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Las habitaciones que Antoni Gaudí y su hermano Francesc compartían en pleno corazón del barrio de la Ribera ocupaban la buhardilla de un viejo edificio de cuatro plantas cuyo aspecto, para mi consternación, no era muy distinto al de cualquier pensión por horas del East End de Londres. Grandes desconchones de pintura, humedades del tamaño de velas latinas y una pátina general de hollines acumulados a lo largo de los años afeaban una fachada que alguna vez debió de parecer razonablemente lucida, tal vez incluso elegante, pero que ahora sugería tan solo la inminencia de un colapso de consecuencias letales. De muchas de las ventanas colgaban tendederos cargados de ropa de cama amarillenta, prendas íntimas de basta hechura y blusones de obrero, y en los alféizares de algunas de ellas había macetas con geranios de un aspecto tan encallecido que bien podrían llevar siglos enteros allí arriba. Las ventanas de la buhardilla que coronaba el edificio eran todas pequeñas y circulares, como rosetones de iglesia en miniatura o quizá, más bien, como los ojos de buey de un barco transatlántico. La puerta exterior del edificio estaba abierta de par en par, y los dos pequeños escalones que daban acceso a ella estaban ocupados por otros tantos muchachos enfundados en la indumentaria corriente de los pilluelos de ciudad.

—¡Señor G! —gritó uno de ellos, en cuanto nos vio aparecer a Gaudí y a mí por la esquina de la replaceta de Moncada—. ¡Llevamos una hora esperándolo!

A mi amigo no pareció agradarle en absoluto aquel encuentro.

—Ezequiel, Arturo —murmuró, al tiempo que saludaba a los dos muchachos con una leve inclinación de su barbilla—. Creía que habíamos dicho que hoy no vendría nadie por aquí.

—Es una urgencia, señor G. La señorita Cecilia…

Gaudí interrumpió las explicaciones del tal Ezequiel con un gesto tajante de la mano derecha. Los dos pilluelos se habían puesto en pie sobre los escalones, y ahora sus cuerpos robustos bloqueaban casi por completo la puerta del edificio. No tendrían más de quince años, pero los dos parecían ya más vividos que cualquiera de mis condiscípulos de la Escuela de Arquitectura.

—No le importa esperarme aquí abajo mientras subo a dejar los libros, ¿verdad? —me preguntó Gaudí, volviéndose hacia mí con el rostro, me pareció, ligeramente encarnado—. Hoy tenemos la buhardilla hecha un desastre, y a mi hermano no le gustaría saber que le he dejado verla en esas condiciones.

Como excusa era tan torpe que me vi obligado a aceptarla.

—Si lo prefiere así…

—Será solo un momento.

Así pues, mi amigo desapareció en la penumbra del interior del edificio en compañía de aquellos dos improbables conocidos suyos mientras yo me quedaba en la puerta, admirando las formas góticas de la vecina Santa María del Mar y barajando a la vez un par de hipótesis de urgencia sobre la naturaleza de la relación que podría unir a Gaudí con dos seres como aquellos.

Eran las tres de la tarde de un viernes tan cálido y soleado como ningún otro día que yo hubiera conocido desde mi regreso a Barcelona. Mi primera semana de clases en la escuela había terminado hacía un par de horas, y ante mí se extendía una tarde entera en compañía de Gaudí y de mi hermana Margarita y, más allá de ella, todo un fin de semana cargado de compromisos sociales variadamente molestos e incómodos. Con todo, la sensación de libertad asociada al final de las clases del viernes seguía siendo, a aquellas horas, casi tan agradable como el mismo calor del sol que iluminaba las calles laberínticas de la Ribera, e incluso el pequeño enigma del comportamiento súbitamente extraño de Gaudí parecía añadirle color a la tarde. Después del almuerzo, mientras cruzábamos la muralla para contemplar durante unos minutos el mar que rompía frente a las chabolas de la Barceloneta, mi amigo me había propuesto acompañarlo a su buhardilla antes de emprender a pie nuestro camino hasta Gracia. Quería dejar en casa algunos libros que había sacado esa mañana de la biblioteca, y tal vez, había añadido en tono casual, podría aprovechar la ocasión para enseñarme algo en lo que llevaba varias semanas trabajando; una especie, por lo que entendí, de maqueta de Santa María del Mar que tal vez pudiera resultarme de interés. Aquel ofrecimiento inesperado —la ocasión de acceder al entorno íntimo de un hombre cuya naturaleza reservada yo ya había tenido ocasión de comprobar a lo largo de aquella semana, y la invitación añadida para contemplar uno de sus proyectos privados— comportaba una declaración inconfundible de amistad y confianza, y como tal la agradecí debidamente.

Y ahora mi amigo se había escudado en la peor excusa imaginable para vetarme el acceso a su buhardilla y había subido a ella en compañía de dos muchachos que se vestían, hablaban y olían como dos pequeños raterillos del puerto, mientras yo me veía haciendo guardia en un rincón de una plaza cuyo ambiente, por decirlo de alguna manera, no se parecía en absoluto al de ninguna de las plazas que yo estaba habituado a frecuentar.

Al cabo de unos cinco minutos, cuando mi curiosidad comenzaba a trocarse ya en pura inquietud por la seguridad de mi amigo y por la mía propia, los dos muchachos aparecieron entre voces y risas por la puerta del edificio, echaron un vistazo a su alrededor y se acercaron finalmente al ábside de Santa María, junto a cuyos muros yo acababa de refugiarme tras la llegada a la plaza de un carro cargado de casquería maloliente y envuelto en una nube de moscas negrísimas.

—Dice el señor G que ahora mismo baja —me dijo uno de ellos, aquel al que Gaudí había llamado Ezequiel, mirándome a los ojos con exagerada atención y también, para mi gusto, desde una cercanía excesiva—. Usted es rico, ¿verdad?

El aliento de Ezequiel olía a la vez a menta fresca y a carne podrida. Sus dientes tenían el color de la estraza y la textura, me pareció, de un dedal de mantequilla que el calor ya ha empezado a deshacer.

Medité un instante mi respuesta.

—Soy estudiante. Como el señor G.

El muchacho sonrió de forma indeciblemente desagradable.

—No parece usted estudiante. Parece usted un señorito.

—Estudio con el señor G —repetí—. Él os lo puede decir.

Ezequiel convocó sonoramente una flema hasta su garganta y, sin dejar de mirarme a los ojos, la proyectó a un par de centímetros de la punta de mi zapato izquierdo.

—Que pase usted una buena tarde —dijo, y se marchó junto a su amigo en dirección al Borne.

Cuando Gaudí bajó por fin de nuevo a la plaza, el leve rubor que había encendido sus mejillas en el momento de encontrarnos con aquellos dos personajes había desaparecido por completo. Ahora volvía a ser el joven pálido y sereno de siempre.

—Cuando quiera —dijo, mostrándome las manos ya libres del paquete de libros y también, simbólicamente, de lo que fuera que lo había retenido allí arriba durante cerca de veinte minutos.

—Guíe usted, entonces —repliqué, fingiendo yo también una serenidad que estaba muy lejos de sentir—. Es la primera vez en seis años que piso este barrio.

Abandonamos la replaceta de Moncada rodeando la hermosa silueta de Santa María del Mar y echamos a caminar en silencio por una serie de callejuelas estrechas, oscuras y casi siempre abarrotadas, mal adoquinadas o sin adoquinar en absoluto, cuyos trazados azarosos desembocaban de tanto en tanto en una plaza de deslucido esplendor medieval o en una corta avenida flanqueada por hermosos palacetes medio en ruinas. Carros casi tan anchos como las propias calles bloqueaban a menudo nuestro camino y nos obligaban a desviarnos hacia otras calles laterales, cuyo tránsito hallábamos igualmente entorpecido a menudo por elementos humanos de toda clase y condición. Vendedores ambulantes de cerillas y botones, afiladores de cuchillos, lustrabotas remendones, pescaderos sin local ni clientela, mujeronas que arrastraban cabras exhaustas al grito de «¡leche fresca, leche caliente, leche de primera calidad!»… El espectáculo resultaba a la vez fascinante y aterrador: tanta gente tan diversa apiñada en tan pocos metros cuadrados, todos tan cerca de mí. Recuerdo que lo pensé mientras esquivaba el tenderete de frutas y verduras que una niña de unos doce años atendía en plena calzada de la calle de la Princesa: ni siquiera durante mis incursiones en compañía de Fiona por los suburbios de Whitechapel o de St. Giles había experimentado yo aquella sensación de hallarme en un lugar al que no pertenecía en absoluto, cuya íntima naturaleza ignoraba por completo y a cuyos secretos, por mucho que lo intentara, yo nunca sería capaz de acceder.

En esa misma calle de la Princesa, un perro de tres patas se cruzó en nuestro camino e hizo nacer en mí una extraña sensación de principio de recuerdo que solo se concretó un par de segundos más tarde, cuando un mendigo con tricornio azul emergió del portal frente al que en ese instante pasábamos mi amigo y yo y a punto estuvo de arrollarnos.

—No corra tanto, Colmillos —le dijo Gaudí, pero el viejo ni siquiera alzó la vista del pedazo de queso amarillento que llevaba en la mano.

—¿Lo conoce? —pregunté, cuando él y su perro desaparecieron detrás de la primera esquina.

—El Colmillos, lo llaman —asintió él—. Habrá visto que le faltan todos los dientes. Es el mendigo más famoso de esta parte de la ciudad.

—Estaba en la Rambla la mañana del incendio. Yo estaba mirando a su perro justo antes de que los caballos se encabritaran. Es lo último que recuerdo hasta el momento de su intervención.

A Gaudí no pareció sorprenderlo la noticia.

—El Colmillos nunca se pierde un buen sarao —dijo—. Ni tampoco una oportunidad para mezclarse con una multitud distraída.

Asentí, comprendiendo.

—Un amigo de lo ajeno…

—Creo que él preferiría definirse como un superviviente.

Otra vez en silencio, abandonamos por fin los difusos límites del barrio de la Ribera y seguimos caminando un rato más por el denso entramado de calles y plazas de la ciudad antigua, acortando en diagonal la distancia que nos separaba del viejo Portal del Ángel. También aquella parte supuestamente más noble de Barcelona estaba llena de supervivientes, pensé al reparar en la cantidad de mendigos, de borrachos y de tullidos de fábrica textil que dormían su sueño sin sueños en los portales de casi todos los edificios no dedicados a un uso comercial. Hombres y mujeres con las ropas raídas, con la cara negra de suciedad, con varios miembros ausentes o deformados, caídos entre charcos de vino y de orines y sin más expresión en la mirada que la de aquel que solo conserva ya en la vida el temor o la esperanza de la muerte. Recaudadores de moneda chica, de vino peleón y de pan endurecido, hechos al desprecio y a la soledad y a las largas horas vacías. Los retales inservibles de la nueva Barcelona industrial, cuya economía de fábrica y taller había creado, en apenas una generación, una nueva raza de desclasados condenada a la desprotección y a la miseria: la de quienes por edad, por salud o por mera incapacidad mental o física no tenían nada que aportar a la implacable maquinaria del progreso burgués.

Solo cuando tuvimos a la vista la claridad de la plaza de Cataluña, Gaudí se decidió a sacar el tema que pendía entre nosotros desde que perdimos de vista las torres de Santa María del Mar.

—¿No va a preguntarme usted nada?

Miré a mi amigo forzando un arqueamiento de cejas perfectamente natural.

—¿Sobre esas amistades suyas tan inesperadas?

—Pensaba que la situación habría despertado su curiosidad.

—Y lo ha hecho, desde luego —aseguré, acelerando el paso para cruzar la ronda de San Pedro entre el denso tráfico rodado.

—¿Entonces?

—Me parece, señor G, que ni usted tiene ganas de responder a mis preguntas ni yo me atrevo a indagar todavía en los misterios de su vida social.

Gaudí me miró de soslayo con una pequeña sonrisa en los labios. Mi respuesta le había agradado.

—Cuidado con ese cabriolé —dijo.

Y ahí terminó la conversación.

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