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Tal y como yo me había temido, las consecuencias del incendio de la calle de la Canuda no tardaron ni veinticuatro horas en empezar a salpicar a los máximos responsables de Las noticias ilustradas. En apenas un par de días, los nombres de Sempronio Camarasa, Martin Begg y Fiona Begg —cuyas explícitas ilustraciones de portada habían sido objeto predilecto de las críticas de La gaceta de la tarde durante su campaña de agresión y desprestigio contra el diario rival— pasaron de mencionarse con cierta cautela en el contexto de las crónicas que se hacían eco de las circunstancias del incendio a protagonizar columnas enteras en las que prácticamente se los acusaba de ser los últimos responsables de lo sucedido, ya fuera de hecho, por inspiración sobre alguno de sus lectores, o más probablemente, ay, a través de la profunda corrupción general que el nuevo diario estaría introduciendo en el ambiente moral de una ciudad que, según cabía deducir de la lectura de esta clase de artículos, hasta entonces no había conocido el mal gusto ni el sensacionalismo, ni tampoco los desórdenes de ningún tipo. A finales de esa misma semana, la onda expansiva del escándalo había crecido hasta límites insospechados —denuncias cruzadas en los tribunales, anónimos en el correo, peticiones formales de censura firmadas por algunas de las testas mejor cubiertas de Barcelona, incluso algún ataque físico contra el palacete de Fernando VII— y había comenzado a perturbar también las vidas de quienes, como yo, nos movíamos en la más estricta periferia del diario y no manteníamos con él otra relación que la puramente familiar.

Ya la forma en que los vendedores de diarios de la Rambla voceaban aquella primera tarde la historia del incendio no auguraba nada bueno, con el dibujo de portada de Fiona —una vista general del lugar de los hechos en la que todo era caos y confusión y metafórico crujir de dientes, y en la que el cartel con el nombre de La gaceta de la tarde parecía refulgir con fuego propio en el centro exacto de la composición— destacando como siempre entre las sobrias portadas tipográficas de la competencia, y alguno de los comentarios que yo mismo pude oír entre los corrillos de curiosos que a las siete de la tarde aún se agrupaban frente a las ruinas consumidas del edificio me confirmaron en los temores que ya le había expresado aquella mañana a Fiona: por improbable y absurda que pudiera parecernos, la relación entre los ataques vertidos desde las páginas de La gaceta de la tarde contra Las noticias ilustradas y el incendio de la sede de aquel primer diario resultaba demasiado golosa como para que nadie con un mínimo de imaginación —o con algún interés en juego, o con unas simples dosis de mala voluntad— la dejara pasar de largo sin entretenerse antes un poco con ella.

A la mañana siguiente, en efecto, los tres grandes diarios de la ciudad mencionaban en sus crónicas sobre el incendio la rivalidad abierta entre La gaceta de la tarde y Las noticias ilustradas. Dos de ellos repasaban con algún detalle el intercambio de acusaciones y de improperios que ambas publicaciones se habían dedicado a lo largo de la última semana, y el más osado dejaba caer, sin faltar a la verdad, que gracias a aquel incendio el nuevo diario propiedad de Sempronio Camarasa pasaba a adueñarse del pastel casi completo de la prensa vespertina barcelonesa. Nadie señalaba todavía con el dedo a mi padre, nadie afirmaba o sugería siquiera que el incendio de la Canuda pudiera haber sido otra cosa que un accidente, si bien una nota en el Diario de Barcelona aprovechaba para recordar algunas de las arriesgadas maniobras empresariales que mi padre había llevado a cabo durante los últimos años. Ni siquiera el propietario de La gaceta de la tarde, un gerundense de cincuenta años apellidado Tarroja, se atrevía por el momento a buscar culpables de su mala fortuna, y en las breves declaraciones que recogía el propio Diario se limitaba a denunciar —con cierta razón— el oportunismo y el mal gusto de la cobertura que Las noticias ilustradas había hecho del incendio aquella misma tarde. La ilustración de Fiona que decoraba la portada era, en palabras de Tarroja, «una muestra más del talento con el que esa dama inglesa toma la desgracia ajena y la convierte en excremento», y las cuatro páginas igualmente ilustradas del correspondiente artículo interior eran «un ejercicio de carroñerismo desvergonzado indigno de venderse bajo el nombre de información». Frases más o menos precavidas, sugerencias más o menos incómodas, asociaciones de ideas que mi padre hubiera preferido no ver publicadas. Pistas todas ellas de lo que podría estar cociéndose en el seno de algunas redacciones y en el interior de algunos cerebros; pero nada, en cualquier caso, que hiciera presagiar la velocidad a la que iban a empezar a sucederse los acontecimientos a partir del día siguiente.

—¿Todo bien? —recuerdo que le pregunté a mi padre esa noche del martes, cuando de camino hacia mi dormitorio, después de haber cenado a solas con mi hermana en el patio y de haber compartido con mi madre una taza de chocolate y unos melindros en el salón de tarde, asomé como de costumbre la cabeza por la puerta de su despacho para desearle las buenas noches.

El hombre estaba sentado ante su escritorio en mitad de un revuelto de papeles y diarios que amenazaba con desparramarse por sus cuatro costados. Iba en mangas de camisa, tenía un cigarrillo colgado de los labios y su aspecto era, en general, el de un viejo de sesenta años repentinamente alcanzado por su edad verdadera.

—Todo en su lugar —respondió como siempre, completando así nuestro intercambio habitual de todas las noches.

—¿Nada de lo que preocuparnos, entonces?

Mi padre levantó la cabeza de la hoja de papel amarillo que estaba inspeccionando y me miró con aparente curiosidad, como si no supiera de qué le estaba hablando. O quizá, más bien, como si lo sorprendiera el hecho de que su único hijo varón le estuviera hablando por propia iniciativa.

—¿Qué quieres decir?

—El incendio de ese diario. ¿No debemos preocuparnos?

—¿Preocuparnos nosotros? —preguntó, apañándoselas de algún modo para sonreír de forma despectiva con el cigarrillo todavía en la boca—. ¿Por la desgracia de un diario de la competencia?

—Ya sabes a lo que me refiero.

Mi padre negó con la cabeza.

—Nosotros no tenemos nada de lo que preocuparnos —declaró, zanjando el tema a su manera habitual: agachando de nuevo la cerviz y desapareciendo en su trabajo.

Doce horas más tarde, los tres grandes diarios de la mañana habían difundido ya por toda la ciudad las nuevas noticias.

En opinión de los bomberos, de la policía judicial y de varios supuestos expertos a los que las crónicas citaban sin identificar, el incendio de la boca de la Canuda había sido provocado. Tanto el color de las primeras llamas como la velocidad a la que estas se habían propagado por la primera planta del edificio indicaban la presencia de alguna clase de elemento utilizado para acelerar la combustión, aseguraban las primeras páginas de La actualidad y del Diario de Barcelona, mientras que La información iba un paso más allá e identificaba ese elemento como creosota. De acuerdo con sus informaciones, cuya fuente tampoco se identificaba, en algún lugar de esa primera planta se habrían hallado restos de un paño de lana empapado en dicha sustancia, y la policía creía que ese era el instrumento que el supuesto incendiario habría utilizado para desencadenar el desastre. La teoría del incendio accidental quedaba así aparcada definitivamente, al menos para el grueso de la prensa de la ciudad y, con ella, para el conjunto de la opinión pública que esos tres diarios moldeaban cada mañana a golpe de información impresa.

Problemas, intuí de nuevo, nada más bajarme del tranvía frente a las Atarazanas y comprarle los diarios a uno de los muchos vendedores que estaban apostados al pie del paseo de la Muralla.

Si el incendio de las oficinas de La gaceta de la tarde había sido provocado, la veda contra Las noticias ilustradas no tardaría en abrirse de forma definitiva.

—Ya lo ha leído usted —me saludó Gaudí quince minutos más tarde, cuando nos encontramos en la plaza del Palacio para fumarnos juntos el primer cigarrillo de la mañana antes de entrar en la Lonja.

Él también llevaba bajo el brazo un ejemplar de La información doblado en cuatro partes.

—¿Qué le parece? —pregunté.

—Me parece que tenía usted razón anteayer: a su padre no le faltan motivos para tener acidez de estómago. ¿Ha llegado a la parte de los insultos personales, o ha dejado de leer en la entrevista?

—Me temo que he ojeado solo las dos primeras páginas…

Mi amigo arrugó graciosamente la nariz.

—Entonces aún tiene usted unas cuantas emociones por delante.

Como descubrí enseguida, el protagonista de la entrevista a la que Gaudí acababa de referirse era un tal Víctor Sanmartín, redactor de La gaceta de la tarde especializado en cuestiones judiciales y delictivas y ahora también, al parecer, autoasignado rastreador de las verdades ocultas tras el incendio del lunes. En cada una de sus respuestas a las cinco preguntas que se le formulaban en la entrevista, el señor Sanmartín se las apañaba para arrojar una nueva sombra de duda sobre la implicación de los responsables de Las noticias ilustradas en los hechos. Implicación directa o indirecta, por acción o por omisión, delictiva y punible o puramente simbólica, pero implicación al fin y al cabo. A ojos de Víctor Sanmartín, que hablaba —cabía entender— en nombre del diario para el que nominalmente aún seguía trabajando, no había duda de que detrás del incendio de la boca de la Canuda se encontraban Sempronio Camarasa y su pequeña troupe londinense de revolucionarios del papel prensa.

Más problemas.

—Estupendo —murmuré—. ¿Y dice que los insultos personales todavía no han empezado?

—La sección de cartas de los lectores. —Gaudí dejó caer al suelo su cigarrillo aún a medio terminar y alzó la vista al reloj que presidía la fachada de la Lonja—. Resérveselas mejor para su clase con el señor Rogent. Seguro que le vendrá bien tener algo con lo que distraerse durante esa hora.

Doblé el diario, pues, y lo añadí a los otros dos que ya descansaban bajo mi brazo izquierdo.

—Cambiando de tema, entonces —dije, apurando con dos últimas caladas mi cigarrillo y echando a caminar yo también en dirección al edificio de la escuela—. ¿Tiene usted planes para el viernes por la tarde?

—Pensaba encerrarme en casa y aprovechar la tarde libre para trabajar en un nuevo proyecto. ¿Me ofrece usted algo mejor?

No me planteé siquiera interrogar a Gaudí acerca de la naturaleza de ese nuevo proyecto: apenas dos almuerzos y otras tantas meriendas con él me habían bastado para tener sobrada noticia de su naturaleza reservada.

—Mi hermana Margarita lo invita a merendar con nosotros en nuestra casa —dije—. Quiere conocer al hombre que le salvó la vida a su hermano. Y le advierto que Margarita no es una de esas personas que admiten un no por respuesta.

—Ya veo.

—Pero es una criatura adorable. Se lo digo yo, que llevo diecisiete años sufriéndola.

Ya en la media penumbra de la antigua sala de contrataciones, Gaudí sonrió con un ligero aire enternecido. Alguien acababa de pensar en su propia hermana.

—Entiendo que la invitación incluye una visita a ese famoso taller fotográfico suyo —dijo.

—Entiende bien. ¿Contamos con usted?

—Por supuesto. Transmítale a su hermana mi agradecimiento por la invitación. —Mi amigo se detuvo ante el pizarrón de las clases y señaló con el dedo nuestros respectivos destinos—. Sus ventanas dan a la plaza del Palacio, las mías a los pórticos de Xifré. Le envidio.

—¿Me envidia?

—Tiene usted un aula con vistas a esa plaza que tanto le gusta y un puñado de cartas absurdas por leer. Su primera hora va a ser mucho más entretenida que la mía.

Las tres clases de aquella mañana resultaron tan decepcionantes como las dos de la tarde: temas monótonos, profesores envejecidos, ideas poco o nada actualizadas y un ambiente general de conformismo, de desidia, de falta de curiosidad y de entusiasmo por las materias a tratar que empezaba a confirmar de manera preocupante todas las advertencias que Gaudí me había hecho el lunes sobre la Escuela de Arquitectura. Con todo, no tuve ocasión de ponerme a leer las cartas de los lectores de La información hasta cerca ya de las seis, mientras mi amigo y yo esperábamos en una de las pocas mesas libres de la horchatería del Tío Nelo a que nuestro camarero nos sirviera los dos pedazos de pastel de músico y las dos tazas de café con leche que acabábamos de pedirle: el tamaño medio de las aulas de la escuela permitía la cabezada ocasional de sus alumnos, pero no el despliegue de un diario, y a la hora del almuerzo tampoco había querido poner en riesgo un buen plato de alcachofas de San Baudilio sometiéndome a lo que ya intuía que iba a ser una lectura poco digestiva.

El contenido de las cartas era decididamente monótono: lectores cultos y biempensantes, tradicionalistas, presumiblemente acomodados, muy catalanes o muy españoles, que aprovechaban la ocasión del incendio y de todo lo que en torno a él empezaba a agitarse para, a través de Las noticias ilustradas, atizarle con saña a cuanto oliera a popular y a extranjerizante. En todas esas cartas, el que los responsables de un diario sensacionalista, dirigido por ingleses y orientado a las clases iletradas, le habían prendido fuego a las oficinas de un buen diario burgués era un hecho que se daba por supuesto: esa era la premisa a partir de la cual se organizaban sus discursos variadamente clasistas y patrióticos. Había, así, quien lamentaba que la ley de libertad de prensa amparara «engendros cuya única vocación es pervertir el gusto impresionable de las clases no cultivadas» o diera protección legal a un diario «dedicado, desde el primer día, a fomentar los vicios y a halagar las flaquezas de unas capas de la sociedad cuya falta de educación las convierte en presa fácil para los mercachifles de la desgracia ajena». Había quien establecía una relación directa entre la sangrienta profusión de asesinatos, de robos con violencia, de suicidios y de agresiones domésticas en las páginas de Las noticias ilustradas y el «comprobado repunte de la criminalidad y la violencia en los barrios populares de Barcelona durante el último mes y medio». Había quien aseguraba que «prenderle fuego a un edificio de cuatro plantas para conseguir así una portada llamativa es solo un paso lógico más en la escalada de la insania que ese diario ha venido protagonizando desde su misma fundación», y había también, por supuesto, quien se maravillaba de que el cerebro y el corazón de una mujer pudieran contener «tanta suciedad, tanta negrura, tan poca compasión por la desgracia o la debilidad ajenas y, en definitiva, un conocimiento tan exhaustivo de los aspectos más sórdidos de la realidad como el que demuestran los dibujos de la señorita Fiona Begg, que no duda en firmar con su nombre cada uno de los engendros salidos de su pluma, como si esos dibujos fueran para ella realmente motivo de orgullo y de satisfacción, y no de vergüenza».

Fiona era, de hecho, el blanco preferido de las iras de casi todos esos corresponsales biliosos: más aún que Sempronio Camarasa o que Martin Begg, mucho más que cualquiera de los otros ilustradores y cronistas y redactores con firma que formaban parte del proyecto de Las noticias ilustradas, era ella la que en esas cartas acababa convertida en una suerte de encarnación definitiva de todos los males asociados al nuevo diario. Mujer, inglesa y dueña de la pluma menos amable que se hubiera visto nunca en esta ciudad: una triple desvergüenza que muchos, ahora, ya no estaban dispuestos a seguir tolerando.

Mientras leía todos aquellos desahogos infectos y los comentaba con mi amigo, me sorprendí alineándome por primera vez del lado de mi padre y de los Begg en nada que tuviera relación con su empresa compartida. Entre un periodicucho sensacionalista de intenciones dudosas y gusto aborrecible y una horda polvorienta de santurrones cargados de convicciones heredadas, no me cabía duda de a qué bando apoyar.

Gaudí, al parecer, no lo tenía tan claro.

—Alguna razón no le falta a este caballero —acabó diciendo, para mi infinita sorpresa, después de oírme recitar una última tirada en contra del «realismo intolerable» de los dibujos de Fiona contenida en una carta a cuyo pie figuraban las iniciales F. M.

—¿Disculpe?

—Usted mismo dijo cosas muy parecidas anteayer, cuando me habló por primera vez del diario de su padre.

Moví la cabeza con incredulidad.

—Este caballero —repliqué, golpeando un par de veces con la punta de los dedos la página correspondiente del diario— también dice que todas las personas relacionadas con Las noticias ilustradas deberían acabar en la cárcel como responsables colectivos del incendio de la Canuda. ¿En esto tampoco le falta razón?

El rostro de mi amigo no se inmutó ante mi tramposa pregunta.

—Eso es una tontería, como casi todas las cosas que se dicen en esas cartas —afirmó con tranquilidad—. Pero ni la demagogia interesada ni los excesos de todos estos ataques que ahora están recibiendo su padre y sus amigos cambian el hecho de que la política editorial del diario que dirigen es indefendible.

—No creo que esto tenga nada que ver con lo que aquí se está tratando —repliqué, doblando por fin el ejemplar de La información y apilándolo sobre los otros dos diarios en un rincón de la mesa.

—Todo ejercicio artístico tiene implicaciones morales. A través de los dibujos de esa señorita, su padre ha apelado a los instintos más bajos de un público educado en la falta de compasión y en el amor al chismorreo. Y ahora ese público se ha vuelto en su contra atraído exactamente por lo mismo que esos dibujos le ofrecían: una ocasión para el escarnio y para el chismorreo.

Negué de nuevo con la cabeza.

—No creo que el público de Las noticias ilustradas sea el mismo que ahora escribe estas cartas —repuse—. Su teoría es admirablemente simétrica, pero falsa.

Gaudí sonrió.

—Lo único que digo es que todos nuestros actos tienen consecuencias.

—Mi padre, entonces, es responsable del incendio.

—Su padre es responsable de haberse colocado en una situación en la que alguien, ahora, puede llegar a considerarlo responsable de ese incendio.

—Se ha levantado usted hoy sofista, amigo Gaudí —dije—. ¿Y ahora en sermo vulgaris?

—Que los dibujos de esa señorita, amigo Camarasa, van a traerle a su padre unos cuantos disgustos que un hombre de su situación podría haberse evitado con mucha facilidad.

Por segunda vez, no me gustó la forma en que Gaudí pronunció la palabra «señorita».

—Si mi padre ha llegado a alcanzar la situación que hoy ocupa es gracias, precisamente, a meterse en jardines como este en el que ahora se encuentra —dije, pensando en alguno de los pocos negocios de mi padre de los que yo había llegado a tener noticias concretas en el pasado—. Y déjeme decirle también que esa «señorita», como usted la llama, es una artista de primera clase que ahora, por las circunstancias de la vida, se ve obligada a malvender su arte a cambio de un techo en nuestra casa y un plato de comida en nuestra mesa. Usted debería comprenderla mejor que nadie —añadí, tal vez con poco fair play.

Gaudí, en cualquier caso, no se dejó impresionar por mi defensa de Fiona.

—Si su amiga está malvendiendo su arte, no es una artista de primera clase —zanjó el tema—. Pero tiene razón, no seré yo quien juzgue la forma en que los demás se ganan la vida. —Y luego, tras una breve pausa, preguntó—: ¿Un techo en su casa y un plato en su mesa, ha dicho?

—Fiona y su padre ocupan una antigua casa de labranza situada dentro de los terrenos de nuestra torre. Parte de su acuerdo laboral. —Quité importancia al tema con un gesto de la mano derecha—. Yo fui el primero que lamentó la decisión de mi padre de volver a Barcelona y fundar el diario. Y yo soy también el primero al que le desagradan todas esas historias ilustradas de accidentes y de asesinatos. Pero, si alguien quiere convertir un juicio moral en la base de una acusación de delito contra mi padre o contra una buena amiga, no creo que yo deba mantenerme al margen.

El camarero llegó en ese instante a nuestra mesa con una bandeja de plata en la mano derecha y una sonrisa profesional prendida de los labios. Dejó los platos con el pastel y las tazas de café con leche perfectamente alineados ante nosotros, hizo una media reverencia y, sin dejar de sonreír, regresó de nuevo al ajetreo de la barra rebosante de estudiantes ruidosos.

—En ese caso, le recomiendo que preste usted atención a la sintaxis y al vocabulario de todas esas cartas —dijo Gaudí, inspeccionando con la punta del tenedor la consistencia de su pastel—. Le agradará saber que la opinión pública no siempre es un ente tan amplio y difuso como lo pintan nuestros amigos de la prensa.

Detuve el viaje de la taza de café con leche hasta mis labios, sinceramente sorprendido.

—¿Quiere decir…?

—Esas seis cartas las ha escrito una misma persona —asintió mi amigo—. Y su estilo se parece sospechosamente al de ese tal Víctor Sanmartín, el entrevistado de la página cuatro. O al de la persona que ha recogido sus declaraciones, claro.

Pensé en ello durante unos segundos.

—¿Eso es bueno o es malo?

Gaudí se encogió de hombros.

—Es interesante —dijo—. Cuando terminemos de comer, tal vez podríamos echarle un vistazo a las cartas de esos otros dos diarios.

—A ver si tienen una mayor variedad de registros —asentí—. Alguien quiere azuzar a las fieras en contra de mi padre.

Mi amigo se llevó un primer bocado de pastel de músico a la boca.

—O alguien quiere, sencillamente, hacerse un nombre en la profesión y vender unos cuantos diarios.

«¿Eso es bueno o es malo?», pensé de nuevo. Pero esta vez me guardé la interrogación para mí.

Como ya había hecho en las dos jornadas anteriores, esa tarde me despedí de Gaudí en la puerta de la horchatería y emprendí a pie el camino de regreso a casa siguiendo la triple línea recta del paseo de la Muralla, la Rambla y el paseo de Gracia. Al pasar ante la boca de Fernando VII me planteé la posibilidad de acercarme a las oficinas de Las noticias ilustradas y hacer algunas preguntas sobre Víctor Sanmartín, cuyos hábitos sintácticos y léxicos parecían asomar también, en efecto, en muchas de las cartas de los lectores publicadas en el Diario de Barcelona y en La actualidad. Terminé por no hacerlo: eran ya más de la siete de la tarde, el día en la escuela había sido largo e intenso, en casa me esperaban unas cuantas placas fotográficas por impresionar y, en el fondo, la idea de ponerme a interrogar a los empleados de mi padre sobre un supuesto plumilla de la competencia aficionado a los pseudónimos y a la difamación gratuita me atraía muy poco.

Así pues, me pasé el resto de la tarde y parte de la noche encerrado en mi taller fotográfico, trabajando en algunos retratos de Fiona que había tomado la tarde anterior, y dediqué el resto de la velada a cenar en el patio con mi hermana y a compartir con ella sus propias novedades del día. Los dos policías llegaron a casa sobre las ocho y media y se marcharon a las nueve; yo me crucé con ellos en el jardín principal de la torre, cuando iba de camino a la mesa en la que Margarita me esperaba con su cara de grandes noticias. La cara de mi padre, imaginé, sería mucho menos agradable mientras escuchaba en su despacho las primeras preguntas oficiales sobre disputas entre diarios, sobre rumores y maledicencias, sobre paños de lana empapados en creosota.

Porque aquello sí que era, definitivamente, el principio de todo lo que estaba por venir.

—¿Todo bien? —le pregunté esa noche a mi padre, como todas las noches, desde el umbral de la puerta de su despacho.

Y el hombre, también como siempre, alzó la cabeza de sus papeles y me respondió:

—Todo en su lugar.

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