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La multitud en el Corso Venezia y sus aledaños asciende a cincuenta mil personas. Algunos están organizados en columnas y contingentes de una u otra fábrica; otros grupos son más pequeños y menos organizados. No saben exactamente cuántos son; pero todos ellos presienten que representan a la mayoría. Esta mayoría puede reivindicar lo que cada uno de ellos ha sentido, pero no puede decir cuando está solo: Mira esa cabeza, mira ese cuerpo, mal alimentado, pobremente vestido, sin educación, sobrecargado de trabajo. Se merece lo mejor que el mundo pueda ofrecerle.

En un extremo de los Giardini Pubblici, el chico ve al joven de la barba subido a un árbol, dirigiéndose a la multitud. Les está indicando adónde ir.

La multitud ve la ciudad con unos ojos diferentes. Han parado la producción de las fábricas, forzado a cerrar las tiendas, detenido el tráfico, ocupado las calles. Son ellos quienes han construido la ciudad y quienes la mantienen. Están descubriendo su propia creatividad. En sus vidas normales sólo modifican las circunstancias más inmediatas; aquí, llenando las calles y barriendo lo que encuentran a su paso, oponen su existencia misma a las circunstancias. Están rechazando todo lo que aceptan normalmente contra su voluntad. Una vez más exigen juntos lo que no pueden pedir por sí solos: ¿Por qué han de obligarme a vender mi vida trozo a trozo para no morir?

La mayor parte de la multitud lo ignora todo sobre la realidad de la política. La política es lo que utilizan para reprimirlos, para hacer que no salgan nunca de la pobreza. La política es el medio por el cual son engañados y desarmados. La política es el Estado que los oprime. En su corazón, todos desean desafiar la armadura política de sus opresores con una sola arma, el arma pura y simple de la justicia: la justicia de su causa, que clama al cielo sobre Milán y que invoca al futuro. Pero la justicia implica un juez. Y no hay juez ni juicio.

La caballería empieza a cargar al sonar los primeros disparos. Éstos se oyen por encima de las cabezas de la multitud.

Cabalgan en líneas de a cinco o seis. Después de pasar una línea, parece que los grupos vuelven a formarse, no para resistir, pues es impensable toda resistencia, sino porque para evitar a los caballos se apretujan en unidades inimaginablemente compactas, que inevitablemente vuelven a dilatarse en cuanto ha pasado el peligro. Las líneas de caballería giran en redondo. Los grupos se contraen y se expanden como corazones palpitantes. Se alzan gritos y se disipan. El clamor persiste.

Se aproxima un escuadrón de caballería. El primer caballo se encabrita sobre un grupo compacto como una piña. El chico no había visto nunca, como ahora desde el suelo, un caballo utilizado a modo de arma. Al igual que su tío, siempre ha sido jinete. Desde el suelo, la parte inferior de un caballo encabritado es atroz, particularmente atroz. El cuerpo es grande y pesado, y la fuerza con la que pueden golpear las cuatro patas armadas con herraduras metálicas en las pezuñas es evidente. Pero a la amenaza física se añade algo más. El caballo también está hecho de carne y hueso, de sangre y nervios. Respira con dificultad y está asustado. La violencia del jinete ha distorsionado su naturaleza. El caballo contempla la indefensión de quien está a punto de aplastar. Es como si el miedo de éste entrara en el caballo que lo amenaza, descontrolándolo.

El jinete tiene la vista fija en la media distancia; sólo de cuando en cuando mira hacia abajo, rápida, furtivamente. Aprieta de tal forma los dientes que no puede tragar. Su cabeza parece colgada por los ojos de una cuerda a metro y medio por encima de las caras de la multitud: es la cuerda de las órdenes recibidas. Ciegamente ataca, pateando con las espuelas de sus botas, a quienes tratan de agarrarlo. Y luego las clava en los flancos del caballo para forzarlo a avanzar.

Hipnotizado por la visión de caballo y jinete, el chico se paraliza hasta que la chica romana tira de él por el brazo con tal brusquedad que está punto de caerse. Echan a correr. Ella se agarra la falda con la otra mano mientras corre. El chico vuelve a observar la extremada delgadez de sus brazos, pero la mano que oprime la suya es grande. La muchacha no duda hacia dónde correr: hacia los árboles del Giardini Pubblici.

Pasan ante un grupo que lleva a un hombre herido. Otros corren. Manan los gritos mezclados conla sangre: pero no siempre corresponden a la misma persona. La sangre corre por el rostro de una mujer, cubriéndole los ojos cerrados. Un hombre enormemente grueso la sujeta por la espalda y la lleva medio a rastras. Los espacios desalojados permiten que la caballería cargue con mayor presteza contra los que quedan. Un hombre de mediana edad, lanzando los puños al aire solo en el centro del Corso, insulta a los soldados. ¡Cobardes!, les grita,

Rinnegati! Avanza hacia una línea de caballería formada a la espera de recibir órdenes. El oficial al mando le ordena que se detenga. Sigue avanzando. Cae de bruces al ser disparado.

Mariposas, unas del color de la piedra arenisca y del de la madreselva otras. Hierbas y flores silvestres crecidas hasta la altura de la rodilla. Pétalos tan descoloridos por el sol que son casi blancos, pero no el blanco arcilloso de los minúsculos caracolillos que se encuentran entre la tierra polvorienta. Delicados gladiolos silvestres del color de las amatistas, transparentes y más pequeños que un nudillo. El rojo de las amapolas: el color con el que los niños representan el fuego. Amapolas marchitas, húmedas, cuyas corolas caídas parecen manchas de vino. Afloramientos rocosos, lisos, suaves y grises como los flancos de un delfín. Todo el campo rodeado de encinas. Morir en ese campo, mientras la sangre empapa la tierra reseca. Caer abatido por un disparo entre los rieles del tranvía: los adoquines resbaladizos por la sangre. Describo la primera muerte a fin de tejer una corona para la segunda.

Lo lleva por los jardines hacia los apartaderos ferroviarios y las calles cercanas a la estación de la Piazza della Republica. No lo ha soltado ni un momento de la mano. No lo agarra amorosamente, tampoco protectoramente, sino impaciente, como si quisiera que corriera o caminara más rápido, o, al detenerse, como si quisiera que entendiera de inmediato lo que están presenciando. De vez en cuando le habla en italiano, aunque sabe que no entiende lo que le dice. El miedo, lo extraño de la situación y tal vez una desesperación innata la hacen continuar con la fantasía que había empezado de broma. No tarda en imaginarse que un día se casarán. Esta invención no es más improbable que lo que está sucediendo a su alrededor. Y así, intuitivamente, la chica equilibra la violencia de las circunstancias con la violencia de su preocupación imaginaria, y este equilibrio la tranquiliza.

Observan cómo vuelcan un tranvía para hacer una barricada. Al caer, todos los cristales de las ventanillas se hacen añicos. Después de desenganchar el caballo de un carruaje, hombres y mujeres lo arrastran para volcarlo junto al tranvía. Un grupo de ferroviarios llega cargado con picos y palancas sacadas de los talleres de la estación. Corre la noticia de que se ha ordenado al ejército que limpie la ciudad, calle por calle, dando caza a los «insurgentes». Otro grupo de ferroviarios levanta las vías.

Todo está a punto de transformarse.

Hay que imaginarse la hoja de una guillotina inmensa, tan grande como el diámetro de la ciudad. Hay que imaginar que la hoja cae cortando transversalmente todo cuanto hay debajo: muros, vías del ferrocarril, vagones, talleres, iglesias, cajones de fruta, árboles, cielo, adoquines. La guillotina ha caído a unos metros de la cara de todos los que están decididos a luchar. Todos se hallan de repente a unos pasos del borde escarpado de una grieta insondable que sólo ellos pueden ver. No hay lugar a dudas sobre lo que ha sucedido; ahí está la grieta, inconfundible, como un profundo corte en la carne. Pero al principio no duele.

El dolor es la idea de que la propia muerte está probablemente muy cerca. A los hombres y mujeres que construyen las barricadas les asalta la idea de que probablemente es la última vez que piensan lo que están pensando, que hacen lo que están haciendo. A medida que levantan las defensas aumenta el dolor.

Desde los tejados un hombre grita que hay cientos de soldados en la esquina de la Via Manin.

Umberto y cuatro empleados del hotel, a quienes ha dado una propina especial y ofrecido una recompensa de cien liras si encuentran a su hijo, están buscándolo en las calles detrás del hotel, donde no hay ni soldados ni barricadas.

Al principio, dice en italiano la muchacha romana, viviremos en Roma, porque creo que allí seremos más felices.

Cuando ella le habla, el chico la mira como si entendiera. El significado de las palabras no le parece importante; lo que importa es lo que está viendo, lo que está viendo en presencia de ella.

Y tú me comprarás, continúa ella en italiano, unas medias blancas y un sombrero con tul alrededor.

En las barricadas desaparece el dolor. La transformación es completa. La completa un grito desde los tejados que anuncia que los soldados avanzan. De repente, no hay nada que lamentar. Las barricadas se alzan entre quienes las defienden y la violencia que éstos han padecido a lo largo de su vida. No hay nada que lamentar porque lo que avanza ahora hacia ellos es la quintaesencia de su pasado. En su lado de las barricadas está ya el futuro.

Toda minoría dirigente tiene que acallar y, si es posible, matar, proponiéndoles un presente continuo, el sentido del tiempo de aquellos a quienes explota. Éste es el secreto de la autoridad de todos los métodos de represión y encarcelamiento. Las barricadas rompen ese presente.

La chica romana lo conduce hasta un portal a escasos metros de una barricada. Esperaremos aquí un poquito, le dice en italiano, como una esposa guareciéndose del chaparrón con su anciano marido.

Los soldados se acercan. Desaparece la última duda sobre la posibilidad de que la acción se haya aplazado. En un extremo de la barricada, hay un hombre de pelo cano con una rodilla hincada en la tierra y la espalda apoyada contra la reja de un sótano. Sostiene una vieja pistola sobre la rodilla levantada. Está cargada; guarda otra bala en el bolsillo. Otros hombres y mujeres más jóvenes siguen levantando y apilando los adoquines. Otros están armados con barras de hierro y palos.

Todos se quedan en silencio. Se oye a lo lejos el martilleo de los talleres y más cerca, regular como el sonido de un reloj (lo arrulla la promesa de un tiempo que parece infinito; pero la forma en que llena el tiempo y registra su paso lo oprime), el ruido de muchos pies desfilando.

La Rivoluzione o la morte! grita en el silencio el hombre de pelo cano. Y luego: ¡Cantad, malditos sean, cantad! Que nos oigan cantar.

En cuanto oyó la orden de cantar, la muchacha romana avanzó hasta el escalón del portal, con naturalidad, como si se acercara a las candilejas, y empezó a entonar el

Canto dei Malfattori.

Es difícil no hacer romántica su voz. Al principio pensé que era frágil, como sus brazos, esos brazos delgaditos que tanto impresionaron al chico. Pero es una voz potente y aguda. Durante un momento nadie la sigue, lo que permite apreciar mejor cómo llena la calle y parece suavizar al instante superficies y aristas.

Los soldados disparan la primera ráfaga contra la barricada.

Esta primera ráfaga lo simplifica todo; su eco elimina toda distracción. Sólo permanece lo que cada cual tiene en la mano. Unos cuantos hombres lanzan piedras a los soldados; caen demasiado cerca. Una contraventana se golpea, y un oficial saca el revólver y dispara a la casa. En la calle, entre los soldados y la barricada, están las siete piedras que cayeron demasiado cerca, inmóviles.

Las mujeres se arrodillan detrás de las barricadas para sacar piedras de los boquetes abiertos y pasárselas a los hombres. Un ferroviario, que todavía lleva puesta la gorra con el cordoncillo rojo y oro, grita: ¡Esperad! ¡Esperad hasta que podamos abrirles la cabeza! ¡Esperad! Y cuando yo diga... ¡todos a por ellos! ¡Esperad! Tiene una cara angulosa y simpática y sonríe.

Los soldados se acercan. Una segunda ráfaga. Por segunda vez, nadie resulta herido. Nadie se lo cree, pero nadie piensa tampoco que la justicia de su causa puede ser una protección. ¡Ahora! Veinte hombres lanzan piedras. Los soldados retroceden. Una mujer les grita:

Faccie di merda!

Ése parece un oficial de artillería, dice un joven con delantal, refiriéndose al ferroviario. Se oye la palabra

fuoco seguida de un disparo, y el ferroviario cae. No le han disparado desde la calle, sino desde una ventana. Le han dado en la cara. Esa bala pertenece, según cree él, al pasado, a un pasado anterior a su infancia. La herida en su cara, que tres mujeres se apresuran a atender, da a luz a su muerte.

Un metro cúbico de espacio; vaciémoslo de nuestra concepción de ese espacio; lo que queda es parecido a la muerte.

Los soldados vuelven a avanzar y son rechazados del mismo modo. Pero esta vez se retiran cien metros, y hay una calma, un silencio, que no engaña a nadie. Detrás de la barricada es probablemente el momento de mayor temor. El enemigo ha comprobado la medida del desafío de sus defensores y está volviendo a planificar su ataque en consonancia; los defensores de la barricada nada pueden hacer salvo atender a su camarada muerto y esperar sin esperanza a quienes los superan en armas y en número.

Le susurra en italiano: Te prometo que si un soldado me pone la mano encima, le clavo un cuchillo entre los hombros. Le roza suavemente con el dedo en el lugar donde se hundiría la hoja. Como si hubiera comprendido lo que le ha dicho y fingiera caer muerto, se apoya en ella con todo su peso. Lo prometo, vuelve a decir ella. Reclina la cabeza en el hombro de la muchacha. Le tiemblan las piernas y teme desmayarse. Rodeándolo con su brazo, la muchacha lo hace entrar en el portal y lo conduce a un patio, donde le moja la cara con agua de la fuente y le dice que beba. El agua está cortante de fría, y mientras bebe oye en la calle una segunda ráfaga. El sonido que retumba en sus oídos y el agua fría pasándole por la garganta se convierten en una sola sensación. Mira la cara de la muchacha, las espesas cejas unidas en el centro, la boca gruesa, la sombra de bigote: una cara aplastada, imperfecta, con unos ojos de lento mirar; ve su expresión. Hasta entonces nunca había visto manifestados sus propios sentimientos en la expresión de otra persona.

Che Dio li maledica, dice la muchacha.

Varios fusileros han sido apostados en las ventanas altas de casi todas las casas de la calle, desde donde disparan a los defensores de la barricada. Protegidos por esta cobertura, los soldados avanzan. Ya han caído heridos tres defensores.

Dejadme hablar de uno de los heridos. La bala le ha entrado justo debajo de la clavícula derecha. Si no mueve el brazo, el dolor es constante, pero localizado: no arremete y devora su conciencia de lo que permanece ileso. Odia el dolor de la misma forma que odia a los soldados. El dolor es los soldados dentro de su cuerpo. Coge una piedra con la mano izquierda e intenta lanzarla. Al hacerlo mueve sin querer el hombro derecho. La piedra se desvía y va a estrellarse contra una pared.

Escribe cualquier cosa. Que sea verdad o mentira no tiene importancia. Habla, pero habla con ternura, pues es toda la ayuda que puedes prestar. Construye una barricada de palabras, tanto da lo que signifiquen. Habla para que se dé cuenta de tu presencia. Habla para que sepa que estás ahí, pero que no sientes su dolor. Di cualquier cosa, pues su dolor es mayor que todas tus distinciones entre la verdad y la mentira. Arrópalo con las palabras de tu voz como otros vendan sus heridas. Sí. Aquí y ahora. Tendrá que acabar.

No hay juez.

Cuando los soldados están a unos veinte metros, dos mujeres se suben a las barras de hierro que impiden que la gente o los animales sean arrollados por el tranvía. Alzándose como dos blancos a tiro de los soldados, les gritan: ¡Disparadnos! ¿Por qué no nos disparáis? Varios rifles las apuntan, pero nadie dispara. Están erguidas, con una pierna a cada lado de las ventanillas rotas del tranvía. Siguen gritándoles a los soldados.

Figli di putana! Y luego:

Castrati! Castrati! El chico las contempla por detrás. El talón de una de ellas sobresale, desnudo, por un inmenso roto en la media. La segunda, que no lleva medias, tiene un tobillo manchado de sangre.

Castrati! Castrati! Más mujeres se suben a las barras para unirse a las dos primeras.

Un oficial observa que detrás de la barricada, calle abajo, hay un hombre subido al alero de un sexto piso. El hombre está haciendo señas. El oficial ordena a un escuadrón que le dispare.

El hombre subido al alero ve a los soldados colocarse el rifle en el hombro y apuntar contra él. Si salto, piensa, me matarán antes de llegar al suelo. Salta.

Para el oficial, las mujeres que se pavonean subidas al tranvía, insultando a los soldados, son unas perdidas que habrá de arrestar más tarde. Pero a algunos de los soldados, hijos de campesinos o de trabajadores de otras ciudades, les traen recuerdos de su infancia. Las voces de las mujeres muestran que su rabia es solemne y apasionada, una rabia que excluye toda respuesta. Para estos soldados, las mujeres retrepadas al tranvía parecen haber alcanzado, sea cual sea su edad real, la autoridad de los mayores; su rabia es inseparable de su juicio; ante una rabia tal, uno ha de pedir perdón.

Se ordena avanzar a los soldados. Esta orden restablece el sentido de virilidad que por un instante estuvieron a punto de perder. Se mueven obedientemente, los rifles al hombro: unos para rodear a los hombres y otros para hacer bajar a las mujeres subidas al tranvía.

Castrati! ¡Cobardes!

Las palabras se concentran en un alarido. No es un alarido de temor, sino de rechazo absoluto. Parecen mujeres aullando en nombre de todos los niños nacidos muertos.

No puedo continuar el relato de la experiencia que vivió el muchacho a los once años en Milán aquel 6 de mayo de 1898. Todo lo que escriba a partir de aquí o bien convergerá en un punto final o bien se dispersará de tal forma que se volverá incoherente. Detenerse en este punto, pese a todo lo que queda por decir, es admitir más verdad de la que sería posible si me empeñara en concluir el relato. El deseo del escritor de dar un final es fatal para la verdad. El final unifica. La unidad debe establecerse de otra forma.

Entre el 6 de mayo, cuando se decretó la ley marcial en Milán, y el 9 del mismo mes, murieron cien trabajadores y cuatrocientos cincuenta fueron heridos. Esos cuatro días marcaron el final de un periodo de la historia italiana. Los líderes socialistas empezaron a dar cada vez más importancia a la social democracia parlamentaria y se abandonó todo intento de acción directa —o defensa— revolucionaria. Al mismo tiempo, la clase dirigente adoptó una nueva táctica con los trabajadores y el campesinado; la represión brutal dio paso a la manipulación política. Durante los siguientes veinte años, en Italia, al igual que en el resto de la Europa Occidental, el espectro de la revolución se desvaneció del pensamiento de los hombres.

El agua sigue manando en la fuente del jardín de la casa de Livorno. La fuente, las palmeras, los hibiscos, los arbustos florecidos no se han deteriorado después de la muerte de la mujer de Umberto, tres años atrás, en 1895. Umberto contrató dos jardineros. Viaja especialmente a Settignano para encargar plantas exóticas. Con cada año que pasa, su recuerdo de Esther se aproxima un poco más a la imagen que de ella guardan sus familiares y amigos. Ya no pone en duda que su mujer era una persona con una gran espiritualidad.

De vez en cuando se oye como si tiraran una piedrecita al agua. Es el ruido que hace al sumergirse de pronto una perca solazándose en la superficie. Umberto no disfruta de la tranquilidad del jardín a solas. A solas se siente viejo y agitado. Estaría dispuesto a aceptar todo lo que Laura le pidiese a cambio de poder tener a su hijo con él en Livorno.

Umberto piensa que su hijo no parece un italiano moderno, sino un joven pintado en el Renacimiento; su rostro es como una ventana abierta sobre su alma. Cuando el chico sonríe, se le ven unos dientes muy separados, lo cual lo desconcierta un poco, pero él se encargaría de rellenar con oro los huecos. Le enumera a Laura todas las ventajas de que gozaría el muchacho si viviera en Livorno. Laura no dice lo que piensa. En lugar de ello, se queja, le lanza indirectas, se contradice. Cuanto más persuasivo se muestra Umberto, menos receptiva parece ella. Él le suplica una y mil veces, se lo pide de rodillas.

No, no, exclama Laura, agarrándolo por los brazos para hacerlo levantar.

Umberto le recuerda el tiempo que pasaron juntos.

¡Ay, mi pequeña! Estabas loca; absolutamente loca.

Italia, insiste ella, no es un país para un niño.

Vente con él, responde Umberto agitado. Te compraré una casa. Te compraré...

El sentimentalismo del padre garantiza que la madre se saldrá con la suya.

Mientras su desconocida madre y su padre recién descubierto discuten sobre dónde debe vivir y con quién, el hijo vuelve una y otra vez a su recuerdo de cuando lo llevaron a aquel patio que tenía un grifo. La muchacha romana vuelve a echarle agua en la cara. Su expresión vuelve a sorprenderlo. Algo vuelve a serle revelado. La revelación es tan inarticulada como incolora el agua con que ella le salpicó la cara.

Poco importa dónde está ahora (el jardín de la casa de Livorno) o dónde estaba entonces (la Via Manin); lo que ve frente a él ahora (la cara redonda de su madre y su cabello impecablemente recogido en un moño) o lo que veía entonces (la boca abierta, imperfecta, de la muchacha romana) son dos visiones que pertenecen al momento concreto; lo que oye (el agua correr en la fuentecilla) o lo que oyó (mujeres gritando y maldiciendo) son sólo alternativas; lo que importa es lo que la expresión de la chica en el patio venía a confirmar, pero que hasta este momento era inarticulado. Lo que importa es no estar muerto.

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