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Mientras mi padre subía a sus habitaciones para terminar de vestirse, yo atendí a la ronda de preguntas de Margarita —que apenas había logrado descifrar el apellido de Andreu y un par de frases inconexas desde el otro lado de la puerta del despacho, esta vez bien cerrada— y me acerqué también al salón de la planta baja en el que mi madre, como cada mañana, estaba tomando su desayuno en compañía de Marina. Cuando la doncella, a mi pedido, recogió los platos y las tazas ya vacíos y nos dejó a solas junto al gran ventanal abierto sobre el jardín, le expliqué a mi madre cuál era la situación: la escena de la tarde pasada en la fiesta, de la que nadie le había hablado todavía; la denuncia de Andreu, la consiguiente visita del inspector Labella y el inmediato viaje de papá a la comisaría de las Atarazanas y el previsible recrudecimiento de la campaña en la prensa contra la persona y los negocios de papá. Mi madre me escuchó con toda atención, muy seria, pálida y frágil como siempre, pero también, me pareció, con una expresión nueva de vivacidad en la cara, y pronunció una frase que en ese momento, lo confieso, a punto estuvo de provocarme una inoportuna sonrisa, pero que muy pronto yo habría de recordar con alguna inquietud:

—Creo que ya es hora de que empiece a tomar mis propias cartas en el asunto.

Cuando regresé al vestíbulo del edificio principal de la torre, mi padre me estaba esperando en compañía de Martin Begg, de Fiona y de Margarita, que lo tenía cogido de un brazo y lo estaba aleccionando sobre todas las cosas que no debía decirle al inspector Labella durante su declaración oficial. Los Begg, deduje, estaban ya al tanto de lo sucedido y pensaban acompañarnos a mi padre y a mí hasta las Atarazanas.

—Yo no puedo ir, claro —dijo Margarita tristemente cuando mi padre se deshizo de su abrazo y dirigió sus pasos hacia la puerta.

—Una comisaría no es lugar para una señorita —declaró Martin Begg, calándose un sombrero grande y redondo como el de un guapo cordobés.

—Por eso os lleváis a Fiona.

La inglesa, como siempre en estos casos, le guiñó un ojo a mi hermana antes de abandonar el vestíbulo. Yo le di un beso en la mejilla y le aseguré que aquella noche, en la cena, la pondría al tanto de todo lo que sucediera durante la jornada.

—Y vigílame a mamá. Acaba de decirme algo extraño.

El ceño de Margarita se desfrunció ligeramente.

—Es para lo único que me queréis —refunfuñó, en cualquier caso—. Para vigilar a mamá.

El viaje en la berlina familiar fue lento e incómodo. El cargado tráfico del paseo de Gracia obligaba a nuestro conductor a reducir continuamente el ritmo de la marcha, a cambiar de carril o incluso a detenerse para evitar la colisión con un tranvía, con un ómnibus, con un carro cargado de aves de corral o, muy a menudo, con algún peatón recién llegado de las provincias e ignorante aún de las normas básicas de circulación. En la Rambla, como siempre, el panorama era todavía peor. Un último atasco a la altura del llano de las Comedias terminó finalmente con la paciencia de mi padre y le decidió a dar por terminado el viaje. Así pues, nos bajamos los cuatro de la berlina y proseguimos a pie nuestro camino hasta las Atarazanas.

La declaración oficial de mi padre fue breve, monótona y apenas monosilábica. No negaba las acusaciones de Eduardo Andreu, pero las justificaba por el delito previo que este había cometido: si le había cruzado la cara al viejo de un sopapo y había proferido graves amenazas contra él era porque antes Andreu había llevado al límite su paciencia irrumpiendo en su fiesta, insultándolo en presencia de sus socios potenciales, acusándolo públicamente de la comisión de no sabía qué delitos y también, cabía suponer, llenando su correo de anónimos amenazantes a lo largo de los días inmediatamente anteriores. Si todo aquello no justificaba un bofetón, el inspector Labella podía detenerlo de inmediato; si lo justificaba, el inspector podía romper en ocho partes la denuncia de Andreu y redactar una nueva con el nombre de Sempronio Camarasa al pie del apartado «el denunciante».

Cuando salimos de la comisaría, eran ya cerca de las diez de la mañana y el cielo comenzaba a abrirse por encima del portal de Santa Madrona. El contraste entre los negros muros interiores del edificio que acabábamos de abandonar y la nueva luz que bañaba los alrededores del paseo de la Muralla invitaba a hacer una pausa y a congratularnos, quizá, por el simple hecho de estar vivos y libres. El intenso olor del mar vecino, el viento ligero del este, el rumor de los muelles en plena actividad: esas pequeñas bondades de la vida en una ciudad portuaria que uno apenas tenía tiempo de apreciar en el trajín de cada día. Antes de que tuviera ocasión de proponerles a mis acompañantes que nos sentáramos a tomar un café con leche en la terraza de alguna de las fondas que rodeaban el viejo convento de Santa Mónica, mi padre y los Begg echaron a caminar Rambla arriba envueltos en el mismo espeso silencio que habían mantenido desde nuestra salida del despacho del inspector Labella.

—Nos vemos, entonces.

Fiona fue la única que detuvo su marcha y se volvió hacia mí.

—¿Te vas a estudiar?

—¿Me ofreces algo mejor?

La inglesa fingió pensar en ello durante unos instantes.

—Creo que hoy tengo un parricidio en San Pedro y un superviviente de un rayo en Santa Catalina. Y otra visita de la policía a una reunión de anarquistas en el Raval, si me sobra algo de mañana.

Asentí. Un día más en la redacción de Las noticias ilustradas.

—¿Le cayó un rayo encima y sobrevivió?

Fiona esbozó una bella sonrisa.

—No hay forma de matar a un catalán —dijo—. ¿Nos vemos esta noche?

—¿En tu estudio?

—A no ser que ya te hayas cansado de fotografiarme…

—¿A las diez está bien?

—Una hora muy poco decente. Está bien. —Todavía con una sonrisa en los labios, Fiona se llevó la mano derecha a la frente e hizo retroceder un mechón de cabello rebelde—. ¿Tienes algo pensado?

—Hoy dejaré que elijas tú.

—Te sorprenderé, entonces.

Visualicé al instante diez o doce atuendos posibles con los que Fiona podría recibirme aquella noche en su estudio de artista, lista para entregarse a una de nuestras largas sesiones fotográficas. En su refugio de los sótanos de Gracia, mi cámara se regocijó ante aquella perspectiva.

—Nunca espero otra cosa de ti —aseguré.

—¿Vas a ver a tu amigo?

Lo repentino de la pregunta me sorprendió, pero solo ligeramente.

—¿A Gaudí?

—¿Tienes otros amigos?

No, lo cierto era que no. En Barcelona ya no tenía otros amigos.

—Almorzaremos juntos, como cada día —dije—. ¿Te apetece venir?

—Los empleados de Las noticias ilustradas no almorzamos, ya lo sabes. Tener el estómago vacío nos evita vomitar en las escenas del crimen. Pero es una oferta tentadora.

Pese a lo jocoso de la excusa, la forma en que Fiona pronunció aquel último adjetivo me sugirió que no estaba siendo irónica ni formularia. Mi pelirroja amiga londinense tenía ganas de encontrarse de nuevo con mi pelirrojo amigo de Reus.

—No he tenido ocasión de preguntarte qué te pareció Gaudí —dije, recordando mi conversación de hacía algunas horas con Margarita. Fiona la fresca y Gaudí el amenazado—. Pero creo que ya me lo has dicho tú misma.

Fiona arqueó la ceja izquierda, ahora sí, a su irónica manera de siempre.

—¿Ahora tú también lees la mente, como él?

—¿Te leyó la mente a ti?

Los labios de Fiona se curvaron con dulzura.

—Digamos que leyó la mente de alguien —respondió. Y luego, tras una breve pausa, añadió—: Tu amigo es un joven peculiar.

—Lo cual, dicho por ti, entiendo que es una forma de halago.

Fiona inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado, en un gesto que tanto podía ser una afirmación como una negación.

—Transmítele mis saludos cuando lo veas —dijo tan solo. Y tras una breve vacilación, añadió—: Hay algo que quiero decirte, pero que no puedo decirte.

—Si quieres decírmelo, me lo dirás.

—Ojalá pudiera. Pero no puedo.

La sonrisa que se intuía por debajo del rostro de perfecta seriedad de Fiona invitaba a seguir jugando.

—Es un secreto —aventuré.

—Es un encargo laboral.

—¿Un encargo más misterioso que cubrir la caída de un rayo sobre la cabeza de un catalán?

—Mucho más misterioso. Y más interesante. —Fiona hizo una breve pausa dramática—. Y más personal, también.

Más personal.

—¿Tiene que ver conmigo?

—Más o menos.

—¿Tiene que ver contigo?

Fiona se retiró de la frente un rojo mechón de pelo rebelde y lo recolocó sobre su oreja derecha.

—Más o menos.

—Entiendo —asentí—. Te han encargado que cubras una noticia que nos incumbe a ti y a mí.

—No una noticia. Una persona. Una persona que nos incumbe a ti y a mí. —Fiona comenzó a sonreír abiertamente—. Más a ti que a mí, de momento.

Medité acerca de ello durante unos segundos. Y entonces lo comprendí.

—Un amigo.

—No mencionaremos nombres —replicó Fiona—. Pero sí.

—¿Te han encargado que investigues a Gaudí?

—He dicho que no mencionaremos nombres…

Recordé nuestra llegada a la fiesta la noche anterior, la breve charla de cortesía que Gaudí había mantenido con mi padre y la pregunta que este le había hecho justo antes de despedirnos: «Aunque usted y yo ya nos habíamos conocido antes, ¿verdad?».

—¿Ha sido mi padre? —pregunté—. ¿Él te ha encargado que investigues a Gaudí?

Fiona alzó ambas manos al cielo en señal de rendición.

—Yo no te lo he contado —dijo—. Pero tu padre le ha pedido esta mañana al mío que me preguntara qué sabía yo de Gaudí. Y si no sabía nada interesante, que investigara un poco. Parece que al señor Camarasa tu amigo le resulta familiar. Y eso lo tiene intrigado.

—Y en lugar de preguntarme a mí quién es o a qué se dedica mi nuevo amigo, le dice a tu padre que te ponga a ti a rastrear —dije—. Estupendo.

—Al señor Camarasa le gusta hacer las cosas a su manera, ya lo sabes. O a lo mejor tu padre no ha querido incomodarte.

—A lo mejor.

—En cualquier caso, a un joven con tanta conciencia de clase como Antoni no le desagradará saber que un hombre de la condición de tu padre se preocupa tanto por él.

—¿De eso hablabais anoche en aquella otomana? ¿De la conciencia de clase de Gaudí?

Fiona me sonrió con aire misterioso.

—Entre otras cosas.

—Cosas que no son de mi incumbencia.

—Sin duda, Antoni te hizo anoche un resumen completo de nuestra conversación —replicó Fiona—. Eso es lo que hacéis los hombres cuando las mujeres nos marchamos, ¿no? Beber y hablar de nosotras.

—Gaudí es un hombre muy reservado. Y anoche, después de que tú te marcharas, todo lo que bebimos fue chocolate y agua mineral.

Fiona sonrió de nuevo.

—Decididamente, sois una pareja encantadora —declaró.

Un perro callejero se acercó a nosotros y olisqueó los bajos de la falda de Fiona antes de dejarse ahuyentar por la punta de mi zapato. Una ráfaga de música de organillo se alzó súbitamente desde la esquina del viejo convento, y dos niños de apenas seis años aparecieron de la nada y a punto estuvieron de colisionar con nosotros en su carrera hacia el lugar del supuesto espectáculo.

En el cielo, una bandada de palomas del color del hollín industrial formó un círculo gigante sobre la vertical de la Rambla y luego se dispersó en dirección a los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos.

—¿Le has dicho a tu padre lo que te conté la noche del sábado? —pregunté entonces, devolviendo mi vista al rostro de Fiona—. ¿Lo que vi en ese local, el Monte Táber?

—Claro que no —respondió ella sin dudarlo un instante—. ¿Por quién me tomas?

—¿Por una periodista?

—Yo no soy periodista, soy ilustradora —me corrigió—. Y no creo que a tu padre le interese cómo pasa sus noches un estudiante de arquitectura.

—¿Entonces?

Fiona se encogió de hombros.

—Tu padre debe de confundir a tu amigo con alguien —sugirió—. Eso es todo. Desde el incendio de La gaceta, está tan susceptible que ve amenazas por todas partes.

Y no le falta razón, pensé. Pero ¿Gaudí?

—Así que quiere saber quién es ese joven que anda de repente con su hijo y cuyo rostro le resulta familiar.

—Y no podemos culparlo por ello. Por lo que él sabe, Gaudí podría ser un esbirro de Víctor Sanmartín, o del propietario de La gaceta, o a saber de quién.

Amagué una sonrisa sardónica.

—Eso explicaría muchas cosas.

—En el fondo, deberías sentirte halagado. Tu padre piensa que alguien puede intentar llegar hasta él a través de ti.

—¿Eso resulta halagador? ¿Suponer que ya ni siquiera sé escoger a mis amistades?

Fiona alargó la mano derecha y me rozó brevemente la mejilla.

—Ay, querido —dijo, mirándome no sé si con ternura o con pura lástima—. ¿Es que alguna vez has sabido hacerlo?

Preferí no responder a eso.

—Mi padre, entonces, quiere saber qué planes ocultos esconde Gaudí al acercarse a mí, y se le ha ocurrido que quién mejor que tú para descubrirlo —resumí.

—¿Te parece una mala estrategia?

—Me parece una estrategia pésima. Y la prueba es que me lo acabas de contar todo.

Fiona se llevó un dedo a la boca.

—Yo no te he contado nada.

Un vendedor ambulante de abanicos se detuvo en ese instante a nuestro lado y ofreció a nuestra consideración una mercancía tan poco vistosa como casi toda la que manejaba el común de aquellos pobres hombres que iban y venían de un extremo al otro de la Rambla cargando su negocio en un carro de madera. Era un viejo pequeño, harapiento, carcomido por la edad y la pobreza, en nada distinto de aquel Eduardo Andreu que la noche anterior había desatado un temporal entre cuyos vientos hoy seguíamos bogando.

Por compasión, le tendí al hombre un par de monedas y escogí el abanico menos descolorido de su colección.

—Para Margarita —expliqué—. A no ser que lo quieras tú.

Fiona sonrió de nuevo.

—Bonita forma de ofrecerme un regalo —dijo, tendiéndome su mano enguantada a manera de despedida—. ¿De qué te han servido esos seis años en Londres, si se puede saber?

—No hay forma de enseñarle modales a un catalán.

Dejé escapar las puntas de los dedos de Fiona y me quedé observándola mientras ella caminaba Rambla arriba, Barcelona arriba, al encuentro de su padre y del mío y de ese trabajo tan extraño —dibujante de desgracias, detective ocasional— que el destino había puesto en su camino. Y solo cuando la perdí definitivamente de vista entre la perenne multitud de ociosos que abarrotaban la Rambla, una mancha roja y blanca absorbida por la uniforme grisura ambiental, me decidí a salir por fin de mi ensueño y enfilar mi propio camino hacia la Lonja con la cabeza llena de nuevas preguntas.

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