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5.

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Cuando Zeus se disfrazaba de toro, de sátiro, de águila o de cisne para aproximarse a la mujer de la que se había enamorado, no lo hacía sólo por la ventaja que le podría deparar el factor sorpresa: era para encontrarse con ella (en los términos de esos extraños mitos) como un extraño. El extraño que te desea, y que te convence de que eres en verdad tú en toda tu particularidad a quien desea, trae un mensaje de parte de aquello que podrías ser a la persona que eres realmente. La impaciencia por recibir el mensaje será casi tan fuerte como el sentido de la propia vida. El deseo de conocerse supera a la curiosidad. Pero ha de ser un extraño, pues cuanto mejor lo conozcas, como la persona que eres realmente, y mejor te conozca él, menos podrá revelarte de ese ser tuyo desconocido pero posible. Ha de ser un extraño. Y al mismo tiempo ha de tener contigo una intimidad misteriosa, ya que de lo contrario en lugar de revelarte tu ser desconocido, se limitará a representar a todos los que te son desconocidos y para quienes tú también lo eres. Íntimo y extraño. De esta contradicción en términos, de este sueño, nace el gran dios erótico que toda mujer alimenta o extermina.

Cuando Weymann le preguntó «¿a qué te dedicas?», y él contesto «viajo», la respuesta no era ni superficial ni evasiva. El extraño constante debe viajar continuamente.

Ella permaneció inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo, durante un rato más. Por la ventana veía el cielo sobre las montañas, con ese azul de septiembre tan familiar como el color de una bandeja. Todavía se oía a lo lejos el motor Blériot.

El aeroplano cayó cincuenta metros, como un lenguado muerto. Chávez quería volver. Lo que se lo impedía era aquello que se había dicho a sí mismo antes, aunque en el momento de decírselo no podía imaginar que su avioneta fuera a caer como un pez muerto.

Nunca más se volverá a contar una sola historia como si fuera la única.

Su instrucción, la educación que recibió en casa, en la escuela y en la iglesia la habían preparado para la situación en la que se encuentra ahora. Ha de rechazar a este hombre desconocido que está a punto de arruinar su vida. Ha de salvar su honra. Tiene que protegerse, tiene que reservarse para su querido Eduard, que lleva cuatro años cortejándola, con quien vivirá en la casita de las colmenas, junto al río, y quien será el padre de sus hijos, que irán a la misma escuela a la que fue ella en Brig. Está en peligro de pecado mortal. Tiene que resistirse a la tentación del diablo. Así ha sido preparada Leonie para la vida. Debe pensar en su madre y en lo que ésta desearía para su hija en este momento. Ella, la hija de su madre, ella, la hija de Dios, ella, la

promesa de su querido Eduard, ella, la mujer que dentro de dos meses será la desposada que avanzará del brazo del novio, ella, la madre de sus futuros hijos, ella, la hermana mayor de sus hermanas, ha de conservar su honra en cuanto que hija, cristiana,

promesa, esposa, madre, hermana. Pero, ¿y ella como ella misma? ¿Qué debo hacer yo, Leonie, para salvar mi honra?

No sabía qué hacer. Para esto no la habían preparado. Tal cual es su vida no puede besar a este hombre. Pero él no forma parte de ella; está fuera.

Estaba sola con él. No había nadie más. Siente que nunca volverá a estar entre los brazos de un hombre que está fuera de su vida.

Fue como un sueño. Lo que haga con él no forma parte de su vida, aunque otros opinen lo contrario y pueda tener consecuencias para el resto de ella. Lo que haga con él será obra de ese trozo de su ser que no forma parte de su vida.

Mi debilidad era más fuerte que yo.

Deslizó las manos por la espalda de ella hasta llegar bajo las nalgas. Luego la levantó despacio, deliberadamente. Los pies de ella se elevaron sobre el suelo. La bajó de nuevo, pero no lo suficiente para que volviera a sentir todo el peso de su cuerpo.

Ella tenía la sensación de que la tocara donde la tocara, sus manos la hacían elevarse, se llevaban parte de su peso. Las manos de aquel hombre se interponían entre ella y la fuerza de la gravedad. Alzó la vista y lo miró a los ojos, que estaban totalmente concentrados en ella. Sonreía y los huecos de su dentadura eran tan negros como sus ojos. Aunque todavía era consciente del sol que entraba por la ventana, podía creer también que tras ella había una cortina negra, negra como los ojos del hombre y los huecos de su dentadura, y que esta cortina negra estaba cayendo lentamente a su alrededor hasta cubrirlos como una tienda de campaña redonda y negra. Sintió que la tocaba en las partes más pesadas de su cuerpo, aquellas que caían, que colgaban, y cada vez que las tocaba, las elevaba, se llevaba parte de su peso. Fue entonces cuando lo abrazó.

Las manos del hombre, que habían contrarrestado la fuerza de la gravedad en aquellas partes de su cuerpo de cuyo volumen, por ligero que fuera, ella era consciente, tuvieron además otro efecto. Sintió en cada una de ellas una fuerza de atracción que las arrastraba —aunque todavía no fuera de una manera continua, sino a golpes intermitentes— hacía él y el volumen, mucho más grande, de su cuerpo. (La sensación era comparable a la obvia que se había apoderado de sus pechos, pero más profunda y más difusa.)

Empezó a repetir el nombre de él.

Todo intento de describir exhaustivamente lo que sentía ella está abocado a caer en el absurdo. Era una experiencia central en su vida: todo lo que ella había sido rodeaba su experiencia presente como la tierra rodea un lago. Todo lo que había sido se convirtió en arena y se amontonó a las orillas de esta experiencia para desaparecer bajo sus aguas y pasar a ser el misterioso y oculto lecho del lago. Para expresar su experiencia tendríamos que reconstruir a nuestro alrededor su lenguaje, un lenguaje que le es exclusivo. Y eso es imposible. Ni siquiera armados con todo el lenguaje de la literatura tenemos acceso a su experiencia. Sólo hay una manera posible de entrar en esa experiencia, y sólo brevemente: hacerle el amor. ¿Por qué intento entonces describir su experiencia exhaustivamente, nítidamente, cuando estoy reconociendo la imposibilidad de hacerlo? Porque la quiero. Te quiero, Leonie. Eres hermosa. Eres dulce. Puedes sentir el dolor y el placer. Eres pequeñita y cabes en la palma de mi mano. Eres grande como el cielo bajo el que camino. Fue él quien dijo esto.

La dejó sentada en la cama y se aproximó a la puerta. Ella le tendió los brazos.

No, dijo él, no como campesinos borrachos.

La súbita brusquedad de sus palabras no la sorprendió. Sencillamente esperó a ver qué hacía.

Le dijo que se desnudara. Ella dudó, no porque no lo deseara, sino porque no sabía cómo hacerlo con él mirándola. Él empezó a quitarse la ropa. Ella se desabrochó los puños, pero no siguió. Él se quedó de pie en el otro extremo de la habitación, desnudo. Había barrido y limpiado esta habitación muchas veces. Recordando el pasado, recordando que había lavado las cortinas que él acababa de correr, bajó la cabeza.

Alza la vista, Leonie. Él te ve. Míralo verte. Te están viendo como eres. Cuando naciste, antes de que abrieras tu boquita redonda y arrugada y gritaras, no fuiste vista como tú misma, sino que primero te vieron como la alternativa de un niño. Dirigieron la vista a tu sexo —una línea trazada en tu húmeda barriguita rosada— antes de mirar tus ojos entreabiertos. Eras una niña y te llamaron Leonie. Mira, su mirada te envuelve. Te reconoce de la misma manera que han reflejado tu cuerpo todos los espejos en los que te hayas detenido a mirarte. El espejo refleja; él te reconoce. Está desnudo viéndote. Cuando te inclinas para quitarte la gastada enagua con un agujero en el sobaco, ve caer tus dos pechos no totalmente en silencio.

Tu imagen recubre toda la superficie de su cuerpo como una segunda piel. Todas tus formas envuelven su pene.

Nunca te has visto así.

Mirándote, te reconoce. Es un reconocimiento que no se puede ignorar. Prende fuego. Y a la luz de la llama va reconociendo más y más hasta que el resplandor es tanto que le resulta íntimo lo que nunca ha visto.

Nunca te ha visto desnuda y ahora lo estás.

Hay quien opina que mi escritura está sobrecargada de metáforas y símiles, que nada es nunca lo que es, sino otra cosa. Es verdad, pero, ¿por qué es así? Me sorprende la particularidad de todo lo que percibo o imagino. Las cualidades que una cosa tiene en común con otras —hojas, tronco, ramas, en el caso de un árbol; miembros, ojos, cabellos, en el de una persona— me parecen superficiales. Me maravilla profundamente lo que cada acontecimiento tiene de único. Ahí reside mi dificultad como escritor: tal vez, la magnificente imposibilidad de serlo. ¿Cómo voy a transmitir esa unicidad? La forma más obvia es dejar que el desarrollo del acontecimiento la establezca. Convencer al lector, por ejemplo, de la unicidad de la experiencia de Leonie contándole lo que sucedió cuando Eduard descubrió que le había sido infiel. De esta forma, son las causas y efectos los que explican la unicidad del evento. Pero no tengo sentido del tiempo, del paso del tiempo. Las relaciones que percibo entre las cosas —entre las que se suelen contar relaciones causales e históricas— tienden a formar en mi mente un complicado modelo sincrónico. Veo campos en donde otros ven capítulos. Y por eso me veo obligado a utilizar otro método para intentar situar y definir los acontecimientos. Un método que busca las coordenadas de una forma extensiva en el espacio más que de una forma consecutiva en el tiempo. Escribo con el espíritu del geómetra. Una de las maneras de establecer coordenadas de una forma extensiva es comparar un aspecto con otro, y para ello me sirvo de la metáfora. No quiero terminar siendo prisionero del nominalismo por creer que las cosas son lo que su nombre indica. En la cama, no eran prisioneros de sus nombres.

En la carretera que atraviesa el paso de Kulm, Chávez ve figuras que lo saludan. Entre ellas se encuentran Christiaens y Luigi Barzini. Dentro de unas horas el

Corriere della Sera se hará eco de este momento.

«Permanecemos clavados en el sitio embargados por una profunda emoción. No podemos movernos. Nos falta el aliento, nos brilla el alma en los ojos y el corazón parece salírsenos del pecho. Estamos hechizados por la belleza de lo que tenemos ante nosotros. Mil años de vida no podrían borrar este recuerdo.

»Unos segundos después montamos en el coche. Christiaens nos acompaña. También se suben dos policías suizos, y allá vamos. Nos miramos; tenemos los ojos enrojecidos. A los dos policías suizos también se les bañan los ojos de lágrimas cuando susurran en alemán: Mein Gott, mein Gott. El aeroplano está a punto de entrar en el valle de Krummbach, hendido hace tan sólo dos horas por el vendaval y la tormenta. Sobrevuela los campos que rodean el hospicio.

»“¡Está aterrizando!”, gritamos. “¡Ahí está! ¡Está aterrizando!”.

»No cabe duda de que el piloto duda un momento. Puede que esté pensando en aterrizar; entonces decide que el viento no es tan terrible como temía y continúa...»

Todos los pilotos de entonces se orientaban por lo que veían en la tierra. Y la tierra les daba seguridad, pues esperaban poder aterrizar y recibir ayuda. Un destructor de la Marina francesa había escoltado a Blériot un año antes en su travesía del Canal de la Mancha. Brevemente, no serían más de diez minutos, perdió contacto con el barco y sólo veía el mar; posteriormente diría que la soledad le había aterrorizado durante aquellos largos minutos. La decisión de Chávez ahora lo convierte en el primer hombre que deja deliberadamente atrás la vista y el alcance de otros hombres para volar en solitario.

El frío lo rodea como las cuatro paredes de una celda; pero el frío también entra en la celda. Una de ellas lo oprime continuamente, con toda crueldad. La parte derecha de su cuerpo y su cara están congelados. Es la pared por la que sopla el viento; el viento que subestimó antes (hace veinte minutos). Ya no le parece que ha cometido un error de cálculo, sino una transgresión. Es el pecado original que explica su vida, ahora idéntica a este vuelo. La pared opuesta a la del viento es de roca y nieve.

A su izquierda divisa el monte Leone. La nieve, blanca bajo el sol, realza la presencia de la montaña al tiempo que la transforma en una especie de ausencia.

Ese blanco no soportaría una sola mancha.

Intenta atravesar la pared de viento. Cada vez que gira a la derecha, el viento le trae aumentado el rugido del motor Gnome, pero el aeroplano se mantiene casi suspendido en el aire. Ha perdido altura y tendrá que recuperarla si quiere cruzar el Monscera. Pero le asusta subir más. Por encima de él, el viento es aún más fuerte y sopla de todas las direcciones al mismo tiempo. Si malo es que el aeroplano empiece a caer, peor aún es cuando se eleva impelido por el viento. Entonces empiezan a temblarle las piernas y los pies enfundados en las botas, sobre el motor: la tela que cubre la superficie externa de las alas se hincha de forma irregular, como si el viento ya la hubiera agujereado por abajo.

En las estribaciones del monte Leone —mucho más cerca de él—, las montañas más bajas se alzan como las gradas erosionadas y derruidas de un anfiteatro semicircular, en cuyo centro él está solo.

Recuerda los últimos consejos de Paulhan: ¡Mantén la altura! ¡mantén la altura! Esas palabras suenan ahora absurdas.

La primera dificultad será salir por el lado opuesto del anfiteatro después de haber sobrevolado la arena. El viento lo empuja sin remisión dentro del semicírculo, hacia las gradas ciegas. Si consigue atravesar por donde la cresta se quiebra (al oeste del Glatthorn), todavía tendrá que enfrentarse a peores dificultades. Se ha alejado demasiado hacia el este y cree que para cruzar el Monscera tendrá que subir unos trescientos o cuatrocientos metros. El viento lo está arrinconando al impedirle elevarse y al arrastrarlo continuamente hacia el este, y el rincón en donde lo hará pedazos será en la garganta del Gondo.

Puede que haya considerado la posibilidad de volar contra el viento y dar la vuelta a la arena a fin de ganar altura. Pero, a mi parecer, la idea de girar en redondo, aunque fuera momentáneamente, le horrorizaba. Si empezaba a dar vueltas alrededor de este anfiteatro de gradas ciegas y crestas, nunca lograría salir de él y en él moriría cuando se parara el motor. Prefería pelear en un rincón.

Ya no distingue entre las rocas y el silencio. El frío ha insensibilizado toda la superficie de su cuerpo. El aire y el ruido del motor a sus pies es todo lo que su conciencia puede oponer a las rocas que lo rodean. Sigue volando hacia el Glatthorn, como una flecha hacia el blanco.

Está junto a una pared que se asemeja al cuero de una mula gigante estirado en un armazón con la forma de la letra A y abultado desde atrás, entre los palotes de la A, por el mismo viento que sopla contra él y su avioneta. Chávez ve la sombra de las alas de la avioneta reflejada en el cuero de mula de esta pared, ora alejándose de un bandazo, ora abalanzándose hacia él, según entra y sale de los repliegues de la roca. Al mirar hacia abajo ve rocas que se elevan hacia él. Hacia arriba, picos aún más altos. El ruido del motor retumba contra las rocas circundantes y sube y baja como su sombra, y su sombra parece chocar estrepitosamente con el ruido del motor y con las piedras desprendidas.

Aquí no se podían haber planteado decisiones conscientes.

Aquí no puedo calcular al escribir.

Chávez tiene la sensación de que está a punto de entrar en las fauces de un animal que tuviera de roca pura el gaznate, las entrañas y el ano; un animal de digestión geológica. Un animal que pudiera matar antes de estar vivo y comer cuando está muerto.

No se trata de tener valor o de no tenerlo: en tales circunstancias los hombres se dividen entre los que quieren seguir vivos y los que no. Su forma de gritar tal vez revele el grupo al que pertenecen. Unos se elevan con sus gritos; otros mueren gritando. Chávez se elevó, indiferente ante el riesgo de perder velocidad, indiferente a todo, salvo a la necesidad de escapar de las fauces del animal. Ganar altura.

Estaba en Gondo.

En comunicación telefónica constante con Brig, todo el mundo espera en Domodossola. Las fábricas han parado. Los obreros observan el cielo. Los viejos renuncian a la siesta. Los jóvenes se encaminan al campo donde aterrizará Chávez para repostar y seguir hacia Milán. En todos los balcones y en todas las ventanas que dan sobre el valle de Ossola —verde y apacible, pero de escarpadas laderas cubiertas de bosques primero y coronadas de roca después— se ve gente escrutando el cielo sobre los Alpes. No hay viento.

¡Qué tragedia! Ya deberíamos estarlo viendo.

Tal vez se ha vuelto.

Pero si ha cruzado el Simplon.

¿Cómo lo sabes?

Nos lo ha dicho Roberto.

¿Y Roberto?

El Signor Lucchini, el secretario del alcalde, entró en el Garibaldi hace veinte minutos y dijo que había pasado sobre el hospicio.

Alabado sea el señor.

Ya desde esta mañana sabía que iba a ser una tragedia. Anoche soñé con él.

Eso es porque estás enamorada de él.

¡Si pudiera verlo aunque fuera una vez!

Y todos gritaremos su nombre: ¡Geo! ¡Geo!

Miles de personas divisan el avión desde Domodossola, diminuto contra los bosques de abetos. Vuela más bajo de lo que esperaban. A gritos, los espectadores se mandan callar unos a otros para poder oír el ruido del motor. Está demasiado lejos. Poco a poco, los movimientos del aeroplano se van haciendo más claros. Está bajando hacia Domodossola.

Duray, un piloto de carreras amigo de Chávez, desenrolla sobre la hierba del campo de aterrizaje dos largos de percal blanco, a fin de hacer una cruz visible desde el aire; un montón de chicos se pelean por ayudarlo a clavar la tela en el suelo.

El aeroplano vuela y pierde altura de una forma tan regular, tan serena, que todos los que lo observan sienten un júbilo personal.

Es el primer hombre que ha sobrevolado los Alpes; ha hecho lo que antes se creía imposible. Estamos presenciando un acontecimiento importante, pero ¡mira!, es más sencillo de lo que habíamos creído; vuela más derecho que un pájaro y con menos esfuerzo, y así ha volado sobre los Alpes. Tal vez las grandes cosas son más fáciles de conseguir de lo que nos han hecho creer. Esta secuencia de sentimientos (formulados de muchas maneras diferentes) concluye en un regocijo repentino. ¿Por qué no vamos todos a conseguir lo que deseamos?

El alcalde, que es conducido en automóvil hasta el campo de aterrizaje y que se ha vestido de ceremonia para recibir al gran aviador, anuncia a sus compañeros que la ciudad dedicará una calle a Chávez en conmemoración de su victoria sobre las montañas.

A las 14.18 había salido de la estación de Domodossola el expreso de Milán. Un joven avista el monoplano Blériot por la ventanilla de su compartimento y pulsa la alarma. El tren se detiene súbitamente. El joven se baja a la vía y corre a lo largo del tren gritando al resto de los pasajeros que miren y señalando hacia el aeroplano, ahora apenas más alto que el árbol, y en el que Chávez es perfectamente visible. Cuando llega a la locomotora, el joven se para y saluda agitando los brazos en el aire, con la esperanza de que Chávez lo vea y le devuelva el saludo; entonces será el primero en haber saludado al héroe. Pero Chávez no le devuelve el saludo. Un hecho éste que habrá de ser motivo de especulación durante muchos años para el joven y sus amigos, entusiastas de la aviación todos ellos.

Leonie echa atrás la cabeza como una cantante en plena actuación. Pone los ojos en blanco, de modo que él no le ve el iris. Tiene la boca abierta y la garganta inflamada. Hace un ruido que es una palabra pronunciada muy despacio, pero él no logra descifrarla.

Unas gritan, otras se quedan inmóviles, algunas golpean con los puños; otras hay que sacan la lengua, y aún otras que fruncen el ceño y aprietan la boca en un gesto resuelto; y las hay también que agitan las manos, e incluso otras que las abren hasta que parecen estrellas de mar: no hay dos iguales hasta el momento en que abandonan toda forma particular de comportamiento, hasta que llegan con él a ese momento en que todo es simultáneo y todas ellas están allí juntas.

Siente cada orgasmo como si fuera simultáneo con todos los demás. Todo lo que ha sucedido o sucederá entre ellos, todos los acontecimientos, actos, causas y consecuencias que han separado y separarán en el tiempo una mujer de otra, rodean este momento intemporal como una circunferencia rodea el círculo que define. Todas están allí juntas. Todas, a pesar de sus diferencias, están allí juntas. Él se une a ellas.

El deseo sexual, ya sea provocado o producido circunstancialmente y sean cuales sean sus términos objetivos y su duración, está subjetivamente fijado a dos puntos en el tiempo: nuestro principio y nuestro final. Cuando es analizado, el deseo sexual tiene unos componentes que son violentamente nostálgicos y que nos hacen retroceder hasta la experiencia misma del nacimiento; otros componentes son el resultado de un apetito inextricable por lo desconocido, lo más lejano, la esencia de la vida, que finalmente sólo se puede encontrar en su negación: la muerte. En el momento del orgasmo, puede parecer que estos dos puntos en el tiempo, nuestro principio y nuestro final, se funden en uno. Cuando sucede, todo lo que hay entre ellos, es decir, toda nuestra vida, se convierte en un instante. Así es cómo me explico a mí mismo al protagonista de mi libro.

Estaba acostado al lado de Leonie, con los ojos cerrados y tomándola de la mano. Leonie ya no veía promesas secretas en la cara de aquel hombre. Sabía lo que prometía, y el secreto les concernía a los dos. Con la mano que él no le agarraba, le acarició la cara. Recorrió con las yemas de dos dedos el contorno de una ceja y luego siguió por un lado de la nariz hasta la comisura de la boca, que se contrajo al contacto con sus dedos, y llegó a la barbilla. Acariciándole así hacía más natural su sensación de intimidad y destruía un poco de su misterio. Situaba esa sensación de intimidad en lo que sentía en las yemas de los dedos. Y de esta forma la abrumaba menos. Quería taparle la nariz con la mano. La levantó y se la llevó a la suya para olerla. Luego, se la puso a él en la frente. Hubiera seguido jugando así, con palabras aisladas que se le pasaban por la cabeza envueltas en una especie de extraña iluminación (como si supiera que había una luz, blanca como la nieve, tras todo lo que veía o imaginaba y que esa luz le daba a todo un halo blanco hasta el momento en que ella lo veía), hasta que él hablara o se moviera. Pero los gritos de un hombre en la escalera vinieron a interrumpirla. Un momento después, una mujer gritó en la terraza, bajo la ventana. A éste siguieron varios gritos.

De haber pertenecido a otra clase social, Leonie habría reaccionado de forma diferente. Su inmediata respuesta habría sido poner en entredicho el derecho del resto de los residentes del hotel a alzar la voz y molestarla. Pero para ella, tal como era su vida, una voz más alta era una señal de alarma; desde pequeña había aprendido que cuando alguien levanta la voz, o desapareces o ya te puedes ir preparando para ser injustamente maltratada. Temía que gritaran porque no la encontraban.

Se desasió de su mano. Él abrió los ojos.

Me están buscando, susurró, vienen a buscarme. No entrará nadie, dijo él, y volvió a cerrar los ojos. Llamaron a la puerta.

¿Quién es?, preguntó él.

Una voz de hombre contestó al otro lado de la puerta: Chávez se ha estrellado.

¿Dónde?

Aterrizando en Domodossola.

¿Estás diciendo que logró cruzar y después se estrelló?

En el último momento, sí, un par de metros antes del campo de aterrizaje, se desestabilizó, se lanzó contra el suelo a unos cien kilómetros por hora.

¿Ha muerto?

No. Se ha roto las dos piernas, pero según lo que nos han dicho por teléfono aparte de eso no está herido de gravedad. Se lo han llevado al hospital.

Está bien. Gracias por avisarme.

¿Vas a bajar?

Te veo luego. Se volvió hacia Leonie. ¿Ves como no te estaban buscando?, dijo. Y se echó a reír.

¿Cómo puedes reírte cuando tal vez tu amigo esté sufriendo?, preguntó.

Me río de nosotros.

¿De mí, porque estaba asustada?

No, de que tú y yo estábamos aquí mientras él sobrevolaba los Alpes.

Puede morirse.

Y un día yo me moriré también, y tú, con tus hermosos ojos castaños y tus dientes tan blancos. No hay tiempo que perder.

¿No te da pena?

No tenía tiempo.

No entiendo lo que dices.

La oportunidad nunca se presenta dos veces.

Te acaban de decir que se ha estrellado.

Entonces intentaré consolar a su prometida.

Pero, ¿quién eres tú? Lo dijo furiosa, pero en un susurro, como si tuviera miedo de que él contestara muy alto, tan alto que todo el hotel lo oyera. Pensaba que podría ser el demonio. Le dio bruscamente la espalda y hundió la cara en la almohada. ¿Por qué yo?, preguntó.

Porque eres como eres, por eso.

¿Por qué yo entre todas las demás? Hay tantas.

Tú igual que muchas otras.

¿Soy yo...? Alzó la cabeza para mirarlo y entonces cambió de idea y dijo algo diferente: Tengo que irme, dijo, me estarán buscando. Deja que me vaya.

Sí, dijo él.

¿De verdad no te preocupa que tu amigo esté herido?

Hablas de él, pero no estás pensando verdaderamente en él.

No entiendo lo que dices.

Cuando preguntas por él estás pensando en ti.

No... cuando lo vi despegar

... pero entonces yo ya había ido a buscarte.

La agarró por el hombro. Todo su cuerpo se volvió hacia él. Se quedó tumbada boca arriba, mirándolo. Veía en la cara del hombre lo que les había sucedido a los dos cuando él había ido a buscarla; su cara era diferente, pero no era la del demonio.

Sabía que no podía llevársela con él cuando se fuera. No valía la pena preguntar. Ni siquiera valía la pena preguntar si se marcharía mañana o pasado. Lo podría saber por el portero. Podría preguntarle si volvería alguna vez por Brig. Pero ya sabía la respuesta. Chávez había cruzado los Alpes. Ningún aviador volvería a intentarlo desde allí. No volvería. Todo lo que había aprendido del mundo hasta entonces se interponía entre su vida y la de él.

¿Te veré mañana?

Sí, te buscaré.

Se dio cuenta de que mentía. El que lo que había ocurrido fuera totalmente inesperado no significaba que fuera probable que volviera a repetirse. Una mujer más sofisticada y con más privilegios habría encontrado difícil aceptar que el encuentro era irrepetible, y por eso probablemente habría necesitado la mentira y no habría sabido reconocerla como tal. Para Leonie no era difícil de aceptar. Sus posibilidades de opción siempre habían sido limitadas; creía que sus condiciones de vida eran inalterables; por eso la idea de lo extraordinario era central en ella. Era supersticiosa.

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