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Aquel primer almuerzo con Gaudí en Las Siete Puertas fue el origen de uno de los principales rituales que ordenaron, a partir de aquel instante, la férrea rutina de nuestra naciente amistad. Cada tarde, cuando a la una en punto terminaba la tercera clase del día y se abría ante nosotros un agradable paréntesis de una hora y media de libertad antes de tener que regresar a las aulas, Gaudí y yo nos encontrábamos al pie de la escalinata de la Lonja, salíamos juntos a la plaza del Palacio y compartíamos un cigarrillo mientras comentábamos las novedades de la mañana. Luego cruzábamos el paseo hasta los edificios de Xifré, bajo uno de cuyos pórticos estaba el restaurante, y allí nos adueñábamos de nuestra mesa esquinera de siempre, repasábamos una carta llena de nombres sonoros y de cifras elevadas y acabábamos pidiendo alguno de los platos más ligeros del menú —un arroz capuchino, un revuelto de legumbres y hortalizas, algo de pescado recién llegado de Arenys— y una botella de vino que mi amigo escogía siempre con la seguridad de un auténtico entendido en la materia. Los caldos que honraban la bodega de Las Siete Puertas tenían cuerpo, textura y una graduación no siempre apropiada para quien debía enfrentarse a tres largas horas de clase justo después de ingerirlos, y a menudo ni siquiera las tazas de negro café que coronaban nuestros almuerzos impedían que Gaudí y yo regresáramos a la escuela con el espíritu inflamado y con el paso entorpecido por los alegres efluvios de Baco.

Según pude ir descubriendo a lo largo de aquellos primeros días de nuestra amistad, Gaudí era un hombre de hábitos regulares que llevaba una vida profundamente irregular; o por decirlo tal vez con mayor justeza, era un hombre de espíritu profundamente irregular cuyas jornadas se organizaban en torno a una serie de hábitos tan regulares como los de un empleado de banca. Todas las mañanas, sin falta, tomaba su frugal desayuno en la misma lechería del barrio de la Ribera, a pocos pasos de su domicilio; todos los días laborables hacía sus comidas en Las Siete Puertas y merendaba en la horchatería del Tío Nelo, situada también bajo los pórticos del mismo edificio del indiano Xifré; todos los sábados y los domingos almorzaba en una de las fondas de la parte baja de la Rambla, cerca siempre de la plaza Real o del llano de las Comedias, y tomaba la merienda en los salones de alguna de las varias sociedades barcelonesas que frecuentaba por motivos más o menos laborales; cada noche, una cena de pan con queso y cerveza en el hostal de la Buena Suerte de la calle Carders precedía a su ronda de visitas por ciertos locales del barrio del Raval a los que ningún empleado de banca decente soñaría jamás con acercarse, pero que él recorría con la misma constancia y tenacidad, con la misma aparente fidelidad incuestionada que presidía el resto de sus actividades diurnas: lugares como el Teatro de los Sueños, como el Cabaret Oriental, como el propio Monte Táber, como un par de edificios casi derelictos de la calle de la Cadena cuyas puertas siempre cerradas no declaraban nombre alguno, y de los que algo habré de decir en páginas futuras de estas memorias.

También los hábitos de trabajo de Gaudí eran regulares en extremo, si bien en este caso, como yo muy pronto descubriría, la naturaleza desusada, excéntrica o incluso a veces escandalosa de muchas de esas ocupaciones profesionales hacía que el rigor inflexible con que el joven las acometía pasara desapercibido o se confundiera, en todo caso, con la industriosa hiperactividad de un lunático entregado a su forma particular de locura.

Mientras dábamos cuenta del sabroso arroz de poeta —un arroz caldoso con setas y espárragos, según resultó— y del buen vino andaluz que protagonizaron aquel almuerzo inicial en Las Siete Puertas, Gaudí y yo empezamos a ponernos sumariamente al día de nuestras respectivas historias personales y de las circunstancias de nuestra vida actual. Supe así que él había nacido en Reus hacía veintidós años —yo tenía veintiuno— y que desde su llegada a Barcelona había compartido con su hermano una serie de habitaciones variadamente humildes en diversas casas de huéspedes del barrio de la Ribera. La última de esas casas estaba situada en la replaceta de Moncada, detrás mismo del ábside de la iglesia de Santa María del Mar, y en ella Gaudí y su hermano ocupaban una buhardilla espaciosa y soleada, pero cuyos techos, al decir de mi amigo, los obligaban a ambos a desplazarse por sus habitaciones perpetuamente humillados y bajo riesgo constante de coscorrón. El hermano de Gaudí se llamaba Francesc, era trece meses mayor que él y estudiaba derecho en el recién inaugurado edificio neomedieval de la Universidad de Barcelona; según me pareció entender aquella primera tarde, la relación entre los dos hermanos no era todo lo buena que había sido años atrás, y acaso se gestaba una separación de sus caminos. Su padre era calderero en una pequeña aldea vecina a Reus llamada Riudoms, su madre era una mujer sencilla, piadosa y muy trabajadora, y la única hermana que había superado la infancia vivía con ellos todavía en la vieja casa familiar. La familia Gaudí, en su conjunto, apenas se diferenciaba en nada de cualquier otra familia decente del campo de Tarragona: hombres y mujeres humildes, abnegados, educados para el trabajo y para la devoción y sin mayores aspiraciones en la vida que la de otorgar un mejor futuro en la ciudad a alguno de sus hijos varones. La venta de algunas tierras y los ahorros de varios años habían permitido que Gaudí y su hermano llegaran a Barcelona en el otoño del 68 con los bolsillos lo bastante cubiertos como para poder iniciar sin grandes apreturas su educación en un buen instituto, y desde entonces una pequeña asignación familiar había ido pagando sus gastos de alojamiento y de manutención. Pero las ganancias provenientes de la calderería eran cada vez más escasas, y todas las esperanzas de supervivencia económica de la familia estaban puestas ya en el futuro profesional de sus dos hijos varones.

Una historia personal, en definitiva, que no podía diferir más de la mía propia, y que a mis ojos engalanaba a Gaudí con una cierta aureola de hombre templado en la escasez y en la estrechura y puesto a prueba por las circunstancias de una cuna poco privilegiada.

Pero también, por supuesto, una historia que no casaba en absoluto ni con la indumentaria ni con las maneras de mi nuevo amigo, ni tampoco con su gusto por la buena comida y por el vino de excelente calidad.

—¿Me permite una pregunta indiscreta? —me sentí obligado a decir, casi en contra de mi voluntad, una vez Gaudí hubo concluido el relato de sus orígenes y devuelto su atención a los últimos bocados de arroz que quedaban en el plato.

—Por supuesto.

—Es solo que no he podido dejar de reparar en la calidad evidente de sus ropas, ni en su forma de desenvolverse en un restaurante en el que pocos estudiantes llegados del campo de Tarragona podrían permitirse almorzar un solo día, y que usted parece frecuentar a diario. O sabe usted gestionar muy bien esa pequeña asignación que su familia le envía todos los meses o aquí hay algo que se me escapa.

Gaudí se llevó su copa de vino a los labios y esbozó una sonrisa un tanto misteriosa.

—Tengo mis propias fuentes de ingresos —dijo tan solo.

—¿Trabaja usted, entonces?

—Podría decirse así.

—¿Es aprendiz en el taller de algún arquitecto? —aventuré—. ¿Trabaja para alguno de nuestros profesores, quizá?

—¿Nuestros profesores? —Gaudí forzó una mueca de desdén que desfiguró por un instante todas las facciones de su rostro—. Nuestros profesores no me darían trabajo en sus talleres ni aunque yo fuera el único arquitecto disponible en toda la península.

—¿Entonces?

—Algunos trabajos sueltos. Un par de aficiones que me reportan, para mi suerte, algún que otro dividendo más allá del puro placer de practicarlas. Nada misterioso.

—Pero aun así, prefiere no entrar en detalles.

Gaudí dejó su copa nuevamente vacía sobre el mantel de hilo blanco que cubría nuestra mesa y me miró con sus ojos grandes y azules, algo empañados ya por efecto del vino.

—Al menos una de esas aficiones podría no parecerle adecuada a un joven de su condición —apuntó con una sonrisa un tanto maliciosa—. Según tengo entendido, los burgueses no siempre ven con buenos ojos las cosas que los hijos de la clase trabajadora tienen que hacer a veces para ganarse el pan.

—¿Pretende usted escandalizarme, señor Gaudí?

—Nada más lejos de mi intención, señor Camarasa. Pero todavía no lo conozco lo suficiente como para saber cuál es su umbral de tolerancia ante según qué clase de actividades comerciales.

—Le recuerdo —repliqué— que mi padre es el propietario de un diario para el que el degüello de un recién nacido a manos de su madre borracha es una noticia digna de portada. A no ser que ejerza usted de verdugo en la prisión de Amalia o se dedique, qué sé yo, a prostituir a niñas de once años en los sótanos de algún taller del Raval, nada de lo que haga para ganarse la vida podrá causarme más que un ligero arqueamiento de cejas.

Gaudí sonrió de nuevo.

—Una de mis ocupaciones me obliga a frecuentar a menudo el Raval —dijo—. Pero le aseguro que no he vuelto a dirigirle la palabra a una niña de once años desde que mi hermana dejó de tener esa edad.

—En ese caso, puede usted confiarme lo que sea.

Uno de los camareros que rondaban por el comedor principal del restaurante llegó en ese instante hasta nuestra mesa y nos preguntó en un susurro si todo seguía estando a nuestro gusto. Ante nuestra respuesta afirmativa, hizo una reverencia que situó la mitad superior de su cuerpo casi en paralelo con el suelo del local y desapareció con el mismo sigilo con el que había llegado a nuestro lado.

Gaudí apuró con una última cucharada su arroz caldoso, dejó el cubierto sobre el plato vacío y después lo apartó hacia un extremo de la mesa.

—Tal vez pueda hablarle de una nueva ocupación que me ha surgido hace apenas un par de semanas —dijo, repartiendo entre nuestras copas el contenido final de la botella de vino—. Sabiendo de su afición por la fotografía, seguro que le resulta interesante. ¿Ha oído usted hablar de la Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo?

La Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo. Había oído hablar de ella, en efecto: su nombre aparecía en varias de las cartas que Fiona me había enviado a Londres desde Barcelona a finales de 1873, cuando ella y su padre acababan de instalarse en la ciudad con objeto de hacerse cargo de las mil y una gestiones de índole práctica que habrían de desembocar, al cabo de apenas diez meses, en la fundación de Las noticias ilustradas. Armada con su todavía escueto castellano aprendido en el hogar de los Camarasa, y con la cabeza llena como siempre de un revoltijo indescifrable de ideas extrañas y oscuras, Fiona no había tardado ni un par de semanas en empezar a frecuentar algunos de los ambientes más extraordinarios de su nueva ciudad. Uno de esos ambientes era el círculo espiritista cuyo nombre Gaudí acababa de pronunciar, y que en mi recuerdo de las cartas de Fiona no se dedicaba a otra cosa que a convocar a los espíritus de los muertos en elegantes reuniones sociales mantenidas en torno a un velador.

La relación entre el bolsillo de mi amigo y esa absurda sociedad de creyentes en fantasmas parecía tan improbable que tuve que sonreír de forma, me temo, un tanto despectiva.

—¿Se gana usted la vida ejerciendo de médium, señor Gaudí?

—¿Le ofendería a usted que así fuera, señor Camarasa?

Dejé de sonreír de inmediato.

—¿Habla en serio? —pregunté.

—Por supuesto que no. Ejercer de médium es algo que todavía no me he llegado a plantear; aunque si los precios de la carta de este restaurante siguen subiendo como hasta ahora…

—No es médium, pero trabaja usted para una sociedad espiritista. Y conociéndolo desde hace ya una hora, sospecho que tampoco es usted portero, ni camarero, ni el chico que limpia la sala cuando se marchan los espíritus.

—Sospecha usted bien. —Gaudí bebió un último sorbo de su copa de vino y la apartó también hacia el extremo derecho de la mesa—. Creo que le gustará saber que yo también comparto su afición por la fotografía. De hecho, si no existiera la arquitectura, probablemente la fotografía sería hoy en día mi profesión.

—Me da usted una noticia estupenda, querido Gaudí —exclamé con sincera alegría—. Es usted el primer aficionado a la fotografía que conozco en esta ciudad.

Mi nuevo amigo me devolvió la sonrisa al tiempo que alzaba una mano en dirección a nuestro camarero. Por un instante temí que fuera a pedir una segunda botella de vino para celebrar la ocasión.

—Café, por favor —dijo. Y al instante añadió—: Le confesaré que a mí también me ha alegrado ver esas huellas de magnesio en el cuello de su camisa.

—Ahora entiendo cómo las ha reconocido.

—Ningún misterio, ya lo ve. Yo mismo he padecido más de una vez este pequeño inconveniente de nuestra afición. Aunque le confieso que yo nunca he salido a la calle con el cuello de la camisa en un estado tan deplorable —declaró, señalando la prenda en cuestión con un rápido gesto de su mano derecha.

—Tal vez sus habitaciones son más soleadas que las mías —aventuré, apurando yo también mi último trago de vino—. O puede que disponga usted de mejores espejos. Pero sigo sin ver la relación entre nuestra afición por la fotografía y su trabajo para ese grupo de espiritistas.

—Es muy sencillo —dijo Gaudí—. Si está usted un poco al tanto de la evolución del movimiento espiritista a lo largo de los últimos años, sabrá que el objetivo principal de quienes profesan este nuevo credo ya no es el de reunirse en una habitación a oscuras, cogerse de las manos e invocar a esos espíritus que, según su creencia, rondan nuestro mundo material a la espera de comunicarse con nosotros. El espiritismo aspira ahora a alcanzar la condición de disciplina científica, y lo que sus defensores más serios buscan es la manera de demostrar de una forma incontrovertible la veracidad del principal de sus postulados: la pervivencia física del espíritu más allá de la muerte. La Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo está a la vanguardia de este nuevo empeño, y como parte de su proyecto me han encargado el desarrollo de una cámara fotográfica capaz de capturar e impresionar la imagen de los espíritus que se manifiestan durante las sesiones mediúmnicas.

La llegada del camarero con nuestras humeantes tazas de café negro cubrió el silencio que había seguido a la inesperada revelación de mi nuevo amigo. Un pequeño recipiente de metal lleno de azúcar cubano, dos cucharillas de plata, un estuche de mondadientes y dos largos vasos de agua carbonatada completaban el contenido de la bandeja que el hombre desplegó ante nosotros antes de desaparecer de nuevo en posición de reverencia.

Disolví un par de cucharadas de azúcar en el café negrísimo y me humedecí los labios en él antes de decir:

—Por supuesto, usted sabe que la fotografía, aunque parezca un acto de magia, no lo es…

Gaudí envaró ligeramente todas las facciones de su rostro.

—Sinceramente, no creo que mis conocimientos técnicos sobre el arte de la fotografía tengan nada que envidiar a los suyos, señor Camarasa.

—Era solo una frase, señor Gaudí —me apresuré a decir—. No pretendía sugerir nada con ella. Es solo que estoy seguro de que usted no cree en esa tontería de fotografiar a los espíritus, ¿verdad?

—¿Le parece a usted una tontería, entonces?

—Una cámara tan solo puede fotografiar aquello que tiene delante —me limité a decir—. Los sueños no impresionan una placa fotográfica.

—Los sueños desde luego que no —concedió Gaudí—. Pero ¿quién nos dice que un espíritu no puede hacerlo?

—¿Un espíritu no es un sueño?

Gaudí se sirvió una cucharada de azúcar en su café y la revolvió en medio de un agradable tintineo de plata contra porcelana de primera calidad.

—La realidad, amigo Camarasa, es mucho más compleja de lo que a menudo nos gustaría pensar.

—Eso es algo que yo nunca he puesto en duda.

—Nuestros sentidos nos ponen en contacto con un mundo cuyas formas están delimitadas por esos mismos sentidos. Vemos solo aquello que nuestros ojos están preparados para ver, del mismo modo que únicamente oímos lo que nuestros oídos son capaces de oír. Pero también sabemos que, más allá de los espectros y de las frecuencias que nuestros sentidos alcanzan a descifrar, hay sonidos y colores que se nos escapan por completo. Sonidos y colores que quedan por encima o por debajo de nuestro umbral de percepción. Que existen fuera de nuestro alcance.

—Y opina usted que los espíritus de los muertos habitan en ese espacio de colores y sonidos a los que nuestros sentidos no pueden llegar.

—Solo digo que no me parece una idea descabellada.

—¿Y cómo piensa usted fotografiar aquello que nosotros, por definición, nunca podremos llegar a ver?

—¿Y quién le dice a usted, señor Camarasa, que una disposición apropiada de las lentes de una cámara fotográfica no puede acceder a esos espectros cromáticos que a nosotros nos están vedados? ¿Qué le hace estar tan seguro de que allí donde nuestro ojo es incapaz de llegar no puede llegar tampoco el ojo especialmente diseñado de una cámara?

Pensé en ello durante unos instantes. Que el juego de lentes y de luces y sombras de una cámara fotográfica pudiera alcanzar a ver aquello que resultaba invisible para el ojo desnudo. Que una emulsión de nitrato de plata y un pequeño fogonazo de magnesio pudieran impresionar sobre una placa la imagen de un espíritu desencarnado.

Que los milagros de la ciencia sirvieran un día para probar los aciertos de la superstición.

—Una idea interesante, sin duda —dije—. ¿Pagan bien?

Gaudí amagó una sonrisa que iluminó de nuevo sus ojos ya limpios de cualquier sombra etílica. Los efectos del buen café y de la extraña conversación.

—No me puedo quejar —respondió. Y acto seguido añadió—: Se me ocurre que tal vez le gustaría a usted acompañarme algún día al pequeño taller que la Sociedad ha dispuesto para mí en su sede. Me interesará conocer su opinión sobre mis primeros avances.

Sus primeros avances.

Asentí gravemente con la cabeza.

—Será todo un honor —dije.

—Excelente.

—Siempre y cuando usted me acompañe también algún día a mi casa. En nuestro sótano dispongo de un pequeño estudio fotográfico en el que acaso encuentre usted algún material de utilidad para su proyecto. Me atrevo a decir que muchos de los instrumentos que he traído conmigo desde Londres no se han visto todavía a este lado de los Pirineos.

Gaudí asintió a su vez, visiblemente complacido ante la idea, y acto seguido, como si sellara con ello nuestro pequeño acuerdo, tomó su vaso de agua carbonatada y bebió un par de largos tragos que lo vaciaron casi por completo.

—Excelente —repitió, tras reprimir a medias un eructo provocado por el digestivo—. Pero ahora, si le parece, tendríamos que dar por terminado este agradable almuerzo. Son cerca de las dos y media y tenemos un purgatorio al que regresar.

Cuando salimos al exterior, el cielo se había encapotado sobre la plaza del Palacio y el aire olía de nuevo, me pareció, a esa misma mezcla de humo, cenizas y niebla marina que había ejercido de telón de fondo olfativo durante mi pequeña aventura matinal en la Rambla. El recuerdo del incendio de la sede de La gaceta de la tarde acudió un instante a mi cerebro y enseguida volvió a desaparecer. Tomé el cigarrillo y la cartera de fósforos que Gaudí me tendía, lo encendí al resguardo de uno de los pórticos y admiré de nuevo, antes de devolvérsela, el dibujo de la mujer que decoraba la cubierta.

Monte Táber. Calle del Hospital, 36.

—El séptimo cigarrillo de su vida —dijo Gaudí, poniendo una mano sobre mi espalda e invitándome a cruzar de esta manera la avenida tras el paso de un carro cargado de calabazas.

En consideración a nuestra naciente amistad, no quise desmentir tampoco esta vez su muy equivocada deducción.

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