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Permanecí acostado cinco minutos más, revisando la conversación que acababa de tener con Margarita y lo que sus preguntas y sus observaciones me habían revelado acerca de mis propios sentimientos hacia mi padre, o hacia lo que este representaba: su dinero, su sistema de valores, su visión de la vida, su ceguera social. Cuando por fin me levanté de la cama, fui a abrir las contraventanas y comprobé que el cielo de Gracia estaba tan oscuro, tan sucio, tan empedrado de nubes y de nieblas como el que había cubierto la tarde anterior el centro de la ciudad vecina. Otro día de lluvias de barro y de cenizas en el aire, vaticiné. Otro día londinense para la nueva Barcelona industrial.

Me vestí junto a la ventana abierta, sintiendo con agrado la caricia del aire fresco de la mañana en mi cuerpo desnudo y respirando el olor de los árboles frutales que languidecían en el jardín. Un naranjo, un limonero, un peral con sus frutos ya entregados: una estampa adecuadamente melancólica y otoñal. Me anudé una corbata escogida al puro azar de la mano a tientas en el cajón, pero, en deferencia desusada hacia mi padre, compensé aquella dejadez poniéndome los gemelos de oro blanco que mamá Lavinia me había regalado para mi veintiún cumpleaños. Cerré entonces la doble hoja de la ventana, dejé mi camisón entre las sábanas de la cama deshecha y fui a acicalarme al cuarto de baño, atravesé luego pasillos y escaleras y salones vacíos y, por fin, salí al patio trasero de la casa, el mismo que acogía cada mañana mis desayunos y cada noche mis cenas con Margarita. Me senté a fumar un cigarrillo en la silla de madera que hoy no ocuparía a la hora habitual —«Monte Táber», seguía diciendo el dorso de la cartera de fósforos que llevaba en mi bolsillo desde la noche del sábado— y, cuando lo terminé, salí a pasear por el jardín.

La vieja casa de labranza parecía tan dormida como el resto de la torre, pero en el suelo del porche, entre los dos balancines, había un cenicero con una colilla que me pareció tan fresca como la que yo había arrojado al pie de nuestro limonero. Uno de los dos habitantes de aquella casa tampoco había podido dormir hasta tarde aquella mañana. Rondé durante unos minutos las contraventanas cerradas del cuarto de Fiona, pero ni ella dio señales de vida en su interior ni yo me atreví a golpear los listones de madera. No sé si decepcionado o aliviado, me alejé de la casa de labranza y volví a la torre, a esperar a que las campanas del carillón del salón principal dieran por fin las siete y media.

En vista de sus decepcionantes resultados, les ahorraré el relato de la tortuosa conversación que nos mantuvo ocupados a mi padre y a mí durante los veinte minutos escasos que mediaron entre el inicio de nuestro desayuno y la irrupción en su despacho de la policía judicial. Ni yo le hice a mi padre las preguntas adecuadas ni él se molestó tampoco en ofrecerme otras respuestas que las que siempre había puesto a mi disposición cada vez que el sentido del deber, la mera curiosidad o, en algún caso, la influencia de terceros me habían llevado a cuestionar alguno de sus movimientos empresariales o alguna de sus actuaciones públicas. Nada de lo que oí durante esos veinte minutos sirvió, en definitiva, para desterrar de mi cerebro las sospechas o las inquietudes que primero Sanmartín, luego Gaudí y por último Margarita habían plantado en él: mi padre actuaba como si mi confianza en su persona y mi complicidad con todas sus decisiones fueran, pese a mis pasadas rebeldías, un hecho fuera de cuestión, y yo no logré tampoco reunir el valor o la voluntad suficientes para poner encima de la mesa las tres sencillas preguntas que hubieran podido clarificar, siquiera temporalmente, la situación entre nosotros.

El regreso a Barcelona de la familia Camarasa, ¿respondía a motivos y a intereses puramente económicos, como él me había asegurado varias veces en Londres, o había algo más?

Ese algo más, de existir, ¿tenía alguna relación con ese supuesto proyecto de restauración borbónica que se estaba cocinando en los márgenes de la agonizante República, y con el que Sanmartín lo había ligado ya de forma directa en su artículo de la mañana anterior?

El incendio de la Canuda, y la posterior campaña desatada contra Las noticias ilustradas y contra su propia persona, y los anónimos bien informados, y ahora la reaparición de Eduardo Andreu al cabo de casi cuatro años de silencio, ¿eran hechos independientes entre sí y carentes todos ellos de relación con ese hipotético «algo más», o respondían, por el contrario, a alguna clase de conspiración perfectamente orquestada contra Sempronio Camarasa?

Para mi vergüenza, para mi profundo arrepentimiento posterior, ninguna de estas tres preguntas esenciales salió de mi boca aquella mañana. Durante esos veinte minutos escasos de desayuno compartido me conformé con dejarme arrastrar una vez más a esa suerte de esgrima verbal —mucha floritura, mucho ataque y contraataque fingidos, ninguna sangre verdadera— en la que Sempronio Camarasa se complacía en convertir todas las conversaciones que padre e hijo habíamos mantenido desde que yo tenía uso de razón. En estas condiciones, lo más cerca que estuve de preguntarle cuánto había de verdad en las historias de Víctor Sanmartín fue cuando le transmití la propuesta que este me había hecho en su fiesta.

—Una entrevista —repitió él, sin aparente sorpresa.

—Quiere que afirme públicamente mi posición respecto a tus supuestas relaciones políticas.

—¿Y piensas hacerlo?

—¿Debería hacerlo?

—¿Concederle una entrevista al hombre que lleva una semana insultando públicamente a tu padre y poniendo en riesgo el negocio familiar?

Negué con la cabeza.

—Reformularé mi pregunta. ¿Hay algo real, no supuesto ni imaginado, frente a lo que yo debería establecer mi posición en las páginas de un diario de la competencia?

El rostro de mi padre se mantuvo tan imperturbable —tan ilegible— como de costumbre.

—Creo, hijo, que ya tienes edad suficiente como para saber qué posición debes tomar, en qué momento y ante quién.

Y fue entonces cuando sonaron dos golpes en la puerta y, antes de que mi padre tuviera ocasión de preguntar quién era, esta se abrió y nos ofreció una imagen que muy pronto habría de tornarse en moneda corriente en el hogar de los Camarasa: un inspector y un agente de la policía judicial que nos observaban con ese aire de plena seguridad, de suficiencia y aun de superioridad moral de quien se sabe con el imperio de la ley de su parte.

Lo que sucedió entre mi padre, un servidor y los dos policías durante los cinco minutos de reloj que estos permanecieron en el despacho puede explicarse en pocas palabras. La historia, en esencia, se resume en que Eduardo Andreu, de sesenta y cuatro años, natural y residente en Barcelona, con domicilio en tal puerta de tal edificio de la calle de la Princesa, había presentado a las once de la noche del día anterior una denuncia contra Sempronio Camarasa, de cincuenta y nueve años, natural y residente y tal y tal, por agresión y amenazas y vejación en un lugar público, delante de varias decenas de testigos y haciendo un uso indebido de lo que el inspector definió, con aparente seriedad, como «su superioridad física y su preeminencia social». La denuncia era firme y requería que el denunciado acudiera a declarar aquella misma mañana a la comisaría central de la policía judicial, en las Atarazanas, para dar su versión de los hechos y, en su caso, para someterse al interrogatorio pertinente por parte de aquel mismo inspector que ahora nos hablaba, quien, en atención a la «elevada posición social» de Sempronio Camarasa y a su «incuestionable respetabilidad humana», había tenido la desacostumbrada deferencia de acudir a su propio domicilio para comunicarle en persona la «incómoda situación que tenemos entre manos», y también, si mi padre así lo deseaba, para acompañarlo discretamente hasta la comisaría en su propio coche oficial.

El melifluo inspector se llamaba Abelardo Labella. Era un hombrecillo pequeño y rechoncho, moreno de pelo y de piel, vestido con el cuidado propio de quien no se ha habituado todavía a la ausencia de uniforme —puños y cuello blanquísimos, pantalones de raya impecable, corbata anudada con milimétrica precisión— y con la cara tan picada de viruela que partes enteras de su frente, su barbilla y su mejilla izquierda eran una pura erosión azulada y lampiña. Aquella visita a deshoras no era la primera noticia que teníamos de él, ni sería tampoco —no hacía falta ser adivino para saberlo— la última. Labella había sido el primer agente de la ley que había pisado nuestra torre a mediados de la semana anterior, cuando el hallazgo del paño de lana empapado en creosota entre las ruinas del edificio de la calle de la Canuda había despertado definitivamente la curiosidad de la policía judicial y había llevado a sus inspectores a prestar atención a los crecientes rumores que conectaban a los responsables de Las noticias ilustradas con el incendio de las oficinas de La gaceta de la tarde. Al cabo de veinticuatro horas, Labella había sido el encargado de notificarle a mi padre la denuncia que Saturnino Tarroja, el propietario de La gaceta de la tarde, había interpuesto contra él en su supuesta calidad de responsable físico, intelectual o moral del famoso incendio; y a la mañana siguiente, cuando le tocó el turno a mi padre de denunciar a Tarroja por difamación, por amenazas, por envío de correspondencia anónima y por varias cosas más igual de desagradables, el encargado de dar curso a la denuncia fue también Labella, establecido ya por entonces como inspector al cargo de todo cuanto tuviera que ver directa o indirectamente con el incendio de la calle de la Canuda.

Según Margarita, que había asistido a aquel primer encuentro entre Abelardo Labella y Sempronio Camarasa emboscada detrás de una puerta que nadie se había molestado en cerrar del todo, la entrevista había terminado con nuestro padre haciéndole saber de forma destemplada al inspector sus opiniones sobre el renovado cuerpo de policía de la República, sobre el estado general de la justicia española heredada de Prim, sobre las mutuas servidumbres y los intereses compartidos que parecían unir a una y a otra —policía y justicia— con la cúpula del poder económico barcelonés surgido al calor de las nuevas circunstancias políticas, y también, por último, sobre el propio Labella, cuyas maneras conjugaban a juicio de papá Camarasa el halago florido y el insulto cobarde con una habilidad digna de mejor empeño.

—¿Me está diciendo usted que estoy detenido, señor Labella? —resumió ahora mi padre, después de escuchar con notable paciencia la torrentosa palabrería con la que el inspector había envuelto su comunicación oficial de la denuncia presentada por Eduardo Andreu.

—Por supuesto que no, señor Camarasa. ¿Cómo puede pensar usted eso?

Mi padre esbozó una de esas sonrisas suyas que, en el contexto adecuado, podían helarle la sangre al hombre de espíritu más templado.

—No estoy detenido, entonces —dijo—. Y sin embargo, quiere que deje de lado mi agenda y lo acompañe a su comisaría para prestar declaración sobre los delirios de un viejo estafador que se coló anoche en una propiedad privada, irrumpió en una fiesta también privada e intentó ensuciar mi imagen y mi reputación delante de un centenar de posibles socios empresariales.

El escueto inspector Labella alzó ligeramente los talones, irguió la barbilla y, según me pareció, metió un poco de barriga antes de asegurar que se trataba tan solo de un trámite legal.

—Al fin y al cabo, el señor Andreu asegura que usted lo agredió físicamente…

—Así fue.

—… y que lo amenazó usted de muerte…

—Cierto.

—… y esas son acusaciones muy graves que usted, señor Camarasa, está en su derecho de rebatir en sede oficial.

—Ya le he dicho que las acusaciones son ciertas. ¿Va usted a detenerme, pues?

Abelardo Labella negó con la cabeza y miró de reojo al agente que lo acompañaba, un joven más o menos de mi edad, alto y bien plantado, cuya mente no parecía hallarse del todo en aquel despacho. Si el inspector buscaba algo de ayuda en él, no la encontró.

—No voy a detenerlo, señor Camarasa —dijo, endulzando un poco más todavía su tono de voz—. Pero sí necesito que venga usted a comisaría y realice allí una declaración oficial para mí. Y entonces, si lo desea, podrá presentar usted su propia denuncia contra el señor Andreu por allanamiento de morada, por difamación y por… por interrupción de fiesta privada.

Sonreí sin poder evitarlo. Por suerte, tanto mi padre como el inspector Labella parecían haber olvidado por completo mi presencia en el despacho desde el inicio mismo de aquella reunión.

—No viene a detenerme —dijo mi padre—. Esto es una visita de cortesía, entonces.

—Bueno…

—En ese caso, señor Labella, déjeme usted su tarjeta y yo le devolveré la visita en cuanto me resulte oportuno hacerlo.

La barriga del inspector volvió a hincharse y a deshincharse en el interior de su abotonada chaqueta.

—Bueno… —repitió.

—¿Sí?

—De verdad, señor Camarasa, todo sería mucho más sencillo si acabáramos con esto lo antes posible. Si me acompaña usted ahora, a las diez puede estar ya dedicado a sus asuntos y con este tema liquidado.

Mi padre apartó por fin la vista del inspector Labella y me miró a mí.

—No estoy detenido, pero me llevan a comisaría.

—El inspector tiene razón, papá —me atreví a decir entonces—. Cuanto antes acabemos con esto, antes podremos volver todos a nuestros asuntos. Y antes nos olvidaremos de Eduardo Andreu.

Los ojos de mi padre brillaron de irritación.

—Esta es ahora mi vida —dijo—. Ser objeto de insultos y de denuncias y recibir visitas de la policía a las ocho de la mañana.

En Londres vivíamos todos más tranquilos, sí, estuve a punto de decir. Pero me contuve a tiempo.

—Nos dejará usted terminar nuestro desayuno, ¿verdad? —le pregunté al inspector.

—Por supuesto, por supuesto. El agente Catalán y yo los esperaremos en nuestra berlina.

Mi padre negó con la cabeza.

—Dispongo de mis propios medios de transporte, gracias. Váyanse ustedes de una vez.

El inspector Labella pareció dudar de nuevo. Sin moverse de su sitio, se humedeció el labio inferior con una lengua sonrosada y gordezuela y me miró con un aire desvalido que me lo hizo repentinamente simpático.

—Dentro de media hora saldremos hacia la comisaría —le aseguré.

El hombre aguardó en vano durante un par de segundos la confirmación o el desmentido de mi padre, y entonces asintió con seriedad, se cuadró como el frustrado militar que era y, sin añadir una palabra, abandonó el despacho en compañía del uniformado agente Catalán.

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