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NUSA fue puesta en libertad al día siguiente por la tarde. Casi todas las preguntas del interrogatorio fueron relativas a G. Cuando dijo que no sabía nada de él, le preguntaron por qué la había llevado al baile. Ella se encogió de hombros. ¿Eres su amante? Se contuvo de decir No. Pregúntenle a él, respondió. ¿Le habló alguna vez de otros amigos suyos italianos? No parece italiano, contestó ella.

La trataron como si fuera retrasada mental, lo que pareció quedar justificado cuando le dijeron que podía irse. ¿Tienen un trozo de papel de envolver?, preguntó. Uno de los guardias le hizo un guiño al otro. Tengo que taparme, dijo y señaló al cuerpo del vestido de muselina bordada con perlas. Le encontraron un trozo de saco.

Cuando llegó al barrio del arsenal, se paró en todas las esquinas para ver antes si había alguien que pudiera reconocerla; a esa hora de la tarde las calles estaban bastante desiertas. Caminaba deprisa, pegada a las paredes de los edificios y con la tela de saco sobre los hombros. Al llegar a su cuarto, se desnudó y, sentándose en el borde de la cama, se lavó los hombros y los pies en una palangana de agua fría. Temblaba. ¿Le traería el pasaporte si lo soltaban?, se preguntó.

El interrogatorio cruzado al que sometieron a G. fue minucioso y repetitivo. Los informes enviados al jefe de Policía sugerían que su primera impresión de G., la noche del baile, era correcta. Tras interrogar brevemente él mismo al detenido, terminó de convencerse. G. fue puesto en libertad el domingo por la mañana a condición de que abandonara el país en un plazo de treinta y seis horas.

El convidado de piedra

Fui a casa de un amigo a ver unas fotos que había hecho en el norte de África. Cuando llegué saludé a su hijo mayor, que tenía diez años. Un rato después, me concentré en las fotos y me olvidé del niño.

De pronto sentí que me golpeaban el brazo con insistencia. Me volví rápido y me encontré con un anciano del tamaño de un niño: calvo, con una inmensa nariz y gafas. Estaba allí alargándome un trozo de papel. (No hagamos misterios: el niño se había puesto una careta. Pero durante medio segundo, tal vez, me engañó. Me sobresalté. Cuando el niño lo vio, rompió a reír y entonces me di cuenta de la verdad.)

La presencia del anciano me sorprendió y me turbó. ¿Cómo había entrado tan raudo y sigiloso? ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué se había aproximado a mí y no a otros? Ninguna de estas preguntas tenía una respuesta satisfactoria, y era precisamente esa falta de respuestas lo que me sobresaltaba, lo que me asustaba. Era un suceso inexplicable. Y, por consiguiente, sugería que todo era posible. Ya no estaba protegido por la causalidad. Por eso, quizá, no me sorprendió su tamaño, que era lo más improbable de todo. Lo acepté como parte del caos que proponía su propia presencia.

No exagero retrospectivamente ni la complejidad ni la densidad del contenido de ese medio segundo; cuando se las provoca en profundidad, nuestra memoria y nuestra imaginación reproducen toda nuestra vida en un instante.

Lo reconocí en cuanto me asustó, en cuanto sentí el vacío que dejaba la causalidad desaparecida bajo mis pies. No me refiero a reconocer al hijo de mi amigo. Reconocí al anciano calvo. El reconocerlo no me quitó el miedo. Pero se había efectuado un cambio. Ahora también reconocía el miedo. Los había conocido a ambos, al hombre y al miedo, desde mi más temprana infancia. Tenía la sensación de que no era capaz de recordar su nombre. Una pequeña parte de mí, socialmente condicionada, se avergonzó, como por un acto reflejo. Para esa parte ya no se trataba de cómo y por qué me había encontrado, sino de qué podría decirle yo.

¿Dónde lo había conocido? Aquí la paradoja es inevitable. Pero un simple vistazo a las profundidades de nuestra infancia nos recordará lo frecuente que era la paradoja. Lo reconocí como una figura en perpetua compañía de lo incognoscible. Yo no lo había convocado desde la luz que me confería el conocimiento; sino que fue él quien, una vez, hace mucho tiempo, me buscó en la oscuridad de mi ignorancia.

Ahora ya no había en él nada objetivamente amenazador. Pero lo era porque figuraba en un contrato que yo había aceptado. Me había olvidado de las circunstancias que me llevaron a aceptarlo. De ahí, el misterio inicial de su presencia. Y, sin embargo, podía reconocer —sin recordarla— una de sus cláusulas principales; de ahí que me resultara conocido. El anciano del tamaño de un niño, calvo, narizotas y con unas absurdas gafas redondas, había venido a reivindicar lo que de acuerdo con esa cláusula se le había prometido.

Era una mañana de principios de verano, una de esas mañanas en las que si uno no tiene nada que hacer, le parece que dispone de toda una vida hasta la noche. El mar se confundía con el cielo de Trieste; el mismo azul los ocultaba a ambos.

En el norte de Francia y en Flandes también hacía buen tiempo. Pero todos los que yacían heridos o moribundos no miraban el cielo azul con ese sentimiento de lúcida afirmación que Tolstói atribuye al príncipe Andrey en la batalla de Austerlitz. Cuanto más hermoso era el día, mayor era la confusión que causaba la muerte en el frente occidental. Allí la muerte había sido despojada de todo significado; y, en consecuencia, era más fácil de aceptar como una condición más, como el barro o el frío, en un mundo fundamentalmente inhóspito para el hombre, que en un clima, en una estación tan llena de promesas. Hace un día cojonudo para palmarla.

G. fue andando a su casa y antes de cambiarse de ropa se tumbó en la cama. Las hojas de acanto de las cortinas de encaje le recordaron cuando se había imaginado seduciendo a Marika; hacía veinte días de aquello. Apretó las mandíbulas. No por este recuerdo concreto, sino porque llevaba dos días en los que no había hecho más que recordar. No lo apenaban los recuerdos en sí. Había conseguido todo lo que había deseado, y volvería a desear lo mismo. Lo que lo apesadumbraba enormemente era ese súbito despertar de la memoria misma. O, más bien, la prodigiosa capacidad de esta facultad. Era el número de los recuerdos, su volumen, lo que le oprimía.

Le resultaba imposible separar un recuerdo de otro, al igual que tampoco podía separar la cara de Nusa de la de la chica romana. Era como si su mente se hubiera convertido en una sala de los espejos en la que cada reflejo representaba algo diferente, aunque todos se movían al mismo tiempo. El efecto era el opuesto al de la memoria. Por ejemplo, en lugar de aproximarlo a su infancia, el puro volumen de los recuerdos acumulados desde entonces hacía que ésta pareciera absurdamente lejana. Los recuerdos de Beatrice, muchos más de los que creía que tenía, poblaban su pensamiento, unos tras otros, todos extremadamente definidos, pero al mismo tiempo inseparables de los recuerdos de otras mujeres, de modo que terminaba pareciéndole que debía de haber pasado un siglo desde la última vez que la había visto. Pero no estoy transmitiendo la verdad con la precisión necesaria. El flujo de recuerdos, involuntarios y precisos, al tiempo que concatenados, que inundaba sus pensamientos parecía alargar su vida pasada. Esto lo he apuntado. Pero también era cierto que, tal como la recordaba, su vida parecía excesivamente breve y precipitada, debido a que no podía aislar ni establecer independientemente en la época que le correspondía ninguno de los recuerdos. Unas veces, la memoria extendía su vida, y otras veces, la comprimía, alternativamente, hasta que, sometido a esta forma de tortura, el tiempo perdía todo significado.

Anoche me enteré de que un amigo mío de Londres se había suicidado. Por mucho que junte las tres letras de su nombre —JIM— no habré empezado a reunir, ni siquiera en una medida infinitesimal, lo que ahora está disperso. Tampoco puedo juzgar su acto invocando la palabra «trágico». Me basta con recibir —recibir, y no meramente registrar— la noticia de su muerte.

G. tiene treinta y seis horas para abandonar la ciudad. Pero, ¿adónde ira? El único lugar abierto para él es Italia. Desde allí puede ir a cualquier otro lugar. Puede que se imaginara volviendo a Livorno y viviendo en la casa que había sido de su padre. Sin duda pensó en otras posibilidades. Pero todas ellas eran un retorno de un tipo u otro y no deseaba retornar. Así que empezó a olvidarse del

dónde. La pregunta se trocó en: ¿podría llegar aún más lejos? ¿Cuánta distancia podría poner todavía entre él y su pasado? Ya no era el tiempo en sí mismo lo que lo alejaría más, pues el tiempo era ya algo carente de todo sentido. Fue el darse cuenta de esto lo que lo decidió a ir a ver a Nusa y darle su pasaporte. Este acto lo llevaría aún más lejos.

Una mujer vendía fruta en la Piazza Ponterosso. Como Nusa, la mujer provenía del Karst; lo sabía por sus rasgos. Compró cerezas. Empezó a comerlas de camino hacia los muelles, escupiendo los huesos al pasar.

Del mismo modo que en el rojo de las cerezas hay siempre una pizca del marrón en el que se desintegrarán y reblandecerán cuando se pudran, así también, en cuanto están lo bastante maduras para comer, saben a su propia fermentación.

Pasó por delante de grupos de hombres que hablaban en tonos lúgubres y en diferentes lenguas sobre la inminencia de la guerra. Cuando más se alejaba, más harapienta iba la gente, más impenetrables eran sus caras.

Porque es pequeña y tiene una pulpa y una piel muy ligeras —apenas más sustancial que la superficie capilar de un líquido—, el hueso de la cereza tiene algo de incongruente. Sabes que no lo es, pero eso no hace desaparecer la sensación de que estás escupiendo tu propia saliva. Cuando te comes una cereza, siempre te sorprende encontrar el hueso. Parece un precipitado que se produce misteriosamente en la boca en el acto de comer una cereza. Escupes el resultado de ese acto.

Se detuvo dos veces porque le dio la impresión de que lo estaban siguiendo. Se sentó en un murete al lado de unas tiendas y observó a las mujeres que hacían cola para comprar verduras y pan. En esta parte de la ciudad no había mucho de nada.

Cuando te la metes en la boca, antes de masticarla, la suavidad y la elasticidad de la cereza son idénticas a la suavidad y la elasticidad de los labios.

Si iba a desafiar al tiempo, no podía precipitarse.

La casa estaba en una hilera de casas bajas que se abrían todas directamente a la calle. Llamó y salió a abrirle una mujer con dos niños. Lo miró con desconfianza. Preguntó por Nusa. La mujer le preguntó que qué quería. Hablaba italiano con dificultad. Ofreció cerezas a los niños, pero su madre los apartó antes de que pudieran cogerlas. Su habitación está en el piso de arriba, dijo. Le diré a mi marido que suba dentro de diez minutos.

Nusa abrió la puerta del cuarto. Tenía el pelo suelto sobre los hombros. ¡Usted!, dijo, y echando un vistazo a la escalera, le hizo un gesto para que entrara y cerró inmediatamente la puerta.

¡Ha traído el pasaporte!

El cuarto era pequeño y tenía el techo abuhardillado. En un lado estaban la cama y el armario; en el otro, había una mesa y una silla; entre ellos, una claraboya desde la que se veían los muelles. Desparramó las cerezas sobre la mesa.

Me soltaron esta mañana, dijo. Se sacó el pasaporte del bolsillo y se lo dio. A ella le parece que han llegado a su destino después de duros avatares. Le coge una mano entre las suyas y se la aprieta. Él la enlaza por la espalda. Lejos de resistirse, ella reposa la cabeza en su hombro. La sensación de que ha salido triunfante de su hazaña es tan intensa que por un momento piensa que ambos compartían una misma meta. Se apoya en él. Si él fuera el más débil de los dos, ella lo habría sostenido. Es como si los dos hubieran corrido más que sus perseguidores, y estuvieran ahora exhaustos, desmayados de cansancio, pero a salvo.

Es la primera vez que están solos juntos entre cuatro paredes.

Su cabello es más suave cuando se lo deja suelto, dice él tomando un mechón y dejándolo caer.

¡Tapa esto!, da un paso atrás y, echándose el cabello por delante de la cara, le muestra la marca que le dejó el látigo en la nuca. Él se la toca suavemente y ella se queda quieta, como si la estuviera viendo el médico. Tiene el cuero cabelludo muy blanco. El cabello le huele a mantas.

Debería ponerle carne cruda encima.

Ella se endereza; al agachar la cabeza se ha ruborizado, pero el color rosa de sus mejillas es desigual, visiblemente distribuido en venitas tan intrincadas y plomizas como las de debajo de la lengua.

¡Carne cruda!, dice ella. No la pondría aquí, me la comería.

¿Son peores las otras marcas?

No me las veo bien.

Enséñemelas.

Es la única persona a la que puede enseñárselas, y son una parte de la hazaña por conseguir el pasaporte. Se vuelve de espaldas y se destapa un hombro.

Dos marcas amoratadas e hinchadas cruzan sus hombros blancos y prietos, pero no se le ha abierto la piel. Los poros del resto de su piel emiten una especie de resplandor que no se puede distinguir de su propio olor. Se toca el hombro con las yemas de los dedos.

La primera noche no pude dormir, me abrasaban como quemaduras.

Por la ventana abierta se oye un ruido lejano de tumulto; un ruido extraño y confuso que sugiere voces humanas, pero suena demasiado regular para serlo y demasiado discordante para ser música. Dos o tres sonidos se repiten continuamente. A G. uno de ellos le suena como el ¡Hop! ¡Hop! ¡Hop! de su infancia. Nusa y él se miran y se acercan a la ventana. Ven gente correr abajo, en los muelles, hacia una multitud que agita los brazos. Entre la multitud alguien enarbola la bandera amarilla y negra de Austria.

¿Quiénes son?

No lo sé.

Su rostro permanece impasible, pero le palpita el pecho. Parece que es nuestra gente, dice, los que trabajan en los muelles.

Se aleja y recompone su atuendo; sus grandes manos abrochan los botoncitos de la blusa. Me tengo que ir ahora con el pasaporte, dice.

G. quiere instalarse en ella, quiere interponerse entre todas las formas de su físico —el pecho palpitante, la espesa cabellera con olor a mantas, el blanco cuero cabelludo, las manos grandes, las mejillas, los poros de su piel—, entre su cuerpo, de pie junto a la ventana volviendo a mirar los muelles, y su conciencia de sí misma. Quiere ocupar el lugar de lo que ella está mirando. Quiere presentarla ante sí misma como una ofrenda y que la ofrenda esté ilimitadamente exenta de virtud. Quiere llevar la ofrenda en su propio cuerpo para satisfacer su propia necesidad. No tenemos tiempo, Nusa, dice.

Pronuncia su nombre con desesperación.

Nusa piensa por primera vez en qué hará él sin pasaporte. Se ata un pañuelo a la cabeza. Hemos de irnos. Bajan precipitadamente las oscuras escaleras.

Cuando G. dijo: No tenemos tiempo, Nusa, podría estar refiriéndose a la impaciencia de Nusa por entregar el pasaporte, a la multitud que se congregaba en los muelles, al marido de la patrona subiendo por las escaleras, a las treinta y seis horas de que disponía para abandonar Trieste, pero ninguna de estas contingencias presentaba dificultades insuperables, y en el pasado habría encontrado cien maneras de vencerlas, a cada cual más ingeniosa. La afirmación significaba algo más.

Durante dos días se había sentido oprimido por la abundancia de recuerdos. Había llegado al punto de sentirse condenado a vivir incluso el presente en pasado. Lo que todavía no había sucedido no era más que una parte del pasado que quedaba por revelarse. Cuando lo dejaron libre en la comisaría, le dio la impresión de regresar, tomara la dirección que tomara, hacia el pasado, hacia la vida que había vivido antes de que Von Hartmann le ofreciera a Marika y él planeara llevar a Nusa al Stadttheater. Eligiera lo que eligiera, era como volver a hacer una elección que ya había hecho, una elección cuyas consecuencias ya habían tenido lugar. Las oportunidades que se le ofrecían no eran más que una ilusión. El tiempo se negaba a enfrentarse a él. Su deseo de Nusa no se distinguía de esta desesperación. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

(La pasión se arroja contra el tiempo. Los amantes hacen el amor juntos al tiempo, de modo que éste se abre, avanza, retrocede sobre sí mismo y se repliega. El tiempo que bombean sus corazones. El tiempo cuya vagina está húmeda de eternidad. El tiempo que se agota cuando eyacula generaciones.) No tenemos tiempo, Nusa, dijo.

Imaginemos un personaje de leyenda que recobrara su conciencia de vivo. La leyenda está formada y no se puede modificar. Su inalterabilidad propone una especie de inmortalidad. Pero el personaje, vivo y consciente en la leyenda que se cuenta, que se repite una y otra vez, se sentirá enterrado vivo. No le faltará el aire, sino el tiempo.

Así bajó G. las escaleras junto a Nusa.

La gente había salido a las puertas de sus casas y hablaban a voces. Un joven venía corriendo calle arriba y enseguida se fue otra vez corriendo calle abajo. G. no entendía ni una palabra de lo que se decía, todos hablaban esloveno. Varios hombres siguieron al joven que bajaba corriendo la colina hacia el mar. Nusa preguntó algo. Luego susurró: los italianos han declarado la guerra, desde hoy estamos en guerra con ellos.

G. la agarró por el brazo, apretándoselo. Es demasiado tarde, le dijo ella hablándole pegada a su cara, si me lo hubiera dado antes...

No intentó detenerla, y ella se lanzó colina abajo. Un momento después se paró a hablar con un hombre. G. la vio señalarlo. Luego siguió corriendo, agarrándose la falda con una mano y golpeando el empedrado con las botas.

Para la sorpresa de Nusa, Bojan sólo le preguntó una vez de dónde había sacado el pasaporte. Ella dijo que se lo había encontrado. Él pensó que con aquel pasaporte todavía le quedaba una esperanza de poder salir del país; probablemente habría un último tren a Italia al día siguiente o al otro.

Bojan llegó a Francia y vivió varios meses en Marsella, donde despertó las sospechas de la policía francesa. En un comunicado interno de la policía marsellesa fechado en 1915, figura Livorno como su lugar de nacimiento, y el nombre de G., y la edad y profesión de éste, como las suyas. Hay un número de referencia a un archivo que probablemente contenía una foto y otros detalles. No se menciona ninguna actividad delictiva, como es el caso de los otros nombres citados en dicha circular. Sencillamente consta en la lista como sospechoso.

El Ministerio de Asuntos Exteriores británico no hizo ningún intento de localizar al hombre al que habían proporcionado documentos falsos; se le suponía desaparecido, probablemente muerto. Años después, cuando trabajaba en Yugoslavia contra la dictadura del rey Alejandro, Bojan utilizó a veces como alias el apellido falso de G. (el apellido que habría tenido de haberlo educado su padre).

G. bajó andando hacia los muelles. Cuando pasó ante el hombre con el que se había parado a hablar Nusa, éste sonrió y sin asomo de ocultar lo que hacía, empezó a seguirlo. Enseguida se toparon con varios cientos de personas que subían en tropel por la colina, hacia ellos. Las últimas filas iban bastante organizadas, y un grupo llevaba una gran bandera austriaca. Pero las primeras, formadas por hombres en su mayoría, eran muy diferentes y avanzaban como la ola, rompiéndose y volviéndose a formar, murmurando y rugiendo. Todo en ellas parecía diverso: las ropas, las edades, los rostros, la lengua, las gorras, los cuerpos. Procedían de muchos lugares distintos: pueblos eslovenos e istrios, Serbia, Galicia, Grecia, unos cuantos de Turquía y Rusia y uno o dos negros. Sólo tenían en común su pobreza y su destino.

Una vez más, G. comprendió lo absurdo de la pregunta: ¿adónde debería ir? Una vez más, en lugar de una respuesta, sólo pudo contestar: más allá. Empezó a caminar en la dirección de la multitud.

Era muy diferente de la multitud que había visto en Londres el día que estalló allí la guerra.

La multitud en Londres era estática, no sabía adónde dirigirse. No pedía nada. Vociferaba y rugía con los ojos en blanco porque estaba impaciente por tener lo que quería. Pero no sabía lo que quería. Era una multitud que parecía estar aguardando a ser recibida y atendida. Se aglomeraba ante Downing Street y Westminster Abbey y el Parlamento, esperando impaciente a que le asignaran su futuro. Se inmolaba, sin saberlo, por el mero hecho de vitorear. Sus vítores habrían de convertirse en chorros de su propia sangre lanzados al aire, que volverían a caer sobre sus ojos fijos, dejando en ellos millones de venillas estalladas; por su yugular caerían, ahogándola; y por su vientre, interminablemente bayoneteado, descenderían hasta donde la sed insaciable de cada herida se la bebería, dejando sólo, inadvertidamente, un hilillo sanguinolento en los labios de la herida que humedecería el vello púbico. Había muchas mujeres entre la multitud; empujaban a los hombres por los riñones, los arrojaban a empujones, los abortaban en sangre en el Strand y en Trafalgar Square, donde se amontonaban, sin pelo ni plumas, sólo huesos y jirones de carne, esos futuros embriones de hombre. Y, sin embargo, el día que estalló la guerra, la multitud londinense se había dispersado en calma; hombres y mujeres regresaron a sus casas llamándose unos a otros por sus nombres de siempre, inconscientes de lo que habían empezado, pero henchidos de un inusitado orgullo.

El día que se declaró la guerra con Italia la multitud de Trieste no estaba ni henchida de orgullo, ni calma. Avanzaba a trompicones, como un borracho seguro de su destino, pero que no acaba de decidir qué camino tomar.

A veces algunos hombres se adelantaban agitando los brazos. Uno llevaba una campana que tocaba como un pregonero, pero no iba uniformado y la campana era negra y estaba toda oxidada: tal vez era una campana de barco que había encontrado tirada en el puerto. La gente salía a las ventanas. ¡Se ha declarado la guerra!, gritaban los hombres en la calle. ¡Venid a ver lo que vamos a hacer! Algunos grupos empezaron a cantar, pero no terminaban ninguna canción.

G. iba un poco detrás de la cabeza de la marcha, en medio de la corriente humana. Aunque se había quitado la chaqueta y se había quedado en mangas de camisa, sus ropas lo delataban. El hombre con el que había hablado Nusa seguía a unos pasos de él; cada vez que alguien lo abordaba, intervenía, hablando en un esloveno que G. no entendía; y cada vez, el intruso parecía apaciguarse y no hacía más preguntas. G. empezó a sentir que podía dejar toda decisión en manos del hombre que caminaba tras él. A medida que se acercaba a la Bolsa y a la parte italiana de la ciudad, el carácter de la multitud empezó a cambiar. El contraste entre su aspecto andrajoso y las calles ordenadas y limpias por las que avanzaba se hizo más y más agudo. En las inmediaciones del arsenal, había parecido una aglomeración de trabajadores mal pagados o desempleados; en estas calles, parecía un ejército de mendigos.

Un hombre que iba al lado de G. tiró una piedra (que debía de llevar en la mano desde que emprendieron la marcha) al escaparate de un colmado. Se rompió el cristal. Los hombres empezaron a romper el resto del cristal con las manos envueltas en sus monos de trabajo o en las camisas. Cuando llegaron a los quesos y las salchichas, se los tiraron a la multitud. Una patrulla de policía austriaca pasó cerca de allí e ignoró intencionadamente el incidente. El tendero, aterrado, empezó a alargar él mismo las botellas a los puños que se alzaban frente a él. Es un buen vino, repetía sin cesar, como si todavía lo estuviera vendiendo.

La presión desde atrás los obligó a seguir adelante. No obstante, el incidente les hizo conscientes de que temporalmente eran inmunes a la ley. Cuando veían a un grupo de gente bien vestida, les gritaban amenazadoramente: ¡Abajo Italia! y a veces, añadían: ¡Ricos ladrones! Las calles se quedaron desiertas. Y esto volvió a cambiar el carácter de la multitud. En su parte de la ciudad había sido un espectáculo que había atraído a la gente. Aquí, dejaron todo en suspenso. No se les ocurrió, como se les había ocurrido a las masas en Milán en 1898, tomar la ciudad. No deseaban establecer su propio control u orden. Sólo querían demostrar que en los desiertos espacios de las calles y plazas podría suceder cualquier cosa en medio del desorden.

El hombre que seguía a G. le dio un golpecito en el hombro y le pasó una petaca de vino blanco abierta para que bebiera. G. bebió un trago y se salpicó un poco la camisa. Aunque la multitud avanzaba a la buena de Dios, sin dirección, tenía la sensación de estar siendo ceremoniosamente conducido, casi como un difunto en un ataúd. Miraba los edificios que pasaban. Una cariátide tras otra soportaba, muda y resignada, el peso de unos frontones diseñados para demostrar la cultura de quienes vivían tras aquellas puertas y ventanas.

Los actos sexuales, como los sueños, no tienen apariencias superficiales; se experimentan de dentro a fuera; su contenido está en primer plano y lo que es normalmente visible se convierte en un centro invisible.

En una habitación de una de esas casas, había estado Louise tendida en la cama, de espaldas. Rodeándole las rodillas con los brazos, le introdujo la lengua en la vagina. Sólo recordaba el sabor del vino que acababa de beber. Un lento estremecimiento le recorrió los muslos, pasando de uno a otro, como una ola. Giró, se retiró, volvió. Un grano de arena traído y llevado por este movimiento alternante. Del grano de arena y la cálida entrepierna nació una oreja de perro. Una oreja puntiaguda. La piel en su parte externa era más suave y más lisa que la piel de ella. El interior era de un rosa transparente. De la oreja nació una jarra de leche. Bajo la superficie de la leche, invisibles bajo el manto blanco, estaban los árboles de un bosque, unos árboles invernales, sin hojas. La leche se vertió sobre el regazo de la mujer. En algunas partes formó charcos, y por otras corría; de su cabello pendían gotas de leche, como bayas blancas. Veía las ramas de los árboles invernales en las huellas dejadas por la leche. El hombre de la campana empezó a tocarla otra vez. ¡Mirad sus casas! ¡Más allá! ¡Más allá! Las palabras subieron involuntariamente hasta la garganta de G., pero sosegadas. Eran para él tan sorprendentes como incomprensibles para quienes lo rodeaban. Caminaba con la cabeza levantada, mirando al cielo azul.

La multitud giró al llegar a la Piazza San Giovanni y no tardó en abarrotarla. En el centro había una estatua de un gigante cómodamente sentado en una silla a la sombra de los árboles. En el plinto se leía: VERDI. Estas letras componían el nombre del hombre que escribió

Rigoletto, pero en Trieste también significaban Vittorio Emmanuele Re d’Italia. Dos hombres se habían subido al regazo de la estatua y le golpeaban la cabeza con barras de hierro. Con cada golpe, los hombros y los antebrazos de ambos sufren una sacudida. Las mujeres iban de puerta en puerta alrededor de la plaza intentando entrar en los edificios. Todos estaban cerrados a cal y canto. De vez en cuando, una cara, medio escondida entre las contraventanas, miraba a la plaza abarrotada con

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