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EN la Piazza San Michele, cerca de los muelles de Livorno, hay una estatua de Fernando I. En cada una de las esquinas del pedestal en el que se alza el archiduque, hay encadenada una figura de bronce de un esclavo africano, desnudo. Por esta razón, se le suele llamar I Quattro Mori. El pedestal lleva una inscripción en italiano cuyo final dice así:

«... realizada en 1617 tras la muerte de Fernando. Posteriormente (entre 1623 y 1626) se le añadieron los admirables esclavos de Pietro Tucca, cuyos modelos reales fueron escogidos entre los reclusos de la cárcel de la ciudad».

Tres conversaciones acerca de su padre mantenidas en el transcurso de los años

¿Por qué no tengo papá?

Tu papá se murió.

¿Está muerto?

Sí.

¿Está muerto en el cementerio?

Si eres bueno, irás al cielo cuando te mueras.

¿Era bueno mi papá?

Seguro que sí.

¿Siempre?

Nosotros no lo conocimos. Me parece que tus tíos tampoco lo conocieron.

Pero mamá...

Tu madre lo conoció en Italia, creo.

¿Qué hacía en Italia mi padre?

Se dedicaba a algo de barcos.

¿Era inglés?

Creo que era italiano.

¿Cómo lo llamaba mamá?

Ahora acábate la sopa y deja de hacer preguntas tontas.

¿Lo atropelló un tren?

¿A quién?

A mi papá cuando murió.

No lo sé.

¿No pudo detenerlo mamá?

Acábate la sopa.

Yo también me he muerto. Mira, estoy muerto. ¡Ji, ji! Muerto, muerto.

¿Por qué nadie quiere hablarme de mi padre? Cada vez que pregunto por él cambiáis de conversación.

No lo conocí. Ni tampoco tu tío. Tienes que preguntarle a tu madre.

Estás disimulando. Por favor, dime quién era.

Era un industrial italiano, de Livorno.

¿Era italiano?

Sí, un industrial italiano.

¿Llevaban mucho tiempo casados cuando se murió?

No, muy poco.

¿Y murió de verdad en un accidente de tren?

¿Quién te dijo eso?

Es lo que me contaba la cocinera.

No lo sabía.

¿Era muy viejo cuando murió?

Era mucho mayor que tu madre.

¿Me parezco a él?

Ya te he dicho que no lo conocí.

Pero puedes adivinarlo.

Tal vez en los ojos oscuros. Está claro que no son los de tu madre.

¿Te gustaría ir a Italia?

¿Cuándo?

La semana que viene, a Milán.

¿Está Milán cerca de Livorno?

Hay bastante distancia.

Me gustaría ir a ver la tumba de mi padre en Livorno.

¿Quién te ha dicho que tenía una tumba?

Nadie. Todos los muertos tienen una.

Quiero decir que por qué crees que está en Livorno.

Porque vivía allí.

¿Qué dirías si tu padre estuviera vivo?

No puede ser.

¿Y suponiendo que yo te dijera que vive?

Me dijiste que había muerto.

Fue un error terrible. Creíamos que había muerto.

¿Por qué no tenías esperanzas de que estuviera vivo?

Fue un terrible error.

Entonces está vivo.

Sí.

No lo atropelló el tren.

¿Te gustaría ir a visitarlo? Los dos juntos.

¿Nosotros dos? Si está vivo, más bien se trata de si tú quieres verlo.

No seas impertinente.

El viaje en tren a París, los dos días pasados allí con unos amigos y luego la continuación del viaje hasta Milán constituyen el periodo más largo que el chico ha pasado con su madre desde la primera infancia. Ella es diferente del resto de las personas que conoce, y, sin embargo, siempre, desde que puede recordar, ha sabido cómo era. Le es extraña y conocida al mismo tiempo. Con ella tiene la sensación de tener un papel en una historia, la historia de una vida que él podría haber llevado. Todo en ella sugiere que podría ser diferente.

Le habla mucho, pero no como se habla con los niños. (Desde el momento en que lo abandonó en manos de sus primos, Laura se empeñó en pensar en él como si fuera un adulto, un hombre formado: entonces el orgullo de ser su madre superaría a su sentimiento de culpabilidad. Ahora que el chico tiene once años, piensa en él con orgullo como en un hombre; un hombre a quien puede recurrir en busca de apoyo y justificación, un hombre que, en muchos aspectos, sea como un padre para ella.) Le habla del socialismo, de la importancia de la educación, del futuro de las mujeres, de arte —en Milán irán a ver La Última Cena de Leonardo da Vinci—, de su amiga Bertha Newcombe, que está enamorada de Bernard Shaw, de las diferentes naciones de Europa y sus características.

Algunas de las cosas que le dice no las entiende totalmente. Pero todo ello pasa de largo ante él como los paisajes desde la ventanilla del tren: distantes, continuos, casi incorpóreos. Lo mismo le sucede con su voz, que es diferente de todas las que ha oído (ella sigue hablando sin parar), pero que parece que no le pertenece. Cuando vuelve al compartimento después de dar una vuelta por el pasillo del tren, el hecho de que su madre siga allí sentada en el mismo asiento casi le sorprende. En cierto modo, esperaba que hubiera desaparecido. Cuando se queda dormida, toma su brazo y lo aprieta, lo aprieta fuerte hasta que siente su solidez. Esta solidez lo desconcierta de la misma forma que podría desconcertarlo una imagen reflejada en un espejo moviéndose por su cuenta.

Su madre tiene unas características que la hacen inmediatamente reconocible en sus sueños y sus pensamientos. La pequeñez de sus manos rechonchas y lo sorprendentemente livianas que son cuando las tocas; la forma de abrir los ojos color avellana, de par en par (como los de una muñeca de china); su pecho abultado y su cuerpo macizo (como una bolsa de seda llena); la firmeza con la que pronuncia ciertas palabras: DERECHOS, IDEAL, DESGRACIA; un aroma parecido al del jacinto, que cubre, levemente como si fuera un tul, otro (para él) sin identificar y más antiguo. Pero estas características no crean a una persona en sus pensamientos: sencillamente le recuerdan que su madre las tiene.

Cuando desde la ventanilla del tren o desde el coche, en París, una mujer por alguna razón atrae su atención —lo que no sucede con frecuencia— y tiene tiempo para observarla, juega a imaginarse que es su madre. El juego es imposible si la mujer está en el mismo compartimento de tren o en el mismo coche y puede dirigirles la palabra a él o a Laura: debe ser una desconocida y no dejar de serlo. Pero, ¿cómo sería —se pregunta— tener por madre a aquella mujer de cintura fina, vestida de satén azul que se desternilla de risa y cuyas carcajadas atrajeron su atención y la separaron del resto de la gente? ¿Y la gorda que va arrastrando demasiado peso y que de puro gorda parece que no va a poder subir al tren, o aquella otra del landó que lleva plumas de avestruz y unos pantalones ceñidos por debajo de la falda medio abierta? No compara a estas mujeres con la mujer sentada a su lado. Si el juego consistiera sólo en compararlas o en decidir qué madre preferiría, pronto le aburriría; es más, si el veredicto fuera en contra de Laura, estaría garantizándose su propia desgracia. Las madres imaginarias que ve por la ventanilla son candidatas para suplir la ausencia que Laura representa. El juego consiste en tratar de imaginar algo más sobre lo que es tener madre. Es la primera vez que juega. Es la presencia de Laura lo que le proporciona la sensación de ausencia necesaria para poder empezar.

Han pasado más de once años desde que Laura y Umberto se vieron por última vez, y su hijo —un chico con pantalones bombachos y gorra— está allí para recordarles cuánto tiempo pueden ser once años.

En el andén de la estación de Milán, el hijo ve a su padre por primera vez; el padre ve a su hijo por primera vez; el amante ve a su antigua querida como la madre de su hijo; y la madre ve a su ex-amante como el padre de su hijo. En el andén, bajo la alta marquesina de cristal de la estación, se reúnen los tres como una familia: próspera y envidiable. La madre y el padre no se besan, pero la madre empuja a su hijo (que es tan alto como ella) a abrazar al padre. Durante una hora más o menos, a los tres les parece encontrarse ante unas apariciones inmensas, improbables, gigantescas: como las caras pintadas en las cometas.

Laura piensa en cómo ha cambiado Umberto. Se ha convertido en una caricatura del capitalista. A sus amigos de Londres les costaría creer que es el padre de su hijo. Debió de aprovecharse de ti, dirían, debió de aprovecharse de tu ingenuidad y tu buen corazón. Es más pesado y más torpe que antes. Ve en su cara la obstinación y la estupidez de todas las cartas que le ha escrito. Tiene la piel más oscura y más curtida. Le han salido grandes bolsas bajo los ojos. Lo compara con su hijo. No tarda en decidir que es mucho más fácil hablar con él de una forma inteligente y natural que con Umberto. Umberto es como un niño viejo, gordo y rico. Es incoherente: se le llenan los ojos de lágrimas, junta y agita en el aire sus gruesas manazas y repite sin cesar frases como ¡Toda mi vida! ¡Toda mi vida!

Umberto apenas se fija en que el cuerpo de Laura ha perdido sus formas, en cómo aprieta sus manos diminutas al caminar, en la costumbre que ha adquirido de sonreír irónicamente enseñando los dientes cuando se impacienta por algo. Todo ello no son más que detalles al lado de la única transformación que se esperaba: se ha convertido en la madre de su hijo, que ya no es un niño. Sólo tiene ojos para el muchacho.

En el hotel se rumorea que Italia está al borde de una revolución. Cuentan que en los suburbios industriales de la ciudad ha empezado el tiroteo.

A Umberto súbitamente le parecen absurdos los sillones de cuero rojo, las plantas de interior, los ascensores dorados, las tiranizadas camareras de blanco. Su gusto de siempre por los grandes hoteles acaba por asquearlo. Desea llevar a su hijo a casa. En un hotel así es imposible toda intimidad (salvo la intimidad sexual en la cama). El personal transmite los recados de los clientes. No hay nada suyo que pueda mostrar a su hijo. La grandiosidad es anónima y falsa. Le parece que su antigua querida y su hijo se esconden de él en sus habitaciones tras un sinfín de puertas; tiene la sensación de que en el hotel todo el mundo se ve obligado a disfrazarse. Y así, durante unas cuantas horas y pese a su odio por la revolución, Umberto escucha los rumores con una especie de anticipación. Su temor a un cambio violento se ha aplacado momentáneamente porque ahora que ha encontrado a su hijo es consciente de que nada volverá a ser lo mismo. Ve el nerviosismo en los ojos de algunos de los huéspedes del hotel y hace una distinción entre ellos y él: ellos necesitan un disfraz, pero él no. Durante unas horas siente una vaga correspondencia entre la violencia de sus emociones, que en este hotel no puede expresar adecuadamente, y la violencia con que amenazan las masas ya congregadas en los suburbios al norte de la ciudad.

Cuando le explica a su antigua querida la situación política lo hace con una vehemencia insólita en él. Habla de la senilidad de Crispi, de la impotencia de Rudini, «el gentleman», de la genialidad de Giolitti. Sólo hay dos opciones, dice, ¡Giolitti o los anarquistas! ¡El progreso o la revolución! Incluso puede que necesitemos una pequeña revolución para hacer más férrea la mano de Giolitti. Alza su inmensa mano y la abre cuanto puede frente a la cara de Laura. Ella recuerda vagamente (porque sin asociaciones sentimentales) que solía pensar que era un bandido. Siente que los modales de Umberto y los eventos que le describe confirman de alguna manera sus propios motivos para venir a verlo. Ella también ha venido a exigir —no para ella, sino para su hijo— la parte que le corresponde por derecho. La palabra JUSTICIA, repetida en silencio, es pronunciada con esa entonación característica que su hijo ha percibido.

¿Por qué no tiene tu gobierno un plan para resolver el problema de la pobreza? En todo el mundo...

¡El problema de la pobreza!, la interrumpe Umberto, repitiendo las palabras muy alto y riéndose. En nuestro país, dice, la pobreza no es un problema. Es la vida. Sólo hay una manera de ser rico, pero hay miles de maneras de ser pobre.

¡Y mira lo que sucede!, contesta Laura burlona.

Padre y madre lanzan miradas al chico como pidiéndole que respalde lo que dicen. Su padre lo mira protectoramente; su madre, buscando su protección. El chico presiente que los tres se han reunido demasiado tarde; él ya no es un niño que pueda recibir lo que cada uno de ellos desea darle por separado y que en algún momento podría haber aceptado gustoso. En la historia de su vida, él es mayor que ellos: la inocencia de sus padres los convierte en dos niños en la historia de su vida.

Observando a sus padres, se hace una y otra vez la misma pregunta: ¿Cómo eran su madre, antes de perder su figura, y su padre, antes de estar tan gordo? ¿Cómo puede ser que ella, que ahora lo rechaza con todas sus palabras, con todos sus gestos, lo haya aceptado alguna vez? ¿Qué fuerza la desarmó entonces? ¿O se rindió espontáneamente? No encuentra una respuesta.

Mientras tanto, hablan de las alternativas de la revolución.

Al caer la tarde, las nubes cubren la ciudad. La luz plomiza convierte la catedral en un gigantesco pedazo de metralla. Los canales que bordean la ciudad se vuelven negros. Los espacios abiertos son sofocantes, como si hubieran metido toda la ciudad en una caja.

Milán es famosa por la violencia de sus tormentas y un rato antes de que estallen uno experimenta la extraña sensación de que la relación entre el tamaño y la escala es incoherente o está distorsionada. La escala de los edificios es abrumadoramente grande en relación con el tamaño de uno; uno se siente empequeñecido; y, sin embargo, tiene al mismo tiempo la sensación de que la ciudad —con uno dentro de ella— ha quedado reducida al tamaño de una maqueta en la vitrina de un museo. Tal vez esta experiencia guarda relación con los grandes cambios producidos en la presión atmosférica. Esta tarde la sensación de distorsión es particularmente intensa.

En el hotel se van encendiendo la luces eléctricas. Las bombillas despiden un amarillo sulfúrico. Desde los salones del primer piso se ve la columnata de la Scala. Está iluminada; evidentemente no se ha suspendido la función de la noche.

Los huéspedes miran por los ventanales. Se oye a lo lejos un tiroteo. La Piazza está vacía. Un hombre de pajarita palpa insistentemente las cortinas de terciopelo al alcance de su mano. La textura del material lo tranquiliza.

El jefe de porteros sube corriendo las escaleras y entra en el salón con las noticias que le acaba de dar unos de los botones apostados en la entrada principal. Le susurra algo al oído a un anciano sentado en uno de los sillones, y éste, tras recibir las noticias, alza la cabeza y dice en voz alta: Signore, Signori! Entonces el jefe de porteros comunica las noticias a la manera de un maestro de ceremonias. Los trabajadores de la fábrica Pirelli han tomado un destacamento policial. Una columna de insurgentes de Pavía avanza hacia la ciudad. Los dirigentes anarquistas están incitando a los trabajadores a asaltar el centro. Ya han incendiado...

¡La Caballería! ¡Sin más demora! ¡La Ley Marcial y la Caballería!, grita otro anciano a sus dos hijos (uno de ellos vestido con el uniforme de oficial del ejército). Los hijos se encogen de hombros.

Unos segundos después, un trueno sacude los altos ventanales y la lluvia empieza a caer con tal fuerza que crepita como el fuego. Los huéspedes vuelven la vista hacia los oscuros ventanales inundados. Las luces de la columnata de la Scala se han apagado. Laura le susurra a Umberto que quiere ir a echarse en su habitación.

El chico observa los oscuros retratos en tamaño natural colgados de la pared opuesta: representan a los notables piamonteses del Risorgimento. Al encontrarse a solas con su hijo por primera vez en su vida, Umberto quiere hacer un gesto ritual. Se acerca a él por detrás y le pone las manos en la cabeza, como un obispo ordenando. El chico se queda inmóvil. Es más consciente que nunca de la pregunta que no puede formular cuando contempla la granja desde lo alto de la colina antes de romper el día.

Ahora es como si la lluvia golpeara la vitrina en la que se exhibe la ciudad. Desde la escalera trasera del hotel asciende el grito sostenido de una mujer.

Un camarero se apresura hacia la pesada puerta de madera con remaches de cobre que se abre al pasillo que conduce a la parte trasera del hotel. Pero el grito (el grito de una limpiadora nueva recién llegada del pueblo que teme las tormentas porque son un signo de la cólera de Dios) ya ha surtido efecto. Ya ha recordado a muchos de los huéspedes que llevaban años esperando —con miedo o con una expectación inexplicable— un grito así en tales circunstancias. Para ellos el grito es una señal.

El efecto inmediato de la tormenta es dispersar las concentraciones de trabajadores y manifestantes. Logra lo que no logró el dirigente socialista Turati en sus llamamientos al orden y la calma.

Pero también tiene otros efectos. La tormenta no sólo ha asustado a la limpiadora llegada del pueblo. A los responsables del mantenimiento de la ley y el orden en Milán les ha recordado la naturaleza ineludible de las tormentas una vez que han estallado. En los relámpagos que pese a salir del cielo parecen iluminar la plaza desde abajo, en el fragor de los truenos retumbando entre las lejanas montañas y los edificios más próximos, en la fuerza incontestable de la lluvia y en la histeria de la tensión eléctrica, han visto el espectro de la población trabajadora sublevada. En esta jornada han muerto dos trabajadores y un policía. Tras la tormenta, el espectro cobra mucha más importancia que los hechos. Las fuerzas del orden deben responder inmediatamente con las medidas más extremas a la menor provocación: sólo así se puede mantener a distancia la tormenta revolucionaria, cuyo símbolo, un símbolo inofensivo, es la tormenta que acaba de caer del cielo. Queda asegurada la masacre de los días siguientes.

El comedor del hotel está muy concurrido para la cena. Los huéspedes van de etiqueta. Así, vestidos todos ellos de blanco y negro, caballeros y camareros se distinguen más por el lugar que ocupan y su actividad que por su aspecto, y uno tiene la impresión de que en el gran comedor todos los hombres están al servicio de las mujeres de vestidos multicolores. En torno a una fuentecilla hay dispuestos pequeños limoneros y adelfas en tiestos de madera. En las mesas hay rosas.

Umberto toma una rosa del florero de la mesa, le corta el tallo cuidadosamente, la seca con su pañuelo doblado, se levanta y, sosteniendo el capullo blanco apenas abierto delante de su cara inmensa y desaliñada, color de barro amarillo, hace una reverencia a Laura al tiempo que frunce los labios en forma de beso, de esa manera un tanto vulgar que tienen en Italia para mostrar reconocimiento. Pero Umberto modifica la vulgaridad del gesto: reprime el beso simbólico y se tapa la boca con la rosa, como si la flor fuera la palabra que forman sus labios.

Acepta, por favor, querida Laura...

Vuélvela a poner en su sitio, dice ella, furiosa y avergonzada por su teatralidad y por lo que implica de que pueda estar intentando cortejarla de nuevo: una implicación que, a su juicio, confunde imperdonablemente el pasado con el presente.

Gentilmente, Umberto tiende la rosa a su hijo, que está sentado entre ambos.

Dásela tú, le dice.

El chico pone la rosa al lado de la cuchara de su madre.

Ella parece tranquilizarse de pronto. Piensa que tal vez Umberto ha comprendido lo que ella desea establecer, es decir, que todos sus tratos con ella han de realizarse por la mediación de su hijo. Alza la rosa despacio, le da vueltas entre los dedos, se la acerca a los ojos y vuelve a depositarla en la mesa, delante del chico.

Umberto, advirtiendo este súbito cambio en su actitud e incapaz de no aprovechar un éxito inesperado, dice: ¿Tomaremos Pollo alla Cacciatore? Si no me equivoco, querida Laura, siempre te gustó el Pollo alla Cacciatore.

Es la primera vez que él menciona el pasado. El chico se pone inmediatamente en guardia. Por unos instantes, Laura se emociona al ver que él recuerda. La observación confirma lo que ella desea que sea confirmado: el hecho de que hace mucho tiempo Umberto estuvo en la posición de ser el padre de su hijo. Sin darse cuenta de la elocuencia de su expresión, le lanza una media sonrisa. El chico intercepta la mirada y la reconoce. Ha visto a Beatrice mirar a Jocelyn con una expresión parecida. Es una mirada que confiesa un secreto interés compartido, derivado de una experiencia pasada de la que él se sabe inevitablemente excluido, y no por una razón de tiempo, sino más bien en virtud de la propia naturaleza de la experiencia. Es una mirada que lo hace consciente de ser la tercera persona.

¿Qué es eso de pollo a la no sé qué?

Es un pollo hecho en vino, con champiñones y guisantes y otras verduras frescas. Pollo alla Cacciatore.

Pero, ¿es eso lo que significa?

Significa que es un pollo guisado como lo hacen lo cazadores.

La mirada y el plato quedarán para siempre asociados en sus pensamientos. Es la mirada del Pollo alla Cacciatore.

El Mediterráneo rompe a lo largo de las extensas costas italianas. En algunos puntos las olas son fosforescentes en la oscuridad. Entre las dos costas pasan hambre millones de personas. En el sur se amotinan sin esperanza.

La alcaldía es asaltada, las oficinas recaudadoras de impuestos devastadas, destruidas; llega entonces la policía o el ejército, la masa los apedrea, las tropas abren fuego. La masa se retira, blasfemando, dejando a sus muertos y heridos tirados en el suelo. Al cabo de unos meses la historia se repite en otra localidad.

La harina paga un cincuenta por ciento de impuesto; el azúcar, trescientos; y la leche, veinte. La sal está tan gravada que muchos campesinos no la prueban jamás. Mientras tanto, sacar agua salada del mar es un delito fiscal para quienes viven en la costa. Los guardias han disparado contra las mujeres que bajan a las playas con cubos. Por la noche es más seguro. Gotas fosforescentes se acumulan, fugaces, en el borde del cubo, en cuya agua ilegal se cocerá la pasta de mañana.

I fatti di maggio 1898

El chico se despierta temprano, como se había propuesto. Se escapa del hotel antes de que sus padres se hayan levantado.

Como no entiende la lengua que habla la gente en las calles, el significado de lo que ve es ambiguo. Lo normal y lo excepcional se confunden misteriosamente. ¿Está asustado o sencillamente tiene prisa ese señor que salta dentro del carruaje y grita al cochero? Y esas seis chicas que avanzan enlazadas (y con pañuelos a la cabeza), ¿se dedican todas las mañanas a echar de la acera a los viandantes como lo hacen hoy? En el bordillo, un hombre lee el periódico en voz alta. ¿Es una parada del tranvía? Los hombres que se congregan a su alrededor empiezan a gritar. ¿Son gritos de aprobación o de cólera? Un joyero ha cerrado la tienda y clavado un trozo de papel con algo escrito en los postigos.

Hay tanta gente que los carruajes y los tranvías apenas pueden circular. Las ruedas de los tranvías chirrían en los raíles. Se pregunta si chirriarán siempre así.

Un joven de corta estatura y con barba repara, extrañado, en la presencia del chico, cuyas ropas dejan ver claramente que procede de una familia burguesa rica. La multitud está enteramente compuesta por los trabajadores en huelga, que se están congregando junto a los Giardini Pubblici para escuchar a sus dirigentes.

¿Qué haces aquí?, le pregunta en italiano. Esto no tiene nada que ver contigo.

El chico, que es casi tan alto como el joven, mueve la cabeza y se encoge de hombros. Esto aumenta las sospechas del joven.

No te voy a ayudar a que nos espíes, le dice.

No entiendo, responde el chico en inglés.

Entonces, no eres italiano.

Intentan hablar, pero el chico no entiende nada. El joven le pasa un brazo por los hombros. En un momento ha cambiado por completo su actitud hacia él. Si el chico no entiende su lengua, es inmune a la hipocresía del engaño de las palabras y, por consiguiente, puede ser un testigo puro de sus actos. El mutismo del muchacho le parece ahora comparable, de una forma oscuramente paradójica, al universalismo de la revolución en la que él cree. Llama a su hermana que se encuentra entre un grupo cercano de obreras textiles: Ven a ver a nuestro pulcino, le dice. Ecco il nostro pulcino.

Pese a su escasa estatura, el joven de la barba tiene el pecho ancho y bien formado, curtido por el sol. Tiene cara de hurón. Trabaja de mecánico de mantenimiento en una fábrica de hilaturas. Desde 1894 ha sido detenido y deportado dos veces bajo la ley de Seguridad Ciudadana decretada por Crispi (el decreto-legge).

Que se quede contigo, le dice a su hermana, no habla italiano.

De las seis obreras a quienes ha sido confiado, el chico se fija especialmente en una chica romana, sólo dos o tres años mayor que él, que tiene toda la cara marcada de picaduras y una pelusa negra sobre el labio superior. También se fija —pues lleva un vestido de manga corta— en que sus brazos son extrañamente delgados, como dos largas manivelas morenas unidas a sus manos. Su bigote lo intriga y lo inquieta.

Para las muchachas, él es un enigma fascinante. Pueden hablar de él como si no estuviera allí.

Tiene los ojos muy bonitos.

Mira el cuero de sus zapatos.

¿De dónde es?

También se pueden acercar a él, tocarlo, estudiar sus reacciones. Medio niño medio hombre, les parece un embajador entre los sueños románticos de su infancia y los hombres reales entre los que pronto tendrán que escoger. (La mayor de estas chicas gana menos de diez peniques diarios.)

Llamémosle affianzato, exclama la chica romana, a quien la excitación, el saberse fea y el hecho de que el chico no entiende le han soltado la lengua.

La multitud en el Corso Venezia y sus aledaños asciende a cincuenta mil personas. Algunos están organizados en columnas y contingentes de una u otra fábrica; otros grupos son más pequeños y menos organizados. No saben exactamente cuántos son; pero todos ellos presienten que representan a la mayoría. Esta mayoría puede reivindicar lo que cada uno de ellos ha sentido, pero no puede decir cuando está solo: Mira esa cabeza, mira ese cuerpo, mal alimentado, pobremente vestido, sin educación, sobrecargado de trabajo. Se merece lo mejor que el mundo pueda ofrecerle.

En un extremo de los Giardini Pubblici, el chico ve al joven de la barba subido a un árbol, dirigiéndose a la multitud. Les está indicando adónde ir.

La multitud ve la ciudad con unos ojos diferentes. Han parado la producción de las fábricas, forzado a cerrar las tiendas, detenido el tráfico, ocupado las calles. Son ellos quienes han construido la ciudad y quienes la mantienen. Están descubriendo su propia creatividad. En sus vidas normales sólo modifican las circunstancias más inmediatas; aquí, llenando las calles y barriendo lo que encuentran a su paso, oponen su existencia misma a las circunstancias. Están rechazando todo lo que aceptan normalmente contra su voluntad. Una vez más exigen juntos lo que no pueden pedir por sí solos: ¿Por qué han de obligarme a vender mi vida trozo a trozo para no morir?

La mayor parte de la multitud lo ignora todo sobre la realidad de la política. La política es lo que utilizan para reprimirlos, para hacer que no salgan nunca de la pobreza. La política es el medio por el cual son engañados y desarmados. La política es el Estado que los oprime. En su corazón, todos desean desafiar la armadura política de sus opresores con una sola arma, el arma pura y simple de la justicia: la justicia de su causa, que clama al cielo sobre Milán y que invoca al futuro. Pero la justicia implica un juez. Y no hay juez ni juicio.

La caballería empieza a cargar al sonar los primeros disparos. Éstos se oyen por encima de las cabezas de la multitud.

Cabalgan en líneas de a cinco o seis. Después de pasar una línea, parece que los grupos vuelven a formarse, no para resistir, pues es impensable toda resistencia, sino porque para evitar a los caballos se apretujan en unidades inimaginablemente compactas, que inevitablemente vuelven a dilatarse en cuanto ha pasado el peligro. Las líneas de caballería giran en redondo. Los grupos se contraen y se expanden como corazones palpitantes. Se alzan gritos y se disipan. El clamor persiste.

Se aproxima un escuadrón de caballería. El primer caballo se encabrita sobre un grupo compacto como una piña. El chico no había visto nunca, como ahora desde el suelo, un caballo utilizado a modo de arma. Al igual que su tío, siempre ha sido jinete. Desde el suelo, la parte inferior de un caballo encabritado es atroz, particularmente atroz. El cuerpo es grande y pesado, y la fuerza con la que pueden golpear las cuatro patas armadas con herraduras metálicas en las pezuñas es evidente. Pero a la amenaza física se añade algo más. El caballo también está hecho de carne y hueso, de sangre y nervios. Respira con dificultad y está asustado. La violencia del jinete ha distorsionado su naturaleza. El caballo contempla la indefensión de quien está a punto de aplastar. Es como si el miedo de éste entrara en el caballo que lo amenaza, descontrolándolo.

El jinete tiene la vista fija en la media distancia; sólo de cuando en cuando mira hacia abajo, rápida, furtivamente. Aprieta de tal forma los dientes que no puede tragar. Su cabeza parece colgada por los ojos de una cuerda a metro y medio por encima de las caras de la multitud: es la cuerda de las órdenes recibidas. Ciegamente ataca, pateando con las espuelas de sus botas, a quienes tratan de agarrarlo. Y luego las clava en los flancos del caballo para forzarlo a avanzar.

Hipnotizado por la visión de caballo y jinete, el chico se paraliza hasta que la chica romana tira de él por el brazo con tal brusquedad que está punto de caerse. Echan a correr. Ella se agarra la falda con la otra mano mientras corre. El chico vuelve a observar la extremada delgadez de sus brazos, pero la mano que oprime la suya es grande. La muchacha no duda hacia dónde correr: hacia los árboles del Giardini Pubblici.

Pasan ante un grupo que lleva a un hombre herido. Otros corren. Manan los gritos mezclados conla sangre: pero no siempre corresponden a la misma persona. La sangre corre por el rostro de una mujer, cubriéndole los ojos cerrados. Un hombre enormemente grueso la sujeta por la espalda y la lleva medio a rastras. Los espacios desalojados permiten que la caballería cargue con mayor presteza contra los que quedan. Un hombre de mediana edad, lanzando los puños al aire solo en el centro del Corso, insulta a los soldados. ¡Cobardes!, les grita, Rinnegati! Avanza hacia una línea de caballería formada a la espera de recibir órdenes. El oficial al mando le ordena que se detenga. Sigue avanzando. Cae de bruces al ser disparado.

Mariposas, unas del color de la piedra arenisca y del de la madreselva otras. Hierbas y flores silvestres crecidas hasta la altura de la rodilla. Pétalos tan descoloridos por el sol que son casi blancos, pero no el blanco arcilloso de los minúsculos caracolillos que se encuentran entre la tierra polvorienta. Delicados gladiolos silvestres del color de las amatistas, transparentes y más pequeños que un nudillo. El rojo de las amapolas: el color con el que los niños representan el fuego. Amapolas marchitas, húmedas, cuyas corolas caídas parecen manchas de vino. Afloramientos rocosos, lisos, suaves y grises como los flancos de un delfín. Todo el campo rodeado de encinas. Morir en ese campo, mientras la sangre empapa la tierra reseca. Caer abatido por un disparo entre los rieles del tranvía: los adoquines resbaladizos por la sangre. Describo la primera muerte a fin de tejer una corona para la segunda.

Lo lleva por los jardines hacia los apartaderos ferroviarios y las calles cercanas a la estación de la Piazza della Republica. No lo ha soltado ni un momento de la mano. No lo agarra amorosamente, tampoco protectoramente, sino impaciente, como si quisiera que corriera o caminara más rápido, o, al detenerse, como si quisiera que entendiera de inmediato lo que están presenciando. De vez en cuando le habla en italiano, aunque sabe que no entiende lo que le dice. El miedo, lo extraño de la situación y tal vez una desesperación innata la hacen continuar con la fantasía que había empezado de broma. No tarda en imaginarse que un día se casarán. Esta invención no es más improbable que lo que está sucediendo a su alrededor. Y así, intuitivamente, la chica equilibra la violencia de las circunstancias con la violencia de su preocupación imaginaria, y este equilibrio la tranquiliza.

Observan cómo vuelcan un tranvía para hacer una barricada. Al caer, todos los cristales de las ventanillas se hacen añicos. Después de desenganchar el caballo de un carruaje, hombres y mujeres lo arrastran para volcarlo junto al tranvía. Un grupo de ferroviarios llega cargado con picos y palancas sacadas de los talleres de la estación. Corre la noticia de que se ha ordenado al ejército que limpie la ciudad, calle por calle, dando caza a los «insurgentes». Otro grupo de ferroviarios levanta las vías.

Todo está a punto de transformarse.

Hay que imaginarse la hoja de una guillotina inmensa, tan grande como el diámetro de la ciudad. Hay que imaginar que la hoja cae cortando transversalmente todo cuanto hay debajo: muros, vías del ferrocarril, vagones, talleres, iglesias, cajones de fruta, árboles, cielo, adoquines. La guillotina ha caído a unos metros de la cara de todos los que están decididos a luchar. Todos se hallan de repente a unos pasos del borde escarpado de una grieta insondable que sólo ellos pueden ver. No hay lugar a dudas sobre lo que ha sucedido; ahí está la grieta, inconfundible, como un profundo corte en la carne. Pero al principio no duele.

El dolor es la idea de que la propia muerte está probablemente muy cerca. A los hombres y mujeres que construyen las barricadas les asalta la idea de que probablemente es la última vez que piensan lo que están pensando, que hacen lo que están haciendo. A medida que levantan las defensas aumenta el dolor.

Desde los tejados un hombre grita que hay cientos de soldados en la esquina de la Via Manin.

Umberto y cuatro empleados del hotel, a quienes ha dado una propina especial y ofrecido una recompensa de cien liras si encuentran a su hijo, están buscándolo en las calles detrás del hotel, donde no hay ni soldados ni barricadas.

Al principio, dice en italiano la muchacha romana, viviremos en Roma, porque creo que allí seremos más felices.

Cuando ella le habla, el chico la mira como si entendiera. El significado de las palabras no le parece importante; lo que importa es lo que está viendo, lo que está viendo en presencia de ella.

Y tú me comprarás, continúa ella en italiano, unas medias blancas y un sombrero con tul alrededor.

En las barricadas desaparece el dolor. La transformación es completa. La completa un grito desde los tejados que anuncia que los soldados avanzan. De repente, no hay nada que lamentar. Las barricadas se alzan entre quienes las defienden y la violencia que éstos han padecido a lo largo de su vida. No hay nada que lamentar porque lo que avanza ahora hacia ellos es la quintaesencia de su pasado. En su lado de las barricadas está ya el futuro.

Toda minoría dirigente tiene que acallar y, si es posible, matar, proponiéndoles un presente continuo, el sentido del tiempo de aquellos a quienes explota. Éste es el secreto de la autoridad de todos los métodos de represión y encarcelamiento. Las barricadas rompen ese presente.

La chica romana lo conduce hasta un portal a escasos metros de una barricada. Esperaremos aquí un poquito, le dice en italiano, como una esposa guareciéndose del chaparrón con su anciano marido.

Los soldados se acercan. Desaparece la última duda sobre la posibilidad de que la acción se haya aplazado. En un extremo de la barricada, hay un hombre de pelo cano con una rodilla hincada en la tierra y la espalda apoyada contra la reja de un sótano. Sostiene una vieja pistola sobre la rodilla levantada. Está cargada; guarda otra bala en el bolsillo. Otros hombres y mujeres más jóvenes siguen levantando y apilando los adoquines. Otros están armados con barras de hierro y palos.

Todos se quedan en silencio. Se oye a lo lejos el martilleo de los talleres y más cerca, regular como el sonido de un reloj (lo arrulla la promesa de un tiempo que parece infinito; pero la forma en que llena el tiempo y registra su paso lo oprime), el ruido de muchos pies desfilando. La Rivoluzione o la morte! grita en el silencio el hombre de pelo cano. Y luego: ¡Cantad, malditos sean, cantad! Que nos oigan cantar.

En cuanto oyó la orden de cantar, la muchacha romana avanzó hasta el escalón del portal, con naturalidad, como si se acercara a las candilejas, y empezó a entonar el Canto dei Malfattori.

Es difícil no hacer romántica su voz. Al principio pensé que era frágil, como sus brazos, esos brazos delgaditos que tanto impresionaron al chico. Pero es una voz potente y aguda. Durante un momento nadie la sigue, lo que permite apreciar mejor cómo llena la calle y parece suavizar al instante superficies y aristas.

Los soldados disparan la primera ráfaga contra la barricada.

Esta primera ráfaga lo simplifica todo; su eco elimina toda distracción. Sólo permanece lo que cada cual tiene en la mano. Unos cuantos hombres lanzan piedras a los soldados; caen demasiado cerca. Una contraventana se golpea, y un oficial saca el revólver y dispara a la casa. En la calle, entre los soldados y la barricada, están las siete piedras que cayeron demasiado cerca, inmóviles.

Las mujeres se arrodillan detrás de las barricadas para sacar piedras de los boquetes abiertos y pasárselas a los hombres. Un ferroviario, que todavía lleva puesta la gorra con el cordoncillo rojo y oro, grita: ¡Esperad! ¡Esperad hasta que podamos abrirles la cabeza! ¡Esperad! Y cuando yo diga... ¡todos a por ellos! ¡Esperad! Tiene una cara angulosa y simpática y sonríe.

Los soldados se acercan. Una segunda ráfaga. Por segunda vez, nadie resulta herido. Nadie se lo cree, pero nadie piensa tampoco que la justicia de su causa puede ser una protección. ¡Ahora! Veinte hombres lanzan piedras. Los soldados retroceden. Una mujer les grita: Faccie di merda!

Ése parece un oficial de artillería, dice un joven con delantal, refiriéndose al ferroviario. Se oye la palabra fuoco seguida de un disparo, y el ferroviario cae. No le han disparado desde la calle, sino desde una ventana. Le han dado en la cara. Esa bala pertenece, según cree él, al pasado, a un pasado anterior a su infancia. La herida en su cara, que tres mujeres se apresuran a atender, da a luz a su muerte.

Un metro cúbico de espacio; vaciémoslo de nuestra concepción de ese espacio; lo que queda es parecido a la muerte.

Los soldados vuelven a avanzar y son rechazados del mismo modo. Pero esta vez se retiran cien metros, y hay una calma, un silencio, que no engaña a nadie. Detrás de la barricada es probablemente el momento de mayor temor. El enemigo ha comprobado la medida del desafío de sus defensores y está volviendo a planificar su ataque en consonancia; los defensores de la barricada nada pueden hacer salvo atender a su camarada muerto y esperar sin esperanza a quienes los superan en armas y en número.

Le susurra en italiano: Te prometo que si un soldado me pone la mano encima, le clavo un cuchillo entre los hombros. Le roza suavemente con el dedo en el lugar donde se hundiría la hoja. Como si hubiera comprendido lo que le ha dicho y fingiera caer muerto, se apoya en ella con todo su peso. Lo prometo, vuelve a decir ella. Reclina la cabeza en el hombro de la muchacha. Le tiemblan las piernas y teme desmayarse. Rodeándolo con su brazo, la muchacha lo hace entrar en el portal y lo conduce a un patio, donde le moja la cara con agua de la fuente y le dice que beba. El agua está cortante de fría, y mientras bebe oye en la calle una segunda ráfaga. El sonido que retumba en sus oídos y el agua fría pasándole por la garganta se convierten en una sola sensación. Mira la cara de la muchacha, las espesas cejas unidas en el centro, la boca gruesa, la sombra de bigote: una cara aplastada, imperfecta, con unos ojos de lento mirar; ve su expresión. Hasta entonces nunca había visto manifestados sus propios sentimientos en la expresión de otra persona.

Che Dio li maledica, dice la muchacha.

Varios fusileros han sido apostados en las ventanas altas de casi todas las casas de la calle, desde donde disparan a los defensores de la barricada. Protegidos por esta cobertura, los soldados avanzan. Ya han caído heridos tres defensores.

Dejadme hablar de uno de los heridos. La bala le ha entrado justo debajo de la clavícula derecha. Si no mueve el brazo, el dolor es constante, pero localizado: no arremete y devora su conciencia de lo que permanece ileso. Odia el dolor de la misma forma que odia a los soldados. El dolor es los soldados dentro de su cuerpo. Coge una piedra con la mano izquierda e intenta lanzarla. Al hacerlo mueve sin querer el hombro derecho. La piedra se desvía y va a estrellarse contra una pared.

Escribe cualquier cosa. Que sea verdad o mentira no tiene importancia. Habla, pero habla con ternura, pues es toda la ayuda que puedes prestar. Construye una barricada de palabras, tanto da lo que signifiquen. Habla para que se dé cuenta de tu presencia. Habla para que sepa que estás ahí, pero que no sientes su dolor. Di cualquier cosa, pues su dolor es mayor que todas tus distinciones entre la verdad y la mentira. Arrópalo con las palabras de tu voz como otros vendan sus heridas. Sí. Aquí y ahora. Tendrá que acabar.

No hay juez.

Cuando los soldados están a unos veinte metros, dos mujeres se suben a las barras de hierro que impiden que la gente o los animales sean arrollados por el tranvía. Alzándose como dos blancos a tiro de los soldados, les gritan: ¡Disparadnos! ¿Por qué no nos disparáis? Varios rifles las apuntan, pero nadie dispara. Están erguidas, con una pierna a cada lado de las ventanillas rotas del tranvía. Siguen gritándoles a los soldados. Figli di putana! Y luego: Castrati! Castrati! El chico las contempla por detrás. El talón de una de ellas sobresale, desnudo, por un inmenso roto en la media. La segunda, que no lleva medias, tiene un tobillo manchado de sangre. Castrati! Castrati! Más mujeres se suben a las barras para unirse a las dos primeras.

Un oficial observa que detrás de la barricada, calle abajo, hay un hombre subido al alero de un sexto piso. El hombre está haciendo señas. El oficial ordena a un escuadrón que le dispare.

El hombre subido al alero ve a los soldados colocarse el rifle en el hombro y apuntar contra él. Si salto, piensa, me matarán antes de llegar al suelo. Salta.

Para el oficial, las mujeres que se pavonean subidas al tranvía, insultando a los soldados, son unas perdidas que habrá de arrestar más tarde. Pero a algunos de los soldados, hijos de campesinos o de trabajadores de otras ciudades, les traen recuerdos de su infancia. Las voces de las mujeres muestran que su rabia es solemne y apasionada, una rabia que excluye toda respuesta. Para estos soldados, las mujeres retrepadas al tranvía parecen haber alcanzado, sea cual sea su edad real, la autoridad de los mayores; su rabia es inseparable de su juicio; ante una rabia tal, uno ha de pedir perdón.

Se ordena avanzar a los soldados. Esta orden restablece el sentido de virilidad que por un instante estuvieron a punto de perder. Se mueven obedientemente, los rifles al hombro: unos para rodear a los hombres y otros para hacer bajar a las mujeres subidas al tranvía.

Castrati! ¡Cobardes!

Las palabras se concentran en un alarido. No es un alarido de temor, sino de rechazo absoluto. Parecen mujeres aullando en nombre de todos los niños nacidos muertos.

No puedo continuar el relato de la experiencia que vivió el muchacho a los once años en Milán aquel 6 de mayo de 1898. Todo lo que escriba a partir de aquí o bien convergerá en un punto final o bien se dispersará de tal forma que se volverá incoherente. Detenerse en este punto, pese a todo lo que queda por decir, es admitir más verdad de la que sería posible si me empeñara en concluir el relato. El deseo del escritor de dar un final es fatal para la verdad. El final unifica. La unidad debe establecerse de otra forma.

Entre el 6 de mayo, cuando se decretó la ley marcial en Milán, y el 9 del mismo mes, murieron cien trabajadores y cuatrocientos cincuenta fueron heridos. Esos cuatro días marcaron el final de un periodo de la historia italiana. Los líderes socialistas empezaron a dar cada vez más importancia a la social democracia parlamentaria y se abandonó todo intento de acción directa —o defensa— revolucionaria. Al mismo tiempo, la clase dirigente adoptó una nueva táctica con los trabajadores y el campesinado; la represión brutal dio paso a la manipulación política. Durante los siguientes veinte años, en Italia, al igual que en el resto de la Europa Occidental, el espectro de la revolución se desvaneció del pensamiento de los hombres.

El agua sigue manando en la fuente del jardín de la casa de Livorno. La fuente, las palmeras, los hibiscos, los arbustos florecidos no se han deteriorado después de la muerte de la mujer de Umberto, tres años atrás, en 1895. Umberto contrató dos jardineros. Viaja especialmente a Settignano para encargar plantas exóticas. Con cada año que pasa, su recuerdo de Esther se aproxima un poco más a la imagen que de ella guardan sus familiares y amigos. Ya no pone en duda que su mujer era una persona con una gran espiritualidad.

De vez en cuando se oye como si tiraran una piedrecita al agua. Es el ruido que hace al sumergirse de pronto una perca solazándose en la superficie. Umberto no disfruta de la tranquilidad del jardín a solas. A solas se siente viejo y agitado. Estaría dispuesto a aceptar todo lo que Laura le pidiese a cambio de poder tener a su hijo con él en Livorno.

Umberto piensa que su hijo no parece un italiano moderno, sino un joven pintado en el Renacimiento; su rostro es como una ventana abierta sobre su alma. Cuando el chico sonríe, se le ven unos dientes muy separados, lo cual lo desconcierta un poco, pero él se encargaría de rellenar con oro los huecos. Le enumera a Laura todas las ventajas de que gozaría el muchacho si viviera en Livorno. Laura no dice lo que piensa. En lugar de ello, se queja, le lanza indirectas, se contradice. Cuanto más persuasivo se muestra Umberto, menos receptiva parece ella. Él le suplica una y mil veces, se lo pide de rodillas.

No, no, exclama Laura, agarrándolo por los brazos para hacerlo levantar.

Umberto le recuerda el tiempo que pasaron juntos.

¡Ay, mi pequeña! Estabas loca; absolutamente loca.

Italia, insiste ella, no es un país para un niño.

Vente con él, responde Umberto agitado. Te compraré una casa. Te compraré...

El sentimentalismo del padre garantiza que la madre se saldrá con la suya.

Mientras su desconocida madre y su padre recién descubierto discuten sobre dónde debe vivir y con quién, el hijo vuelve una y otra vez a su recuerdo de cuando lo llevaron a aquel patio que tenía un grifo. La muchacha romana vuelve a echarle agua en la cara. Su expresión vuelve a sorprenderlo. Algo vuelve a serle revelado. La revelación es tan inarticulada como incolora el agua con que ella le salpicó la cara.

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