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NUSA[1] pensó que G. era diferente a los demás hombres. Estaba aparentemente sola, y, sin embargo, no la había abordado como si fuera una prostituta. Dijo que era italiano, pero se mostró cortés con ella. (Debe de ser, decidió, de algún lugar remoto de Italia.) Iba muy bien vestido, pero le propuso que se sentaran juntos en un banco de piedra. Le dijo que aquel asiento tenía más de dos mil años. No intentó tocarla, salvo para ayudarla, tomándola de la mano, a subir los escalones hasta el banco. (Estaba dispuesta a chillar en cuanto estuvieran sentados, pero no fue necesario.) Vengo aquí todos los días a esta hora, dijo, ¿por qué viene usted? Estaba a punto de contestarle que había venido con su hermano, cuando se dio cuenta de que podría ser un agente de policía. Vengo aquí, continuó él, porque odio las sepulturas cristianas. Esta observación la dejó confusa. Luego siguió hablando normalmente del tiempo, de Trieste y de la guerra.

Pasado un rato le preguntó de dónde era. La pregunta parecía inocente, y ella le contestó que había nacido cerca de Trieste, en el Karst. En ese caso, dijo él, dígame algo en esloveno, por favor. Ella dijo en esloveno: Hace sol. Él le pidió que dijera algo más largo. Ella dijo: La mayoría de los italianos desprecian nuestra lengua. Lo dijo en voz alta, con un tono un tanto desafiante. Se preguntó si él habría entendido, pero seguía sonriendo. Diga algo más, le pidió, cuénteme una historia o lo primero que se le pase por la cabeza. Le preguntó si entendía lo que estaba diciendo. Él le lanzó una sonrisa. Le prometo que no entiendo nada, dijo, ni una palabra; sus secretos están seguros. No se le ocurría nada qué decir. Él esperó y entonces la miró arqueando las cejas, sorprendido de su silencio. Ella dijo en esloveno: ¿Ve aquel gato, ahí en la hierba?

Se calló y se llevó una mano al hombro, sobre la blusa. Tenía los brazos y las manos grandes. Ya fuera caminando o sentada, por su forma de mantener erguidos los hombros y el cuello daba la impresión de que llevaba todo el cuerpo ligeramente cargado hacia atrás. En otra vida, esto le habría dado un aire imperial.

No es éste un lugar que me guste, dijo ella. No vendría aquí sola. Se calló, alarmada porque se le había escapado sin darse cuenta el hecho de que había ido allí con su hermano. Entonces recordó que estaba hablando en esloveno. Si encontrara una de estas piedras rotas en uno de los campos de mi tío, diría que es una basura y la tiraría. He oído decir que valen una fortuna. Pero si valen tanto, ¿por qué las dejan aquí tiradas en la hierba? Si fueran tan valiosas, se las habrían llevado a Viena. Allí, junto al arco, hay varios ciruelos, continuó, la gente dice que si la guerra continúa la ciudad va a pasar hambre; se llevarán todo a Viena.

Es muy bonito oírla hablar, le dijo él. Es nuestra lengua, respondió ella, pero esto lo dijo en italiano. Él le preguntó dónde trabajaba. En una fábrica. ¿Y qué fabrica? Es un telar de yute, contestó. ¿Hace mucho que trabaja allí? Tres meses. Huele muy mal, a pescado. ¿Por qué a pescado? Es el aceite que se utiliza para suavizar el yute empapado en agua.

Mientras hablaban, la asaltaron dudas de todo tipo. Que era un agente de policía austriaco. Que estaba loco; aquel jardín le hacía pensar en la locura. Que intentaba ofrecerle un trabajo de sirvienta en su casa. (Nunca lo aceptaría.) Que era un «amigo» del exterior que estaba esperando para establecer contacto con su hermano.

Su hermano, Bojan, se encontraba en otra esquina del descuidado jardín del museo Lapidario. Desde su regreso, había ido allí todos los domingos, y a veces lo acompañaba. Se reunía allí con sus camaradas porque el jardín del museo solía estar desierto y los domingos no se pagaba entrada. Lo llamaban Jardines de Hölderlin, y Bojan le explicó a Nusa que Hölderlin era un poeta alemán que amaba a Grecia y había escrito un poema épico sobre un patriota griego, un gran héroe, que participó en el levantamiento contra los turcos, como habían hecho los serbios, pero que había vivido demasiado y al final se había vuelto loco. Un pie de piedra roto, tirado de lado en la hierba, y el blanco cuerpecito de un niño sin brazos, apoyado contra un muro, hacían que la locura del poeta alemán le pareciera más creíble.

En una época en la que la independencia nacional se ha convertido o se está convirtiendo en un problema consciente para una sociedad subdesarrollada y colonizada, se pueden dar en el seno de una familia, e incluso de una generación, unas diferencias extraordinarias de conocimiento y sofisticación intelectual; pero esas diferencias no constituyen necesariamente una barrera. El que ha recibido educación superior de manos del poder imperial (pues no hay otra educación a la que se pueda acceder) es consciente de hasta qué punto y con qué grado de coherencia ha sido borrada la historia y la cultura de su gente, y valora en su propia familia los vestigios de las tradiciones que fueron suprimidas por la fuerza; al mismo tiempo, el resto de los miembros de la familia ven en él al líder frente a los opresores extranjeros, a quienes hasta entonces sólo habían podido temer u odiar en silencio. Educados e ignorantes comparten los mismos ideales. La diferencia existente entre ellos es una prueba de la injusticia que han sufrido juntos y de la legitimidad de esos ideales. Éstos llegan a ser inseparables de las aspiraciones.

Nusa había aprendido a leer a los doce años; le había enseñado su hermano, que era dos años mayor. Por entonces, todavía vivía en el pueblo, en donde su padre era campesino.

El Karst está formado por altos cerros de piedra caliza, y la mayor parte de la tierra no es cultivable. Es un paisaje mineral, que se eleva ofreciendo al cielo su desnudez. La roca es porosa y hay muchas cuevas. Nusa recordaba a su hermano dibujando un mapa con todas las cuevas que conocía. Le daba a cada una el nombre de uno de sus amigos: Kajetan, Edvard, Rudi, Tomaz. Las simas, torrenteras y rocas desprendidas del Karst le hacen a uno pensar en las ruinas de una ciudad construida sin geometría, sin la mano del hombre. En la costa, donde los cerros pedregosos descienden hasta el mar, se encuentra la ciudad moderna de Trieste, construida en su mayor parte en los años cuarenta del siglo pasado para hacer realidad el sueño del barón Bruck, el entonces ministro de Fomento en Viena, que necesitaba un gran puerto en el sur de aquel «Imperio de Setenta Millones» de hablantes de alemán que se había propuesto fundar. Entre las rocas y las empinadas laderas cubiertas de maleza, se ocultan huertos y viñedos laboriosamente cultivados en vallecillos y hondonadas.

El padre de Nusa tenía tres vacas y vendía frutas y flores en los mercados de Trieste. Con la ayuda del maestro, Bojan consiguió entrar en el Real Gymnasium de la ciudad. Cuando Nusa tenía dieciséis años, murió su madre. Su padre se quedó desconsolado, y Nusa no fue capaz de ocupar el lugar de su madre; era caprichosa y su padre la acusaba de ser una charlatana. (Su hermano la había animado a hablar, aunque no fuera para resolver cuestiones prácticas, pero en esto, a diferencia de la lectura, no había nadie en el pueblo que la alentara.) Al año siguiente, en 1913, murió su padre. Se fue a Trieste a trabajar de sirvienta con una familia italiana.

Una vez, hacia 1920, cuando Trieste era italiano y los fascistas habían prohibido hablar esloveno en público, le preguntaron a un médico: Pero ¿cómo le explican sus síntomas los pacientes si no hablan italiano? El médico respondió: Una vaca no tiene que explicarle sus síntomas al veterinario.

Nusa perfeccionó el italiano hablado, pero se fue de la casa y encontró trabajo en un almacén. Bojan entró en la Escuela de Comercio de Liubliana, en donde trabajaba de camarero durante el día y estudiaba de noche. Cuando se licenció, se marchó a Viena a trabajar en una empresa de importación de metales. Ya desde los días de la Escuela de Comercio, en Liubliana, Bojan había pertenecido a grupúsculos clandestinos de estudiantes asociados con la Joven Bosnia.

Dos meses antes, en marzo de 1915, había vuelto a Trieste y trabajaba en una sucursal de la misma empresa.

La visión de su hermana, sentada en una especie de trono junto a un hombre desconocido y claramente bien trajeado, sorprendió a Bojan. No esperaba que hubiera nadie más. Se había imaginado a su hermana paseando despacio entre los frutales. Además, ese hombre era moralmente muy poco atractivo. Podría ser austriaco (Bojan estaba demasiado lejos para oír el italiano que hablaba.) Era obviamente rico. Tenía una cara astuta, desilusionada. Sentados juntos en el banco esculpido en las gradas de piedra, bajo una higuera, parecían los personajes de una de esas historias ilustradas de revista barata vienesa. La diferencia de clase, combinada con el hecho de que eran hombre y mujer, eliminaba toda interpretación inocente. El grado de elegancia y pulcritud de las ropas del hombre era un índice de su corrupción interna; al igual que la falda y la blusa de su hermana, y el pañuelo que llevaba a la cabeza, mostraban, pese a ella, que era presa fácil. Bojan intentó pensar que Nusa debía de tener sus buenas razones para hablar con semejante hombre; pero el hombre la miraba de una forma que era demasiado elocuente para ser ignorada. El hecho de que su hermana pudiera provocar esa mirada lo enfureció. Se preguntó cómo habría vivido durante los años que él había estado lejos. Era demasiado ancha, pensó; llenaba las ropas, y eso era una falta de modestia. ¿Por qué era tan ancha? ¿Por qué había seguido ensanchando cuando la mayoría de las chicas dejan de hacerlo? Supuso que era una cuestión de voluntad. Conforme a uno de los preceptos por los que se regía la Joven Bosnia, Bojan había hecho voto de castidad, y sabía lo importante que era hacerlo para fortalecer la voluntad. Su hermana no deseaba con fuerza suficiente preservar su inocencia. La inocencia que tenía de niña, cuando él le había enseñado a leer, se le había grabado en la mente como un ideal. Atrapado entre la furia y la ternura que le había provocado el recuerdo del alma de su hermana, que no podía haber cambiado tanto, echó a correr hacia aquella ilustración barata, detestable e inexpresiva. Corría ligero, como podría hacerlo un mensajero al que le queda un largo camino por delante. Al llegar a las escaleras, se paró en seco y, en lugar de subirlas, se cuadró como un soldado y se dirigió al hombre en italiano: Usted nos disculpará, señor, pero mi hermana y yo llevamos prisa. Luego dijo en esloveno: Nusa, por favor, baja inmediatamente.

Ella se levantó y siguió a su hermano.

La Joven Bosnia había tomado el nombre de

La Giovane Italia, formada por Mazzini en 1831 para luchar por una Italia republicana independiente. La meta de la Joven Bosnia era liberar a los eslavos del sur (asentados en lo que es hoy Yugoslavia) del dominio de los Habsburgo. Los grupos eran más fuertes en Bosnia y Herzegovina —particularmente después de que el Imperio Austrohúngaro se anexara estas dos provincias en 1908—, pero también los había en Dalmacia, Croacia y Eslovenia. Eran terroristas y su principal arma política era el asesinato.

El asesinato de un tirano extranjero o de su representante cumplía dos objetivos. Confirmaba el derecho natural de la justicia. Demostraba que ni siquiera los delitos cometidos en nombre del orden y el progreso quedaban impunes para siempre: delitos de coacción, de explotación, de opresión, de falso testimonio, de intimidación, de indiferencia administrativa. Pero sobre todo el delito de negar a un pueblo su identidad. El delito de obligar a un pueblo a juzgarse según los criterios de sus opresores y, por consiguiente, a considerarse inferiores, inútiles y deficientes. La justicia del derecho natural exigía que las innumerables víctimas de estos delitos cometidos en el pasado fueran expiadas. El asesinato político también podría despertar a los vivos y hacerles ver que el poder del Imperio no era absoluto, que la muerte, utilizada por fin en nombre de la justicia y no al margen de ella, podía poner en duda ese poder. Si el ejemplo del asesino era seguido por su pueblo, éste volvería a alzarse contra los opresores extranjeros y los expulsaría. Hacer esto no era más imposible que matar a un tirano en público en la calle.

«No hay un deber moral más sagrado en el mundo», decía Mazzini, «que el del conspirador que se dispone a vengar a la humanidad y a convertirse en un apóstol del derecho natural».

El 2 de junio de 1914, Gravrilo Princip, un joven bosnio de diecinueve años, hería de muerte de un disparo a Francisco Fernando, heredero del trono de Habsburgo, y a su esposa, cuando atravesaban en una limusina abierta las calles de Sarajevo.

Otros seis jóvenes bosnios se encontraban entre la multitud esperando el paso del archiduque para asesinarlo. Por diferentes razones, cinco de ellos fracasaron en su intento. Pero el sexto, Nedeljko Cabrinovic[2], lanzó una bomba. Ésta explotó detrás del coche regio, hiriendo a varias personas y dejando ileso al futuro heredero. Cabrinovic intentó suicidarse en el acto, tomándose un veneno y tirándose al río. La dosis de veneno era demasiado débil. Al sacarlo del río, le preguntaron quién era. Soy un héroe serbio, respondió.

Aquella misma mañana, Cabrinovic fue a un fotógrafo y se hizo retratar junto con un compañero de colegio. Encargó seis copias de la fotografía. Podía volver a recogerlas al cabo de una hora. Le pidió a su amigo que enviara las fotos ese mismo día a las direcciones que iba a entregarle. En el juicio —en el que había veinticinco acusados— la historia de las fotografías dejó atónito al juez. Pensé que la posteridad debía tener una foto mía tomada ese mismo día.

Una de las fotos fue enviada a un tal Vuzin Runic[3], de Trieste. Cabrinovic había trabajado en una imprenta de la ciudad hasta octubre de 1913. Se había marchado diciendo: Volveréis a saber de mí. ¡Esperad y ved lo que sucede cuando cierta gente con listas rojas en los pantalones y cascos con plumas en la cabeza aparezcan por Sarajevo!

Poco después de su vuelta a Trieste, Bojan había sacado esta fotografía de la cartera y le había preguntado a Nusa si sabía quién era. Ella negó con la cabeza. Entonces le dijo su nombre. Y ahora, continuó Bojan, se está muriendo, se está muriendo encadenado al frío, la humedad y el hambre. Las condiciones del lugar donde está son tan malas que incluso los carceleros caen enfermos. Las cadenas pesan diez kilos. El suelo de la celda se hiela por la noche. Gavrilo también está allí. Pero los presos están aislados día y noche. Nedeljko deseaba morir. Todos deseamos morir. ¿Por qué no los ejecutan? Porque nuestra majestad imperial prefiere que sus prisioneros tengan una lenta agonía.

Nusa vio una fotografía de dos jóvenes vestidos de negro con cuellos duros blancos. Llevaban las mismas ropas que su hermano. Nedeljko estaba a la izquierda. Tenía el pelo negro, al igual que las cejas y el bigote. Su amigo le agarraba por el hombro.

Cuando se hizo la foto, dijo Bojan, no esperaba vivir más de tres horas. Todo estaba mal planeado, incluso el veneno.

A veces, las palabras de su hermano la perturbaban; hablaba demasiado rápido de demasiadas cosas.

Cabrinovic tiene una expresión seria, pero tranquila. Es su amigo el que parece más resuelto; a Cabrinovic ya no le queda nada por decidir (o al menos eso creía en el momento de hacerse la fotografía, ese momento en el cual pretendía dejar constancia de toda su vida). Ha elegido su destino. Y por si le asaltaba la duda, una hora después tendría su retrato, revelado en blanco y negro, para impedirle echarse atrás.

Desprecio el polvo del que estoy hecho: cualquiera puede intentar acabar con él. Pero desafío al que trate de arrebatarme lo que me he dado a mí mismo: una vida independiente en el cielo de los siglos venideros.

Nusa pensó que la fotografía se parecía a las que se ponían en las sepulturas. Nunca las había visto en el cementerio del pueblo. Pero en el Cimitero di S. Anna, en Trieste, había muchas. La única diferencia era que éstas, al estar siempre a la intemperie, estaban más desvaídas. Mirando la fotografía comprendió que haría lo que le pidieran su hermano y sus camaradas, porque eran héroes, y porque, mezclado con la sangre que le corría por el cuerpo, había algo inalterable que todos ellos amaban —no en ella, sino en sí mismo—, y por lo que todos ellos estaban dispuestos a morir.

Con esta decidida acción, Princip y sus cómplices querían llamar la atención sobre una realidad incontestable: la miseria de los eslavos del sur bajo el dominio habsburgo. Su acto, sin embargo, se interpretó en los términos de las fantasmagóricas irrealidades de la diplomacia de las Grandes Potencias. Austria mantenía, sin pruebas que lo demostraran, que el Gobierno serbio estaba involucrado en la conspiración. Rusia, Alemania, Francia y Gran Bretaña tomaron sus respectivas posiciones. Las palabras formuladas y las órdenes dictadas por sus ministros hacían referencia a una visión de la guerra y de los intereses nacionales que había dejado de tener una base real. Ninguno de ellos tuvo en cuenta ni el más sencillo de los datos de la guerra que estaban a punto de desencadenar. Moltke, el comandante en jefe de las fuerzas alemanas, dijo que nada podía preverse.

¿Has oído alguna vez una descarga de artillería?

He estado aquí todo el tiempo.

Tienes la impresión de que te van a estallar los tímpanos.

¿Qué dices, Bojan?

Cuando oyes una descarga de la artillería, piensas: podría despertar a los condenados del infierno. Pero te equivocas. El ruido de la artillería es el ronquido de las naciones dormidas. Y algunos poetas y revolucionarios padecen de insomnio. Lo que está sucediendo en el mundo, Nusa, no había sucedido nunca.

¿Y tú que vas a hacer?, preguntó Nusa preocupada.

Me marcharé pronto. Ni siquiera la empresa impedirá que me recluten. Me iré a París.

¡París!

Allí está Vladimir Gacinovic[4] y quiero verlo. Hemos de corregir nuestros errores. Tenemos que estar preparados para cuando termine la guerra.

Te arrestarán en Francia.

Sólo necesito un pasaporte italiano. Cientos de italianos están cruzando la frontera ilegalmente para escaparse de la guerra. Iré con ellos. Pero si además tengo pasaporte, podré ir más lejos.

El Museo Lapidario está cerca del castillo de San Giusto, que se alza en una colina desde la que se divisa toda la bahía de Trieste. Varias callejuelas descienden hacia el sureste desde lo alto de la colina. Nusa camina con el cuerpo inclinado en sentido contrario a la pendiente y dando unas inmensas zancadas, con las que parece querer dejar las suelas en el empedrado. La falda le ondea en torno como una pesada bandera. Balancea ligeramente sus brazos robustos a lo largo del cuerpo. Cuando llegue al Corso, se dice para sus adentros, caminaré como los de la ciudad.

Cree que Bojan tiene vista: ve todo lo que ella no ve. Él y sus amigos proclaman hoy el bien que el resto del mundo proclamará mañana; condenan los males que nadie quiere ver hoy y que en el futuro provocarán la cólera de todos. Cree, también, que Bojan es incapaz de ser injusto. Está deseando morir por una causa justa.

Pasa delante de una

trattoria de la que se escapa una vaharada de fritanga y risas. Se detiene a mirar desde la puerta abierta. Al fondo del comedor, hay un grupo de italianos sentados en torno a una mesa grande sobre la que se ven platos apilados, botellas de vino medio vacías, un montón de servilletas y mendrugos de pan blanco, desparramados en ese extraño desorden que puede acontecer cuando la sobremesa se prolonga durante la tarde y nadie quiere levantarse. Si entrara y me pusiera a cantar, pensó Nusa, se callarían y luego me darían dinero, porque han comido bien y hoy es domingo; pero tendría que ser una canción italiana. Se reta a sí misma a intentarlo, mas antes de haberlo decidido, uno de los italianos se vuelve y le hace una seña para que entre. Ella se va a toda prisa.

Se pregunta si la capacidad de su hermano para juzgar y su amor a la justicia proceden de los muchos libros que han leído él y sus amigos, o si es la capacidad para juzgar lo que les permite encontrar y elegir los libros. Admira la paciencia de todos ellos. Los ha visto pasar horas delante de los libros. Ajenos a todo lo que sucedía en la habitación. Tienes que moverte entre ellos como si fueran árboles que han nacido entre las tablas del suelo. Y entonces, de pronto, a uno de ellos se le acaba la paciencia. Como golpeado por un rayo, tira el libro sobre la mesa, se pone en pie de un salto y grita algo así: ¡Tenemos que actuar ya! ¡Ya ha pasado demasiado tiempo! A veces, los otros se levantan, igualmente excitados, y se interrogan unos a otros con la mirada. Entonces, sin decir una palabra, se ponen los abrigos y gorras y salen. Un vez miró un libro dejado sobre la mesa. Estaba en alemán y no pudo leer lo que decía.

La calle tuerce y se convierte por un lado en un viaducto desde el que se ven abajo los edificios del centro de la ciudad, alrededor de la Bolsa. La mayoría tienen el color sepia de las cajas de puros. Todas las ventanas y las puertas tienen pilastras, arquitrabes y frontones corintios. Se suponía que el Imperio de Setenta Millones sería el heredero de la Grecia clásica. Su poder estaba esculpido en las fachadas de su puerto.

Nusa empieza a cantar para sus adentros una canción que no habría cantado para el grupo de la

trattoria y que es una de sus preferidas. Trata de un joven que cruza cordillera tras cordillera, pero sin dejar de prometerse que volverá al pueblo, junto a su madre. Irremediablemente, la melodía le empuja la garganta y le abre la boca, y un instante después Nusa está cantando en voz alta. Aminora el paso. Cierra una mano y abre la otra. Peina el aire con la mano abierta y lo golpea levemente con la otra. Se imagina, como siempre que canta esta canción, un arroyo precipitándose entre las rocas. La transparencia del agua de orillas plateadas, que se ondulan en la luz de la montaña, como millones de alfileres prendidos en los dobladillos de millones de faldas, es la imagen que se le viene a la cabeza a veces al ver el yute impregnado de grasa. Pasa a una pareja de ancianos que están bajando lentamente la colina. La mujer va arrimada a la pared por un lado y por el otro agarrada del brazo a su marido. Hay una relación entre su forma de andar y lo poco que comen. De niña en el pueblo, Nusa nunca había visto viejos como éstos. Allí, los viejos, o no podían salir de casa, o estaban sanos y fuertes; o esperaban visitas, o tenían la energía necesaria para hacerlas ellos mismos. La anciana, al oír cantar a Nusa, le dijo en esloveno: ¡Dios mío, pequeña! ¡Se nota que es domingo!

Nusa recuerda los reproches de Bojan. No bien se alejaron de los jardines del museo, empezó a reprenderla. Dijo que estaba perdiendo el respeto por ella misma. Dijo que era despreciable dejar que te convirtieran en víctima. Le dijo que hombres como aquel italiano querían hacer de ella una prostituta. ¿Cómo nos llaman?, le preguntó. Nos llaman

esclavos, ¿verdad? Y se mueren de risa con el chiste. Accediendo a sentarte con un hombre así, dijo, estás demostrando que quieres ser una esclava. ¿Te acuerdas del verano que fui a casa y leímos juntos a Preseren y afirmaste que querías vivir conforme a lo que él había escrito? Tu alma, dijo, no puede haber cambiado, pero entonces vivías en un pueblo; ahora vives en una ciudad —una ciudad sin alma, una ciudad alemana de cabeza e italiana de estómago—, y aquí debes meditar todo lo que haces si quieres vivir como entonces aspirábamos vivir, que es la única manera digna de vivir para los hombres modernos y las mujeres que son sus iguales. Encontrarte riendo con un italiano que te ha abordado en un parque público está muy lejos de Preseren, concluyó.

Luego, cuando se calmó y se sentaron en la hierba cerca del castillo, un poco apartados de sus amigos, le preguntó si había pensado alguna vez en casarse. Ella negó con la cabeza. Pareció agradarle la respuesta. Desde donde estaban sentados se veían las tres colinas sobre las que está construido Trieste. El mar las une a las tres. Corría una brisa muy suave. Las hojas de un árbol se agitaban ligeramente, y sus sombras se deslizaban en el suelo como si fueran monedas rodando o cayendo desde lo alto, pero la brisa no era lo bastante fuerte para mover las ramas. Nusa no se fijó en nada de esto, pero sintió una ligera ráfaga de aire en el lado de la cara que aún le ardía porque la furia de su hermano la había sonrojado. Llegará el día, dijo Bojan, en que saldremos de este anacronismo (ella no entendía esa palabra) y seremos libres: entonces habrá llegado el momento de casarse y de tener hijos, los hijos e hijas de nuestro país, un país libre. Tener hijos ahora, continuó Bojan, es criar soldados y esclavos para los tiranos del mundo.

El Corso está casi desierto. Todas las calles grandes tienen un aire de abandono. Desde que estalló la guerra, el comercio de la ciudad ha caído en un desastroso declive. Hay mucho desempleo. En el puerto sólo entra una pequeña parte de los buques para los que había sido construido. Nusa se detiene ante un vestido expuesto en un escaparate. Su pelo, todavía invisible bajo el pañuelo, es rubio, del color de la miel oscura. Ve el color de su pelo como si cayera sobre la tela blanca que tiene frente a ella. El vestido es de

crêpe de chine.

¿Tendrán ella y sus amigas un vestido como éste cuando llegue el momento apropiado, según Bojan, para casarse y tener hijos? Se avergüenza al imaginarse haciéndole semejante pregunta, porque sabe que la encontraría frívola. Frunce el ceño. Ve su imagen vagamente reflejada en los cristales del escaparate. Es fuerte de hombros y ancha de caderas. La parte inferior de su cara es suave y grande, como sus senos. Pero tiene la frente ancha y dura. Planta los pies en el suelo. No se ve los ojos, pero no le parece que sea frívola. De pronto, se le ocurre que los reproches de Bojan sobre su comportamiento en el parque eran inmerecidos. No tenía ni idea, se dice mirando su imagen, de lo que yo tenía en mente. Ve que el mismo incidente que llevó a Bojan a hacerle todos aquellos reproches le serviría a ella para demostrarle lo que valía.

Dejando el Corso, se encamina por la calles laterales hacia la Via dell’Industria, donde vive. Si fuera cierto, ruega mientras camina, si fuera cierto que el desconocido italiano va a los jardines de Hölderlin todos los días por la tarde.

Al salir de los jardines del museo, G. caminó en la dirección contraria a la de Nusa; él se dirigió hacia el noroeste, y ella hacia el sureste.

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