G

G


6.

Página 20 de 38

6

.

ESTA mañana cuando me estaba afeitando pensé en un amigo mío que vive en Madrid y al que hace quince años que no veo. Observando mi cara en el espejo, me pregunté si, después de tanto tiempo, nos reconoceríamos de inmediato en caso de encontrarnos por casualidad en la calle. Me imaginé que nos encontrábamos en Madrid y empecé a elucubrar sobre lo que él sentiría. Es un amigo al que aprecio de verdad, pero sólo tengo noticias suyas una o dos veces al año y no ocupa un lugar constante en mis pensamientos. Después de afeitarme, bajé al buzón y encontré una carta suya de diez páginas.

Este tipo de «coincidencias» no son infrecuentes y a todo el mundo le suceden de cuando en cuando. Nos dan una idea de cuán aproximativa y arbitraria es nuestra manera de leer el tiempo. Los calendarios y los relojes son nuestros inventos imperfectos. Nuestras mentes están construidas de tal forma que por lo general se nos suele escapar la verdadera naturaleza del tiempo. Sin embargo, sabemos que es algo misterioso. Como los de un objeto desconocido en la oscuridad, percibimos al tacto algunos de sus contornos. Pero no lo hemos identificado.

La forma en que mi imaginación me obliga a escribir esta historia viene determinada por lo que me sugiere sobre ciertos aspectos del tiempo que he tocado, pero nunca identificado. Escribo este libro en la misma oscuridad.

La situación de las mujeres

Hasta entonces, la presencia social de una mujer había sido diferente de la del hombre. La presencia del hombre dependía de la promesa de poder que encarnaba. Si la promesa era grande y creíble, su presencia era arrolladora. Si era pequeña o increíble, se decía que apenas tenía presencia. Había hombres, incluso muchos hombres, que carecían totalmente de presencia. El poder prometido podía ser moral, físico, temperamental, económico, social, sexual: pero su objeto era siempre exterior a él. La presencia de un hombre sugería lo que era capaz de hacer en tu favor o en tu contra.

Por el contrario, la presencia de la mujer expresaba su propia actitud con ella misma y definía lo que se le podía o no se le podía hacer. Ninguna mujer carecía totalmente de presencia. Su presencia se manifestaba en los gestos, la voz, las opiniones, las expresiones, las ropas, el ambiente que la rodeaba: en realidad, no había nada que hiciera que no contribuyera a su presencia.

Nacer mujer significaba nacer en un espacio asignado y limitado, que controlaba el hombre. La presencia de la mujer era una destilación de su ingenio para vivir bajo ese control en una constreñida celda. Amueblaba la celda, como si dijéramos, con su presencia, no esencialmente para hacérsela más agradable, sino con la esperanza de convencer a otros de que entraran.

La presencia de la mujer era el resultado de la división en dos de su persona y de la interiorización de su energía. Una mujer siempre estaba acompañada —salvo cuando estaba sola— por su imagen de sí misma. Cuando cruzaba una habitación o lloraba junto al lecho de muerte de su padre no podía evitar imaginarse a sí misma andando o llorando. Desde la primera infancia se le había enseñado a vigilarse continuamente, y lo hacía convencida. Y de esta forma llegó a considerar que la parte vigilante y la parte vigilada dentro de ella eran los dos elementos constitutivos, aunque siempre diferentes, de su identidad como mujer.

Una mujer tenía que examinar todo lo que era y todo lo que hacía porque la forma en que aparecía ante los otros, y esencialmente la forma en que aparecía ante el hombre, tenía una importancia crucial para su realización personal. Su sentido de ser

en sí misma había sido sustituido por el de ser apreciada por el otro o los otros

como ella misma. Sólo cuando pasaba a ser el contenido de la experiencia de otro parecían adquirir para ella pleno sentido su propia vida y su propia experiencia. Para vivir tenía que instalarse en la vida de otro.

Los hombres examinaban a las mujeres antes de tratarlas. Por consiguiente, la forma en que una mujer aparecía ante un hombre determinaba la forma en que sería tratada. A fin de hacerse con algún control en este proceso, las mujeres tenían que contenerlo, y de ahí que lo interiorizaran. La parte vigilante de la mujer trataba a la parte vigilada de tal manera que sirviera de ejemplo para los otros de cómo debía ser tratado su ser completo. Y este tratamiento ejemplar de sí misma constituía su presencia. Todos sus actos, fuera cual fuera su objetivo directo, eran al mismo tiempo una indicación de cómo había de ser tratada.

Si una mujer tiraba un vaso al suelo, era un ejemplo de cómo trataba su propia cólera y, por consiguiente, de cómo deseaba que ésta fuera tratada por los otros. Si un hombre hiciera lo mismo, su acto habría sido sólo la expresión de su cólera. Si una mujer hacía buen pan, era un ejemplo de cómo trataba a la cocinera que había en ella y, por ende, de cómo debía ser tratada por los otros esa cocinera. Sólo un hombre podía hacer buen pan por el placer de hacerlo.

Este mundo subjetivo de la mujer, este reino de su presencia, garantizaba que ninguna acción realizada en él podía ser totalmente íntegra; en todas ellas había una ambigüedad que correspondía a la ambigüedad existente en el ser, dividido entre vigilante y vigilado. La llamada duplicidad de la mujer era el resultado del monolítico dominio del hombre.

La presencia de la mujer ofrecía un ejemplo a los otros de cómo le gustaría ser tratada: de cómo deseaba que los otros la siguieran y la trataran de la manera en que ella se trataba a sí misma. Nunca podía dejar de ofrecer este ejemplo, pues ésa era la función de su presencia. No obstante, cuando la convención social o la lógica de los acontecimientos exigía que se comportara de una forma que contradecía el ejemplo que deseaba dar, se decía que era coqueta. La convención social recalca que debe aparentar que rechaza lo que un hombre acaba de decirle. Se vuelve aparentemente airada, pero al mismo tiempo juguetea con el collar, dejándolo caer una y otra vez sobre el pecho con tanta ternura como la de su mirada.

Cuando está sola y segura de estar sola en su cuarto, puede que la mujer saque la lengua ante el espejo. Esto la hace reír y, en ciertos casos, llorar.

Era de la presencia de la mujer de lo que se enamoraban los hombres. La parte sumisa del hombre quedaba hipnotizada por la atención que la mujer se dedicaba a sí misma y soñaba con que le prestara a él esa misma atención. Imaginaba que su propio cuerpo pasaba a sustituir al de ella, en el reino de ella. Éste era un tema constante en los poemas románticos de amor no correspondido. La parte dominadora del hombre soñaba con poseer, no su cuerpo —a eso le llamaba lujuria—, sino el cambiante misterio de su presencia.

La presencia de una mujer enamorada podía ser muy elocuente. Su forma de mirar o de correr o de hablar o de volverse para recibir a su amante podía contener la cualidad quintaesencial de la poesía. Y era obvio no sólo para el hombre amado, sino para cualquier espectador desinteresado. ¿Por qué? Porque la parte vigilante y la vigilada dentro de ella misma se unían momentáneamente, y esta rara unidad producía en ella una absoluta franqueza. La parte vigilante había dejado de vigilar. Su actitud para con ella misma se volvía tan espontánea como espontánea esperaba que fuera la de su amante con ella. Su ejemplo era por fin el de renunciar a todo ejemplo. Sólo en esos momentos podía una mujer sentirse completa.

El estado de enamoramiento era por lo general breve, salvo en aquellos desgraciados casos de amor no correspondido. Mucho más breve de lo que la insistencia del Romanticismo en dicho estado nos pudiera hacer creer. Puede que la pasión sexual haya variado muy poco a lo largo de la historia documentada. Pero lo que uno se cuenta a sí mismo con respecto a su propio enamoramiento está siempre inspirado y modificado por la cultura específica y las relaciones sociales de la época.

Para la clase media europea del siglo XIX, el estado de enamoramiento se caracterizaba por una sensación de incertidumbre excesiva en un mundo que por lo demás era del todo predecible. Era un estado al margen de la promesa de progreso. Su incertidumbre característica era el resultado de considerar al ser amado como si fuera un ser libre. No se podía dar por supuesto nada que expresara los deseos del ser amado. Ninguna decisión garantizaba la siguiente. Todos los gestos tenían que ser leídos con un significado nuevo en cada ocasión. Toda alianza era susceptible de cambio hasta que no hubiera tenido lugar. La duda producía su propia forma de estímulo erótico: el amante se convertía en el objeto de la elección plenamente libre del amado. O así parecía a la pareja enamorada. En realidad, ese otorgar al otro una libertad tal, ese suponer que el otro era tan libre, formaba parte del proceso general de idealización de la persona amada y de su conversión en algo único.

Cada uno de los amantes creía que era el objeto complaciente de la libertad sin límites del otro y, al mismo tiempo, que su propia libertad, hasta entonces tan restringida, quedaba por fin garantizada en los términos de la adoración del otro. De este modo, los dos se convencían de que casarse era liberarse. Pero en cuanto se convencía de esto (lo que podría suceder mucho antes de prometerse formalmente), la mujer dejaba de ser espontánea, dejaba de ser una persona completa. Entonces tenía que vigilarse como la futura prometida, la futura esposa, la futura madre de los hijos de X.

Para una mujer, el estado de enamoramiento era un interregno alucinatorio entre dos amos: el esposo que ocupaba el lugar del padre, o, tal vez, más tarde, un amante que ocupaba el lugar del esposo.

La parte vigilante no tardaba en identificarse con el nuevo amo. Empezaba a vigilarse a sí misma como si fuera él. ¿Qué diría Maurice, se preguntaba, si su esposa (es decir, yo) hiciera tal cosa? Mírame, le dirá al espejo, mira cómo es la mujer de Maurice. La parte vigilante se convertía en agente del nuevo amo. (Una relación que encerraba a veces el mismo tipo de engaño o argucia que se suele encontrar entre propietario y agente.)

La parte vigilada se convertía en la criatura del propietario y del agente, y a ambos debía enorgullecer. Ella, la vigilada, se convertía en su marioneta social y en su objeto sexual. La parte vigilante hacía que la marioneta hablara durante la cena como una buena esposa. Y cuando le parecía conveniente, metía a la vigilada en la cama para el disfrute del propietario. Uno pensaría que cuando una mujer concebía y daba a luz, la parte vigilante y la vigilada se unían temporalmente. Tal vez, esto sucedía a veces. Pero el nacimiento estuvo siempre tan acompañado de superstición y de horror que la mayoría de las mujeres se sometían a él, gritando, confusas o inconscientes, como si fuera un castigo por su duplicidad intrínseca. Cuando acaba el sufrimiento y tomaban al niño en sus brazos descubrían que entonces eran también las agentes de la amorosa madre del hijo de sus maridos.

Espero que la explicación ofrecida en estas páginas sirva para aclarar de algún modo la historia que voy a contar y sobre todo la insistencia de G. en que Camille era una «solitaria» (es decir, que no estaba vigilada por su propio agente).

Karl Marx ha sido relegado al desván

Giolitti, en 1911

Ésta es la primera vez que G. vuelve a Italia desde la muerte de su padre, en 1908. Ciertos abogados de Livorno se encargaron de solucionar los problemas relativos a su herencia; posee tres fábricas, dos buques de carga y quince casas junto al centro de la ciudad.

La neblina de la tarde sobre el lago Mayor hace que todo parezca el decorado de una escena teatral. Las islas parecen pintadas. En la colina que se alza detrás de Stresa se encuentran las grandes villas de los ricos. La mayoría de ellas fueron construidas en el siglo XIX. Los marcos de puertas y ventanas están pintados con guirnaldas de hojas de vid, naranjas y pájaros. En una de las villas más grandes, que cuenta con una imitación de una torre vigía renacentista, han sido invitados a cenar Weymann y G.

¿Por qué se estrelló?

Aunque había cientos de testigos, los informes sobre lo que sucedió en realidad varían considerablemente, al igual que las explicaciones. En la mesa se lanzan varias teorías.

Chávez había mantenido el dominio de la máquina y estaba a punto de realizar un aterrizaje perfecto. Pero, desgraciadamente, a consecuencia del rigor del vuelo y de las sacudidas del viento, una de las alas se plegó segundos antes de que las ruedas tocaran tierra. Esto provocó inmediatamente que el morro del aeroplano se desequilibrara, hincando el motor en la tierra.

Esta teoría la propone y defiende con gran autoridad Monsieur Hennequin, a quien todos escuchan con respeto, pues como ingeniero que es de la Peugeot era en cierto modo el representante de la firma en la competición. Tiene la costumbre de detenerse a mitad de una frase para meterse un bocado en la boca y mantener así la atención de quienes lo escuchan. Mueve, envarado, sus grandes manos, como si fueran puertas de madera que se abrieran y se cerraran para dejar salir a sus palabras e impedir la entrada de otras en la casa de su argumento.

No habría sido un aterrizaje perfecto. Chávez calculó mal la velocidad. Estaba intentando aterrizar a noventa kilómetros por hora, en lugar de a sesenta. Lo que causó el accidente, sin embargo, no fue un ala, sino las dos, que se plegaron ambas como las de una mariposa cuando se posa.

Ésta es la opinión del anfitrión italiano, un directivo de la fábrica de neumáticos Pirelli de Milán, que ha hecho grandes donaciones al aeroclub y cree, al igual que lord Northcliffe, que la aviación tiene un gran futuro militar y comercial. Por lo general, modula su voz de tal forma que expresa la bondad de la razón. La situación de su villa, sus frescos, la idea de cenar a la luz de linternas chinas en la plataforma abierta de la torre vigía de imitación, los flamencos vivos abajo, en el jardín, la nueva fábrica abierta, todo ello demuestra, piensa él, que su opinión no puede ser más razonable. Cree que hay que fomentar el sindicalismo y ofrecer incentivos a los obreros. Cuántas veces habrá citado las palabras del gran primer ministro Giolitti a otros colegas suyos menos afortunados y más beligerantes:

«El movimiento ascendente de las clases populares se acelera de día en día, y es un movimiento invencible, porque es común a todos los países civilizados y está basado en el principio de la igualdad de todos los hombres. Que nadie se engañe a sí mismo pensando que puede impedir que las clases populares conquisten su participación en la vida política y económica. Depende principalmente de nosotros, de la actitud que adopten los partidos constitucionales en sus relaciones con las clases populares, el que la emergencia de éstas constituya una nueva fuerza conservadora, un nuevo elemento de grandeza y prosperidad o, por el contrario, sea un remolino que arrastre a la ruina a las fortunas de nuestra nación».

Sólo en última instancia pensaría el anfitrión en términos parecidos a los de su tío: ¡La Caballería! ¡Sin más demora! ¡La ley marcial y la Caballería! Y aún así, tampoco gritaría tales palabras en un hotel de Milán; cogería tranquilamente el teléfono.

Su mujer pregunta si no habría sido más seguro aterrizar en el lago.

A consecuencia del frío sufrido durante la travesía, el piloto tenía las manos tan heladas y entumecidas que ya no podía manejar los mandos.

Ésta es la sugerencia de la condesa R., que es una gran mecenas de la Ópera de Milán.

La condesa alza la mano con sus flexibles dedos apuntando juntos hacia un mismo punto. Es el gesto típico de una bailarina para imitar una flor a punto de abrirse; también es el gesto de un niño intentando sacar algo de un tarro. De pronto, al pronunciar la palabra «heladas», separa los dedos y los deja así estirados, rígidos, mientras con la otra mano roza leve, tentativamente, ésta, la supuestamente congelada, para indicar cuán gélida debía de estar su superficie.

¡Qué inteligencia!, susurra un hombre a la joven dama sentada a su lado, ¡qué inteligencia bajo los grises cabellos! Para Navidad, contesta la joven, se habrá recuperado de la pérdida de Gino y sus cabellos volverán a ser tan negros como hace cinco años.

¿Por qué no le pregunta nadie a Monsieur Chávez? La que habla es una mujer de unos treinta años. Su voz es ligeramente ronca, como si se la hubiera dañado irreparablemente en algún ataque de risa demoníaca. ¿No se manejan con los pies la mayor parte de los mandos?

¿Cómo se llama?

Madame Hennequin. ¿No te han presentado?

Quiero decir ella.

No sé su apellido de soltera.

Su

prénom.

¡Ah! Lo siento. Camille.

Geo no recuerda nada de lo que pasó después de cruzar la garganta de Gondo.

¡Pobre Geo!

La anfitriona, que lleva una pulsera de oro cuya forma imita la de una etrusca antigua, extiende el brazo invitando a Weymann a hablar. Monsieur Weymann (Weymann es amigo de Maurice Hennequin, de ahí la invitación), usted que es piloto y nuestro invitado de honor, díganos su opinión.

Weymann sonríe, pero responde escuetamente en inglés: No te puedes fiar de una avión de ésos. ¿Sabe de qué son las alas? De algodón y madera.

Chávez sufrió una especie de euforia. Creía que había realizado una hazaña y que había dejado atrás lo peor; perdió la prudencia en el último momento.

Ésta es la teoría de Harry Schuwey, un industrial belga.

Una mujer que acababa de sonreír a Camille Hennequin, con quien parecía bromear, dice: No me parece muy convincente, Harry. Su manera de dirigirse a él indica que puede ser su amante.

¿Y ésta?

Mathilde. Mathilde Le Diraison.

Mi querida Mathilde, contesta el belga, eso es porque no tienes ninguna imaginación. Un joven de veinticuatro años que acaba de sobrevolar los Alpes por primera vez en la historia cree que es inmortal, le parece que el mundo yace a sus pies (el belga suelta una risita), créeme, los momentos de éxito son los más peligrosos.

Pero

es inmortal, dice Madame Hennequin, los niños aprenderán su nombre en la escuela.

Si no fuera tan bien vestida, se la podría confundir con una maestra. Sus rasgos y su figura poseen una angulosidad que sugiere una clara independencia mental, por limitada que sea.

Eso dependerá, dice su marido, de lo que haga en sus futuras hazañas. (La elección de la palabra «hazañas» por parte de Monsieur Hennequin implica cierta condescendencia inconsciente, resultado de sus celos.) Ha realizado una gran proeza, sería el último en negarlo, pero en los años venideros habrá muchas más, y más espectaculares incluso. ¿No es así? Se dirige a su anfitrión; tiene la certeza de que estará de acuerdo con él.

Dentro de diez años, alguien cruzará el Atlántico, dice el anfitrión.

¡El primer hombre que dé la vuelta al mundo volando!, dice su mujer, con tono de cansancio.

¿Volará alguien hasta la luna algún día?, pregunta Madame Hennequin.

Monsieur Hennequin sonríe indulgente a su esposa y dice con orgullo: Es una extremista, mi Camille, una soñadora.

Ella me interesa casi tanto como a G. La describiré tal como la veo ahora. Es delgada. Da la impresión de que tiene unos huesos demasiado grandes para su piel; un efecto no muy diferente del de un niño vestido con ropa que se le ha quedado pequeña. Sus movimientos son muy delicados, como si también fueran demasiado pequeños para ella y tuviera que tener cuidado para no deshacerlos. Le brilla la cara, y sus ojos son suaves y translúcidos, como unas aguas muy claras en las que se refleja la piel de un animal.

Advierte que G. la mira. Cuando se quedan mirando a una desconocida que los atrae, la mayoría de los hombres han empezado ya en su imaginación el proceso de seducirla y desnudarla; la ven ya en ciertas posturas y con ciertas expresiones en el rostro. Ya han empezado a soñar con ella. Por eso, cuando la mujer intercepta la mirada, sucede una de estas dos cosas: o bien la siguen mirando impasibles porque la existencia real de la mujer no perturba su ensoñación; o bien la mujer en cuestión leerá un destello de vergüenza en sus ojos, expresada en forma de una vacilación momentánea, a la que ella se verá obligada a responder ya sea alentándola o desalentándola.

La mira sin recato ni insolencia. En su imaginación todavía no la ha tocado. Su objetivo es presentarse como es. Todo lo demás vendrá solo. Es como si se imaginara desnudo ante ella. Y ella es consciente de esto. Reconoce que el hombre que la mira tiene una confianza profunda en que no tiene nada que ocultar, en que no necesita recurrir al engaño o la simulación. ¿Cómo va a responder ella a semejante imprudencia? Esta vez no se trata de elegir entre alentar o desalentar. Si baja los ojos o mira hacia otro lado, será lo mismo que admitir que ha apreciado su temeridad; volverse equivaldrá a admitir que lo ha visto como es. (Lo guardará para sí, guardará el recuerdo de su magnífica imprudencia.) La respuesta más pudorosa es mantenerle la mirada, devolvérsela abiertamente, fingiendo que no se ha dado cuenta de nada. Esto es lo que hace. Y, sin embargo, cuanto más tiempo se miran, más consciente es ella de que es a ella exclusivamente y sin reserva alguna a quien él se está dirigiendo. Aunque están rodeados de observadores y aunque él está a varios metros y todavía no sabe cómo se llama, el simple acto de mirarse se transforma en su primer encuentro secreto.

¿Cómo eran esos maravillosos versos de Mallarmé que me recitaste esta mañana?, le pregunta Monsieur Hennequin a su esposa.

Una bailarina, recita ella despacio, pronunciando claramente las palabras, no es una mujer que baila, pues no es en absoluto una mujer y no baila.

El belga mueve lentamente el vino en su copa.

Es muy hermoso, dice la condesa, y es cierto. Un gran artista es algo más que un hombre o una mujer; un gran artista es un dios.

En mi opinión, Mallarmé intenta destruir el lenguaje, dice Monsieur Hennequin, quería negarles a las palabras su significado, y supongo que era una meditada venganza.

¿Venganza? No le sigo, dice el anfitrión, mirando las palmeras recortadas en el lago y jugueteando en el fondo de sus pensamientos con la idea de instalar un generador para iluminar con luz eléctrica la casa y los jardines.

Una venganza contra su público, el público que no lo apreciaba como él quería que lo apreciaran.

Es hermoso, repite la condesa, una bailarina no es una bailarina, un cantante no es un cantante. Qué cierto es. A veces, yo misma me pregunto quién soy.

Tengo unos conocidos en Bruselas, dice el belga, que no estarían de acuerdo con usted en esto. Tienen experiencia de primera mano, si así se puede decir, con un buen número de bailarinas. Sólo Mathilde se ríe, y el belga inclina la cabeza en un gesto de fingido agradecimiento. (Detenta poder. Sienta sus inmensas posaderas sobre todo lo que pueda hacerle dudar de lo que dice o hace.)

¿No acepta, entonces, la genialidad de su Mallarmé, Maurice?, pregunta el anfitrión. Le agrada que se hable de poesía en esta casa, sobre el jardín, y anima la conversación.

Puede que Mallarmé haya sido un genio, no me encuentro capacitado para juzgarlo. Pero era un oscurantista, y yo creo en la claridad. Como ingeniero que soy, es casi un artículo de fe profesional. Sencillamente, no puede haber máquinas confusas.

Mallarmé era un genio, era inmortal, dijo Madame Hennequin; se adelantó a su tiempo.

Si pudiéramos vivir mil años, dice G., todos seríamos considerados geniales al menos una vez durante nuestra vida. No por lo avanzado de la edad, sino porque uno de nuestros dones o actitudes, por pequeño que fuera, coincidiría con lo que el mundo consideraría en ese momento la marca de la genialidad.

¡No cree usted en la genialidad!, dijo la condesa, escandalizada.

No. Creo que es una patraña.

Varios invitados se han levantado de la mesa para contemplar los jardines iluminados por la luna desde la baranda. G. ve una estatua, blanca, sinuosa y de contornos difusos. Sin embargo, la forma en que está dispuesta la convierte en una parte más de la geometría del jardín, con sus rectos senderos, escaleras de piedra y fuentes poligonales. En el lago parpadean las luces de las islas, pero aparte de esto, todo está tan quieto, tan silencioso, como el pasado.

Un silencio histórico de esta suerte no puede durar.

G. se vuelve y se dirige a Monsieur Hennequin: sé poco de Mallarmé. No leo poesía, pero, ¿le parece de verdad confusa la máxima de Mallarmé que Madame tuvo la bondad de recitarnos? Ciertas experiencias son indescriptibles, pero no por ello dejan de ser reales. ¿Puede usted, por ejemplo, Monsieur Hennequin, describir el tono y la calidad de la voz de su esposa? Estoy seguro, sin embargo, de que podría reconocerla donde quiera que fuese, igual que yo, Madame Hennequin.

Madame Hennequin observa a su marido para ver cómo va a responder al extraño joven que se ha fijado en ella.

Hablamos de la misteriosa tragedia del accidente de Chávez, dice G., cientos de personas lo presenciaron, y, sin embargo, nadie puede describir exactamente lo que vio. ¿Por qué? Porque era inesperado. Lo inesperado suele ser indescriptible.

Mira a Camille. Decide llamarla Camomille.

Lo que dice Mallarmé, continúa G., es que cuando una mujer baila puede transformarse. Ya no sirven las palabras que antes se le dedicaban. Incluso puede hacerse necesario llamarla por otro nombre.

Monsieur Hennequin se coloca entre el joven y su esposa. Para su edad, Monsieur Hennequin conserva una figura esbelta, pero tiene unos muslos grandes, pesados. Las mujeres son mujeres, dice, levantando las manos para impedir que nadie entre en su razonamiento, ya estén bailando, vistiéndose, recibiendo a nuestros invitados, cuidando de nuestros hijos o haciéndonos felices. Y demos gracias por ello.

Nuestras hermosas damas, dice al anfitrión, deben de estar empezando a sentir el aire frío que sube del lago. Entremos.

Hablan de atracción y magnetismo; estas nociones sugieren una fuerza que actúa entre dos cuerpos determinados. Lo que no se tiene en cuenta es el profundo cambio que parecen sufrir esos cuerpos: dejan de ser los cuerpos determinados. Los ha modificado ese hecho, el de ser cuerpos determinados.

No se trata de que la veas de otra manera; lo que sucede es que enmarca un mundo diferente. La forma de la nariz no cambia. Su contorno es el mismo. Pero todo lo que percibes dentro de esos contornos es diferente. Es como una isla, cuya línea costera sigue siendo tal cual aparece en el mapa, pero en la que ahora vives, te rodea. El sonido del mar en todas sus playas —a menos que aceptes la dictadura de tu inteligencia— es lo único que finalmente puedes oponer a la muerte.

La arena refresca las contusiones y es como seda al tacto. Pero es áspera e inflama las heridas, y todos y cada uno de los granos contribuyen al dolor.

Mas la metáfora abstracta me distancia de mi percepción personal de ella.

Ir a la siguiente página

Report Page