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—Señor Camarasa —me saludó Sanmartín, tendiéndome una mano desnuda que se reveló, al tacto, extrañamente húmeda y encallecida.

Una sonrisa bailaba en sus labios y en sus ojos, y también, si tal cosa es posible, en todo el resto de su persona.

—No pensaba que se atreviera usted a venir esta tarde, señor Sanmartín —respondí, frotándome ostentosamente en la tela del pantalón la mano con la que acababa de estrechar la suya.

—Un compromiso es un compromiso. Aunque confieso que me ha costado atravesar el control de seguridad que tienen ustedes montado ahí abajo —añadió, ampliando todavía un poco más su sonrisa—. ¿Ha visto la anchura de los hombros de esos guardias de seguridad?

—No han sido muy efectivos, en cualquier caso.

—No ha sido su culpa. Vengo bien identificado. —El periodista se palpó la pechera de la levita del chaqué inglés que había escogido para la ocasión, indicando, imaginé, el lugar en el que guardaba el falso salvoconducto que le había franqueado la entrada al palacete—. Pero antes de nada, deje que le pida otra vez disculpas por no haber podido atender a su visita la noche del sábado.

—Me parece que esto es lo último por lo que debería usted disculparse.

El joven no perdió su sonrisa.

—Entiendo que se sienta usted molesto. A mí tampoco me gustaría leer según qué cosas sobre mi padre en la prensa. Pero entenderá que mi trabajo es descubrir y revelar la verdad.

—Su trabajo.

—El periodismo es una profesión exigente —asintió él—. A veces nos obliga a hacer cosas que no son de nuestro agrado.

—¿Como escribir falsas cartas de lectores? ¿O como enviar anónimos amenazantes por correo?

La sonrisa de Sanmartín vaciló por primera vez.

—¿Anónimos, dice?

—Vayamos al grano, por favor —lo apremié, mirando a mi alrededor y comprobando que algunas cabezas se habían vuelto ya hacia nosotros—. ¿Para qué quería verme?

Víctor Sanmartín posó brevemente su mano derecha sobre mi brazo y me invitó, con ese gesto, a seguirlo hacia uno de los rincones del salón. Juntos rodeamos el quiosco de los músicos y dejamos atrás un pequeño aparte de sillones y banquetas en el que seis hombres barbados charlaban animadamente sobre los últimos movimientos de la Bolsa de Barcelona, declinamos una nueva oferta de vino y de canapés por parte de uno de los camareros y nos detuvimos, finalmente, junto al mayor de los ventanales que se abrían sobre el patio interior del palacete.

Al otro lado del cristal, la lluvia seguía cayendo desde un cielo ya negro y poroso como el carbón. El viento agitaba las ramas peladas del único árbol que amenizaba el patio y hacía crujir los marcos de las ventanas que nos protegían del mundo exterior. La noche, en definitiva, era tan desapacible como mi propio estado de ánimo.

—Tal vez este no sea el lugar más adecuado para hablar —dijo Sanmartín, mirando a nuestro alrededor desde la nueva perspectiva que nos ofrecía aquel refugio improvisado.

—Desde luego que no —coincidí—. Este es el lugar menos adecuado que se me ocurre para estar hablando con usted.

—En cualquier caso, solo quiero proponerle que me conceda usted una entrevista. Donde quiera, cuando quiera y bajo las circunstancias que usted imponga.

Una entrevista.

—Continúe.

—Como creo que ya ha visto usted esta mañana, dispongo de algunas informaciones que pueden no ser del agrado de su padre. Informaciones relativas a su labor política.

—Mi padre no ejerce ninguna labor política.

Víctor Sanmartín sonrió de una forma que me resultó, esta vez, indeciblemente desagradable.

Su apostura, o lo que mi hermana había entendido como tal en su fugaz encuentro del viernes, consistía en una nariz estrecha y afilada, unos grandes ojos negros y una cabellera también negra, larga y muy espesa, que le cubría buena parte de la frente y de las orejas y caía prácticamente hasta la altura de sus hombros, formando unos bucles naturales de aspecto decididamente femenino. Sus labios eran más delgados y tenían menos color que los de ningún hombre que yo hubiera conocido hasta la fecha, y en el dedo anular de su mano derecha, lo observé también ahora, brillaba una sortija de plata coronada por un sello grande y extraño.

—Ojalá fuera cierto, ¿verdad? Pero usted y yo sabemos cuál es la realidad.

—No hable usted por mí, por favor.

—Disculpe que sea tan franco. Pero usted, señor Camarasa, es una persona lo bastante despierta como para saber que todo esto —Sanmartín abarcó aquí con solo un gesto de manos el conjunto del salón de actos, y acaso también el edificio entero y la calle en la que este se encontraba— no se paga con las ganancias de un diario sensacionalista. Por mucho que a su padre le guste apostar fuerte en sus negocios, ninguna empresa real de este tipo empezaría en un local así.

Nada que yo no supiera. Nada en lo que me gustara pensar.

—Continúe.

—Ni toda esta gente está aquí para mostrar su apoyo a una empresa como esta. ¿O cree usted acaso que esta bonita colección de prohombres se ha reunido para defender públicamente el honor o la dignidad de un diario sensacionalista dirigido a las clases más bajas y menos educadas de la sociedad? Jueces y banqueros, obispos e industriales, terratenientes y militares… —Sanmartín acarició el sello de su sortija con la yema del dedo corazón de su mano izquierda—. Su padre ha venido a Barcelona con una misión. Una misión para la que cuenta, o al menos espera contar, con la ayuda de todos estos caballeros que tenemos aquí reunidos. Una misión, lo sé de buena tinta, que no es del agrado de usted.

—¿Lo sabe de buena tinta?

—He hecho algunas indagaciones. Creo que conozco bien su manera de pensar y de sentir, señor Camarasa. No es usted un hombre de la cuerda de su padre, por mucho que esté destinado a calzarse algún día sus botas.

Muy a mi pesar, comencé a sentir curiosidad por aquel tipo.

—Ha hecho algunas indagaciones —repetí—. ¿Puedo preguntarle por sus fuentes?

El joven sonrió de nuevo, enseñando unos dientes que sugerían también una cualidad extrañamente femenina: pequeños, húmedos, muy blancos y perfectamente dispuestos en el interior de aquella boca de labios finos y sin color.

—Un periodista nunca revela sus fuentes —respondió—. Pero ha de saber que no es usted un hombre desconocido en esta ciudad, señor Camarasa.

—Llevo en esta ciudad poco más de tres semanas, señor Sanmartín. No creo que nadie sepa aquí nada de mis ideas políticas. Porque de eso es de lo que estamos hablando, ¿verdad?

—Barcelona no está tan lejos de Londres como usted parece creer, señor Camarasa. —El periodista hizo una breve pausa para aceptar, esta vez sí, la copa de oporto que le ofrecía un camarero recién llegado a nuestro rincón de la sala. Alzándola hacia mí en un amago de brindis no correspondido, bebió un pequeño sorbo antes de continuar—. O, por decirlo de otra manera, hay en Barcelona ciertos grupos que mantienen un contacto muy directo con ciertos grupos de Londres. Sabe de qué le hablo, ¿verdad?

No asentí ante aquella afirmación. Tampoco la desmentí. Recuerdo que volví por un instante la vista hacia la puerta de la sala, y fue entonces cuando vi aparecer por ella a un viejo de aspecto desharrapado y de rostro, me pareció, extrañamente familiar. Ropas sucias, pelo revuelto, barba callejera: una presencia tan incongruente en mitad de aquel salón rebosante de potentados que, en cualquier otra circunstancia, se hubiera ganado de inmediato mi completa atención.

—Pretende usted, entonces, que le conceda una entrevista para desmarcarme públicamente de las actuaciones de mi padre —dije, olvidándome del viejo y mirando de nuevo a Sanmartín—. Pretende que utilice las páginas de un diario de la competencia para afirmar mi posición en contra de lo que es, a su entender, la misión que mi padre ha venido a cumplir a Barcelona.

—Pretendo que me cuente usted su verdad, sea cual sea. Y yo, a cambio, le contaré la mía.

—Su verdad.

—La verdad de lo que está haciendo ahora su padre en Barcelona. La verdad de lo que ha hecho en Londres durante los últimos seis años. La verdad de los motivos que lo llevaron a huir de Barcelona en 1868.

Pensé en ello durante un par de segundos.

—Si sabe usted todo eso, ¿para qué me necesita a mí?

Sanmartín bebió un nuevo sorbo de vino y me sonrió de una forma que esta vez, entendí, quería ser simplemente amistosa.

—No lo necesito a usted. Solo quiero darle una oportunidad. Usted no tiene nada que ver con todo esto —añadió, señalando una vez más a la concurrencia que nos rodeaba—. Cuando suceda lo inevitable, no sería justo que usted también se viera arrastrado al fondo del abismo en el que todos estos parásitos sociales acabarán despeñados.

Lo inevitable, estuve a punto de replicar, era que un Borbón regresara más pronto que tarde al trono de España, y que todos estos parásitos que mi padre había reunido en su fiesta —terratenientes con apellidos de raigambre medieval, obispos de panza contenta, políticos y jueces sin otra devoción que la del propio interés, banqueros fogueados en el latrocinio y en la usura, y, sobre todo, buenos burgueses de moralidad intachable cuyas fortunas provenían del comercio de esclavos, del expolio secular de las colonias o de la pura explotación de todos esos obreros que mantenían en funcionamiento sus fábricas veinticuatro horas al día, anónimos y desechables como el carbón que se arroja a una caldera sin fondo— continuaran viviendo sus vidas obscenas arrimados al fuego que más calentaba. Como llevaban haciendo desde que el mundo era mundo, o desde que España era España.

—Es usted muy amable —dije—. ¿Algo más?

—Su padre ha enganchado su carreta a un caballo muerto, señor Camarasa. Ni siquiera cojo o desfondado: muerto. La conspiración borbónica está condenada al fracaso, y toda esta gente está condenada a la extinción. En unos pocos años, acaso en unos pocos meses, el recuerdo de esta velada será algo tan lejano y exótico como el recuerdo de una bacanal romana o de una justa medieval. Algo del pasado, un ritual bárbaro y absurdo y por fortuna irrepetible. El futuro, señor Camarasa, será socialista o no será. En esta revolución que se avecina, usted está del lado correcto; no se deje confundir ahora por un sentido del deber filial mal entendido. Hay un deber más alto que el de un hijo hacia su padre, y es el de un hombre hacia la sociedad de la que forma parte. Usted lo sabía cuando estaba en Londres, y no ha podido olvidarlo a su regreso a Barcelona.

Víctor Sanmartín puntuó el final de su pequeño discurso vaciando de un solo trago el contenido de su copa. La orquesta terminó también en ese instante la pieza que estaba atacando, y guardó unos segundos de silencio antes de dar comienzo a la siguiente. Incluso la lluvia y el viento parecieron tomarse un pequeño respiro respetuoso al otro lado del cristal de la ventana.

La conspiración borbónica.

El futuro socialista.

La revolución que se avecina.

Palabras sonoras y gruesas que yo había escuchado, en efecto, cientos de veces a lo largo de los últimos años, y que a menudo habían elevado mi espíritu e inflamado mi imaginación con su promesa de aventura y de justicia social.

Palabras que ahora, en boca de aquel joven lleno de bucles y de falsas sonrisas, parecían tan solo la jerga de un buhonero tratando de colocarle a un incauto su mercancía defectuosa.

—Nadie desea más que yo, señor Sanmartín, la consolidación de la República y la introducción del ideario socialista en este país nuestro de caciques y sotanas —dije—. Pero nadie está tampoco más convencido que yo de la falsedad de las acusaciones que está vertiendo usted contra mi padre. Y si no deja de acosarnos con sus falsas cartas de lectores y sus anónimos amenazantes, me veré obligado a intervenir personalmente. —Hice una pausa antes de añadir, a manera de farol no sé si muy convincente—: Si sabe usted tanto sobre mi pasado londinense, sin duda estará en condiciones de valorar la seriedad de esto último que he dicho.

Sanmartín diluyó por fin los últimos restos de su sonrisa en una mueca de perfecta seriedad.

—Solo le pido que piense en ello.

—No tengo nada en lo que pensar.

—Ya sabe dónde vivo. No tenga reparos en visitarme cuando quiera. —Y mirándome fijamente a los ojos, añadió algo que yo habría de recordar a menudo semanas o meses más tarde, cuando el devenir de los acontecimientos cargara de un ominoso significado retrospectivo a todo lo visto y oído durante aquella tarde extrañísima—: No le deseo ningún mal, señor Camarasa. Usted y yo estamos en el mismo barco, y deberíamos remar en la misma dirección.

El periodista me tendió la mano y yo, instintivamente, se la estreché de nuevo.

—Aléjese de mi familia, señor Sanmartín —dije todavía.

Pero para entonces él ya estaba enfilando el camino de salida de la fiesta y no me oyó, o no se molestó en responderme, o quizá entendió —de forma acertada— que aquella última frase mía tenía menos de advertencia hacia él que de puro gesto destinado a acallar una conciencia, la mía, irreparablemente inquietada por cuanto acababa de escuchar.

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