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Poniéndose el camisón y la bata, regresó a la cama. Se recostó en las almohadas e imitó el cacareo de un pavo. Al advertir el retrato de su padre, se calló. Algunas mujeres habrían pensado que se estaban volviendo locas. Empezó a balancear la cabeza a ambos lados de la pila de almohadas, de modo que la habitación también oscilaba. Cuando empezaba a marearse, se levantó de la cama y se echó en el suelo a gatas: el suelo alfombrado era estable, inmóvil. En el espacio estable, vacío, del suelo tuvo conciencia de ser feliz.

En el tocador, con un cepillo de plata en forma de sirena en la mano, se hizo la misma pregunta que venía haciéndose desde hacía seis meses: ¿Por qué no siento la pérdida? Su forma de responder a esta pregunta era examinar sus pensamientos para asegurarse de que la suposición era cierta. Entonces, la respuesta, que le parecía totalmente satisfactoria, era: Pues porque no.

El capitán Patrick Bierce murió en combate el 17 de septiembre de 1901, en las montañas que se extienden al norte del Gran Karoo, en El Cabo. Un campamento británico fue atacado por un comando de los bóers bajo el mando del general Smuts. Los comandos se encontraban en una situación desesperada, faltos de víveres y munición. Al capitán Bierce le volaron media cabeza en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre las rocas. El bóer que le disparó desde tan cerca había utilizado un cartucho de máuser (de los que se suelen utilizar en caza mayor), porque no tenía otra munición. Posteriormente, cuando los británicos se habían rendido, el bóer encontró el cuerpo mutilado del oficial al que había disparado y lamentó haber tenido que utilizar ese tipo de munición. No obstante, luego pensó que no había tanta diferencia entre matar a un hombre con un cartucho explosivo o destrozarlo con una granada de lidita.

El coronel que comunicó a Beatrice la muerte de su marido, dijo: Nosotros, los militares, contamos como ganancias nuestras pérdidas. Aquellos hombres que más deseamos honrar son los que mueren en una gran causa.

Lo que la afligía era imaginarse el pánico que debía de haber sentido su marido ante su propia muerte. Lo imaginaba muriéndose con una desilusión mortal. Pero el hecho de que su vida en común hubiera acabado la impresionaba también más como una ganancia que como una pérdida. Podía abandonar África. Podía abandonar a su marido. Podía abandonar a sus compañeros, el resto de los oficiales.

No sé cuánto tiempo hacía que Jocelyn y Beatrice mantenían una relación incestuosa.

Sé que Beatrice tenía que casarse con el capitán Bierce a fin de simplificar su vida.

El poder que Jocelyn ejercía sobre su hermana era esencialmente el poder que tiene el hermano mayor durante la infancia, prolongado en la vida adulta. Era protector y posesivo; era el árbitro moral en un mundo que él conocía mejor que ella. La principal virtud de Beatrice debía de residir en su obediencia y su indiferencia con respecto a la opinión de los demás. No obstante, a partir de la adolescencia, el poder de Jocelyn sobre su hermana dependía también de la colaboración de ella. Más aún, esa colaboración era un elemento más importante en su relación que toda la capacidad adulta de Jocelyn para imponer su dominio. Éste era el resultado de la voluntad de ella de que así fuera. De ahí la extraña naturaleza circular de sus humores y su intimidad.

El capitán Bierce entró en este círculo: confiado, enorme, satisfecho, directo, sencillo y tan libre de complicaciones como sólo puede parecerlo un hombre en uniforme. La cortejó. Se arrodilló ante ella y le dijo que era su servidor, su inmenso servidor. Le dijo que adoraba el suelo que ella pisaba.

No parecía exigirle ni comprensión ni complicidad. Sólo le pidió formalmente la mano. Su misma sencillez hace convincentes las metáforas convencionales. Le enseñaría el mundo llevándola de la mano.

Aceptó su proposición.

Se casaron en la iglesia parroquial de Santa Catalina.

Se marcharon a África.

Se estima que la superficie de la tierra sobrepasa los ciento treinta y cuatro millones de kilómetros cuadrados. El Imperio Británico ocupa casi un cuarto de esta extensión con treinta y un millones de kilómetros cuadrados. La parte más grande es la que se encuentra en las zonas templadas aptas para asentamientos blancos... El territorio del Imperio se divide casi por igual entre el hemisferio norte y el hemisferio sur; las grandes extensiones de Australasia y Suráfrica cubren entre las dos más de trece millones de kilómetros cuadrados en el hemisferio sur, mientras que el Reino Unido, Canadá y la India, con los estados nativos, cubren en conjunto unos trece millones de kilómetros cuadrados del hemisferio norte. La alternancia de las estaciones es así completa: una mitad del Imperio disfruta del verano, mientras la otra mitad está en invierno.

Unas semanas después de su llegada a Durban, Beatrice empezó a tener una alucinación: empezó a creer que todo estaba inclinado, que todo lo que la rodeaba estaba en una pendiente que cada vez se hacía más abrupta. Conforme aumentaba el ángulo de inclinación, todo lo que estaba en ella empezaba a resbalar hacia su borde inferior. Este plano inclinado se extendía sobre todo el subcontinente, y su borde inferior caía sobre el océano Índico.

Una tarde de febrero de 1899, en Pietermaritzburg, tomó un

rickshaw, aunque hacía poco el capitán Bierce le había insistido misteriosamente en que no debía hacerlo. Sin embargo, ya no se hacía muchas ilusiones con respecto a los misterios de su marido.

El muchacho zulú que conducía el

rickshaw llevaba un deslucido tocado de plumas de avestruz teñidas que olían a pelo quemado. Sus largas piernas estaban burdamente blanqueadas con cal. La noche anterior había habido una tormenta y el cielo, limpio, tenía un azul intenso, inusitado. Las ajadas plumas de avestruz, sacudiéndose al ritmo de la carrera del muchacho que tiraba de las varas del vehículo, parecían cepillar el cielo azul, como si fuera una superficie pintada, tangible.

Pasaron junto a una compañía de soldados británicos desfilando. Bajo el cielo azul, frente a los bajos edificios, construidos de prisa y corriendo, cual chozas, a lo largo de las calles rectas y carentes de todo misterio, los pelotones de soldados parecían cajas en cuyo interior vibraban inútilmente veinte o treinta hombres.

Aquí, al igual que en Durban, las actividades de sus compatriotas no cesaban nunca. Todos los momentos estaban ocupados con alguna tarea. El

rickshaw pasó ante unos oficiales a caballo que inclinaron levemente la cabeza, sin mirarla. Para ellos, era la esposa de un oficial. Beatrice había decidido qué colegas del capitán Bierce prefería que murieran en Ladysmith, en el caso de que tuviera que perecer alguno.

Observó el movimiento de las piernas encaladas: una se estiraba, cediéndole el paso continuamente a la otra, que se flexionaba. Este movimiento era muy diferente del de las patas delanteras de un caballo vistas desde un cabriolé; y la diferencia la perturbaba. Pero no sacó ninguna conclusión de su sensación. Lo que la diferenciaba del resto de las esposas británicas con quienes se veía obligada a pasar la mayor parte del tiempo era que ella no se formaba opiniones. Había llegado a odiar el soniquete de las conversaciones. Se fiaba de ciertas sensaciones precisamente porque no la llevaban a sacar ninguna conclusión.

Torcieron en una calle más estrecha pero igualmente recta que pasaba por detrás de los bungalows y de algunos terrenos sin construir. La sombra de los árboles era intermitente. Alcanzaron a unas mujeres africanas que caminaban por la cuneta cubierta de matojos. Por cómo iban vestidas no cabía duda de que habían ido a la ciudad desde alguno de los poblados de la reserva. (La mujeres podían ir a la ciudad en ciertas ocasiones para visitar a los hombres de la familia que trabajaban allí.) Acarreaban unas calabazas inmensas en la cabeza. El

rickshaw aminoró el paso. Una de las mujeres le chilló algo que Beatrice no entendió al chico zulú. Otra le hizo un gesto y se rió. Ninguna de las mujeres la miró. Dos de ellas eran ancianas con los pechos consumidos. Otra llevaba un niño.

Al final de la estrecha calle había una bulliciosa avenida, y llegaron a su destino: la entrada del jardín botánico. Beatrice se bajó del vehículo y le preguntó al chico zulú qué era lo que transportaban las mujeres en aquellas calabazas. Bajando la cabeza —pues ella era mucho más baja—, le dijo que era cerveza de malta. Fue entonces cuando todo se inclinó por primera vez. Tuvo que asirse a la verja del botánico. Se agarró de frente, apoyando la cabeza entre dos barrotes. El chico del

rickshaw se la quedó mirando, atónito, hasta que llegó un policía y empezó a amenazarlo.

La segunda vez fue en Durban, en una cena ofrecida por el oficial del puerto. Vio que la mesa empezaba a ladearse. Echó la mano para impedir que se volcaran los candelabros de plata con las velas encendidas. Al hacer este abrupto movimiento (incomprensible para los que estaban sentados a su lado), derramó la copa de vino de uno de los comensales.

Más tarde aquella misma noche, cuando la bebida lo había puesto tierno y amenazador, el capitán Bierce le susurró afectuosamente: Una esclava torpe, palomita mía, ha de ser castigada. No me queda más remedio que volverte a atar. Si intentas zafarte, Beatrice, tendré que reforzar las correas. Háblame. Declárame tu obediencia...

Conforme la alucinación se fue haciendo más frecuente, la sensación física de que todo estaba inclinado dio paso a la convicción de que lo estaban inclinando. En lugar de sentirlo, de repente lo supo.

Es consciente de que hay otra manera de verla a ella y todo lo que la rodea que sólo puede definirse como la manera en que ella no puede ni podrá ver jamás. Ahora la están viendo de esa manera. Se le seca la boca. Le aprieta el corsé más de lo acostumbrado. Todo se inclina. Lo ve todo con claridad, normalmente. No distingue inclinación alguna. Pero está convencida, profundamente convencida, de que todo ha sido inclinado.

Incluso cuando la alucinación ha pasado, la idea de que el subcontinente está en declive no la sorprende como algo imposible; por el contrario, le parecía que casaba con el resto de sus experiencias cotidianas y las hacía más plausibles.

La angustia que acompañaba a la alucinación fue desapareciendo poco a poco. No lo consultó con nadie. Dejó de preocuparle que fuera algo anormal. Lo aceptó. Lo aceptó como una consecuencia más de su vida primero en Pietermaritzburg, luego en Durban y finalmente en Capetown. Ya no se preguntaba si se estaba volviendo loca; en lugar de ello, sólo aguardaba una buena ocasión para escapar.

La perturbación de Beatrice se debía en parte al descubrimiento de cómo era su marido sin uniforme. Lo único que él le pedía es que le dejase atarla y maltratarla suavemente. La mera visión de ella atada solía bastarle para alcanzar el clímax sexual; no era la violencia que él pudiera infligirle lo que la hacía sufrir, sino su propia vergüenza y desilusión. El clima, para ella extraño, de Natal y la Colonia del Cabo podrían haber exacerbado su estado nervioso. Pero además había otro factor.

La gran alucinación amaxosa

El 23 de diciembre de 1847, el gobernador británico de la Colonia del Cabo, sir Harry Smith, reunió a todos los jefes de las tribus amaxosas de la frontera del este. Les dijo que su territorio —el más fértil de Suráfrica— iba a ser anexionado y convertido en una provincia de la Corona: el Kaffraria británico. Pasado cierto tiempo quedó claro que la tribu gaika y su jefe Sandila estaban decididos a oponer una porfiada resistencia. Sir Harry Smith volvió a reunir a los jefes. Sandila se negó a ir. Tras esto, sir Harry lo destituyó de su cargo y nombró en su lugar a un magistrado británico, llamado Mister Brownlee, como jefe de los gaikas. Convencidos de que habían lidiado magistralmente con el problema, los dos ingleses ordenaron arrestar a Sandila. El 24 de diciembre de 1850, las tropas enviadas en su busca cayeron en una emboscada, y la tribu gaika se rebeló. Los colonos blancos de los poblados militares de la frontera fueron atacados y muertos mientras celebraban la Navidad. Así empezó la cuarta guerra cafre: la penúltima etapa en la larga lucha de los amaxosas por defender su independencia, una lucha que llevaba durando ya sesenta años.

Hacia 1853, gracias a su prodigiosa superioridad militar (la guerra costó al Ministerio de las Colonias casi un millón de libras), los británicos lograron derrotar militarmente a las tribus. En 1856 siguió lo que posteriormente los británicos darían en llamar «La gran alucinación amaxosa». Esta «alucinación» constituyó la última etapa en la lucha de la nación amaxosa por su independencia.

Una muchacha llamada Nongkwase le contó a su padre que cuando había ido a buscar agua al arroyo se había encontrado con unos extranjeros de aspecto majestuoso. El padre fue a verlos. Éstos le dijeron que eran los espíritus de los muertos que habían venido a ayudar a su pueblo a echar a los blancos al mar. El padre informó a Sarili, el jefe amaxosa, quien anunció que el pueblo había de hacer lo que los espíritus le indicaran. Los espíritus les dieron instrucciones para que sacrificaran todo el ganado y destruyeran todo el grano que poseyeran. El ganado era escuálido y las cosechas muy pobres debido a que el hombre blanco ya se había apoderado de bastantes tierras. Cuando todas las cabezas de ganado se hubieran sacrificado y destruido todas las semillas, miríadas de rollizo y hermoso ganado surgirían de la tierra; aparecerían al instante inmensos campos rebosantes de maíz maduro, las penas y la enfermedad se disiparían, todo el mundo sería joven y bello, y, ese día, los blancos perecerían.

El pueblo obedeció. El ganado era fundamental en su cultura. En los pueblos, las cabezas de ganado eran la medida de la riqueza. Cuando se casaba una hija, su padre, si era lo bastante rico, le daba en dote una vaca, un

ubulungu —un hacedor del bien—: esta vaca no se podía sacrificar nunca y cada vez que la hija daba a luz debía atarse un pelo de su cola al recién nacido. Pese a todo, el pueblo obedeció. Mataron todo el ganado incluidas las vacas sagradas y quemaron todo el grano.

Construyeron unos grandes rediles nuevos para el rollizo ganado que no tardaría en aparecer. Prepararon los odres para la leche que pronto sería más abundante que el agua. Se armaron de paciencia y esperaron que llegara el momento de su venganza.

Llegó el día señalado por la profecía. El sol salió y se puso llevándose las esperanzas de cientos de miles. Al caer la noche no había cambiado nada.

Se estima que cincuenta mil murieron de hambre. Muchos miles más abandonaron su tierra en busca de trabajo en la Colonia del Cabo. Los que se quedaron lo hicieron como mano de obra desposeída de sus tierras. (Un poco después muchos de ellos trabajarían como esclavos asalariados en las minas de diamantes y oro situadas al norte.) En la fértil y para entonces despoblada tierra de los amaxosa, se asentaron y prosperaron los granjeros europeos.

¿Quién es?, preguntó el chico.

El Gran Duque Ferdinando Primo. Fue el fundador de Livorno. Era de Florencia, contestó Umberto.

¿De qué está hecho?

No te entiendo.

¿Es de piedra?, preguntó el chico

Es de bronce, un metal

precioso.

¿Por qué están encadenados esos hombres?

Eran esclavos. Esclavos africanos.

Parecen muy fuertes.

Tenían que serlo. Ellos eran los que... ¿Cómo se dice? Umberto imitó a un hombre remando.

¿Los que remaban en los barcos?

Sí, sí, eso.

¿Por qué les levantaron una estatua?

Ma perché son magnifici. Son muy bellos.

Beatrice dejó a un lado el cepillo de plata con forma de sirena y, de camino hacia la ventana, se detuvo junto al jarrón de lilas.

Cuando el chico entró en la habitación, dijo: No recuerdo unas lilas con un olor como el de esa mata. Luego le pidió por favor que fuera a averiguar si el ayudante del vaquero seguía enfermo. Después de que el chico saliera, pensó: Le doblo la edad.

Poema para Beatrice

La niebla cambia sin cesar mi tamaño

Sólo en los mapas se miden los territorios

Los sonidos que hago proceden de otro lugar

Me envuelve el asombroso silencio de mis pechos

Trenzo mi cabello en frases

Que nunca se deshacen

Camino a donde quiero

Sólo las muñecas caben en los puños

Rompe

Rompe el asombroso silencio de mis pechos.

Los bóers

«Nuestro siglo es un inmenso caldero en el que hierven y se mezclan todas las épocas históricas».

Octavio Paz

Los bóers destruyeron la civilización africana en Suráfrica. Los bóers colonizaron Suráfrica para el ulterior provecho de los británicos. Éstos los ayudaron intermitentemente en la colonización, pero la relación esencial entre colonizadores y colonizados fue una creación de los bóers, quienes, a su vez, eran fugitivos, tanto en el sentido histórico como geográfico. Derrotaron en nombre de la derrota. Cuando en el siglo XVIII empezaron a penetrar en el Alto Veld, iban escapando del control de la Compañía Holandesa de la Indias Orientales en Ciudad del Cabo, y en cuanto iniciaron su huida, regresaron a la historia. Abandonaron las granjas en donde estaban establecidos y se convirtieron en pastores y cazadores nómadas.

La gran emigración de 1835 que llevó a los bóers hasta Natal, el Transvaal y el Estado libre de Orange era una huida de la disciplina y los principios—de producción, políticos, morales— que imperaban en Europa en el siglo XIX. A diferencia de los otros colonizadores, los bóers nunca pensaron que estaban llevando la «civilización» al «continente negro»: ellos mismos se estaban retirando de esa «civilización».

Sus medios de producción no eran más avanzados que los de los bantúes, a quienes desposeyeron de sus tierras, quemaron sus cosechas y robaron el ganado. Las armas de fuego, los veloces caballos y los carros les dieron la ventaja táctica necesaria. Pero fueron incapaces de desarrollar aquello de lo que se habían apoderado por la fuerza. Fueron incapaces incluso de explotar a la mano de obra de aparceros desposeídos que ellos mismos habían creado. Pese a todos sus derechos de dominio y propiedad, que para ellos eran sagrados y otorgados directamente por Dios, no podían hacer nada. Eran impotentes; y estaban solos entre aquellos a quienes habían vencido inútilmente.

En el resto del mundo colonizado, esclavizado y explotado por Europa, las poblaciones nativas fueron masacradas y destruidas (en Australia, en Norteamérica), deportadas (desde el oeste de África como esclavos), u obligadas a acomodarse a un sistema moral, religioso y social que racionalizaba y justificaba las colonizaciones (el catolicismo en Latinoamérica o los pequeños reinos y el sistema de castas integrados en el Imperio Británico en la India). En Suráfrica, los bóers fueron incapaces de establecer esta suerte de hegemonía «moral» autojustificadora. No pudieron hacer nada con la victoria ni tampoco con las víctimas. No llegaron a ningún pacto con aquellos a quienes habían desposeído. No había posibilidad de acuerdo porque eran incapaces de utilizar lo que habían tomado por la fuerza. Y, por consiguiente, hubo menos hipocresía o autocomplacencia o corrupción entre los bóers que entre otros colonizadores. Pero para ellos la mera existencia de los africanos era ya una advertencia de la gran venganza negra que nunca cesaron de temer. Y como no había acuerdo posible, la justificación, la explicación de su posición tenía que estar siendo continuamente reafirmada mediante la emoción individual. Día y noche, los bóers tenían que asegurarse de que su sentimiento de dominio era más fuerte que su miedo. Sólo el odio podía aliviar el miedo.

En cuanto a Beatrice, la política era una de esas carreras abiertas a los hombres, ni más ni menos. (Para ella la dedicación de Laura a la política era una prueba de su falta de humanidad.) A ella le interesaban los relatos y los personajes de la mitología griega, pero no la historia. Desconocía la suerte que habían corrido los amaxosa. Cuando oía a la gente hablar, como lo hacían de continuo en el ferrocarril de Musgrave, en Durban, o en el Hotel Royal, de la «traición de los bóers» y de las «atrocidades de los bóers», le daba la impresión de que cada cual esperaba su turno para competir, como los cantantes en una audición, poniendo sus propios gestos y su sentimiento individual a las frases obligadas. La competición no acababa mientras hubiera una segunda persona presente. Otros temas eran El Imperio, El carácter del cafre, Las cualidades del soldado británico, El papel de los misioneros. Nunca ponía en tela de juicio las hipótesis en las que se basaban las frases. Hipótesis y competición la aburrían. Tomó la costumbre de hacer que escuchaba mientras examinaba las uñas del contertulio o miraba por la ventana o se preguntaba para sus adentros qué iba a hacer a continuación. De ahí que normalmente su atención y su tiempo estuvieran desocupados. Y esto es lo que la llevó a trastornarse, a la posibilidad de que el subcontinente la obsesionara.

Precisamente porque le faltaba la protección de las generalizaciones y las opiniones hechas, porque dejaba vagar sus pensamientos, porque carecía de aquello que han de mantener siempre todos los administradores y tropas que oprimen a otra nación —una idea de obligación perpetua—, empezó a sentir, en los intersticios de la convención social, la violencia del odio, la violencia de lo que habría de ser vengado.

En Pietermaritzburg vio a un holandés leal a la Corona pegar a un criado cafre. Mientras le golpeaba, salía de su garganta un sonido similar a la risa. Tenía la boca abierta, la lengua entre los dientes. Tanta era su pasión que no hubiera parado hasta aniquilar al muchacho que estaba golpeando; sin embargo, por fuerte que le diera no podría aniquilarlo. De ahí que hiciera ese ruido parecido a la risa. Su expresión era la misma de un niño pequeño cagándose adrede en los pantalones. El criado se encogía para protegerse de los golpes en el más absoluto silencio.

A veces, en la forma de correr de un africano veía el desafío de toda su raza.

Beatrice no podía explicarse a sí misma lo que sentía. Hay un equivalente histórico del proceso de represión psicológica en el subconsciente. Ciertas experiencias no se pueden verbalizar porque han sucedido demasiado pronto. Esto ocurre cuando una visión del mundo heredada es incapaz de contener o resolver las emociones o intuiciones provocadas por una situación nueva o una experiencia extrema que dicha visión del mundo no había previsto. Aparecen «misterios» en el seno o en los límites del sistema ideológico. Estos misterios acaban por destruirlo al tiempo que proporcionan los fundamentos de una nueva visión del mundo. La brujería medieval, por ejemplo, se puede considerar desde este punto de vista.

Una reflexión personal de un momento determinado muestra que una gran parte de nuestra experiencia no se puede formular adecuadamente: requiere una comprensión ulterior de la condición humana en su totalidad. En ciertos aspectos es más probable que quienes nos sigan nos entiendan mejor de lo que nos entendemos a nosotros mismos. Sin embargo, su comprensión se expresará en unos términos que nos resultarán ajenos. Harán que no podamos reconocer como nuestra aquella experiencia que no llegamos a formular. Así hemos modificado la de Beatrice.

Es consciente de que hay otra manera de verla a ella y todo lo que la rodea que sólo puede definirse como la manera en que ella no puede ni podrá ver jamás. Ahora la están viendo de esa manera. Se le seca la boca. Le aprieta el corsé más de lo acostumbrado. Todo se inclina. Lo ve todo con claridad, normalmente. No distingue inclinación alguna. Pero está convencida, profundamente convencida, de que todo ha sido inclinado.

Se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra, junto a la cama, para verse el empeine, donde le había picado la avispa. Todavía le quedaba un círculo rosado del tamaño de una moneda de medio penique; pero el pie ya no estaba inflamado. Se lo sujetaba entre las manos como si fuera la cabeza de un perro cuya mirada estuviera fija en la puerta. De repente, se desabotonó la bata, se subió el camisón por encima de las rodillas, levantó el pie e, inclinando la cabeza, se lo puso en la nuca. Sintió la frescura del pelo al caerle por encima. Enderezó la espalda todo lo que pudo. Pasado un rato, bajó la cabeza, puso el pie en el suelo y se quedó sentada con las piernas cruzadas, sonriendo.

Veo un cabriolé tirado por un caballo junto a la puerta principal de la casa. En el cabriolé va un hombre vestido de negro y tocado con un bombín. Es un hombre corpulento e inexplicablemente cómico. El caballo es negro, como lo es el cabriolé a excepción de algunos adornos blancos. Estoy observando el caballo y el cabriolé y a ese hombre tan cómicamente correcto y normal desde la ventana de la habitación de Beatrice.

En una mesa entre la ventana y la gran cama con dosel está el jarrón con las lilas blancas. El aroma de éstas es el único elemento que puedo reconstruir con toda certeza.

Beatrice debe de andar por los treinta y seis. El cabello, normalmente recogido en un moño, le cae suelto sobre los hombros. Lleva una bata bordada. Las hojas bordadas le llegan hasta el cuello. Está de pie, descalza.

El chico entra y le informa de que los documentos para el hombre del cabriolé estaban en orden.

Tiene quince años: es más alto que Beatrice, de pelo oscuro y nariz grande, pero sus manos son delicadas, apenas más grandes que las de ella. Tiene algo de su padre en la relación entre la cabeza y los hombros: una especie de desfachatez domesticada.

Beatrice alza un brazo hacia el chico y extiende la mano.

Cerrando la puerta tras él, avanza hacia ella y le coge la mano.

Girando sus manos juntas, Beatrice hace que los dos miren hacia la ventana. Al ver al hombre de negro a punto de irse, rompen a reír.

Al reírse balancean sus brazos unidos, y este balanceo los aleja de la ventana, aproximándolos a la cama.

Se sientan al borde de la cama riéndose todavía.

Se reclinan despacio hasta tocar la colcha con la cabeza. En este movimiento ella se le anticipa ligeramente.

Son ambos conscientes de la dulzura del sabor que les impregna la garganta. (Una dulzura no muy diferente a la de probar una uva dulce.) La dulzura no es excepcional de por sí; lo que es excepcional es la experiencia de gustarla. Es comparable a la experiencia de un dolor fuerte. Pero mientras que el dolor anula toda anticipación salvo la del retorno del pasado antes de su aparición, lo que ahora se desea no ha existido nunca.

Desde el momento en que entró en la habitación, ha sido como si la secuencia de sus actos constituyera un solo movimiento, una sola pincelada.

Beatrice le pasa la mano por detrás de la cabeza, atrayéndolo hacia ella.

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