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A la mañana siguiente, el sonido amortiguado de unos golpes en la puerta de mi dormitorio me despertó antes de las seis. Un sueño cargado de viejos desdentados y harapientos, de jóvenes de rostro afeminado y de bellos cadáveres pelirrojos había inquietado mi descanso desde el mismo instante en que me había dejado caer entre las sábanas, bien entrada ya la madrugada. Despertar me supuso, así, un alivio momentáneo que duró lo que tardé en recordar la realidad que me aguardaba a este lado de la vigilia. Me revolví en la cama, entreabrí apenas los ojos y vi en el umbral de la puerta, recortado al contraluz de la lámpara del pasillo, el contorno de una figura que tardé todavía un par de segundos en identificar.

—Buenos días, dormilón.

Margarita cerró la puerta a su espalda y avanzó a tientas hacia mi cama, haciendo crujir con sus pies descalzos los listones del suelo entarimado. El dormitorio estaba sumido en una completa oscuridad que solo empezaría a disolverse, si el día estaba claro, a partir de las siete. También el silencio que nos rodeaba era completo: una casa dormida en mitad de un pueblo dormido, a las afueras de una ciudad que nunca dormía.

Solo cuando el peso de su cuerpo venció ligeramente la cama hacia mi izquierda supe que mi hermana había alcanzado su objetivo.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Hora de que me lo cuentes todo —respondió ella, palpándome la cabeza hasta situar, aproximadamente, la posición de mi rostro sobre la almohada. Depositó entonces un beso en mi pómulo derecho y añadió un par de pellizcos juguetones en lo que pronto sería mi papada.

—¿Y no podías esperar hasta el desayuno?

—¿El desayuno que vas a tomar con papá, quieres decir?

El desayuno con mi padre. Ya lo había olvidado.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo anoche Fiona.

No me molesté en sorprenderme de que Fiona tuviera noticia del desayuno que mi padre y yo habíamos concertado para aquella mañana: al fin y al cabo, nunca parecía haber límites para las cosas que la inglesa sabía sobre mí.

—Entonces también te contaría lo que pasó en la fiesta.

—No me contó nada. La muy bruja me dijo que una señorita de mi edad y de mi condición no debía preocuparse de los asuntos de los mayores. ¿Te lo puedes creer?

—Totalmente.

Margarita acercó de nuevo las manos a mi cara y, tras una breve inspección, me dio un tirón de orejas.

—Siempre te pones de su parte —dijo—. Ya sabes que nunca te vas a casar con ella, ¿verdad?

—Y tú ya sabes que una señorita de tu edad y de tu condición no debería estar en la cama de su hermano a estas horas de la noche, ¿verdad?

—Ya no es de noche —replicó ella—. Y no estoy en tu cama, estoy encima de tu cama. Venga, empieza.

Así lo hice. Le relaté a Margarita todos los sucesos principales de la tarde, desde mi llegada a la fiesta en compañía de Gaudí hasta nuestra salida de ella junto con papá Camarasa y los Begg. La parte de mi encuentro con Sanmartín procuré referirla sin hacer excesivo hincapié en la naturaleza de las acusaciones que el periodista había vertido contra nuestro padre, si bien las preguntas que Margarita me hizo al respecto fueron, como de costumbre, lo bastante sagaces como para desvelar todos sus puntos principales, y en cuanto a la escena protagonizada por Eduardo Andreu, intenté compensar con la ridícula presencia de la mujer del chal de zorro blanco la profunda seriedad de lo que ahora, a más de diez horas vista de lo sucedido, seguía pareciéndome un incidente bochornoso, inexplicable y de consecuencias potencialmente desastrosas para nuestra familia.

Mi estrategia, por supuesto, no funcionó. Cuando llegué al momento en el que nuestro padre abofeteaba al viejo marchante arruinado y lo amenazaba de muerte delante de todos aquellos representantes de la mejor sociedad barcelonesa, mi hermana emitió un gritito que sonó a interjección mal traducida de damisela francesa en apuros.

—Margarita Gauthier no lo habría dicho mejor —aseguré.

—¿Quieres decir que papá le pegó a un anciano? ¿En público?

—Eso me temo —asentí—. Y si no hubiéramos estado los Begg y yo de por medio, no sé lo que habría pasado.

Margarita pensó en ello durante unos segundos.

—¿Le pegó con la mano enguantada?

—¿Cómo?

—Si llevaba la mano enguantada es como si lo hubiera abofeteado con un guante. Y entonces papá tendría que retarse con él a un duelo con pistola.

Sonreí en la oscuridad.

—Creo que eso no funciona así.

—¿Estás seguro?

—Bastante seguro, sí. Papá no se ha retado a un duelo con pistola con nadie. Papá solo le dio una bofetada a un pobre viejo que acababa de avergonzarlo delante de toda la gente a la que él quería impresionar con su fiesta.

—Solo.

—No es poco, no.

Margarita guardó un breve silencio.

—¿Y dices que llevaba un portafolios en la mano y que no paraba de agitarlo sobre su cabeza? —preguntó por fin.

—Un portafolios rojo —asentí—. Encuadernado en terciopelo, me pareció.

—¿Y qué había en él? ¿Pruebas de todas las cosas malas que papá ha hecho en su vida?

Vaya, pensé.

—¿Papá ha hecho muchas cosas malas en su vida?

—Eso dice todo el mundo, ¿no?

Margarita lo preguntó con una naturalidad que no supe si entender como infantil o como profundamente adulta.

—Eso dicen, de momento, Víctor Sanmartín y Eduardo Andreu —repliqué—. Es decir, un periodista en busca de una historia que vender en los diarios y un viejo resentido con el hombre que arruinó justamente su carrera.

—Justamente —repitió Margarita, que había escuchado con atención mis sumarias explicaciones sobre la historia de la falsa fotografía de Lizzie Siddal. Cuando sucedió todo aquello, a finales de 1870, mi hermana acababa de cumplir trece años y tenía la cabeza ocupada en cuestiones mucho más urgentes y más luminosas que la falsa fotografía de un cadáver famoso—. ¿Y si tú te equivocaste? ¿Y si la fotografía era auténtica?

—La fotografía no era auténtica —le aseguré—. Mi opinión fue solo una prueba más de las muchas que así lo demostraban.

—¿Y si Andreu tiene en ese portafolios otra prueba distinta? ¿La prueba de que sí era auténtica?

Recordé entonces la posibilidad que Gaudí había apuntado la noche pasada; una posibilidad dejada caer en un tono de provocación más o menos jocoso, pero contemplada por mi amigo, sin duda, con total seriedad.

—La fotografía era falsa —repetí—. Pero tu amigo Toni piensa que papá pudo organizarlo todo para conseguir publicidad para su casa de subastas. Y también, de paso, para afirmar su reputación de hombre de moral intachable. Papá habría mandado preparar la fotografía falsa y se la habría hecho llegar a Andreu para luego, cuando este tratara de venderla a través de su casa de subastas, denunciar públicamente su falsedad y desatar todo aquel circo a través de sus amigos, los Begg.

—¿En serio?

—Yo mismo podría haber tomado la fotografía. Al fin y al cabo, mostré una perspicacia muy poco propia de mí a la hora de desautorizarla.

Margarita meditó unos instantes en lo que acababa de decirle.

—Toni no puede pensar eso —concluyó.

—En realidad no lo piensa. Lo de mi implicación en la trama, quiero decir.

—Pero sí piensa que papá pudo organizarlo todo.

—Me temo que sí.

Mi hermana tardó algunos segundos en hacerme la pregunta que yo más temía escuchar.

—¿Y tú qué piensas?

Me concedí yo también unos instantes antes de responder, y cuando lo hice no fui, me temo, todo lo sincero que mi hermana se hubiera merecido.

—Pienso que es una posibilidad elegante y atractiva —contesté—. En una novela funcionaría muy bien. Pero esto es la vida real, y en la vida real las cosas suelen ser siempre mucho más sencillas. Andreu quiso vender una fotografía falsa a través de papá, papá descubrió la estafa e hizo lo que tenía que hacer: denunciar al estafador. Puede que Andreu no supiera que la fotografía era falsa, y que él solo fuera una víctima de la estafa de un tercero. Pero papá —repetí, no sé si para convencer a Margarita o para convencerme a mí mismo— hizo lo que tenía que hacer.

Mi hermana agitó firmemente la cabeza sobre la almohada.

—Pues yo creo que Toni tiene razón. Papá utilizó a Andreu para hacerse un nombre como subastador de fiar, y por eso ahora Andreu quiere vengarse de él. Ha encontrado una prueba que demuestra que papá mandó hacer la fotografía y la tiene guardada en ese portafolios. —Margarita metió la mano derecha debajo de las sábanas, cogió mi mano izquierda y la apretó con fuerza—. Toni es un joven asombrosamente listo, ¿verdad?

Inevitablemente, recordé entonces al caballero que se había acercado a nosotros mientras charlábamos sobre todo aquello bajo los soportales de la plaza Real, y el fajo de billetes que había dejado sobre nuestra mesa, y el mínimo frasco que Gaudí le había entregado a cambio. Otro de esos asuntos que había estado consultando con la almohada hasta la irrupción de Margarita en mi dormitorio, y que también seguía sin solución.

—Dejémoslo en que Toni es un joven asombroso —repuse.

—Ojalá pudiera ir mañana con nosotros al Liceo. ¿No podríamos conseguirle una entrada?

La visita familiar de mañana por la noche a la ópera. La última representación de la temporada del Fausto de Gounod. Un regalo que los Begg habían insistido en hacerles a los Camarasa para endulzar de alguna forma el mal sabor de boca de la familia tras los disgustos de la semana pasada, y que ahora, de repente, se antojaba —o se me antojaba a mí, al menos— un compromiso ridículamente fuera de lugar.

—No creo que Martin Begg esté dispuesto a desembolsar ni un solo céntimo más en entradas —dije—. Eso contando, claro, con que papá no anule el compromiso después de lo de anoche.

—Podríamos pagársela nosotros… —Margarita dejó los puntos suspensivos en el aire durante un par de segundos—, aunque, bien pensado, mejor que no venga.

—¿Bien pensado?

—Estará Fiona.

—Entiendo.

—¿Los presentaste anoche, en la fiesta?

Margarita lo preguntó con un tono de tristeza preventiva que me enterneció.

—No tuve más remedio.

—¿Y?

—¿Y?

—¿Se… interesaron?

—No tuve ocasión de hablar con Fiona después de la fiesta —dije—. Y Gaudí estaba anoche demasiado absorto con todo lo que había pasado como para explayarse en su opinión.

—¿Pero?

Acaricié con mi mano libre la mano de Margarita.

—Pero Gaudí es un hombre con inclinaciones artísticas. Y Fiona…

—Y Fiona es una bruja —completó Margarita—. Una bruja y una fresca. Y si tú fueras de verdad amigo de Toni, no la dejarías que se acercara a menos de cien metros de él.

Como siempre en estos casos, el caballero que había en mí se sintió en la obligación de defender el honor de la inglesa.

—Creo que eres muy injusta con Fiona.

—Esa mujer arruina la vida de todos los hombres que se acercan a ella. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.

Se hizo en este punto un silencio incómodo entre nosotros. No fingí que no sabía de qué estaba hablando mi hermana, pero tampoco pretendí estar dispuesto a recordarlo. No aquella mañana, en cualquier caso. Y no en presencia de mi hermana pequeña.

—Tal vez deberías…

Margarita me interrumpió de nuevo.

—Eso es lo que hay en el portafolios rojo, entonces —dijo, cambiando de tema a su manera habitual—. Las pruebas de que papá arruinó sin pestañear la vida de un hombre a cambio de un poco de propaganda a su favor. Papá puede llegar a ser un hombre muy pérfido, ¿no crees?

Vaya, pensé de nuevo.

Hombres pérfidos, mujeres frescas y pobres viejos vengativos cargados de razón.

—Lo que creo, querida, es que tenemos que cortarte de inmediato el suministro de noveluchas francesas y de folletines ingleses —dije seriamente—. ¿Desde cuándo papá ha dejado de ser un hombre valiente y se ha convertido en un villano de penny dreadful?

Margarita me soltó la mano y se revolvió sobre la cama hasta quedar nuevamente tendida boca arriba. El primer atisbo de claridad que empezaba a colarse por las rendijas de las contraventanas me permitió adivinar su tenso perfil, con los ojos abiertos y los dientes apretados. También ella comprendía, a su manera, que aquellos eran días importantes para la familia Camarasa.

—Puede que yo estuviera equivocada durante todo este tiempo —sugirió—. Puede que tú tuvieras razón.

—Yo nunca he dicho que papá sea un hombre pérfido.

—Ya me entiendes.

—Papá es un hombre de negocios. Un hombre de negocios con ideas que a mí me parecen muy discutibles. Pero eso no significa que ponga en duda su catadura moral.

Se hizo un pequeño silencio entre nosotros que me permitió advertir, por primera vez, lo agitado de la respiración de Margarita. Toda ella olía a lavanda fresca y a jabón de Marsella, y también, ligeramente, al sudor de una larga noche inquieta entre las sábanas insomnes.

Cuando habló de nuevo, lo hizo con un tono de voz también agitado.

—Todo lo que está pasando desde que hemos vuelto a Barcelona, ¿a ti no te hace preguntarte cosas?

—¿Cosas sobre papá?

—¿Y si ese periodista, Sanmartín, tiene razón? ¿Y si los negocios de papá son en realidad una especie de cortina de humo? ¿Y si nosotros también somos una cortina de humo?

—¿Nosotros?

—Su familia. Sus empleados. Todos los que vivimos a su alrededor. ¿Y si no somos más que la fachada tras la que papá oculta algo que nosotros ni siquiera sospechamos?

Aquella no era, desde luego, una posibilidad absurda: yo mismo llevaba tratando de ahuyentarla de mi mente desde hacía más tiempo del que quisiera recordar. Sin embargo, no me gustó que Margarita se la estuviera empezando a plantear ya también, con apenas diecisiete años.

—Eso es algo que no deberías pensar.

—Tú siempre has odiado a papá —dijo entonces ella, con repentina brusquedad y tan inesperadamente que no fui capaz de interrumpirla—. Y hasta ahora yo nunca había entendido por qué. Siempre me había puesto de su parte. Pensaba que le tenías envidia.

—Eso no es cierto —repliqué por fin—. Yo nunca he odiado a papá.

—Siempre lo has visto como un hombre vulgar y materialista. Un hombre de aspiraciones bajas y de ideas anticuadas. Y tenías razón.

—No compartir las ideas de otra persona no significa odiarla. Yo no odio a papá. Y tú no deberías hablar como si estuvieras empezando a hacerlo.

—No odias a papá, pero desearías no ser hijo suyo.

Esto también era nuevo.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Te he oído hablar con Fiona. No aquí. En Londres. Muchas veces. —Margarita endureció de nuevo su tono de voz—. Fiona también odia a papá, lo ha despreciado siempre. Si no fuera por fidelidad hacia su padre, ya estaría ayudando a Sanmartín a escribir todos esos artículos suyos.

—Yo no odio a papá —repetí una vez más, sin mentir—. Ni lo odio, ni lo desprecio. Y Fiona tampoco lo odia.

—Fiona ha intentado miles de veces convertirte en uno de los suyos. Y en el fondo lo ha conseguido. —Mi hermana hizo aquí una breve pausa—. Por mucho que te burles de mí, yo no soy la única idealista de la familia. Tú y yo nos parecemos mucho, Gabi. Y me alegro.

Esta vez fui yo el que buscó la mano de Margarita.

—Hemos tenido una semana complicada —dije, llevándomela a los labios y besándola con suavidad—. Estamos todos inquietos y asustados. Pero todo saldrá bien. Las aguas volverán muy pronto a su cauce.

Mi hermana respondió a mi beso acercándose un poco más a mí y posando la cabeza sobre mi hombro.

La mezcla de olores de su persona me envolvió de nuevo como un recuerdo lejano y feliz.

—Toni no tiene razón, entonces —dijo—. Papá no arruinó a sabiendas la vida de ese hombre.

—Por supuesto que no.

—Y en ese portafolios rojo no hay nada que pueda demostrar que papá amañó por su propio interés la fotografía de esa mujer muerta.

—Si Eduardo Andreu de verdad tiene algo contra papá, será algo mucho más prosaico —le aseguré—. Pruebas de que alguna vez aprovechó su casa de subastas para introducir bienes de contrabando en Inglaterra, o para traficar con materiales robados, o algo por el estilo. Nada que nadie no sospeche ya de él, como de cualquier otro empresario. En cualquier caso, nada de lo que papá tenga que preocuparse.

—¿Tú crees?

No, no lo creía.

—Por supuesto.

—Pero si Andreu tiene pruebas de algo de eso que dices, podría llevarlas a la policía y provocar el inicio de una investigación judicial. Y también podría denunciar a papá por la bofetada de anoche. Y por las amenazas de muerte.

—Papá es un hombre rico y muy bien relacionado. Y Andreu es poco más que un mendigo con un pie en la tumba. Aunque esas pruebas existiesen, papá no tiene nada de qué preocuparse —repetí.

Margarita levantó la cabeza de mi hombro y la inclinó sobre mi rostro. Su nariz y la mía se rozaron brevemente, y por un instante recordé la estampa de mi padre y Andreu enfrentados frente contra frente, nariz contra nariz, en mitad del salón de actos del palacete de Fernando VII.

El lejano tintineo familiar de los cántaros de una burra de la leche se coló en ese instante en el dormitorio, anunciando a su oblicua manera la llegada oficial de la mañana a la villa de Gracia.

—El mundo es muy injusto, entonces —dijo Margarita.

Y sin añadir una palabra más, se levantó de la cama y salió del dormitorio dejándome con la extraña sensación de haber asistido a un momento importante en la vida de mi hermana.

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