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i teppisti. Algunos jóvenes treparon a los árboles. De pronto se oyó ruido de cristales rotos. Funcionó como una señal acordada. Todos los que estaban en los extremos de la plaza empezaron a arrojar lo que encontraban a las ventanas más próximas.

Detrás de las ventanas estaba la propiedad de quienes se beneficiaban de la existencia de Trieste. Los que estaban golpeando la pétrea cabeza de Verdi y rompiendo los cristales de las ventanas entre las cariátides odiaban la existencia de la ciudad, y estaban allí para vengarse de su presencia forzosa en ella. Habían salido a vengarse, con cobardía, lo más astutamente posible, sin exponerse a mayores riesgos, de una pequeña parte de lo que habían sufrido desde que la pobreza les había obligado a ellos o a sus padres a dejar sus pueblos y establecerse en las afueras de una ciudad extranjera. La administración de la ciudad era austriaca, pero su esencia era italiana, de ahí los nombres de sus calles y plazas, de ahí la lengua de su despiadado comercio. Muy pocos de entre la multitud tenían alguna teoría política, pero todos ellos sabían algo que ignoraban en gran medida los profesores y alumnos de la universidad: sabían que lo que les había sucedido en el pueblo era parte de lo mismo que les había sucedido cuando llegaron a Trieste y no había dejado de sucederles desde entonces. La unidad era histórica. Las teorías pueden comprender y definir esta unidad. Pero para cada uno de ellos estaba definida por la unidad de su propia vida de sufrimientos.

¡Romperle la cabeza!

¡Arrancarle las orejas!

¡Destruir los postigos!

¿Nadie os ha hablado de vuestras casas? Yo lo descubrí hace tiempo. Daos una vuelta sin prisas por un barrio acomodado de cualquier ciudad de Europa, por la calle en la que están vuestras casas o vuestros pisos. Los marcos de las ventanas y contraventanas están recién pintados, pero su color es apenas diferente del de las fachadas, que absorben la luz, pero despiden un ligero centelleo, como las servilletas de lino almidonadas. Mirad las ventanas, cuyas inmóviles cortinas podrían estar esculpidas en la piedra, las barandillas de hierro forjado en forma de plantas de los balcones, los motivos ornamentales que hacen referencia a otras ciudades y otras épocas; pasad ante los portones de madera barnizada con llamadores y placas de bronce. El silencio de la calle consiste en el ruido apenas perceptible de una multitud lejana, una multitud formada por tanta gente tan lejana que la fatiga individual, la inspiración y la expiración de cada cual se combinan en un sonido de respiración ininterrumpido... y entonces, de pronto, os dais cuenta con horror de que todas y cada una de las viviendas, aunque estáticas, ¡están en cueros, están totalmente desnudas!

¡Incendiemos la plaza!

Corría el rumor de que otra multitud ya había prendido fuego al edificio de la Liga Nazionale. Puede que fuera un agente austriaco quien propuso entonces incendiar las oficinas del periódico

Il Piccolo. Unos cien hombres, G. entre ellos, se apresuraron hacia allí desde la Piazza San Giovanni.

Unos cuantos impresores y periodistas, incluyendo a Raffaele, estaban ya en la oficina a punto de empezar su trabajo. Al oír gritos en la calle salen a las ventanas. Ven una masa de hombres, algunos con palos y otros con latas bajo el brazo, corriendo por la plaza hacia la entrada principal de su edificio. ¡La escoria del puerto!, dijo Raffaele, y al hacerlo acuñó la frase que utilizaría invariablemente después cuando describía a los revoltosos. Cerrad los postigos y las persianas, ordenó. Luego cogió el teléfono y pidió que le pusieran con la comisaría central de policía. Es muy urgente, dijo.

Como estaba cerca de una ventana, entre las rendijas de la persiana, vio a los primeros en alcanzar el edificio. Se oyeron golpes y cristales rotos. Estaban rompiendo la lámpara que colgaba a la entrada. Oyó a otros subir precipitadamente las escaleras de los talleres. De pronto, colgó el teléfono y aplastó la nariz contra la persiana para estar seguro de lo que veía. Vio a G., rodeado de una pequeña banda, señalar la ventana del segundo piso y gesticular como imitando una explosión. El asombro inicial de Raffaele dio paso a una extraña satisfacción. En una situación amenazadora e impredecible había encontrado una certeza, y esta certeza confirmaba su sagacidad. Los oía romper los muebles del segundo piso.

G. no sólo era un agente austriaco, pensó Raffaele, sino que además era uno de los hombres empleados por los austriacos para movilizar a los eslavos. Ahora era obvio por qué los austriacos habían tolerado su conducta en el baile de la Cruz Roja. Todo lo que antes le parecía misterioso en él se aclaró al instante. Y a la seguridad en su interpretación siguió la seguridad, igualmente satisfactoria, en su decisión. No había necesidad de consultar a nadie. Les dijo a los que le estaban viendo telefonear que tenían que abandonar el edificio. Aseguraos de que sale todo el mundo, dijo. Toma esto —sacó un revólver del cajón de la mesa y se lo dio al hombre que tenía enfrente—. Nadie más va a defendernos, añadió satisfecho.

Iba a acabar con G. El teléfono continuaba callado. Sacudió violentamente el auricular y pidió otro número. Os necesito a todos inmediatamente en la Galleria di Montuza, dijo, me reuniré allí con vosotros. Después volvió a llamar a la policía. Quería hablar con el mayor Loneck. Exigió protección inmediata para el edificio del periódico

Il Piccolo, que estaba en manos de

i teppisti e iba a empezar a arder de un momento a otro. Evidentemente, el mayor Loneck intentó contemporizar. No estoy histérico ni exaltado. Es una cuestión de orden público.

Los incendiarios trabajaron rápida y sistemáticamente en los talleres. Uno de ellos había encontrado un armario lleno de trapos sucios de grasa y tinta. Pusieron estos trapos al final de la habitación, junto a la prensa más grande. Un hombre los roció con queroseno. Otros rompían mesas y sillas y depositaban la madera sobre los trapos. G. vació varios cajones llenos de papeles y los añadió a la pira. ¡Encendedla ya!, gritó; el olor del queroseno lo estaba asfixiando. El hombre al que Nusa había hablado en la calle hacía guardia en la puerta. Un viejo de ojos brillantes hizo una tea de papel, la encendió y la arrojó a los trapos.

Durante un momento, todos esperaron a ver si prendía el fuego. Inmediatamente se levantaron llamas de la altura de un hombre. Estaban a punto de quemar las prensas que imprimían la lengua de la ciudad, la lengua de la ley, de los insultos y las demandas, la lengua de los capataces. Se oía la respiración del fuego, junto con unos crujidos intermitentes, leves como los que acompañan los pasos en un terreno seco. El hombre que esperaba en la puerta sonrió, aprobando el fuego que habían hecho. Al principio el fuego les recordó sus pueblos; todavía era pequeño. Más tarde, esa misma noche, después de tres intentos más de incendiar el edificio, cuando estuviera verdaderamente en llamas, observarían fascinados las dimensiones de su hazaña; cuanto más incontrolables se hicieran las llamas, más dueños de ellas se sentirían. G. se quedó más cerca del fuego que los otros, sentía su calor en el cuerpo.

¡Rápido!, gritó el hombre desde la puerta, han llegado los bomberos. Cuando salían los incendiarios, entraban los bomberos acompañados del ejército. Se produjo una refriega, pero ambos grupos continuaron su camino y no hubo arrestos. Los soldados acordonaron el edificio, y el fuego no tardó en quedar extinguido.

Raffaele discutía con el mayor Loneck en la esquina de la Via Nuova, al otro lado de la plaza. El oficial de policía le explicaba que tenía que defender otros edificios de la ciudad y que en cuanto se dispersara la multitud tendría que retirar la guardia. Si se van los soldados volverán a intentarlo, insistía Raffaele, es usted responsable de la seguridad de la población.

¡Deberían haber pensado eso ayer en Roma!, dijo el mayor en alemán.

En otra esquina G. hablaba con varios de los hombres que habían prendido fuego a los talleres. Veis, están usando el extintor del edificio contiguo. La próxima vez tenéis que arrancarlo antes.

Raffaele dejó al mayor y se acercó a un círculo de figuras apostadas a la entrada de la Galleria di Montuzza, el túnel que corría bajo la colina en la que se alzaban el castillo y la catedral y el museo Lapidario. Señaló a G. (que parecía haber perdido la chaqueta y sólo con la camisa blanca era fácil de identificar) y dio las órdenes pertinentes.

Una falsa calma descendió sobre la plaza y las calles adyacentes. Había mucha gente, pero no era la gente que normalmente las transitaba. Los bomberos se fueron. La multitud se disgregó en pequeños grupos que merodeaban esperando a ver si los soldados se quedaban o se iban. No se veía por ningún lado a los habitantes de la zona.

G. se dirigió de vuelta hacia la Piazza San Giovanni. Delante de él caminaba una mujer a quien creyó haber visto antes. Iba vestida un poco como Nusa, pero era más baja. Se paró en seco. ¡Más lejos!, dijo en voz alta, ¡todavía más lejos!

El hombre de camisa blanca al que estaban siguiendo tenía una forma de caminar peculiar: encorvaba la cabeza y los hombros de forma que parecía un toro embistiendo. De pronto se detuvo y dijo algo en voz alta. No les resultó difícil creer que era un traidor.

G. siguió su camino. El aire vagamente conocido de la mujer aumentó su interés por ella. Vio a su pasado apresurarse entre los dos para alcanzarla. Reconocería su cara, le hablaría. Vio cómo su pasado despertaría el interés de la mujer. Pero no aceleró el paso para ver quién era. Lo que lo separaba de su existencia pasada, sea lo que fuera, era algo muy sutil, apenas más fuerte que un suspiro, apenas más fuerte que el calor del fuego que todavía podía sentir imaginariamente en el cuerpo.

Si G. hubiera peleado con los cuatro hombres que se abalanzaron sobre él, la descripción de la pelea ocuparía varias páginas. No peleó.

Por otro lado, si se hubiera sometido sin resistencia, podrían necesitarse varias páginas para describir su aceptación de la muerte. No se sometió sin resistencia.

Lo que sucedió puede contarse rápidamente, mi silencio puede por fin transmitir el resto.

Le obligaron a salir de la plaza y caminar más allá de la iglesia de San Antonio. Al pasar echó una ojeada a la mujer que le había parecido conocida: era la que le había vendido aquella mañana las cerezas en la Piazza Ponterosso. Dos de los hombres le sujetaban los brazos pegados al cuerpo, como si fueran los de un feto todavía unidos al resto del cuerpo. El tercer hombre avanzaba delante de ellos, y el cuarto detrás. Siguieron el canal, hasta el malecón. Allí torcieron a la derecha en dirección a los depósitos ferroviarios. La orilla del agua estaba desierta. De vez en cuando, G. intentaba soltarse. No podía. Lo condujeron hasta el borde del agua.

Hasta ese momento, no creo que previera las circunstancias exactas de su muerte. Debían de quedarle ciertas dudas, ciertas esperanzas. Tal vez, la muerte, cuando llega, es siempre una sorpresa creciente que se sorprende a sí misma hasta un punto en el que desaparece toda referencia —y, por ende, toda distinción personal.

Lo golpearon en la nuca. Cayó desmayado. El sabor de la leche es la nube de la ignorancia. Lo levantaron, lo movieron unos centímetros y luego lo dejaron caer de pie en el agua salada.

El sol está bajo en el cielo y el mar está en calma. Como un espejo, según se dice. Sólo que no parece un espejo. Las olas, que casi no lo son, pues van y vienen en muchas direcciones diferentes y apenas se las ve subir y bajar, están formadas por innumerables superficies diminutas en toda una infinita variedad de ángulos. De estas superficies, las que reflejan la luz del sol directamente en los ojos del espectador centellean con una luz blanca durante un instante antes de que su ángulo, en relación con él y con el sol, se desplace, y entonces se funden de nuevo en el azul oscuro del resto del mar. Cada vez, la luz no dura más que una chispa. Pero cuando el mar retrocede hacia el sol, el número de superficies centelleantes se multiplica hasta que el mar parece de verdad un espejo plateado. Mas a diferencia de los espejos, el mar no es estático. Su superficie ondeante está en perpetua agitación. Cuanto más lejos rebotan las ondas, que en masa se tornan plateadas y por separado, visibles y definidas, adquieren un tono plomizo oscuro, mayor es su velocidad aparente. Retrocediendo sin cesar hacia el sol, transmitiendo sus reflejos más y más rápido, el mar no requiere ni reconoce límites. El horizonte es el recto borde inferior de un telón arbitrario que interrumpe súbitamente la representación.

Ginebra . París . Bonnieux

1965-1971

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