaporte ahora.

Una mariposa persigue a otra haciendo bucles en el aire junto a las botas de ella. Huele a hierba fresca. Bajo las hojas de hierba se ven florecillas violetas y blancas. Le da valor el hecho de que se equivocaba al pensar que quería convertirla en una prostituta. Le pone una mano en el brazo y lo mira con ojos persuasores. Démelo ahora, dice.

Si se lo diera ahora no vendría al baile. No es así de estúpida.

No puedo ir, en cualquier caso. Tengo que trabajar.

¿Y hoy?

Ya se lo he dicho, vine a pedírselo.

Le pagaré el jornal.

Déme el pasaporte y lleve a otra al baile. ¿Por qué tengo que ser yo? Allí habrá mujeres bonitas a montones.

Que yo sepa, hasta el jueves de la semana que viene no se declarará la guerra a Italia.

No sé bailar los bailes que se bailan allí.

¡Qué importan los bailes!

¿Por qué quiere que vaya, entonces?

Sabe que si la halaga, volverá a mostrarse suspicaz. En las escaleras del Stadttheater, dice, el viernes por la mañana me dará su

carnet de bal y yo le daré esto. Se da un golpecito en el bolsillo.

Está bien, responde ella en voz baja pero con brusquedad, iré.

Aquel día, los árboles sin podar, los muros cubiertos de hiedra, los fragmentos de piedra ocultos entre la hierba, las libélulas y los gatos de aquellos jardines le parecieron más extravagantes que nunca. Está a punto de salir de allí, pero lo que ha dicho mientras estaba dentro afectará al resto de su vida, la que transcurre fuera de ellos.

G. la besa en la mano. Nos reuniremos aquí mañana a las once; para entonces habré encontrado una modista.

Ella se pregunta si será un fantasma: no sería más improbable que lo que ha aceptado hacer. En lo más real que puede pensar es en poder robarle el pasaporte durante los próximos días.

¿Sabe cómo llamamos a estos jardines?, pregunta.

Me gustan, contesta él,

il giardino del museo Lapidario.

Yo, habiéndolo escrito, no puedo olvidarlos.

Wolfgang informó a su esposa de que, por mera curiosidad, había hecho algunas averiguaciones sobre aquel joven Marco que estaba detenido. Toda la historia que nos contó G. era una invención. El joven llevaba documentos falsos. No tenía ningún padre muriéndose en Venecia. «Marco» estaba intentando llegar a Italia para hablar como representante de Trieste en todas las manifestaciones que se estaban organizando en el país a favor de la guerra. Tenía antecedentes políticos. Era miembro del ala izquierda de los irredentistas y tenía fama de buen orador. Marika le preguntó a su marido si creía probable que G. supiera la verdad. Wolfgang no opinó al respecto, pero le dio a entender claramente que seguía dispuesto a mantener el acuerdo. El misterio duplicó la impaciencia de Marika. Para descubrir qué quería de ella aquel Don Juan, primero tendría que entregarse a él.

G. averiguó quién era la mejor modista de la ciudad. Era una mujer ya entrada en años, parisiense. Comentó con ella el tipo de vestido que debería llevar Nusa. Le dijo que quería que pareciera una reina, una emperatriz. La modista observó que Nusa era joven y que darle un aspecto tan regio la envejecería innecesariamente. Él insistió entonces en que la chica debía parecer joven, pero con poderío, fuera como fuera el vestido. Como la reina de Saba, dijo.

Nusa se sometió a que le tomaran medidas como un recluta. Permaneció todo el tiempo muda, con aire enfadado, aparentemente encerrada en sus pensamientos sobre una vida que nada tenía que ver con aquello. Si otras mujeres del pueblo estuvieran pasando el mismo suplicio, ella habría hecho comentarios truculentos. No estaba acobardada, sino totalmente perdida en un mundo desconocido. Cuando se vio en los espejos de aquel

salon de couture, eran los ojos de su madre o los de algunas de las chicas de la fábrica los que la miraron, y se sonrojó. La cara y el cuello se le pusieron carmesí, no de vergüenza, sino porque oía lo que dirían de ella. Se había imaginado de casada, siendo madre y muriéndose un día. Mas en ninguna de las situaciones en las que se había imaginado estaba nunca tan sola ni era el centro de mira como en las historias que ellas contarían. Sabía que estaba justificada. Lo que estaba haciendo o permitiendo que hicieran no sólo era justo, sino que era en nombre de una justicia superior. Pero ser un personaje tan solitario y central era como ser un criminal. No podía decirle a nadie lo que le estaba pasando. Era la soledad de su propia conspiración lo que la hacía sentirse como un criminal. Intentó pensar, sin la menor presunción, en Princip y Cabrinovic, presos en Bohemia, mientras una italiana le tomaba las medidas de la espalda y se las comunicaba en voz alta a otra mujer, que las iba anotando en una libreta forrada de terciopelo.

G. se las ingenió para verla brevemente todos los días. Primero se encontraban en los jardines del museo y luego iban a alguna tienda, que él había elegido de antemano, a comprar el resto de los accesorios del atuendo. Todos los días Nusa volvía a la habitación donde vivía, cerca del Arsenal, con un nuevo paquete. No bien cerraba la puerta del cuarto, abría el paquete y escondía el contenido en el fondo del único armario, que hacía las veces de despensa y ropero. Ya había decidido que después del baile vendería todo lo que había adquirido. Por eso no se sintió ultrajada cuando el segundo día encontró unos billetes de banco metidos en uno de los zapatos de baile. No le pareció que hubiera recibido dinero de un hombre, sino que formaba parte de la suma que esperaba ver materializada cuando terminara aquella extraordinaria semana y tuviera que volver a la fábrica o buscar otro trabajo. No se le presentó la oportunidad de robar el pasaporte.

La mayoría de las personas que los atendieron, joyeros, zapateros, sombrereros, se quedaban tan asombrados de ver a un caballero italiano acompañado por una chica eslovena de pueblo (era como un caballo percherón, decían después), que dejaban que este fenómeno lo explicara todo. Pero puede que uno o dos se quedaran más perplejos. ¿Cuál era la relación de esta pareja? Se trataban educadamente, pero sin ninguna familiaridad. Nunca hablaban, salvo cuando lo requería la situación exterior a ellos. Se miraban sin rencor, pero también sin afecto. Ninguno de los dos fingía ante el otro. No había ni rastro de esa teatralidad que acompaña a la prostitución. No era una puta. Pero tampoco era su esposa ni su amante: no había intimidad alguna entre ellos. ¿Por qué le compraba él entonces todos aquellos regalos con tanto cuidado y generosidad? ¿Por qué no hacía ella ningún signo de agradecimiento, o, a la inversa, no se mostraba decepcionada? A veces parecía estupefacta. Pero la mayor parte del tiempo hacía lo que le pedían, sin perder la paciencia y con una lenta elegancia natural. Los perplejos dependientes encontraban dos explicaciones. O bien ella era una simplona y el italiano se estaba aprovechando de ella de un modo u otro; o bien el italiano estaba loco, y ella era una criada obligada a complacerlo.

Nusa esperaba y temía al mismo tiempo el momento de ver a su hermano. Quería saber cuáles eran sus planes y pensaba que tal vez encontraría la manera de insinuarle que podía conseguirle un pasaporte. Por otro lado, temía que se hubiera enterado de que no estaba yendo a trabajar y que insistiera en que le contara qué estaba haciendo.

Bojan se acercó a verla a última hora de la tarde del viernes de la primera semana. Sus temores resultaron ser innecesarios. Estaba tan preocupado por la situación política y la inminencia de la guerra que no le preguntó por ella y supuso que seguiría trabajando como siempre.

Debes acostumbrarte a comer menos, le dijo de pronto; no pasará nada aunque adelgaces un poco.

Nunca como tanto en verano, contestó ella.

El Imperio será derrotado, de eso no hay duda, no puede sobrevivir. Cuando caiga y se rompa, habrá escasez de alimentos y provisiones en todas las ciudades.

¿Cuándo piensas irte a Francia?

Todavía no tengo todo lo que necesito. Tenemos que montar toda la organización en el exilio.

¿Será antes de la semana que viene?

No te lo puedo decir, pero vendré a decirte adiós antes de irme, te lo prometo.

Si esperas una semana, podré ayudarte. Irás más seguro.

¿Qué estás diciendo?

Espera y verás.

Bojan suspiró y miró por la ventanita. Abajo de la colina, en los muelles, descargaban un barco. Desde allí, los estibadores parecían tachuelas y los carros tirados por caballos no eran más grandes que escarabajos.

Quería decirle más, no sobre su plan, sino sobre su buena intención. ¿Te acuerdas de la regañina que me echaste hace dos domingos en los jardines...?

¿Cuando te encontré con aquel indeseable Casanova? Sí, me acuerdo. Y, ya ves, eso es lo que tememos ahora más que nunca. Los italianos se harán con la ciudad y cambiaremos una tiranía por otra. Y la segunda será peor que la primera porque entre las dos habrá habido una posibilidad de libertad. Los italianos serán peores, mucho peores que los austriacos.

Lo que me dijiste me ayudó a comprender algo, dijo ella.

Él seguía mirando por la ventana. El tamaño de los estibadores que estaban descargando el barco aumentaba su pesimismo. Si piensas en la Italia que soñó Mazzini, dijo, si piensas en Garibaldi, y ves en lo que se ha convertido...

En París te encontrarás con tu amigo. No se le ocurría otra forma de tranquilizarlo.

Sí, veré a Gacinovic. Mi vida es como un cisne que vuela entre la niebla hacia una luz lejana e irresistible. Esto lo escribió Gacinovic.

Nusa abrazó a su hermano por detrás y reposó la barbilla en su hombro. Con las cabezas juntas, miraron por la ventanita hacia el carguero, que tenía abiertas las escotillas. Bojan se frotó despacio una mejilla contra la de su hermana. Era un gesto de ternura que nunca se hubiera permitido, pero le invadió una súbita conciencia de lo unidos que estaban desde la infancia. Cada uno sentía que la imagen de la luz lejana entre la niebla afectaba profundamente al otro. Para ninguno de los dos era la luz un símbolo preciso o una esperanza. No era algo de lo que pudieran hablar. Pero para calcular lo lejos que estaba, ambos empezarían a medir desde la época en que él la enseñó a leer.

La última prueba del vestido era el martes de la segunda semana. Faltaban tres días para que Nusa cobrara su paga; todavía estaba ganándose el pasaporte. Contempló en las lunas del probador el extraordinario vestido que tenía puesto.

La falda era de seda negra. Llevaba bordadas, en una especie de cadeneta, ocho o nueve peonías rojas, unas cuantas hojas de rosal de color verde plata y tres o cuatro misteriosos tallos de los que colgaban unas frutas azules, como arándanos. Cada hoja era del tamaño de su mano. El cuerpo era de muselina, de un color no muy diferente al de su piel. Las mangas, cortas y holgadas, ribeteadas de perlas. Se miró los hombros y el pecho, redondeados y compactos bajo el velo de muselina, y pensó: si éste es el vestido que ha escogido para mí, estaré a salvo en el baile, con esto no se atreverá a tocarme. Y luego pensó: el viernes por la mañana, iré donde Bojan todavía con el vestido puesto, y lo despertaré y le daré mi paga, le daré el pasaporte que le permitirá irse. Y después pensó: el vestido llamará demasiado la atención, me lo quitaré antes de ir a ver a Bojan.

Hizo todo lo posible por no pensar en la vuelta a la fábrica después de que se fuera Bojan. Cuando trabajaba en la máquina de ablandar el yute, tenía que remojar las fibras del material bruto con una emulsión de aceite de ballena y agua. Cada vez que bajaba los rodillos superiores de la máquina para prensar las fibras mojadas contra los rodillos inferiores, que eran fijos, la emulsión le salpicaba en la cara. Algunas de las chicas se cubrían con lona alquitranada. Ella lo había intentado, pero la agobiaba demasiado. Cuando llevaba los montones de material ya ablandado desde la máquina hasta las carretillas, se le empapaba la blusa. Al principio, pensaba que nunca se le quitaría el olor a aceite de ballena. Si encontraba otro trabajo, no volvería a la fábrica.

La modista le ajustaba el ancho cinturón de seda roja. Sin querer, golpeó con los nudillos el pecho de la joven. Nusa palpaba con las palmas de las manos las flores bordadas. La falda le ceñía las caderas. A veces cuando estaba introduciendo las fibras de yute en la máquina los rodillos tiraban de la pieza que estaba agarrando y las afiladas trenzas le partían las uñas y le hacían cortes en los dedos. Su actual patrón le había comprado una crema para la manos que parecía leche, y todos los días le decía que se las enseñara y las examinaba muy serio para comprobar si estaban más suaves.

La modista acabó con el cinturón y concentró su atención en las costuras laterales de la falda. Mete un poco aquí, le dijo a una ayudanta que llevaba un acerico prendido a la muñeca, como un cardo. Nusa sintió unas manos moviéndose ligeras en la parte externa de sus muslos. Otra ayudanta cambiaba las cremalleras de la espalda. Esos leves roces de unos dedos que no veía —porque sabía que no se podía mover, ni siquiera la cabeza— tenían un efecto ligeramente hipnotizante.

De niña, cuando se ponía enferma, se imaginaba que venía un cisne y se posaba en su estómago, como si éste fuera la superficie del agua. Sentía las patas del animal colgando de la parte externa de sus muslos. En esta posición, doblando su largo cuello y bajando la cabeza —como lo hacen los cisnes cuando pescan bajo el agua— el animal le daba de comer suave y amorosamente de su pico. Para su sorpresa, la comida que le daba el cisne no tenía gusto a pescado ni rancio. No se parecía en nada al olor del yute. El cisne le daba unos pastelillos que eran apenas más grandes que las cerezas a las que sabían.

La modista se apartó para comprobar el conjunto de su obra.

Ça présente drôlement bien, se dijo por lo bajo con su voz ronca. Dos mujeres se arrodillaron para colocarle la cola.

Camine unos pasos, querida, dijo la modista.

Nusa caminó muy despacio, como si estuviera a oscuras, hacia los espejos. Una de las mujeres le dijo que se agarrara la cola como lo haría si estuviera bailando. Nusa no tenía ni idea de cómo se hacía. G., que en otras ocasiones similares había estado allí para guiarla cuando parecía perdida, estaba en la antesala esperando a que ella hiciera su aparición con el vestido ya casi listo. Junto al espejo, volvió a sorprenderla la intensidad de su propio resplandor bajo el velo de muselina color salmón. De nuevo sintió una punzada de desilusión porque su hermano no la vería con aquel vestido cuando fuera a despertarlo el viernes por la mañana. Entonces dijo: Tendrán que decirme cómo se hace.

Desde las diez de la noche del 20 de abril de 1915, la élite de Trieste empezó a llegar en sus carruajes y vehículos motorizados a las escaleras del Stadttheater, donde los lacayos vestidos de librea azul y oro esperaban para abrir las puertas y ayudar a bajar a los grupos y parejas. Nadie esperaba que el baile fuera como los de antes de la guerra. Todos señalaban que no era lo mismo pasar por el Molo camino del baile y que no hubiera grandes transatlánticos iluminados en la bahía. En la oscuridad no se veía ni un solo barco. No obstante, el baile fue muy concurrido, tal vez debido a que a todos se les ocurrió pensar que probablemente sería el último en muchos años.

Entre los asistentes había por igual italianos y austriacos. En la mayor parte de los actos públicos de Trieste, los italianos solían superar en número a los austriacos, pero ésta era una ocasión especial, por tratarse de un baile a beneficio de la Cruz Roja Austro-húngara. Hacer acto de presencia en este baile era demostrar lealtad a las fuerzas de Su Majestad Imperial y asumir como propia la determinación con la que estas fuerzas habían vencido sus derrotas: de ahí, dicho sea de paso, la urgente necesidad de suministros médicos. Había allí austriacos de edad e incluso ancianos que consideraban que bailar las mazurcas aquel día era su deber para con la patria.

Los italianos, casi todos de familias acomodadas de comerciantes o armadores, eran menos idealistas, pero eso no quería decir que no desearan vivamente que sobreviviera el Imperio y contarse entre sus miembros más leales e influyentes. Los irredentistas de Trieste procedían de las clases profesionales e intelectuales. La comunidad de empresarios y comerciantes italianos era lo bastante sagaz para darse cuenta de que sin Viena, Trieste perdería toda su importancia como puerto comercial. Y si ignoraban esta verdad, no tenían más que preguntarse por qué sus competidores venecianos financiaban tan gustosamente a los irredentistas. Los italianos que se encontraban en el baile estaban nerviosos. Cuando se acercaban a las ventanas para tomar un poco de aire fresco, no les habría extrañado ver el fuego de la artillería al otro lado del golfo.

Wolfgang von Hartmann y su esposa llegaron en un carruaje. Marika llevaba un vestido lila y verde pálido. El cabello color ciervo, muy tirante, recogido detrás. Respiraba por la boca, que mantenía ligeramente abierta. Todo el día, y especialmente el atardecer, le había parecido eterno. Había hecho solitarios, se había dado un baño, había hecho llamar dos veces a la peluquera. Al entrar en el salón, se recordó diciendo: Si estuviéramos en mi país, nos iríamos ahora, mientras él está fuera de la habitación. Trazó el camino hasta el bosque en el entarimado de la habitación. Suspiró. Diez días de espera la habían envejecido, nunca hubiera esperado tanto cuando era joven. Cuando el carruaje entró en la placita frente a las escaleras del teatro, Wolfgang tomó la mano de su mujer y le dijo que su belleza desarmaría a cualquiera. Ella inclinó la cabeza sin decir palabra. Tenía la coronilla fosforescente, como si estuviera mojada de agua de mar. Recuerda, dijo él, que yo no soy Karenin. Te deseo que lo pases bien estos días. Cuando el pelo de Marika estaba suave y brillante, él se quedaba convencido del control supremo que ejercía sobre ella.

El carruaje se alejó. En las escaleras alguien estaba diciendo en alemán que aunque no dudaba de la importancia futura del automóvil en el comercio y la guerra, lo encontraba del todo inapropiado para ir a un baile. Marika irguió el cuello y miró al cielo. Se entreveía la Vía Láctea. En el primer salón tocaban un vals.

Mientras saludaban a todos sus conocidos y estrechaban la mano a unos y otros, sonriendo y recibiendo cumplidos, Marika buscaba entre los diferentes grupos y parejas para ver si G. había llegado ya. Uno de los directivos de la sucursal en Trieste del ferrocarril de Südbahn, un hombre mayor pero lleno de energía, que tenía siempre un ojo medio cerrado, le preguntó si le concedería el honor de bailar con él la primera mazurca. Sacó su

carnet de bal y lo dejó caer de nuevo en el bolso como indicándole que no necesitaba abrirlo para saber que tenía prometida la primera mazurca. Pero de pronto, antes de cerrar el bolso, cambió de opinión. Estaría bailando la primera mazurca con Herr Direktor cuando G. llegara. Él le dio las gracias. Marika abrió el abanico y, protegida tras él, se quedó mirando la ancha escalinata alfombrada en rojo que subía al segundo salón de baile.

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