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Eran ya más de las diez de la noche cuando dejé a mi madre y a mi hermana refugiadas en la seguridad de sus sueños respectivos y abandoné por última vez nuestra torre de Gracia. La fina lluvia helada que había ido cayendo sin pausa sobre la ciudad a lo largo de toda la tarde había cubierto la calzada de nuestra calle Mayor de un resbaladizo compuesto de barros y hollines, hojas caídas, deposiciones animales y pura basura industrial que a punto estuvo de hacerme caer de bruces al suelo en un par de ocasiones. A las siete de la tarde, cuando Gaudí había recorrido a solas aquel mismo trayecto tras haberse sometido a la incómoda ceremonia de agradecimiento que habían oficiado para él todas las testas principales del Grupo de Apoyo Operativo, los faroles de nuestra calle a duras penas lograban excavar unas cuantas pulgadas de claridad en el denso smog chorreante que flotaba a ras de suelo. Ahora la niebla se había alzado un poco, pero la visibilidad seguía siendo tan escasa que, más que caminar, uno tenía la sensación de ir avanzando a tientas por el fondo de un río de aguas cenagosas. En la embocadura de la avenida Diagonal, apenas a unos pasos de la verja de la mansión de Ramón Aladrén, detuve finalmente el último tranvía de la noche con destino a las Atarazanas y me acomodé en una de las vacías hileras de asientos laterales.

El tráfico que entorpecía a aquellas horas los raíles del paseo de Gracia era tan escaso que nuestros caballos tardaron apenas diez minutos en alcanzar la primera curva de Cataluña. Rodeamos entonces la plaza en sentido opuesto a las agujas del reloj, dejamos atrás la fuente de Canaletas y enfilamos velozmente el carril de bajada de la Rambla, camino del mar. No había rastro del bullicio que había animado la avenida durante las dos jornadas anteriores: la Rambla, ahora, volvía a ser un refugio de aves nocturnas que aguardaban a que el sol o las carracas de los guardias las dispersasen una vez más. Me apeé del tranvía en el llano de las Comedias y enfilé la calle del Hospital recordando, inevitablemente, la noche de mi primera visita al mismo lugar al que ahora me dirigía. La banda militar tocando sus viejos himnos patrióticos en la plaza Real, el altercado entre monárquicos y republicanos, mis vómitos de borracho junto al muro del hospital. «Todos tenemos mal de amores.» La puerta cerrada del Monte Táber. La vieja y las muchachas, la extraña bailarina y el misterioso señor G.

Esta vez, nadie abrió para mí la puerta del teatro. Accioné el llamador en forma de cabeza de serpiente y aguardé en vano a que algo sucediera. Repetí el intento al cabo de un par de minutos, con el mismo resultado. El silencio que imperaba aquella noche en la calle del Hospital era tan perfecto que podían oírse las zarpas de los gatos callejeros recorriendo con precaución el húmedo empedrado. Hoy no habría espectáculo en el Monte Táber, comprendí. Hoy no habría carnes en movimiento ni hierbas reparadoras. Ningún viejo ritual pagano para la nueva Barcelona de las fábricas y los talleres. No era aquel el refugio que Gaudí había escogido para empezar a lamerse las heridas.

De vuelta a la Rambla, dos muchachas de la noche me abordaron con propuestas de inefable sordidez. El final de la visita real había devuelto las calles de Barcelona a sus auténticos propietarios, pensé mientras me alejaba de aquellas dos infortunadas criaturas y esquivaba también a un círculo de mendigos que dormían apostados frente a la puerta del Liceo. Las guirnaldas y los farolillos que aún colgaban de las copas de los árboles del paseo central se antojaban ahora algo tan fuera de lugar, tan lejano en el tiempo y en el recuerdo, tan carente de sentido como ese intenso olor a incendio que impregnaba todavía el cielo de la ciudad. Banderas en los balcones, carteles en las fachadas, ramos de flores húmedas en las ventanas de todos los edificios de la Rambla: rastros también de un sueño extraño del que poco o nada quedaría a la mañana siguiente.

En las Atarazanas, rodeé el complejo de cuarteles y arsenales y dejé atrás la comisaría de la policía judicial. Sus ventanales iluminados me hicieron pensar en Abelardo Labella, y Abelardo Labella me hizo pensar en mi padre, que seguía encerrado todavía en su celda de la prisión de Amalia pero que muy pronto, si Dios y el rey lo querían, despertaría también de su propio sueño extraño.

Un pequeño retén de soldados custodiaba desganadamente ambos lados del portal de Santa Madrona. Me llevé la mano al ala del chambergo y les deseé las buenas noches al pasar a su lado; solo uno de ellos me respondió. También en el puerto, comprobé enseguida, se había consumado el traspaso de poderes que pude advertir diez minutos antes en la Rambla. Los millares de honorables ciudadanos que habían abarrotado aquellos mismos muelles a las dos en punto de la tarde, durante el acto de partida de la fragata real, habían devuelto ya el control del lugar a sus auténticos propietarios, ese variado ejército internacional de trabajadores encallecidos, rateros de ínfima estofa y delincuentes con sangre en las manos que me veían atravesar ahora sus dominios como fieras al acecho de una presa condenada.

Cuando por fin alcancé el hogar de Oriol Comella, había empezado a llover otra vez. La puerta estaba entreabierta, y del interior surgía un tenue resplandor de tonos rojizos y anaranjados. El temor a un nuevo incendio me encogió el corazón durante los cinco segundos escasos que tardé en llegar a la nave principal del almacén. Entonces vi los braseros que ardían en torno a la gigantesca maqueta del anciano, y los varios candiles que había dispuestos en su interior, y el propio brillo que emanaba de los edificios de cobre, de piedra y de cristal de aquella extraordinaria ciudad imaginaria que se extendía nuevamente ante mi vista.

Recuerdo que la lluvia se colaba por las muchas rendijas abiertas en el tejado del almacén y caía lentamente sobre la ciudad de Comella.

Recuerdo que el anciano estaba de rodillas junto a uno de los braseros, y que sus manos sostenían sobre él una gran pieza de cobre de forma ovalada.

Recuerdo que a su lado, también de rodillas, estaba Gaudí.

No sé cuánto tiempo estuve allí dentro, observando en silencio a mi amigo desde los límites de aquella Barcelona privada que ambos hombres llevaban años construyéndose en el secreto de aquel almacén en ruinas. Sus manos ágiles y sabias. Su cerviz humillada. Sus ojos perdidos en otro lugar. («No tienen ustedes nada que agradecerme», había murmurado Gaudí al final de la ceremonia que los miembros del Grupo de Apoyo Operativo habían improvisado para él aquella tarde en el salón principal de nuestra torre de Gracia; y sin duda lo decía de verdad.) Pasaron diez minutos, o cincuenta, o acaso fueron dos horas, y nada sucedió. Los dos hombres siguieron trabajando sobre algún detalle mínimo de su proyecto, y yo seguí observándolos en silencio desde mi escondrijo entre las sombras. Y solo al cabo de ese tiempo, el que fuese, cuando la lluvia dejó de caer sobre los tejados de la ciudad de cobre y de piedra de Oriol Comella y el humo de los braseros empezó a espesarse como una niebla oscura a nuestro alrededor, solo en ese instante creí entender por fin el sentido de la escena que estaba contemplando.

Entonces salí de mi escondrijo, busqué la puerta del almacén y emprendí a solas mi camino de regreso a Gracia.

Esa noche soñé que nada había sucedido. Que yo nunca había regresado a Barcelona. Que seguía en Londres con mis padres y mi hermana, y con Fiona, y con todo un futuro abierto delante de mí. Que nunca había conocido a Antoni Gaudí. Que todo había sido un delirio extraño, una extraña fantasía, un cuento recosido con retales de un mal libro leído en una vida anterior. Las rojas cortinas del Monte Táber, los muelles infectos del puerto, el palacete en llamas de Fernando VII: escenarios de un relato de fantasmas en el que todos los horrores se resuelven en el alivio de una frase final. Eso fue lo que soñé aquella noche: que nada irreparable había sucedido. Que a la cuenta de tres, como en un juego de patio de escuela, nuestras viejas vidas de siempre podían volver a empezar.

Tres golpes secos en la puerta de mi dormitorio me despertaron a la mañana siguiente, y el sonido de mi nombre pronunciado a media voz me recordó de nuevo que algo sí sucedía.

—Gabriel.

La figura femenina que me observaba desde el umbral de la puerta aún tardó algunos segundos en desprenderse de las varias capas de irrealidad que mi sueño trataba de proyectar sobre ella —unos tobillos desnudos, un talle esbelto, una orla generosa de luciente pelo rojo— y en adquirir los rasgos familiares de mamá Lavinia.

—Mamá —murmuré, revolviéndome en la cama y recibiendo en los ojos el impacto de un único rayo de luz filtrado a través de las rendijas de las contraventanas—. ¿Qué hora es?

En lugar de responder a mi pregunta, mi madre pronunció tres frases que lograron espabilarme al instante.

—Ha venido la policía. Quieren que los acompañes a la comisaría de las Atarazanas. No los hagas esperar.

Cinco minutos más tarde, ya vestido y acicalado, bajé al salón y me encontré allí a mi madre y a mi hermana en compañía del agente Catalán. Sin la presencia a su lado del inspector Labella, el joven policía se me antojó ahora lo que acaso siempre había sido: un muchacho poco mayor que yo, fuerte y lampiño, que cargaba con su uniforme y con su pistolón al cinto con tan escasa convicción como un actor envuelto en las ropas y en los accesorios de un oficio que no es el suyo. Al verme aparecer por la escalera, se cuadró al instante e inclinó ligeramente la cabeza hacia mí.

—Disculpe la molestia, señor Camarasa —me saludó, con un tono de voz que algo sí tenía, sin embargo, de la untuosidad característica de su superior habitual—. El inspector Labella solicita su presencia en la comisaría. Necesitamos que nos preste usted su ayuda con una identificación.

—Han encontrado un cadáver —intervino en este punto Margarita, tomándome con fuerza del brazo y mirándome con un rostro tan pálido, tan serio, tan mortalmente adulto como el que ya había mostrado la tarde anterior, cuando Gaudí y yo les habíamos referido a ella y a mi madre todos los sucesos extraordinarios que habían culminado en el incendio de la sede de Las noticias ilustradas—. Esta noche. En la Ciudadela. Y quieren que lo identifiques tú.

Margarita no necesitó decir nada más para hacerme entender la razón de la palidez de su rostro.

Me volví hacia el agente Catalán e hice acopio de toda la serenidad que fui capaz de reunir antes de preguntarle:

—¿Por qué yo?

—Lo ha pedido el inspector Labella.

Negué con la cabeza. No era esa la respuesta que yo estaba buscando.

—¿Es el cadáver de un hombre?

—No estoy autorizado para hablar de ello. —El agente levantó un poco más la barbilla—. Lo lamento. El inspector Labella le dará toda la información cuando lleguemos a comisaría.

No insistí. Le di un beso en la frente a Margarita, me deshice de su brazo y miré a mi madre.

—Os informaré lo antes posible de lo sucedido —dije, enfilando el pasillo que conducía a la puerta principal de la torre—. No os preocupéis.

No creo haber vivido nunca un viaje tan interminable como el que aquella mañana nos condujo al agente Catalán y a mí hasta las Atarazanas. La media hora escasa que el coche de policía debió de tardar en cubrir el trayecto entre la villa de Gracia y la muralla del Mar se me antojó no menos larga que cualquiera de las varias jornadas que mi familia y yo habíamos consumido recorriendo en tren, en nuestro viaje de regreso a Barcelona, los muchos cientos de kilómetros que separaban el puerto de Calais del paso de los Pirineos. Cuando el coche por fin se detuvo junto a los muros de la comisaría, mi cerebro había tenido ya tiempo más que suficiente para valorar todos los sentidos posibles de aquella situación en la que ahora me hallaba —Abelardo Labella, el hombre que había encerrado a mi padre en la prisión de Amalia y había tratado por todos los medios de sellar su destino entre las fauces del garrote vil, reclamaba ahora mi presencia en su comisaría para identificar un cadáver hallado esa misma noche en la Ciudadela, un lugar frecuentado únicamente por delincuentes, por damas industriosas del arroyo y también, ay, por hombres que buscaban raíces de belladona entre las ruinas de la vieja fortaleza derruida— y había tenido que rendirme a la evidencia: por mucho que me pesara, no había forma razonable de desautorizar la palidez del rostro de Margarita, ni la fúnebre seriedad de mamá Lavinia en el momento de nuestra despedida, ni tampoco el vacío que se había creado en el fondo de mi propio estómago al escuchar las últimas palabras que me había dirigido mi hermana después de seguirnos al agente Catalán y a mí hasta la puerta de la verja.

—Es Toni, ¿verdad? Él arruinó sus planes y ahora ellos se han vengado.

El olor del incendio de Fernando VII seguía respirándose todavía en el aire de la parte baja de la Rambla, mezclado ahora con los olores de la sal y del pescado y de las múltiples industrias malolientes que tenían su asiento al otro lado de la muralla del Mar. A su manera, fue un alivio dejar atrás el trajín habitual de carretas y de vendedores ambulantes y entrar en el edificio de la comisaría, donde el único olor que reinaba era, como siempre, el de la pura humanidad desesperada.

El agente Catalán y yo recorrimos varios pasillos estrechos y oscuros hasta llegar a una habitación de apenas cinco metros cuadrados, una antigua celda, sin duda, en cuyo interior solo había una silla y un pupitre de madera.

—El inspector vendrá enseguida a buscarlo.

Ya a solas, tomé asiento ante el pupitre y me puse a repasar de nuevo las piezas de aquel sencillo rompecabezas.

La escena que había presenciado la noche anterior en el almacén de Comella. La expresión del rostro de Gaudí mientras laboraba sobre aquella absurda maqueta de cobre y de piedra. La derrota que podía leerse en su cerviz humillada.

El cadáver hallado hacía unas horas en la Ciudadela.

Mi presencia ahora en aquel lugar.

Piezas de un rompecabezas cuyo dibujo no había forma humana de equivocar.

—Señor Camarasa —dijo al cabo de unos minutos el inspector Labella, asomando su cuerpo enano y rechoncho por la puerta de la celda—. Muchas gracias por venir.

Me puse en pie, estreché la mano que el hombrecillo me tendía y lo seguí en silencio por otra sucesión de pasillos interminables. Bajamos algunos tramos de escalera, dejamos atrás el doble portalón de acceso a los calabozos, atravesamos varios pasos protegidos por agentes de gesto ceñudo y tez amarillenta y llegamos por fin a la entrada de la morgue. Una puerta cerrada cuyo pomo el inspector Labella empuñó con impostada gravedad.

—Esto no va a ser agradable para usted, señor Camarasa —comentó—. Pero usted y su amigo son los únicos que nos pueden ayudar.

La puerta de la morgue se abrió antes de que yo pudiera asimilar por completo el sentido de esta última frase. El frío húmedo que surgió al instante del interior de la sala me erizó el vello de todo el cuerpo, pero di un par de pasos al frente y entré en la estancia. Había ya dos hombres allí dentro, inclinados sobre una de las muchas mesas que se alineaban perpendicularmente junto a tres de las cuatro paredes. Casi todas las mesas estaban cubiertas por sábanas blancas y sucias que no escondían la triste naturaleza de los bultos que reposaban a su abrigo. El cadáver que inspeccionaban los dos hombres, sin embargo, no estaba cubierto por sábana alguna. Unos botines de cuero negro, los bajos de un claro vestido de tafetán, un brazo desnudo extendido hasta la altura de una cadera inmóvil. Mi posición junto a la puerta me impedía ver otros detalles de aquel cuerpo femenino sobre el que ambos hombres se hallaban inclinados; pero ni los botines bien conocidos ni el vestido que mis manos habían rozado la mañana anterior me permitieron albergar duda alguna sobre la identidad del cadáver.

Uno de los dos hombres que observaban los restos de Fiona era el agente Catalán.

El otro era Antoni Gaudí.

—Querido amigo —murmuré, acercándome a él con el cuerpo y el alma encogidos por la más extraña mezcla de sentimientos que yo haya experimentado jamás—. Querido Gaudí.

Gaudí se volvió hacia mí y me miró con una expresión igualmente extraña en la cara. Tal vez él también me había dado a mí por muerto en su propio trayecto hasta las Atarazanas, pensé. Tal vez él también se avergonzaba de haber sentido un instantáneo alivio al descubrir que no era yo, sino Fiona, quien reposaba en aquella mesa chorreante de antiguos humores en descomposición. O tal vez lo que lo avergonzaba era justamente lo contrario.

—Observe esto, Camarasa —fue lo único que dijo, apartándose de la mesa e ignorando el dubitativo abrazo que yo había empezado a amagar mientras llegaba a su lado.

Así que dejé caer los brazos medio alzados, me volví hacia el cadáver de Fiona —sus botines de cuero, su vestido de tafetán, la palidez inglesa de su piel— y algo volvió a sacudirse en el fondo de mi estómago.

El cuerpo que estaba tendido sobre aquella mesa mortuoria no era el de Fiona.

Era el de Víctor Sanmartín.

—Solo necesito que identifique también usted el cadáver, señor Camarasa —dijo a mi espalda el inspector Labella, su voz alcanzándome apenas en mitad del vacío que se había generado a mi alrededor—. El señor Gaudí ya lo ha hecho, pero necesitamos que una segunda persona confirme la identificación para poder firmar el acta de defunción.

Miré primero a Gaudí, luego a Labella, luego al agente Catalán y luego, de nuevo, a lo que quedaba de Víctor Sanmartín.

Un cadáver con los ojos abiertos y con el cuello rajado de parte a parte.

Un cadáver con los labios teñidos de rojo.

Un cadáver vestido de mujer.

Gaudí y yo no habíamos sido, definitivamente, los únicos hombres a los que Fiona había utilizado en el transcurso de aquella aventura.

—Víctor Sanmartín —confirmé—. Víctor Sanmartín vestido con las ropas que Fiona Begg llevaba puestas la última vez que Gaudí y yo la vimos.

El inspector Labella asintió con aire satisfecho. Su rostro comido por la viruela pareció cobrar una tonalidad extrañamente saludable mientras se situaba a mi izquierda y contemplaba una vez más el cadáver del periodista, o del anarquista, o de lo que fuera que realmente hubiera sido en vida Víctor Sanmartín. Tal vez aquel era el lugar de Abelardo Labella, pensé vagamente. Tal vez una morgue fuera el mejor destino que la nueva autoridad monárquica pudiera reservarle a un tipo como él.

—La señorita Begg se cambió sin duda de ropas con él en su huida de Barcelona —dijo, rozando con la punta de su dedo índice el buen tejido del vestido de Fiona—. Después de rebanarle el cuello entre unos matorrales de la Ciudadela. —El índice del inspector Labella escaló hasta el amplio escote del vestido y tiró de él hacia abajo. Sobre la piel desnuda del pecho de Sanmartín apareció un pequeño tatuaje de un intenso color negro—. ¿A usted tampoco le dice nada esto?

Miré a Gaudí y comprobé que sus ojos rehuían los míos. Estaba solo en esto, entendí. La decisión era mía. Así que miré de nuevo el tatuaje y conté hasta cinco antes de responder lo evidente.

—Un dragón.

—Un dragón —confirmó el inspector Labella—. Eso ya lo sabemos. Un dragón con una letra en su interior. ¿Alguna idea?

Me encogí de hombros con naturalidad; o eso fue, al menos, lo que traté de hacer mientras mi cerebro se ponía a trabajar a toda máquina.

—Un simple tatuaje de motivo oriental —respondí—. Mucha gente de esta calaña los luce en el cuerpo. Sin duda los ayudará a descubrir quién era en realidad Víctor Sanmartín.

El inspector Labella movió lentamente la cabeza de izquierda a derecha.

—No es un tatuaje —afirmó—. Es un dibujo. Un dibujo hecho a tinta encima de la piel del fallecido por su amiga, la señorita Begg. Esto último, por supuesto, es solo una suposición; pero creo que es una suposición más que razonable. —El hombre chasqueó sonoramente la lengua y me miró de nuevo con su cara de sabueso perdiguero—. ¿Un mensaje para alguno de ustedes, tal vez?

Me incliné de nuevo sobre la mesa mortuoria y contemplé el dibujo que Fiona había trazado sobre la piel del joven en cuya compañía, hasta hacía unos minutos, yo la había imaginado huyendo en busca de una nueva vida en algún lugar remoto del planeta.

Un dragón majestuoso, capturado en pleno vuelo, en todo idéntico a los dragones que poblaban los lienzos que la inglesa había abandonado en su estudio de la vieja casa de labranza.

Un dragón de trazo inconfundible, con una única letra también inconfundible —una solitaria G mayúscula— grabada en su vientre.

Un dragón fugaz, tan condenado —tinta sobre carne muerta— como los sueños que Fiona había alimentado en el corazón y en el cerebro del auténtico destinatario de aquel sórdido mensaje final.

—Si es un mensaje para mí, siento decirle que no soy capaz de descifrarlo —aseguré sin mentir—. ¿Gaudí?

Al oírme pronunciar su apellido, mi amigo alzó la vista del cadáver humillado de Víctor Sanmartín y me miró por fin a la cara. La expresión de sus grandes ojos azules me resultó más inescrutable que nunca.

—Ya se lo he dicho al inspector —murmuró—. Ni la señorita Begg ni su padre tienen ningún mensaje que transmitirme a mí.

Abelardo Labella soltó con suavidad la goma del escote del vestido de Fiona y el dragón desapareció de nuevo bajo el tafetán de color crema.

—En ese caso, no los sigo molestando. Gracias por su colaboración, caballeros. Y ojalá su padre quede pronto en libertad, señor Camarasa —añadió el policía, tendiéndome la mano tras haber hecho lo propio con Gaudí—. Pese a todo lo que ha sucedido entre nosotros a lo largo de estos tres últimos meses, quiero que sepa que nunca le he deseado a su familia otra cosa que lo mejor.

Estreché con firmeza la mano del inspector Labella y sonreí con toda la frialdad que habitaba en ese instante en mi interior.

—Nunca lo he dudado, inspector —aseguré—. Y tampoco dudo de que mi familia sabrá recompensar debidamente esa buena voluntad.

Eso fue todo.

Cinco minutos más tarde, ya en la calle, mientras dejábamos atrás el complejo de las Atarazanas y enfilábamos el camino hacia el paseo de la Muralla, tomé a Gaudí del brazo y aguardé a que fuera él el primero que hablara.

—En cierto sentido, parece apropiado que la señorita Fiona abandonara Barcelona vestida como un joven caballero —dijo al cabo de un buen rato, lo recuerdo, con la mirada perdida en el bosque de mástiles desnudos que discurría en ese instante a la derecha del paseo—. En esta ciudad, al fin y al cabo, no ha vivido un solo día sin cubrirse con alguna clase de disfraz.

En lugar de abundar en aquella justa observación, le formulé entonces a Gaudí la única pregunta que ocupaba mi mente desde que el inspector Labella había descubierto ante mis ojos el pecho de Víctor Sanmartín:

—¿Ese dragón significa que volveremos a ver a Fiona?

Y Gaudí, por toda respuesta, se llevó su mano libre a la cabeza descubierta y recolocó sobre su frente un mechón de pelo rojo que el viento del norte acababa de desordenar.

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