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Pasaban algunos minutos de la una de la tarde cuando vi de nuevo al joven que me había salvado la vida ante la boca de la calle de la Canuda.

Nuestro encuentro tuvo lugar esta vez al pie de la gran escalinata neoclásica de la Lonja de Mar, en un escenario y bajo unas circunstancias que no podían asemejarse menos, por fortuna, a las que habían enmarcado nuestro encuentro anterior. Yo salía entonces de mi tercera clase en la Escuela de Arquitectura, una charla magistral sobre la historia del arte románico impartida por un célebre arquitecto local cuyas obras había admirado alguna vez distraídamente desde la distancia, y que en persona había resultado ser un tipo asombrosamente gordo y aburrido y sin una gota de sangre en las venas. Las dos primeras clases del día no me habían dejado un mejor sabor de boca —profesores casi octogenarios repartiendo el viejo caldo caduco de sus rancias ideas entre un grupo de estudiantes que los escuchaban sin el menor interés—, y la mañana, en su conjunto, había resultado una completa decepción. Incluso el genuino encanto medieval que aún latía bajo las nuevas formas neoclásicas del edificio que albergaba la escuela no hacía sino resaltar la humildad de las ambiciones que allí dentro se manejaban.

Cabizbajo y desencantado, con la imagen del seboso arquitecto grabada todavía en la retina, bajaba yo los últimos peldaños que me separaban de la antigua sala de contrataciones de la Lonja cuando me topé de bruces con el joven que apenas cuatro horas atrás me había apartado del camino de aquel tranvía desbocado.

En aquel nuevo escenario, la planta de mi salvador seguía resultando casi tan imponente como me lo había parecido en el lateral de la Rambla. Alto y delgado, pelirrojo, muy pálido, vestido con una impecable elegancia no exenta de un par de toques de originalidad —el nudo en abanico de su corbatón, el intenso esmaltado violeta de los gemelos que cerraban los puños de su camisa— y envuelto de los pies a la cabeza en ese indefinible halo de confianza que solo nace del mucho dinero, del rancio abolengo familiar o del éxito social inapelable, su figura, recuerdo que pensé, no hubiera desentonado en los salones del club de caballeros más selecto de St. James Street. Su levita, larga y ajustada, relucía con la impoluta negrura del azabache, y bajo las solapas entreabiertas asomaban un blanco cuello de camisa y un corbatón de seda negra que se adivinaban, como el resto de su vestuario, escogidos con amorosa dedicación. Un par de guantes de piel de cabritilla ceñían sus manos, unos botines de excelente factura italiana calzaban sus pies, y bajo su brazo izquierdo descansaba el mismo sombrero de copa alta que había coronado su persona en la Rambla.

El tono entre rubio y rojizo de sus cabellos tenía muy poco que envidiar, definitivamente, al de la propia Fiona.

—Veo que su sombrero evoluciona favorablemente —fue lo primero que dijo al reconocerme, deteniéndose a mi lado al pie de la escalinata y mirándome con cara de complacida sorpresa.

Lo recuerdo como si estuviera oyéndolo ahora mismo.

Y también recuerdo, ay, la desbordante intensidad de mi propia alegría ante aquel inesperado reencuentro con un joven al que yo, habituado a ese incesante fluir de rostros y de destinos que es la vida en una gran ciudad, no esperaba ver cruzarse ya de nuevo en mi camino.

—¡Bendito sea Dios! ¡Pero si es usted! —me temo que grité, abalanzándome sobre él en medio de un despliegue gestual tan exaltado que incluso a mí mismo me sorprendió—. ¡Qué alegría verlo de nuevo!

Las cabezas de los muchos estudiantes que en ese momento se hallaban en la sala se volvieron hacia nosotros con el aire inconfundible de quien se ha pasado una mañana entera escuchando las aburridas divagaciones de un puñado de ancianos balbucientes y necesita con urgencia cualquier clase de distracción. Un par de ellos detuvieron incluso su camino hacia la puerta principal del edificio y se volvieron hacia nosotros con mirada expectante.

El joven esbozó una sonrisa dubitativa ante lo imprevisto de mi reacción.

—Yo también me alegro de verlo a usted —dijo, tensando los hombros ante el torpe amago de abrazo que yo había empezado ya a ejecutar en plena euforia instintiva, y que solo en el último momento fui capaz de reprimir.

Con todo, me temo que mis manos palmearon varias veces sus brazos y sus hombros antes de regresar a su posición de descanso natural.

—Disculpe mi entusiasmo —creo que dije por fin, retrocediendo medio paso y tratando de recobrar la compostura perdida—. No pretendía incomodarlo. Es solo que antes, en la confusión del momento, no tuve ocasión de darle a usted las gracias por su gesto, y no pensaba que fuera a tener ya la oportunidad de redimirme.

El joven sonrió de nuevo, esta vez con mayor naturalidad.

—«Redimirse» es un verbo un tanto excesivo, ¿no le parece?

—Dejémoslo entonces en «corregirme» —concedí—. Me salva usted la vida y yo ni siquiera le pregunto su nombre.

—Gaudí. Antoni Gaudí.

El joven despojó su mano derecha del guante que la cubría y me la tendió con la misma ceremonia con la que cuatro horas antes, en la Rambla, me había devuelto mi sombrero lleno de barro.

El gesto me pareció extraño, pero me agradó. Nunca antes nadie había desnudado su mano para mí.

—Gabriel Camarasa —dije, quitándome yo también el guante derecho y estrechándole la mano con firmeza.

El joven sostuvo nuestro apretón de manos durante unos cinco segundos antes de deshacerlo con naturalidad.

—Un placer, señor Camarasa —aseguró. Y acto seguido se puso otra vez el guante, inclinó levemente la cabeza y amagó una discreta retirada hacia la puerta principal del edificio.

Absurdamente, ese gesto me dolió como el desplante de un viejo amigo.

—Me permitirá al menos que lo invite a almorzar, ¿verdad? —me apresuré a decir, echando a caminar a su lado—. Es lo mínimo que se me ocurre para agradecerle su valentía.

—No tiene usted nada que agradecerme, señor Camarasa. Y «valentía» es otra palabra un tanto excesiva.

—«Oportunidad», entonces. Déjeme que le dé las gracias por su oportunidad. Sin sus buenos reflejos, yo no estaría ahora aquí.

Gaudí esbozó una pequeña sonrisa instantánea y, frenando el ritmo de su marcha a unos pocos pasos ya de la puerta, miró a nuestro alrededor con las cejas arqueadas de un modo francamente teatral.

Los estudiantes cabizbajos y aburridos. El pizarrón con los horarios de las clases y sus aulas respectivas. Los grandes grabados de tema arquitectónico que decoraban las paredes de la sala, y en el centro, ignorada por todos, la urna de cristal que contenía una torpe reproducción en madera de la vecina Santa María del Mar. Los altos techos de la vieja sala de contrataciones, espléndidos como todos los de un edificio que una vez había albergado el corazón del comercio de la ciudad más poderosa de la Mediterránea y que hoy, a la vuelta de unos pocos siglos, era solo un mausoleo ridículamente excesivo para el pobre cadáver que albergaba en su interior.

—¿Está usted seguro de que quiere agradecérmelo?

Sonreí yo también.

—Veo que es usted estudiante en la casa —apunté.

—Segundo año. Usted está en primero, deduzco.

—Hoy es mi primer día en la escuela —asentí.

—Entonces todavía está a tiempo de huir —dijo él—. En su lugar, yo no me lo pensaría. Si tiene usted algún talento, aquí se lo secarán antes de que lleguen las Navidades.

—¿Eso le sucedió a usted?

Gaudí atravesó a mi lado el umbral de la puerta noble de la Lonja y se detuvo ante ella.

—Mi talento, por fortuna, está fuera del alcance de estos carcamales infectos —respondió, con los ojos entornados ante la inesperada fuerza del sol de otoño que ahora brillaba en el cielo.

Sonreí de nuevo, aunque el tono en el que el joven acababa de pronunciar aquellas palabras no desprendía, me pareció, toda la ironía que cabía esperar en una declaración de aquel tipo.

—La mañana, desde luego, ha sido decepcionante de principio a fin —concedí.

—Pues no espere nada mejor para la tarde. Esta escuela es el purgatorio que hemos de atravesar si queremos alcanzar nuestra profesión.

—Un símil poco halagüeño.

—Símiles peores se le ocurrirán a usted mismo dentro de un par de semanas, créame. —Gaudí introdujo la mano derecha en las profundidades de su levita y extrajo una pitillera dorada—. ¿Fuma usted, señor Camarasa?

—Solo en ocasiones especiales.

—Una política muy razonable.

El joven me tendió un cigarrillo negro y delgado y una cartera de fósforos sin estrenar. La cartera estaba ilustrada con el rostro sonriente de una señorita peinada a la última moda francesa.

—Monte Táber —leí en el reverso—. Calle del Hospital, 36. —Encendí el cigarrillo y le devolví la cartera a mi nuevo amigo—. ¿Un lugar interesante?

—No creo que a usted le gustara.

—Vaya. ¿Tan rápido se ha hecho una idea de mis gustos?

—Se me da bien leer a la gente —dijo él con naturalidad.

—¿En serio? ¿Y puedo preguntarle qué ha leído en mí en estos cinco minutos?

Gaudí prendió un fósforo con un rápido gesto de fumador experimentado, encendió su cigarrillo y le dio una larga calada. Una densa nube de humo azul se interpuso brevemente entre nosotros.

—Poca cosa —dijo, mirándome con aire distraído—. Tan solo que es usted soltero, que vive solo o en compañía de un varón con el que no le unen lazos de sangre ni una especial amistad, que sus habitaciones están orientadas hacia el norte y son poco soleadas, que colecciona soldaditos de plomo, que no sabe nadar, que es un gran caminante, que tiene tendencia a dejarse engañar en cuestiones de dinero y a confiar en personas que no son dignas de su confianza, que sus relaciones con las mujeres dejan mucho que desear, que no ha fumado más de cinco cigarrillos en su vida, que es aficionado a la música alemana y a la literatura de poca calidad, que hace años que no pisa una iglesia en horas de liturgia, que ha heredado su vocación de arquitecto de un familiar recientemente fallecido, que profesa ideas liberales, que su pasatiempo favorito es la fotografía y que acaba de regresar a Barcelona después de una estancia de no menos de seis meses en un país tropical.

Gaudí coronó su perorata con una nueva calada a su cigarrillo y me miró con una sonrisa satisfecha en los labios, aguardando, comprendí, no la confirmación de sus aciertos o la declaración de sus errores, sino mi puro aplauso asombrado.

—Vaya —repetí.

—También diría que tiene usted costumbre de dormir sobre su costado derecho. Pero eso ya sería pura especulación por mi parte.

—A diferencia de todo lo anterior.

—¿He cometido alguna inexactitud, quizá?

Miré a mi nuevo amigo con creciente curiosidad.

—¿Lo pregunta en serio?

—Tal vez me he excedido al suponer que esa mancha de pintura roja que hay en su muñeca derecha es producto de su afición a pintar soldaditos de plomo —concedió, tras un breve silencio valorativo—. Pero el brillo de magnesio que ha impregnado el cuello de su camisa tiene un origen indiscutiblemente fotográfico.

Me miré la muñeca y vi, en efecto, una pequeña mancha roja que apenas asomaba bajo el puño de mi camisa.

—La fotografía es mi afición principal —confirmé—. En eso ha acertado usted. Pero la última vez que pinté un soldadito de plomo los Borbones seguían cómodamente instalados en el trono de España.

Gaudí hizo un rápido gesto de manos que dejó en el aire un leve rastro de humo y de cenizas volanderas.

—Mi suposición ha resultado ser un tanto aventurada —dijo con perfecta ligereza.

—Esta mancha proviene de la paleta de mi hermana Margarita. Últimamente le ha dado por explorar su lado artístico, y anoche la estuve ayudando a mezclar algunos colores.

—Su hermana.

—Junto a la que vivo, en compañía de nuestros padres, en una soleada torre de la villa de Gracia. Aunque es posible que mis habitaciones estén orientadas hacia el norte, eso no se lo discuto. Esta misma noche lo comprobaré.

Gaudí asintió con gravedad.

—La torpeza de su afeitado y la pobre condición de sus ropas —se justificó, señalando vagamente con un dedo el conjunto de mi persona—. Aunque esto último tal vez se deba a su reciente aventura en la Rambla —concedió.

—¿Y lo de no saber nadar?

—Pura evidencia. El bronceado poco natural de su piel y la notable pérdida de peso que ha experimentado últimamente demuestran que acaba de pasar usted una temporada más o menos larga en un país tropical. Pero en su rostro no se advierte ninguna de las huellas que la sal marina suele dejar sobre la piel de quienes no están habituados a su contacto.

—Si no me equivoco, los países tropicales también tienen zonas de interior —objeté, comenzando a disfrutar de aquel juego—. O incluso, si me apura, podría haber adquirido este tono de piel sin necesidad de haber pasado ninguna temporada en ningún país tropical. Mi bronceado podría deberse, por ejemplo, a una estancia de un par de semanas en Palamós. Y la pérdida de peso podría deberse al disgusto derivado de una mala decisión familiar.

—Si ha pasado usted dos semanas en Palamós, mi teoría se confirma. No sabe usted nadar.

Alcé ambas manos en gesto de concesión.

—Tiene razón. No sé nadar. Y también es cierto que he perdido algo de peso últimamente. Esto lo ha deducido gracias a…

—La holgura excesiva de sus ropas, que sin embargo no son viejas.

—Excelente.

—Pura evidencia. Del mismo modo que resulta indudable que ha estado usted fuera de la ciudad durante seis meses por lo menos. De otra forma, a un joven con sus inquietudes artísticas no le hubieran llamado la atención mis fósforos del Monte Táber. O le hubieran llamado la atención de una forma diferente. ¿Me equivoco?

—No se equivoca. En todo caso, se ha quedado un poco corto en sus cálculos. Regresé a Barcelona hace dos semanas después de haber vivido en Londres durante los últimos seis años.

Al oír esto, Gaudí dejó caer de su rostro la expresión de prestidigitador en apuros que había ido adoptando según avanzaba nuestro intercambio de revelaciones y la sustituyó por otra de sincero interés.

—¿Se marchó en 1868, entonces? —preguntó—. Ese fue el año en que yo llegué a la ciudad. Dos semanas después del triunfo de la Gloriosa.

La Gloriosa.

La revolución —o el pronunciamiento militar— que había expulsado a Isabel II del trono de España en septiembre del 68.

Una de esas palabras mágicas que evocaban de inmediato, en el seno de los Camarasa, una mezcla explosiva de recuerdos y de miserias y de pequeños secretos susurrados con la cara muy seria.

—En ese caso, supongo que el general Prim nos cambió la vida a los dos —dije—. Cuando usted llegaba a Barcelona, mi familia y yo la abandonábamos con el rabo entre las piernas.

Gaudí arqueó de inmediato las cejas, visiblemente intrigado.

—Mi llegada no tuvo nada que ver con la revolución —aclaró—. Mi hermano y yo nos mudamos a Barcelona para continuar aquí con nuestros estudios. —Y luego, tras una breve pausa, añadió—: ¿Puedo preguntarle…?

—Ni siquiera yo lo sé —respondí, recogiendo los puntos suspensivos que el joven había dejado colgando en el aire—. Mi familia es complicada. O el cabeza de mi familia es complicado, para ser más exactos. Lo único que mi hermana y yo sabemos con alguna certeza es que diez días después del golpe de Prim, cuando la reina y su séquito aún estaban buscándose un nuevo lugar en el que vivir, los Camarasa ya ocupábamos las tres plantas de una casa en pleno centro de Londres, en el barrio de Mayfair, y toda nuestra correspondencia llegaba a nombre de un tal señor Collins.

El recuerdo de aquellos días extraños me provocó una breve sensación de irrealidad. Apuré el cigarrillo con un par de rápidas caladas y arrojé la colilla entre las ruedas de un cabriolé que pasaba en ese instante frente a nosotros. Gaudí me imitó con el ceño todavía fruncido.

—Interesante —dijo tan solo.

—Un lunes mi hermana y yo montábamos a caballo entre las arboledas del Jardín del General, y al viernes siguiente estábamos jugando a críquet en Vincent Square —rememoré—. Asuntos de negocios, fue la razón que nos dio nuestro padre la única vez que nos dejó preguntar algo al respecto. Nuestra madre, por su parte, ni siquiera pareció darse por enterada del cambio de domicilio.

Gaudí asintió con aire pensativo. Sus grandes ojos azules brillaban de curiosidad.

—La suya parece una familia interesante.

—No nos hemos aburrido un solo día desde 1861, más o menos —sonreí—. Así que veamos, señor lector de personas: ¿qué le sugiere a usted todo esto?

Antes de que mi nuevo amigo tuviera ocasión de responderme, un grupo de estudiantes apareció por la puerta de la Lonja discutiendo a voz en grito las virtudes y los defectos de la última remesa de camisas holandesas llegadas a la sastrería El Águila. Su irrupción nos obligó, de forma casi literal, a abandonar la acera en la que habíamos estado detenidos hasta entonces y trasladar nuestra pequeña tertulia hasta la inmediata plaza del Palacio.

Poco más de tres horas antes, cuando había entrado en aquella misma plaza acuciado por el reloj e inquieto por las noticias que acababa de conocer a través de Fiona, la belleza de aquel lugar para mí desconocido me había fascinado de una forma poco acostumbrada; y ahora me volvió a suceder lo mismo. La plaza del Palacio, situada al pie del barrio de la Ribera y acechada por toda la humeante fealdad de la ciudad antigua, era un agradable espacio abierto en torno al cual se acumulaban, a golpe evidente de azar pero con extraña armonía, varios de los edificios y algunos de los paisajes urbanos más notables de esta nueva Barcelona que yo ahora estaba apenas empezando a redescubrir.

La antigua Puerta del Mar, abierta como un foco de luz y de brisas marinas en el extremo de la última muralla que no había sucumbido todavía a la voracidad de los especuladores inmobiliarios.

La mole de la Aduana, con la fuente barroca del Genio Catalán frente a ella, y a su espalda, extendiéndose hacia los límites de la Ciudadela, la boscosa silueta del Jardín del General.

El viejo Palacio Real, erizado de almenas y de banderas y vigilado por las torres de Santa María del Mar, que lucían su ennegrecido esplendor muchas veces centenario sobre los tejados de la Ribera.

Los edificios porticados del indiano Xifré, tan sobrios y burgueses como una tarde de domingo en una chocolatería de la calle Petritxol.

La propia Lonja de Mar.

—¿Debo entender que su padre es un hombre de buena posición social? —me preguntó entonces Gaudí, sacándome del breve encantamiento en el que había vuelto a caer a la vista de aquel escenario.

—Lo era al menos hasta hace un mes y medio —respondí—. Si es usted aficionado a los crímenes y a las tragedias coloridas, tal vez haya oído hablar de él: Sempronio Camarasa.

El rostro del joven se ensombreció al instante.

—¿Su padre ya no…?

Negué rápidamente con la cabeza.

—Mi padre goza de excelente salud, no se preocupe. Aunque ahora mismo lo imagino con una cierta acidez de estómago. ¿No ha oído hablar usted de Las noticias ilustradas?

Gaudí asintió con una leve sonrisa.

—Entiendo.

—Mi padre es el propietario. Siempre le han gustado las empresas arriesgadas, y esta es su última aventura —expliqué—. El primer diario sensacionalista de España, a imagen y semejanza de los infectos tabloides ingleses de a penique el ejemplar. Es la especialidad de mi padre: detectar huecos en el mercado y lanzarse de cabeza a cubrirlos. Para eso ha hecho que la familia vuelva a Barcelona después de estos seis años en Londres: para arruinar nuestro apellido poniéndolo al servicio de un diario que no es más que un folletín alimentado de dramas reales.

Gaudí escuchó con rostro serio mi diatriba, y luego dijo algo completamente inesperado.

—Así que su padre es el propietario de un nuevo diario que está dando mucho que hablar en Barcelona, y no para bien. Y esta mañana usted ha estado a punto de perder la vida en el incendio de la sede del principal diario de la competencia.

Hasta ese momento, el papel que mi propio accidente pudiera ocupar dentro de la ecuación del incendio de La gaceta de la tarde era algo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Pensé en ello unos instantes.

—Dudo que mi padre se llegue a enterar de mi pequeño malentendido con esos caballos —dije por fin—. Aunque una empleada suya ha sido testigo de los hechos. ¿Es usted aficionado a la prensa vespertina, señor Gaudí?

—No especialmente. Aunque confieso que he hojeado con curiosidad algún ejemplar de Las noticias ilustradas.

El tono con el que Gaudí pronunció esta frase no invitaba a seguir indagando al respecto.

—No le preguntaré su opinión —dije—. No puede ser peor que la mía, créame. Y de todos modos, los asuntos de mi padre no son mi tema de conversación preferido.

—Los asuntos de nuestros padres casi nunca lo son.

Un par de ruidosas gaviotas sobrevolaron en ese instante la plaza a muy baja altura. Entraron por encima del edificio de la Aduana, trazaron un par de círculos concéntricos sobre la vertical de la fuente y regresaron de vuelta al mar.

Una oportunidad tan buena como otra cualquiera para cambiar de registro.

—En el fondo no somos tan desafortunados —comenté, observando cómo el rastro de las dos gaviotas se desvanecía en el cielo de la Barceloneta—. Nuestro purgatorio goza al menos de unas vistas excelentes.

Gaudí le dedicó una rápida mirada al paisaje que rodeaba la Lonja y forzó, para mi sorpresa, una mueca de evidente desdén.

—¿Le gusta a usted esta plaza? —preguntó.

—Me parece un lugar encantador —asentí—. ¿A usted no le gusta?

El joven se encogió de hombros.

—A fin de cuentas, tal vez no se encuentre usted tan fuera de lugar en esta escuela como yo creía —dijo. Y acto seguido añadió—: Disculpe. No pretendía ser grosero.

Sonreí.

—Pues lo ha sido.

—Discúlpeme entonces. Suelo perder las formas cuando alguien hace ostentación de su mal gusto en mi presencia. —Gaudí hizo una pausa y se mordió ligeramente el labio inferior—. Me parece que acabo de ser grosero otra vez.

Negué con la cabeza.

—No se preocupe —respondí—. Haberme salvado la vida hace un rato le da derecho al menos a tres groserías.

Por primera vez desde que nos conocíamos, Gaudí sonrió sin reserva aparente.

—¿Sigue en pie su oferta de invitarme a almorzar? —preguntó.

—A no ser que tenga usted otros planes…

—Mis únicos planes consistían en degustar un arroz de poeta en Las Siete Puertas. —Gaudí señaló con la barbilla uno de los edificios porticados que se alzaban frente al lateral de la Lonja—. Si no le desagrada la idea, estaré encantado de compartirlo con usted.

Un ómnibus apareció en ese instante por el lateral izquierdo de la plaza y provocó un pequeño revuelo en el grupo de estudiantes que seguían reunidos frente a la puerta de la Lonja. BEBA CERVEZA MORITZ, recomendaba el cartelón amarillo que coronaba el techo del vehículo. Aguardé a que todos los estudiantes acabaran de montar en él antes de responder a la propuesta de mi nuevo amigo.

—Ni sé lo que es el arroz de poeta ni he oído hablar nunca de Las Siete Puertas —confesé—. Pero, como comprenderá, estoy deseando que me cuente usted cómo ha deducido que mis relaciones con las mujeres no han sido hasta el momento todo lo felices que uno podría desear.

Y este fue el inicio, hoy lo sé, de la inmerecida amistad que una vez me unió con el hombre más extraordinario de mi generación.

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