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Recuerdo que al principio nada sucedió. El escozor de las hierbas en mi garganta, su extraño olor en mi nariz, la irritación del humo en mis ojos. Un leve mareo tal vez, una inquietud en la boca del estómago y en el fondo del paladar. Recuerdo que Gaudí fue el primero en tenderse en el suelo, y que luego Fiona lo imitó, y que ambos estaban mucho más juntos de lo que yo hubiera deseado que estuvieran. Recuerdo que traté de ponerme en pie e ir hasta ellos con la intención de separarlos, y que entonces, para mi vergüenza, mis piernas renunciaron a seguir prestándome servicio. Recuerdo que caí de rodillas y que mi frente golpeó el suelo alfombrado de diarios del taller, y también recuerdo que lo último que vi antes de rendir mis ojos al hechizo de las hierbas de Fiona fue uno de sus dibujos a dos tintas para Las noticias ilustradas. Un cadáver tendido encima de un camastro, un cuchillo asomando de su pecho, un charco de sangre negra coagulada debajo del colchón. El dibujo de Fiona del cuartucho en el que mi padre no asesinó a Eduardo Andreu.

Cuando llegaron los dragones, la linterna mágica de mi cerebro había comenzado a proyectar sobre el interior de mis párpados toda una serie de paisajes que tampoco he sido capaz de olvidar.

Cuando desperté, la mitad izquierda de mi cabeza estaba sumergida en un frío charco de fluidos biliosos del color de la absenta. El olor del contenido de mi propio estómago estuvo a punto de hacerme vomitar otra vez, y su tacto, pegajoso como savia de roble, no mejoró las cosas cuando traté de ubicar a tientas el contorno de mi cara sobre el suelo al que esta, al parecer, se había adherido durante mi sueño. Rodé penosamente sobre mi espalda, parpadeé un par de veces y mis ojos me revelaron un alto techo de travesaños de madera que no supe identificar. Solo cuando volví la cabeza hacia la derecha y vi los cuadros que colgaban de las paredes, los diarios que cubrían el suelo y el fardo enlutado y pelirrojo que roncaba a mis pies, recordé dónde estaba y por qué. La vieja casa de labranza. El taller de artista de Fiona. El escenario del extraño fin de fiesta de la noche anterior. Me llevé la mano pegajosa a la frente y palpé el nuevo bulto que ahora ocupaba su centro, duro como una bola de billar y del tamaño de un huevo de codorniz. Traté de hacer memoria, y lo único que acudió a mi cerebro fue la imagen de un dragón de colores atravesando con majestuosa lentitud un cielo de cerámica hecha añicos. Eso, y la extraña sensación de calidez fetal que uno siente cuando se orina dentro de sus propios pantalones. Cerré los ojos, los abrí de nuevo, los cerré y los abrí una vez más, y solo entonces reparé en la intensidad de la luz que se colaba por las rendijas de las contraventanas.

—¿Gaudí? —llamé, con una voz de barítono que apenas reconocí como propia—. ¿Fiona?

Nadie me respondió. Ni una palabra, ni un gruñido, ni la menor alteración en los ronquidos del fardo pelirrojo que estaba tendido a mis pies. Rodé otra vez sobre mí mismo hasta ponerme ahora boca abajo, planté las palmas de las manos en el suelo y traté de impulsarme hacia arriba. Al tercer intento, logré que mis rodillas sostuvieran el peso de mi cuerpo durante el tiempo suficiente para que mis brazos me auparan hasta algo parecido a una posición de digna verticalidad humana.

—¿Gaudí? —llamé de nuevo, palpándome las ropas húmedas y descompuestas y tratando de adivinar, por el mero estado de estas, el número aproximado de acciones de las que debería arrepentirme en cuanto mis sentidos recuperaran el dominio de la situación—. ¿Fiona?

Tardé todavía un par de minutos en comprender que Gaudí y yo estábamos solos en el taller. Mi amigo parecía encontrarse en un estado aún más lamentable que el mío, si bien sus pantalones, a primera vista, no mostraban la huella inconfundible de ninguna vergonzante incontinencia urinaria. En los tres metros cuadrados de suelo que Fiona había ocupado a su lado la noche anterior había ahora un amasijo de papeles viejos y de ropas arrugadas y un pequeño charco de líquido parduzco cuyo olor, en la distancia, no era muy diferente al olor del líquido verdoso que yo mismo había producido. Me agaché junto a mi amigo y zarandeé durante unos instantes su costado derecho, sin otro resultado que un momentáneo recrudecimiento de sus ronquidos y, por un segundo, un parpadeo que me permitió vislumbrar la sombra de una pupila dilatada como una moneda de medio penique.

Dándome por vencido, dejé a Gaudí con su sueño y sus ronquidos, me acerqué al mayor de los tres ventanales de que disponía el taller y abrí de par en par las contraventanas. Un chorro de luz inundó de inmediato la habitación y puso ferozmente de manifiesto lo triste de la estampa que Fiona había debido de contemplar aquella mañana, antes de abandonarnos a Gaudí y a mí a nuestra suerte de borrachos o de alucinados. No quise mirarme en el espejo que colgaba de la puerta del taller; accioné la manecilla con la vista clavada en el suelo, salí de la habitación y comencé a recorrer la vieja casa de labranza en busca de Fiona o de Martin Begg.

Ninguno de los dos ingleses seguía allí. La puerta exterior de la casa permanecía cerrada con llave, y la llave no estaba en la cerradura. Sobre la repisa de la chimenea del salón, un reloj suizo marcaba las nueve y diez. Tres noticias extrañas cuyo sentido, de momento, mi cerebro no fue capaz de procesar.

Tras recorrer de nuevo los dormitorios, la cocina y el cuarto de baño vacíos, no se me ocurrió nada mejor que regresar a la cocina y lavarme allí la cara en los tres dedos de agua más o menos limpia que flotaban en el interior de uno de los fregaderos. Llené luego allí mismo una taza grande de porcelana, regresé al taller y dejé caer el agua sobre la cabeza de Gaudí.

Los ronquidos de mi amigo cesaron al instante, y por fin abrió los ojos.

—¿Qué demonios…?

—Eso me pregunto yo —respondí, dejando la taza vacía en el suelo e incorporándome de nuevo—. Son más de las nueve, estamos solos en casa de los Begg y la puerta está cerrada con llave. ¿Alguna idea?

Gaudí se incorporó trabajosamente sobre el desorden de ropas y de diarios que le habían servido hasta entonces de nido y me miró con cara de sentirse tan desorientado como yo.

—¿Y Fiona? —preguntó, con una voz que tampoco parecía del todo la suya.

—Voy a investigar. Procure no meter la mano en ninguno de esos charcos.

Me acerqué a la ventana y levanté la pierna hasta el elevado alféizar. Un crujido instantáneo de huesos y de músculos agarrotados me reveló que no solo mi cerebro se encontraba en baja forma aquella mañana. Me descolgué con precaución hasta la franja de arenilla que bordeaba la casa de labranza, revisé de nuevo mis ropas y enfilé el camino hacia el edificio principal de la torre.

Estaba a punto ya de alcanzar el patio cubierto cuando Margarita se materializó junto al tronco del único limonero que adornaba nuestro jardín.

—¡Gabi!

Su tono de sorpresa no me extrañó.

—Una noche difícil —dije—. Si tú no mencionas esta mancha de orina, yo tampoco lo haré.

Mi hermana me miró de arriba abajo con la cara de quien mira un gato recién reventado por las ruedas de un cabriolé.

—¿El chichón que tienes en la frente sí puedo mencionarlo?

—Un pequeño accidente. Nada grave.

Margarita asintió con seriedad. Un pequeño accidente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—Cambiarme de ropa y lavarme un poco, espero. Me he quedado encerrado en la casa de labranza.

—Te has quedado encerrado en la casa de labranza. —Margarita agitó la cabeza de izquierda a derecha: no pensaba molestarse en comentar aquella frase—. Marina me ha dicho que te habías ido temprano de casa. Mamá está enferma. El señor Aladrén está ahora con ella en su dormitorio.

Me concedí algunos segundos para asimilar aquellas tres nuevas noticias inesperadas.

—¿Mamá está enferma?

—Totalmente —asintió Margarita—. Esta mañana no había quien la despertara. Marina ha llamado a la señora Iglesias para que la ayudara, y la señora Iglesias ha acabado llamándome a mí. Mamá dormía como Blancanieves antes del beso. Le pellizcábamos la cara y le tirábamos del pelo y como si nada. Si no fuera porque respiraba, habríamos pensado que estaba muerta. —Mi hermana hizo una breve pausa dramática antes de continuar—. Y cuando por fin hemos conseguido despertarla, ha empezado a vomitar y ya no ha parado hasta hace media hora. Ahora está en la cama con cara de ir a morirse en cualquier momento.

—¿La ha visto ya un médico?

Margarita dijo que sí con la cabeza.

—Lo ha traído el señor Aladrén. Fiona lo ha enviado a buscar antes de que se fuera a seguir cepillando la espalda del rey. Nada grave.

—¿El médico ha dicho que lo de mamá no es nada grave? —traduje.

—Un pequeño envenenamiento. Algo que le sentó mal anoche, parece. Se curará con un poco de reposo y un brebaje que le ha preparado. —Margarita sonrió por debajo de la nariz—. Pero ahora lo que la preocupa es que no hubiera algo en mal estado en la cena de gala. Esto es ahora un ir y venir de mensajeros con sobres en la mano. Los nuestros están rezando para que al rey no le haya dolido el estómago esta noche.

Pese al tono y la sonrisa con la que mi hermana pronunció estas palabras, era evidente que la perspectiva de un envenenamiento real la inquietaba a ella tanto como a mí. Un rey muerto en nuestras manos significaba, entre otras muchas cosas, un Sempronio Camarasa agarrotado sin remedio en el patio de ejecuciones de la prisión de Amalia.

—¿Y dices que Marina te ha dicho que yo me había ido temprano?

—Por eso no he ido a buscarte a ti antes de llamar a Fiona.

—¿Y Fiona tampoco te ha dicho que yo estaba con ella?

La mandíbula de Margarita se desencajó cómicamente.

—¿Estabas con Fiona?

—Más o menos. Estaba en el suelo del taller de Fiona, viendo volar dragones de colores y vomitando yo también. —Esta segunda frase no la pronuncié en voz alta, creo—. ¿Dónde está Fiona ahora?

—Se ha ido con su padre a trabajar.

—¿Y Marina?

—Haciendo las camas, supongo. —Los ojos de mi hermana se abrieron de par en par—. ¿Por qué me habrá dicho Marina…?

No me quedé a escuchar el final de la frase de Margarita. Le pedí tan solo un último favor mientras atravesaba la puerta del patio cubierto, subí corriendo a la primera planta y localicé enseguida a la doncella en mi propio dormitorio.

—No hará falta que hagas mi cama, Marina —dije, cerrando la puerta a mi espalda—. Ya ves que no he dormido aquí.

La muchacha me miró con aire aterrorizado. Sus ojos, muy abiertos, resbalaron por mi pelo revuelto, por mis ropas arrugadas y pringosas, por la fina película verdosa que acaso seguía cubriendo mis manos, y se detuvieron finalmente en la zona de la bragueta de mi pantalón.

Cerrar la puerta del dormitorio, pensé entonces, tal vez no había sido una buena idea.

—¿Qué va a hacerme? —preguntó por fin la doncella, abrazando contra su pecho la almohada que estaba ahuecando cuando entré en el dormitorio.

—No voy a hacerte nada, Marina —le aseguré, alzando mis dos manos de forma no sé si tranquilizadora—. Solo quiero saber por qué le has dicho a mi hermana que yo me había marchado temprano de casa.

La doncella pareció relajarse al instante.

—Porque eso es lo que me había dicho la señorita Fiona —respondió.

—¿La señorita Fiona te dijo que yo me había marchado temprano?

Marina asintió vehementemente con la cabeza.

—He venido a despertarlo cuando su madre no se despertaba, y usted no estaba —explicó—. La señorita Fiona me ha dicho entonces que ya se había ido a trabajar. Entonces he ido a despertar a la señorita Margarita. Yo no he hecho nada malo.

—¿Y no te ha extrañado que mi cama no estuviera deshecha?

La muchacha me miró con cara de sincera extrañeza.

—La cama estaba deshecha. Ahora está hecha porque yo la acabo de hacer. Mire —concluyó, colocando la almohada en su sitio y alisando el faldón de la cubierta a manera de demostración. Y luego, en vista de mi asombrado silencio, señaló mi pantalón y preguntó—: ¿Se ha hecho usted pipí encima, señor Camarasa?

Asentí con gravedad, al tiempo que abría de nuevo la puerta del dormitorio.

—Gracias, Marina. Ya te puedes marchar.

Cinco minutos más tarde, ya cambiado de ropa y algo más acicalado pero sumido en el mismo desconcierto que me habían provocado las revelaciones de la doncella, entré en el dormitorio de mi madre y me encontré, en efecto, con mamá Lavinia tendida en su cama con el rostro pálido y los ojos febriles, y a su lado, sentado en un sillón traído expresamente del salón de tarde, con un Ramón Aladrén también pálido y muy serio pero con el estómago, en apariencia, en perfectas condiciones.

—¿Qué ha pasado? —pregunté—. ¿Cómo te encuentras?

En lugar de responderme, mi madre se incorporó ligeramente sobre su almohada y me preguntó a su vez:

—¿Qué haces tú aquí?

—¿A ti también te ha dicho Fiona que me había marchado temprano de casa? —Y acto seguido, sin esperar respuesta, añadí—: ¿El rey está bien?

Aladrén esbozó una sonrisa de intención tranquilizadora que apenas logró hacerse visible bajo el cortinón de sus bigotes colgantes.

—Falsa alarma, señor Camarasa —dijo—. Nos hemos puesto en contacto con varios de nuestros colegas, y todos nos aseguran que no ha habido ningún caso parecido entre los miembros de la comitiva real, ni tampoco entre los invitados a la cena de gala. Sea lo que sea lo que le sentó mal anoche a su madre, no lo comió ni lo bebió en palacio.

Asentí aliviado.

—¿No tienes idea de lo que ha podido ser?

Mi madre negó con la cabeza.

—Me bebí aquí arriba un vaso de leche caliente antes de acostarme. Eso fue todo lo que tomé en casa.

Busqué el vaso de leche en la mesita de noche y no lo encontré. Tampoco vi el vaso de agua que todos los Camarasa nos llevábamos cada noche a nuestros respectivos dormitorios antes de acostarnos.

—¿Estuvo alguien contigo aquí anoche, después de despedirte de nosotros en el salón?

Mi madre me miró con cara de preguntarse si me había vuelto loco.

—¿Quién va a estar conmigo en mi dormitorio a las doce de la noche? —inquirió con sequedad.

—Margarita, Marina, la señora Iglesias, la señora Masdéu. Fiona.

Mi madre negó con la cabeza.

—Me despedí de Margarita en su dormitorio. Marina entró a traerme la leche y un vaso de agua y se marchó antes de que yo me acostara. No vi a la señora Iglesias ni a la señora Masdéu. Y por supuesto, no vi a Fiona ni a su padre después de dejaros a tu amigo y a ti con ellos en el salón. —Mi madre se incorporó un poco más en la cama—. ¿Qué es lo que estás insinuando?

Ni yo mismo lo sabía.

—Me pregunto qué pudo sentarte mal anoche, solo eso —respondí—. Yo tampoco he pasado una buena noche.

—Ya lo veo, querido. —Como Margarita, mi madre señaló con un movimiento de barbilla el bulto de mi frente—. ¿Qué te ha pasado?

Me encogí de hombros y forcé una mueca de despreocupación: nada importante.

—No podrás asistir a la misa solemne en Santa María —observé entonces—. Ni a la despedida en el muelle. ¿Debo ir yo en tu lugar?

Mi madre agitó vigorosamente la cabeza de izquierda a derecha.

—Ya no tienes tiempo de llegar a Santa María —dijo—. Y en cualquier caso, las invitaciones están estrictamente controladas. Y a la despedida —añadió, en un tono repentinamente firme— pienso ir yo misma sin falta, aunque tengáis que llevarme tú y tu hermana en brazos. Ese muchacho no se marchará de Barcelona sin antes prometerme que tu padre saldrá de la prisión de Amalia el mismo día de su coronación.

Esa era la nueva mamá Lavinia, pensé mientras abandonaba su dormitorio con una sonrisa involuntaria en los labios y con la cabeza trabajando a toda velocidad: una mujer que llamaba «muchacho» al nuevo rey de España y que se dejaba velar en su dormitorio por hombres de bolsillo alegre que no eran su esposo.

Margarita me estaba esperando en la puerta del patio cubierto con las llaves de la casa de labranza que le había pedido que me localizara antes de subir en busca de Marina.

—¿Y bien? —preguntó.

—Mamá saldrá de esta. El rey también. Todo está bien con Marina. Y algo extraño sucede con Fiona.

De las cuatro partes de mi enumeración, la que más interesó a Margarita fue, por supuesto, la última.

—¿Ahora te enteras?

—Haz memoria, por favor —dije, mirando seriamente a mi hermana—. Cuando has entrado a despertar a mamá, ¿has visto si había algún vaso en su mesita de noche?

Margarita frunció el ceño de inmediato.

—Creo que sí —respondió al cabo de un par de segundos—. Sí. Un vaso de leche y otro de agua, como cada mañana. Los dos por la mitad. —Los ojos de mi hermana se iluminaron un poco más todavía—. ¿Ahí estaba el veneno?

En lugar de responderle, pregunté a mi vez:

—¿Fiona ha entrado en el dormitorio de mamá?

—Hemos entrado todas. Hasta el señor Begg se ha asomado a ver qué pasaba. Él ha sido el primero que ha dicho que llamáramos al señor Aladrén. ¿Fiona ha envenenado a mamá?

Besé brevemente la mejilla izquierda de mi hermana y le di un par de palmadas en el brazo.

—Sube a hacer compañía a mamá, por favor —le pedí—. Quiere estar antes de las dos en el puerto, exigiéndole al rey la devolución de sus favores. Y nos conviene que así sea. Ayúdala en todo lo que puedas.

Margarita se calzó una máscara de seriedad adulta y me aseguró que así lo haría.

—Pero ten cuidado con Fiona —dijo—. Si alguien ha envenenado a mamá, seguro que ha sido ella.

Con esas últimas palabras de mi hermana repitiéndose una y otra vez en mi cabeza, salí del patio cubierto con las llaves de la casa de labranza en la mano y atravesé con paso ligero el jardín en busca de Gaudí, en cuyo cerebro confiaba para arrojar alguna luz sobre aquella inesperada serie de misterios que la mañana acababa de desplegar ante nosotros.

Llegué al hogar de los Begg en el preciso instante en el que el torso de mi amigo empezaba a asomar por la ventana del taller de Fiona.

—Le abro la puerta —dije, agitando el manojo de llaves en su dirección.

Medio minuto más tarde, Gaudí y yo estábamos cara a cara en el porche de la casa de labranza, entre los dos balancines que tantos recuerdos nos traían sin duda a ambos. Mi amigo cargaba con un diario en la mano izquierda, un pequeño estuche de cuero en la derecha y un aspecto general de mendigo caído al arroyo después de haber conocido tiempos mejores. Se había lavado la cara y atusado un poco el pelo, pero ni el estado de su levita ni el de sus ajustados pantalones de corte inglés disimulaban en absoluto los peajes de la inquieta noche que habían atravesado.

—¿Ha localizado a Fiona? —fue lo primero que me preguntó.

—Se ha marchado a trabajar con su padre a eso de las ocho. Pero antes ha hecho creer a mi familia que yo ya no estaba en casa. Y a usted, por lo que sé, ni siquiera lo ha nombrado. —Hice una mínima pausa antes de formular la única solución inocente que se me ocurría para aquel misterio—. ¿Es posible que se haya olvidado de nosotros? ¿Por eso nos ha dejado encerrados?

En lugar de responderme, Gaudí me tendió el diario que llevaba en la mano.

—Dígame qué ve aquí —me instó.

Se trataba, comprobé enseguida, del ejemplar de Las noticias ilustradas correspondiente al día del hallazgo del cadáver de Eduardo Andreu. La misma imagen a portada completa que había reclamado mi atención unos instantes antes de verme arrastrado anoche por el efecto de las hierbas de Fiona. La minuciosa recreación a dos tintas de la escena del crimen que Gaudí, Fiona y yo mismo habíamos visitado de manera clandestina aquella mañana inolvidable de finales de octubre en la que mi padre se había convertido oficialmente en un asesino.

—¿Qué debería ver? —pregunté.

Y entonces fue cuando Gaudí señaló uno de los numerosos objetos que estaban desperdigados por el suelo del cuartucho de Andreu. Un pequeño objeto situado a los pies de la cama en la que reposaba el cuerpo del viejo marchante asesinado. Apenas un esbozo de tinta rectangular con dos mínimos trazos en su interior. Dos iniciales.

—¿Sabe lo que es?

Mi lengua lo comprendió antes que mi cerebro.

—La pitillera de mi padre.

—Exacto.

—Pero… —Traté de reconstruir en mi memoria la cronología exacta de aquel viernes antes de decir lo que Gaudí, sin duda, estaba esperando que dijera—. Pero la pitillera ya no estaba en el cuarto de Andreu cuando nosotros lo visitamos. La policía la había recogido antes de que nosotros llegáramos a la pensión. Y no supimos de su existencia hasta que el inspector Labella la esgrimió como una prueba más contra papá después de haberlo detenido aquí mismo.

—Exacto —repitió Gaudí, con el rostro muy serio—. Y eso fue pasadas las dos de la tarde. Cuando este diario ya estaba en imprenta.

Negué con la cabeza.

—Pero eso es imposible. ¿Cómo supo Fiona…? —No completé la pregunta—. Tiene que haber alguna explicación razonable.

—¿Las noticias ilustradas tira segundas ediciones durante la tarde?

—Nunca.

—¿Está seguro?

—Absolutamente.

—Entonces, tiene usted razón —dijo Gaudí—. Hay una explicación razonable.

—¿De verdad?

Gaudí cerró la puerta de la vieja casa de labranza, dio vuelta a la llave y me tendió el manojo con un gesto, me pareció, cargado de intención metafórica.

La explicación razonable que mi amigo manejaba me iba a gustar tan poco como cualquiera de las explicaciones absurdas que bullían ahora mismo en mi cerebro.

—Ya sabemos quién mató a Andreu —fue lo que dijo—. Ya sabemos por qué su padre está en la cárcel. Y ya sabemos también cuál es la forma que el asesino de Andreu ha escogido para asesinar ahora al nuevo rey de España.

Sentí que todo el jardín comenzaba a dar vueltas de repente a mi alrededor, como uno de esos carruseles de vapor que alegraban a los niños en los parques ingleses.

—¿Quiere decir…?

—Quiero decir, amigo Camarasa, que la señorita Fiona nos ha engañado a ambos de una forma admirable.

Negué con la cabeza.

—Fiona no… —comencé a decir, pero no supe cómo continuar. Tragué algo de saliva y asenté con fuerza los dos pies en la tierra giratoria del jardín—. Fiona no ha podido traicionarnos de esta manera.

—A sus propios ojos, me temo, Fiona no ha hecho otra cosa que mantenerse fiel a sí misma —replicó Gaudí—. Ha sido usted, en todo caso, quien ha traicionado los ideales que alguna vez había compartido con ella.

Las reuniones socialistas en los alrededores del Museo Británico.

Los conventículos nihilistas en Whitechapel.

Las asociaciones revolucionarias de obreros en los muelles del East End.

Y ahora, de vuelta en Barcelona, yo me había puesto de parte de un rey y en contra de una república.

Negué de nuevo con la cabeza.

—Tiene que haber otra explicación —dije.

—Ojalá sepa dármela usted, entonces. Le aseguro que nada me gustaría más que dejarme convencer por usted. —El rostro de mi amigo se ensombreció de repente—. Su madre está invitada a la misa solemne de esta mañana en Santa María del Mar, imagino.

Un escalofrío me recorrió toda la espalda, desde la base de la columna hasta la nuca.

—Lo estaba. Se ha indispuesto durante la noche y está guardando reposo. —Le expliqué brevemente mi conversación con ella y con el abogado Aladrén—. En cualquier caso, espera poder asistir a la despedida del rey en el muelle de la Paz —concluí.

Gaudí asintió con rostro serio.

—Su berlina, entonces, está ahora mismo disponible, ¿verdad?

—Si lo que pretende es llegar a Santa María, ya no estamos a tiempo. La misa dará inicio a las diez, y son más de las nueve y media.

—En ese caso, tenemos casi media hora para llegar allí. —Gaudí dejó el diario sobre uno de los balancines, se guardó el pequeño estuche de cuero en el bolsillo interior de la levita y, con las manos ya libres, dio una fuerte palmada que provocó una estampida de gorriones entre las copas de los árboles de nuestro jardín—. Usted vaya a buscar al cochero y espéreme en la puerta con la berlina preparada. Yo voy a ver a su madre. Disponemos de tres minutos.

Y así fue como dio inicio el penúltimo acto de esta extrañísima aventura que estoy tratando de relatar.

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