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6.

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La yema de sus dedos, con las uñas comidas, es tan expresiva como un ojo mirándome. Recorro cada dedo, desde la yema hasta la unión con la mano, sin olvidar los nudillos. Su mano es extrañamente fina e ineficaz. Parece que hubiera sido rechazada como objeto. Si quiero, la imagino o la adivino diferente. Puede acariciarme. Puede golpearme la espalda. Puede presentarse ante mi boca como una ubre con cinco pezones para que yo chupe cada uno de sus dedos. Nada de esto tiene importancia, sin embargo. Sucede que me fijé en la mano. Pero podría haber sido otra parte de ella. Su codo. Afilado: el hueso estira la piel, que se torna blanca, fría. ¿Qué puedo imaginar en el codo? Nada significativo. Mas lo percibo de la misma forma que la mano. Recibo la misma promesa, y al igual cumple su promesa. Aíslo las partes a fin de seguir fielmente a mis ojos, segundo a segundo. Pero mis ojos se mueven leyéndola a una velocidad increíble. La evidencia inmediata de cada parte, de cada nueva visión de su cuerpo, contribuye a mi percepción de ella en su totalidad, y hace que esta totalidad se mueva y lata continuamente, como un corazón, como mi propio corazón.

¿Qué me promete? ¿Su futuro amor? Pero eso todavía no se ha cumplido. Si hago el amor con ella, completaría, pondría fin a algo que ya nos ha sucedido. Cuando se describe algo, cuando se le da un nombre, se lo separa de uno mismo. O hasta cierto punto. Fornicar es nombrar lo que ha sucedido en el único lenguaje que lo expresa adecuadamente. (Sólo cuando no ha pasado nada se puede separar el sexo del amor.) Todos los actos de amor físico son anticipatorios y retrospectivos. De ahí su peculiar significación.

Mis ojos casi la tocan, pero no de la misma forma en que lo harían mis manos. Si la tocara, si tocara su piel, la superficie de su cuerpo, una sensación contradictoria acompañaría a mi sentido del tacto. Tendría la sensación de que lo que estaba tocando me envolvía asimismo: de modo que esa superficie externa (que es su piel, con sus variados poros, sus grados de suavidad y calor y sus diferentes olores) sería al mismo tiempo, conforme a otro modo de experiencia, una superficie interna. No hablo simbólicamente: me estoy refiriendo a la sensación misma. Tocarla desde fuera me haría consciente de estar dentro.

Miro sus dedos como si estuviera a punto de habitar cada uno de ellos, como si pudiera convertirme en el contenido de su forma. Yo y sus falanges. Absurdo. Pero, ¿cuál es el absurdo? Sólo un momento de incoherencia entre dos sistemas diferentes de pensamiento. Hablo de sus dedos, la carne y los huesos de otra persona, y hablo también de mi imaginación. Pero mi imaginación no es separable de mi propio cuerpo; ni tampoco del suyo.

La luz que al caer sobre ella la revela es como la luz que cae sobre las ciudades y los océanos, revelándolos. Los hechos de su existencia física son los sucesos del mundo, el espacio en el que se mueve es el espacio del universo, no porque nada salvo ella me importe, sino porque estoy dispuesto a arriesgar todo lo que no es ella por todo lo que es.

Su manera de poner los pies en el suelo, la longitud exacta de su espalda, el tono de su voz ronca (que él dijo reconocer dondequiera que estuviera): éstas y todas las demás cualidades que veo en ella tienen la significación de un milagro. Lo que ofrece no tiene límites: es infinito. Y no me estoy engañando. La deseo obsesivamente. Lo que estoy dispuesto a arriesgar por ella determinará para ambos el valor de todo lo que hay en ella, el significado del más mínimo de sus movimientos, la fuerza de lo que la diferencia del resto de las mujeres. Y lo que estoy dispuesto a arriesgar es el mundo. Por eso, ella adquirirá el valor del mundo: contendrá, en lo que a los dos respecta, todo lo que está fuera de ella, incluido yo mismo. Me envolverá. Pero seré libre, porque habré escogido estar ahí, como no he escogido estar aquí, en el mundo y la vida que estoy dispuesto a abandonar por ella.

Je t’aime, Camomille, comment je t’aime. Eso es lo que debe decir.

Los invitados entraron en el gran salón; el mobiliario era oscuro y pesado y las lámparas reflejaban brillantes círculos de luz, como esos escenarios iluminados de las mesas en las conferencias en las que era típico representar a los hombres de estado firmando tratados. La decoración de la estancia sugería que era un lugar sobre todo utilizado por los políticos y empresarios milaneses para trazar sus planes de acción sin que nadie los molestara: ofrecía comodidad sin distracción; era una habitación masculina, como la sala de recepción privada de un ministro en el parlamento. No había nada en ella (salvo ahora los brazos desnudos de las mujeres) que equivaliera a los flamencos en el jardín. Cuando los invitados entraron en esta sobria pero confortable habitación por la gran doble puerta sobre la que colgaba un retrato de Giolitti, G. observó a Madame Hennequin hablando con su amiga Mathilde Le Diraison, y había algo en la relación entre las dos mujeres que lo intrigó. Se veía en ellas esa connivencia apenas disimulada que a veces se conserva entre hermanas, incluso de mayores y con los padres fallecidos.

En el pasillo, Madame Hennequin había pasado ante un gran espejo en forma de sol, y en este espejo se había sorprendido a sí misma intentando ver la mantilla que cubría sus hombros y el mechón de pelo sobre la frente tal como los vería él. A través de sus ojos, se encontró agraciada.

Ya en la habitación lo comparó con su esposo. Formaban una pareja desigual. Monsieur Hennequin era más fuerte y tenía un aire de mayor autoridad. Era como un padre; en casa, cuando hablaba con sus dos hijos solía referirse a él como Papá; era un hombre que entendía el mundo. Su discreción con sus amantes —incluso eso— era un ejemplo de lo bien que lo entendía. Mientras que el otro, que hablaba mal francés y que no leía poesía, podía explicar a Mallarmé: Mallarmé, cuya poesía le gustaba a ella tanto porque era inexplicable; el otro era imprudente y descuidado. Pero dado que eran tan distintos, se podía permitir sonreírle. A su manera, circunspecta y distante, y sin perder nunca a su marido como punto de referencia para que pudiera rescatarla en cualquier momento de las consecuencias de esta niñería, deseaba coquetear durante el transcurso de la velada con aquel amigo del aviador americano: pretender que había una relación entre ellos, cuando en realidad no la había.

Le preguntó qué tipo de hombre era Chávez. Él contestó que sólo había hablado con él una o dos veces, pero que era un hombre nervioso y tal vez también un poco desesperado. No obstante, dirigió la respuesta tanto a Monsieur Hennequin como a Madame Hennequin. Parecía que se había percatado de que ella había estado comparándolos y de las conclusiones que había sacado. Una vez que había despertado su interés, ahora prefería que los dos se concentraran en el marido, el amo.

En una mesa baja junto a la que estaban sentados había un cisne de cristal, de color rosa y montado sobre un pedestal de plata giratorio. No era una obra de arte ni un juguete; era un adorno que denotaba riqueza. Madame Hennequin, mirándolo a él directamente, puso la mano en el cuello del cisne y susurró los famosos versos de Mallarmé:

Un cygne d’autrefois se souvient que c’est lui

Magnifique mais qui san espoir se délivre...

El cristal rosa chillón tornaba translúcida, lechosa, la piel de su mano delgada.

¿Y cómo sigue?, preguntó Monsieur Hennequin. Se había dado cuenta de que el amigo del aviador americano había despertado el interés de su mujer, y él odiaba a Mallarmé, pero quería demostrar su tolerancia.

Sigue así, dijo Madame Hennequin, pero no trates de entenderlo, sólo escucha el sonido de lo que digo.

Recitó los cuatro versos de esta estrofa y la siguiente, y su voz transformó la nostalgia del poema en una especie de anhelo. El poema trata de las oportunidades perdidas, pero por el hecho mismo de decirlo en voz alta, ella atrapaba una. Aquellos versos le daban la oportunidad de dejar que el sonido de las palabras expresara cómo se sentía siendo independiente, no formando parte de los cálculos de su marido aunque estuviera bajo su protección. Era como un árbol, pensaba, que crecía en el suelo del jardín de su esposo, pero cuyas hojas se movían libres en el viento.

Mientras ella recitaba, Monsieur Hennequin, recostado en el sillón, sonreía mirando las guirnaldas del techo. Se felicitaba a sí mismo pensando que era su espiritualidad lo que hacía de ella una madre tan buena, aunque también explicaba su reticencia, su excesivo pudor con él. La ropa le comprimía y formaba arrugas en los macizos muslos y en el vientre. Le faltaba ardor, concluyó, pero por otro lado, siempre sería inocente.

G. se contuvo de mirarla.

Tiene voz de poeta, dijo el anfitrión, y luego repitió en italiano las dos últimas palabras para que sonaran más poéticas.

La condesa entabló enseguida conversación con quienes estaban a su lado.

G. se adelantó y empujó el cisne de cristal de modo que el pedestal de plata empezó a girar. En ese momento dejó de parecer un cisne para convertirse en una botella de vino rosado, una de esas garrafas talladas de cuello largo.

El cisne se ha emborrachado, dijo un joven.

G. se volvió hacia Monsieur Hennequin y dijo: Hay algo en lo que me fijo a veces y que no acabo de entender. Creo que usted me lo podría explicar.

Haré todo lo que pueda.

¿Ha tenido la ocasión de ir por las ferias?

¿Se refiere a las ferias comerciales?

No. Las ferias de la calle, esas donde hay puestos de tiro al blanco y tiovivos y pulgas amaestradas y montañas rusas y cinematógrafos...

Sí, las he visto de lejos.

Yo suelo ir mucho. Me fascinan.

¿Por qué le fascinan?, interrumpió Madame Hennequin.

Están llenas de juegos para adultos y hay muy pocos sitios donde puedas ver a adultos jugando.

Simplones, dijo Monsieur Hennequin. Los que frecuentan esas ferias no suelen tener un nivel intelectual muy alto.

Tiene usted toda la razón, Monsieur Hennequin. Alguna habrá tenido que visitar para conocerlas tan bien como parece. Pero para centrarnos en mi pregunta: ¿Cree usted que girar y girar volando, como en algunos tiovivos, podría dañar temporalmente el cerebro? ¿Hay razones fisiológicas?

Puede provocar una sensación de mareo...

Algo más que eso. ¿Podría producir un cambio pasajero de carácter?

Explíquese usted mejor, por favor, dijo Monsieur Hennequin. ¿Qué quiere decir?

En esas ferias hay un tipo especial de tiovivo, una combinación del tradicional con columpios. Los asientos cuelgan de unas cadenas y cuando empiezan a girar...

Entra en juego una fuerza centrífuga, dijo Monsieur Hennequin, que los lanza hacia fuera. He visto esa modalidad de la que habla. Nosotros la llamamos

les petites chaises.

Bien. Entonces hasta cierto punto se puede controlar la intensidad y la dirección del balanceo. Sólo se trata de echarse más o menos hacia atrás, de levantar más o menos los pies, de mecer más o menos los hombros y de tirar más o menos de las cadenas con los brazos. No es muy diferente de lo que todas las niñas aprenden a hacer en los columpios normales.

Sí, claro, dijo Madame Hennequin.

Pero en cuanto el tiovivo empieza a girar la mayoría de la gente juega a intentar llegar lo más cerca posible de la persona que está en el columpio anterior o posterior al suyo para darle la mano y luego, agarrando las cadenas del otro, columpiarse juntos, como una pareja. Pero no es fácil conseguirlo; por lo general, no pasan de rozarse con los dedos...

Los asientos están distanciados, interrumpió Monsieur Hennequin, de forma que sea muy difícil que se toquen, porque de lo contrario sería peligroso.

Exactamente. Pero todo el que se monta en este tipo de tiovivo se transforma. No bien empieza a girar y ellos empiezan a ganar altura y a verse expelidos hacia fuera, sus rostros y sus expresiones se modifican. Dejan la tierra tras ellos, alzan la cara y suben los pies hacia el cielo. Dudo que lleguen a oír la música que suena. Todos tratan de agarrar el brazo que tienen delante; gritan entusiasmados conforme ganan velocidad y cuanto más rápido van, más libres juegan, subiendo y bajando, separándose y convergiendo. Las parejas que logran darse la mano vuelan más recto y más alto que el resto. He observado el fenómeno muchas veces y nadie se escapa a la transformación. Los tímidos se vuelven atrevidos. Los torpes, gráciles. Luego, cuando el tiovivo se detiene, vuelven a su antiguo ser. En cuanto ponen los pies en el suelo, sus expresiones vuelven a ser desconfiadas, cerradas o resignadas. Y cuando se alejan del tiovivo parece imposible creer que sean los mismos hombres y mujeres que hace un instante eran tan libres y confiados en el aire.

Madame Hennequin empujó el cisne, como él había hecho antes.

Pues bien, lo que me gustaría preguntarle, Monsieur Hennequin, es si usted cree que esta transformación podría ser el resultado del efecto que puede tener sobre el sistema nervioso la modificación de la gravedad por una fuerza centrífuga.

Más probablemente es el resultado de la escasa capacidad mental de la clase de gente que va a esos lugares. En su mayoría son como niños.

¿No cree usted que podría tener el mismo efecto en nosotros?

Lo dudo mucho.

Pero, ¿acaso no ha sido siempre un sueño volar? ¿Es algo tan infantil?, preguntó Madame Hennequin.

Me temo, querida, que tu imaginación obvia demasiadas cosas, dijo Monsieur Hennequin. Uno de esos artilugios de feria no tiene nada que ver con volar. Pregúntale a Monsieur Weymann.

La conversación cambió. Alguien apuntó al retrato del Giolitti. El anfitrión se rió y dijo que el pintor debía de ser un opositor político. ¿Saben cómo llaman a Giolitti sus enemigos? Lo llaman Salchicha de Bolonia, porque, según ellos, era mitad pollino mitad puerco.

Yo entendía que usted lo admirara.

En Bolonia puerco puede ser una palabra cariñosa, dijo Mathilde Le Diraison.

Sí, lo admiro, dijo el anfitrión. Es el creador de la Italia moderna. Ha estado muchas veces aquí, en esta habitación. Fue él quien hizo ese comentario sobre el retrato, ¡añadiendo que el pintor debía de ser de Bolonia! Así son los grandes hombres. Sabe lo poco que importan las opiniones personales. Lo que importa es la organización. La organización y la capacidad de convencer.

La conversación derivó a la política y luego hacia Alemania y las noticias de los constantes disturbios de Berlín. Monsieur Hennequin temía que la revolución se extendiera rápidamente por Europa si llegaba a estallar en algún país. Monsieur Hennequin estaba continuamente oscilando entre la confianza suprema y el temor súbito.

Su anfitrión movió la cabeza con un gesto tranquilizador. No habría revolución en Europa; el peligro había pasado, y la razón era muy sencilla. Los dirigentes de las masas trabajadoras no querían el poder. Sólo querían mejoras. Han aprendido las técnicas de la negociación. Tienen que fingir que piden más de lo que quieren para recibir lo que quieren. De vez en cuando sacan a relucir la palabra socialismo. Esta palabra equivale a la ruptura temporal de las negociaciones, pero siempre con la intención de reiniciarlas. Si formamos adecuadamente a la gente, si aprovechamos la ciencia moderna, si refrenamos el poder de la monarquía y confiamos en el gobierno parlamentario, no hay razón alguna para pensar que el orden social actual vaya a cambiar violentamente.

El anfitrión se acercó, se quedó detrás de Monsieur Hennequin y le puso una mano en el hombro. Es usted un escéptico, continuó, venga, le voy a mostrar una fotografía reciente de Turati y los diputados socialistas en Roma. Es una fotografía curiosa. Y muy tranquilizadora.

Monsieur Hennequin se levantó. Madame Hennequin empezó a decir algo, pero fue interrumpida...

Qué hermosa es usted. Lo dice todo con los ojos. Y tiene voz de grulla.

Ella se ríe. ¡De grulla! ¿Es eso un cumplido?

La quiero. Cómo la quiero. He de verla mañana.

En 1910, que no fue un año excepcional a este respecto, más de medio millón de italianos se vieron obligados a emigrar a fin de encontrar trabajo y no morirse de hambre.

La naturaleza del parecido

Al escribir sobre Camille no consigo aproximarme suficientemente a ella.

¿Quién me dibuja

entre lápiz y papel?

Un día juzgaré el parecido

pero la que juzgue

no será la mujer que ahora

posa expectante.

Soy lo que soy.

Soy como tú me ves.

Domodossola, al igual que Brig, está atestada de periodistas y aficionados a la aviación. Es una ciudad pequeña, de callejuelas empedradas. Los tejados son toscas lajas de piedra irregulares de un color rojo ennegrecido, parecido al de las rocas del Gondo. Vista desde el aire, los sobresalientes aleros ocultan las calles, y toda la ciudad parece un montón de trozos de esquisto desparramados, el resultado de un corrimiento de tierras.

El alcalde había ordenado poner una gran pizarra en la Piazza Mercato. En ella se escribían con tiza y en letra clara los últimos boletines médicos de Chávez.

Al ser domingo por la mañana había mercado, y la plaza y las calles contiguas estaban abarrotadas. Durante la noche había cambiado el tiempo y era difícil creer que hubieran cenado a tan sólo treinta kilómetros de allí, al aire libre, en la torre sobre el lago Mayor. Se dirigía sin prisas hacia el hospital. Cuando vio a Camille caminando delante suyo, no se sorprendió.

Llevaba un

trotteur color lila pálido. El corte y el color de la prenda la hacían más decidida de lo que le había parecido vestida de noche. Caminaba ligera y resuelta. Iba tocada con un sombrero bajo, adornado de flores blancas y ligeramente caído sobre la frente. El cabello castaño estaba recogido en un moño en la nuca. Calculó que esa cuidada elegancia matutina en una pequeña ciudad provinciana significaba que había dormido poco o mal.

La temperatura del cabello al tacto varía considerablemente de una persona a otra, sea cual sea la temperatura ambiente. Hay matas de pelo que siempre tienden a estar frías; otras parecen generar su propio calor aun en el frío más extremo. Pese al fresco aire de la mañana y a que todavía no era consciente de su presencia, unos metros detrás de ella, sospechó que el cabello de Camille sería cálido como pocos.

Camille se detuvo en un escaparate de guantes y pieles. Él la agarró por el brazo bruscamente, desde atrás. Ella se volvió en redondo dando un gritito y con los puños cerrados de rabia. Cuando vio que era él y no un desconocido, no pudo evitar una expresión de alivio. Siguió frunciendo el ceño, pero en su boca titubeó una sonrisa.

Él le preguntó por su marido y dijo que quería proponerle que si el tiempo no empeoraba por la tarde le acompañaran, junto con Monsieur Schuwey y Madame Le Diraison, en una excursión en auto a Santa Maria Maggiore.

Durante la noche, Camille se había preguntado repetidamente sobre aquella absurda declaración de amor. ¿Por qué no le había dado la espalda? ¿Por qué no había protestado? Se decía a sí misma que se había quedado demasiado sorprendida. Pero tendría que haber estado sobre aviso. Después de todo, había fomentado su evidente interés en ella. Pero lo que no podía haber previsto, lo que todavía la confundía, era la forma en la que de pronto, por un claro acto de voluntad, la abordó en la habitación, como si estuvieran solos, como si hubiera caído del cielo o surgido del fondo de la tierra, exactamente a su lado, sin tener que interrumpir o cruzar el territorio de quienes la rodeaban. No protestó porque no parecía haber nadie a quien protestar; nadie podía haberlo visto. De haber hecho una escena, habría sido sobre algo que ya había dejado de existir. En un momento de la noche se despertó convencida de que él estaba junto a la ventana. Por la misma razón, no pudo gritar.

Le estaba contando que había perdido un par de guantes en el tren al venir de París. Él le dijo que podía acompañarla si quería. Ella dudó. Él le aseguró que no había otra tienda en la ciudad y que estaría encantado de servirle de intérprete.

Por la mañana veía el incidente de otra manera. Lo que había sucedido (misteriosamente) había sucedido; pero no tenía consecuencias gracias al orden y la rutina de su vida cotidiana. Estaba en Domodossola con su esposo. Dentro de cuatro o cinco días regresaría a París y a sus hijos. Ese hombre (con el que estaba en una tienda explicándole que quería unos guantes blancos largos) se había aprovechado de un momento en una cena, un momento que no volvería a darse. El incidente había terminado antes de empezar.

La mujer que los atendió no paró de hablar sobre el heroísmo de Chávez. Geo Chávez, le tradujo él a Camille, había vencido a las montañas, era un conquistador, cuyos presentes sufrimientos la dependienta velaría gustosa toda la noche y de cuyos más mínimos deseos estaría orgullosa de convertirse en esclava. Hablaba como una madre, aunque para su gran pesar no había tenido hijos varones. Una de sus hijas trabajaba en Milán; la segunda la ayudaba en la tienda.

Los guantes que Camille quiso probarse eran de un cuero blanco finísimo que se ceñía perfectamente a la mano. La mujer, que estaba orgullosa de vivir en la ciudad que estaba ocupándose del restablecimiento de Chávez, se llevó uno de los guantes a la boca y sopló dentro de él antes de dárselo a Camille por encima del mostrador. Si seguía siendo difícil ponérselo, le explicó, le daría polvos de talco.

Cuando la memoria conecta una experiencia con otra, la naturaleza de la conexión puede variar grandemente. Hay conexiones que funcionan por el contraste; otras que lo hacen por la similitud, la metáfora sensual, la secuencia lógica, etcétera. La relación entre las dos experiencias puede ser a veces de comentario o explicación recíproca. En este caso la conexión es multiforme y compleja. Sin embargo, aunque sea muy precisa, dicha explicación se parece a un acorde musical y, por ende, no se puede verbalizar. La experiencia de ver a la tendera italiana soplando dentro del guante le evocó y explicó en su memoria la misteriosa calidez que antaño encontrara en las ropas de la señorita Helen, la última de sus institutrices. Del mismo modo, su memoria explicó su experiencia presente. La explicación, sin embargo, no puede formularse por escrito.

La mujer italiana sopló en el segundo guante antes de pasárselo a Camille. Lleno con su aliento, el guante tomó la forma de una mano que asustó de pronto a Camille, y mucho. Era una mano lánguida, sin estructura ósea; una mano sin voluntad, que flotaba en el aire como un pez muerto panza arriba. Era una mano que no quería. Era una mano que no se cerraba. Era una mano que no servía para acariciar, que no acariciaría, se retiraría. En ese momento supo lo que él le estaba ofreciendo. Le estaba ofreciendo la posibilidad de ser lo que ella pretendía ser. Le estaba proponiendo que convirtiera las palabras de Mallarmé en mañanas y tardes vividas. Pero no tardó en sacarse ese conocimiento de la cabeza, rechazando por poco seria a la parte de su ser que lo reconocía. Todo lo que tenía que hacer para mantenerse a salvo, se dijo, era tener cuidado con no ser realista.

Los guantes se ajustaban perfectamente. El cuero se tensaba tanto en los nudillos, sus pequeños y marcados nudillos, que brillaba como si estuviera mojado.

Cójase una mano con la otra, le dijo él.

Ella lo hizo.

Se da cuenta, dijo él, se agarra usted la mano izquierda con la derecha.

¿Es eso raro?, preguntó.

No, respondió él, pero significa que tiene usted confianza en sí misma, que es la dueña de su destino.

Ella se echó a reír, tranquilizada de que él lo reconociera. Me siento bastante satisfecha, dijo.

Puede sentirse satisfecha y ser una esclava. La satisfacción tiene muy poco que ver con eso. ¿Por qué ha dicho satisfecha?

Pensó que era mejor no contestar. Pero me asusto con facilidad, dijo, como hace un momento en la calle.

¡Asustada, dice! Si se volvió con la furia de una arpía defendiendo su honor, y cuando me reconoció me dedicó un saludo de lo más atrevido.

Camille, irritada, se quitó los guantes, los dejó en el mostrador y se volvió hacia la puerta. Él le preguntó el precio a la dependienta.

No los quiero, dijo Camille.

Él los pagó. La dependienta los envolvió en papel de seda malva. Camille se quedó parada frente a la puerta. Él la agarró por los codos, desde atrás.

(¿Qué puedo imaginar en el codo? Nada significativo. Mas lo percibo de la misma forma que la mano. Recibo la misma promesa, y al igual cumple su promesa. Tiene sus codos en las manos.)

Confíe en mí. Nadie más sabe por qué se agarra la mano izquierda con la derecha. No la compromete.

No quiero esos guantes, dijo ella.

Tampoco la comprometerán, respondió él, no cabe duda de que usted los habría comprado. Y yo se los regalo, Madame Hennequin, sólo como un modesto homenaje a su elegancia hoy por la mañana.

La formalidad con la que hablaba la confundía. Era imposible saber si la falsedad era deliberada o el resultado de su conocimiento imperfecto de la lengua. En cualquier caso resaltaba lo indiscreta que había sido ella al mostrar su enfado.

Es demasiado pronto para disentir, dijo él, y le alargó los guantes con una inclinación de cabeza.

Ella los cogió.

Je t’aime, Camille, dijo él abriendo la puerta de la tienda.

El hospital está cerca del centro. Es un edificio amarillo, cuadrado, que parece una villa clásica del XIX, con jardín propio. La puerta principal está flanqueada por unas camelias. En el umbral hay una mesa con una libreta abierta. La libreta es para que escriban sus mensajes o sus tributos aquellos viandantes o visitantes que no quieran molestar al aviador. A algunos, sin embargo, les parece un siniestro presagio, pues en ciertas partes del Mediterráneo se pone un cuaderno semejante a éste en el portal cuando ha fallecido alguien en la casa; y en él firman los vecinos y los conocidos que van a dar el pésame.

Weymann lo espera en lo alto de las escaleras.

Dice que no recuerda nada de lo que pasó después de cruzar el Gondo, le susurra Weymann.

¿Qué aspecto tiene?

Muy abatido y confuso.

¿Qué piensan los médicos?

Sus heridas no son graves. No tiene conmoción. No hay nada que le impida recobrarse totalmente.

¿Salvo...?

No he dicho salvo.

Pero, ¿salvo?

Está demasiado nervioso, dijo Weymann.

Entraron en la habitación, en donde ya había media docena de hombres. Se encontraban entre ellos Christiaens y Duray, el amigo íntimo de Chávez. En la pared opuesta a la cama están clavados los telegramas llegados desde todo el mundo en número suficiente para cubrirla por entero.

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