G

G


18

Página 20 de 50

18

Me pasé el resto de la mañana rondando por la vecindad de la plaza del Palacio, incapaz de decidirme a entrar en la escuela pero sin ganas tampoco de regresar a Gracia y dar ya el día entero por perdido. A la una de la tarde, cuando mis primeros condiscípulos comenzaron a salir en desbandada por la puerta de la Lonja en busca de sus ómnibus o de los vecinos restaurantes en los que habrían de llenar sus estómagos vacíos, el radio de mis vagabundeos se había ampliado ya hasta el otro lado de la antigua Puerta del Mar y había alcanzado zonas por las que nunca antes me había aventurado. Así, cuando por fin avisté la silueta de Gaudí entre aquella colección de condiscípulos anónimos, yo recién acababa de regresar de una accidentada excursión que, partiendo desde las familiares chabolas de los pescadores de la Barceloneta, me había llevado hasta los muy desconocidos —y nada gratos— muelles de carga del puerto industrial.

—Tiene usted mala cara —me saludó mi amigo, estrechándome la mano con firmeza algo desmayada—. Por no decir que parece usted recién exhumado de una fosa común.

Alguien seguía teniendo la fotografía de Lizzie Siddal en la cabeza, pensé.

—Yo también me alegro de verlo a usted, sí.

—¿Todo bien?

—¿Lo pregunta por el barro? —dije, señalando las muchas manchas que adornaban mi traje recién estrenado—. Ahora es cuando debería deducir usted en qué zona de la ciudad está el charco en el que me he caído, ¿no?

—¿Se ha caído usted en un charco?

—Más o menos. Me he caído en un charco con ayuda de terceros, podríamos decir.

Gaudí me miró con una visible mezcla de compasión y curiosidad.

—¿Cuánto le han robado?

—Lo bastante como para que tenga que invitarme usted hoy a almorzar —dije, sin mentir—. La cartera, el reloj, dos gemelos de oro blanco y un abanico. Pero conservo los zapatos.

—No le han hecho daño, espero —se preocupó Gaudí, inspeccionándome de arriba abajo—. ¿Un abanico, dice?

—Es una larga historia.

Durante la hora siguiente, mientras comíamos un buen arroz montañés y bebíamos un mal vino de Cariñena en nuestra mesa de siempre de Las Siete Puertas, puse a mi amigo al corriente de los sucesos de aquella mañana, desde el interrumpido desayuno con mi padre en su despacho de Gracia hasta mi pequeña experiencia portuaria con una pareja de muchachos asilvestrados la suma de cuyas edades no debía de sobrepasar con mucho la mía, pero cuyas navajas no admitían réplica alguna. También le referí sumariamente mi extraña conversación con Margarita, repetí para su conocimiento la simpática frase que mi madre había pronunciado al saber de la denuncia judicial de Andreu —«Creo que ya es hora de que empiece a tomar mis propias cartas en el asunto»— y le transmití los saludos que Fiona me había dado para él a nuestra salida de la comisaría de las Atarazanas. Me abstuve, en cambio, de mencionar todavía el repentino interés que Sempronio Camarasa parecía sentir por el nuevo amigo de su único hijo varón, y tampoco me decidí a repetir el sintagma —«un joven peculiar»— que Fiona había utilizado a la hora de describir la impresión que Gaudí le había causado la noche anterior.

De todas las noticias que sí ofrecí a su consideración, la que más pareció interesarle a mi amigo fue la identidad del inspector al cargo de todas las denuncias que empezaban a acumularse en torno a mi padre.

—¿Abelardo Labella, ha dicho?

—¿Le dice algo el nombre?

—¿Un caballero de muy corta estatura con el rostro picado de viruela?

—Lo conoce, entonces.

Gaudí hizo un vago gesto con su mano derecha.

—No hemos sido formalmente presentados —dijo—. Pero he tenido ocasión de padecer desde la distancia alguna de sus actuaciones.

Tal vez fuera efecto del cansancio, de los nervios acumulados a lo largo de toda la mañana, de la minúscula semilla de sospecha que las noticias de Fiona habían plantado involuntariamente en mi cerebro o del vino inusualmente peleón que Gaudí había escogido para regar aquel almuerzo, pero el caso es que esta vez no pude resistirme a observar en voz alta lo que ya hacía tiempo que rondaba en el interior de mi cerebro.

—¿No se cansa usted nunca de resultar enigmático, señor G?

Gaudí detuvo al instante el trayecto hasta su boca de un tenedor cargado de granos de arroz y de guisantes.

—¿Perdón?

—Los pequeños delincuentes que lo visitan en su domicilio y lo llaman «señor G». Las tres cerraduras y los rastros de un incendio en la puerta de su buhardilla. Los señores bien vestidos que se le acercan en mitad de la noche y le plantan fajos de billetes en la mesa. Y ahora, sus relaciones con un inspector de la policía judicial.

Mi amigo dejó el tenedor todavía lleno sobre su plato y sonrió con desarmante franqueza.

—Tiene usted razón —dijo—. Lo que sucedió anoche en la plaza Real fue imperdonable.

—Como usted diría, «imperdonable» es una palabra un tanto excesiva. Dejémoslo en «inusual».

—Inusual, entonces —concedió él—. En todo caso, no debió haber presenciado usted aquel… intercambio de bienes.

—El intercambio de un bonito fajo de billetes por un pequeño frasco lleno de líquido verde, quiere decir.

—Hay gente que no sabe respetar los tiempos ni los lugares —asintió él—. Y cuando uno entra en según qué negocios, se halla especialmente expuesto a esa clase de personas.

Aquello era un negocio, entonces.

—¿Opio? —pregunté en voz baja, recurriendo a la mejor solución que se me había ocurrido aquella noche en la cama para explicarme el misterio de lo sucedido en la plaza Real.

Mi amigo pareció genuinamente escandalizado ante aquella sugerencia.

—¿Opio? —repitió, escupiendo casi la palabra—. ¿Por quién me ha tomado?

—¿Por alguien que intercambia pequeños frascos con líquido por grandes fajos de dinero?

Gaudí sonrió de nuevo, esta vez con un aire ligeramente burlón.

—Ya veo que no está usted al tanto de cómo es la vida del adicto al opio —dijo—. Y lo celebro. El opio es la forma más sencilla, más barata y más estúpida que el hombre ha ideado para embrutecer su cuerpo y arruinar su espíritu. Si quiere usted aturdirse con jarabe de opio, con láudano aromatizado o con cualquier otro producto a la moda derivado de la adormidera, no tiene más que acercarse al puerto con unas cuantas monedas en el bolsillo y visitar ciertos locales de merecida reputación.

Locales menos exclusivos que el Monte Táber, estuve a punto de decir.

—Ya veo.

—Al despertar, eso sí, es muy probable que descubra usted que ha perdido algo más que un abanico.

Ahora fui yo quien sonrió.

Si usted supiera las cosas que yo sé sobre el opio, pensé. Si usted supiera la clase de locales que yo me había visto obligado a frecuentar durante cierta época ya pasada de mi vida.

Si usted hubiera conocido a Fiona Begg en sus días de cazadora de dragones por los callejones del East End.

—Celebro yo también que no tenga usted nada que ver con ese negocio —dije—. Alguna experiencia tengo al respecto, y no me gustaría saberlo mezclado con la clase de personas que suelen moverse en torno a esas guaridas del vicio y de la corrupción.

Gaudí frunció ligeramente el ceño.

—¿Puedo preguntar…?

—Fiona es una mujer con un pasado —dije tan solo, apartando el tema con un gesto de mi mano derecha—. Lo que usted ofrece, entonces…

—Lo que yo ofrezco es una experiencia que no tiene nada que ver con el embotamiento de los sentidos ni con el aturdimiento de la mente que la gente vulgar se empeña en buscar en los alcaloides extraídos de ciertas plantas. —Gaudí bebió otro sorbo de vino y miró a nuestro alrededor—. ¿Tiene usted conocimientos de botánica, amigo Camarasa?

—Me temo que no.

—Entonces no se diferencia usted de cualquiera de estos caballeros que nos rodean. Usted, como ellos, vive en un mundo perfectamente artificial.

Aguardé durante varios segundos una explicación que no se produjo.

—Un mundo perfectamente artificial —repetí por fin.

—Una realidad artificial, si así lo prefiere. Una realidad domesticada, emasculada, constreñida entre los límites del pequeño horizonte de experiencias que la ciudad pone a su disposición. La ciudad, amigo Camarasa, es la gran niveladora del hombre. Empieza por igualar sus sueños y sus aspiraciones y acaba por igualar su manera de ver y de entender la realidad.

Me humedecí yo también los labios en el vino que aún llenaba mi copa.

Una realidad emasculada.

—Interesante paradoja —dije—. Yo hubiera creído más bien que el horizonte de experiencias que la ciudad pone a la disposición del hombre es infinitamente mayor que el que puede ofrecerle cualquier aldea. Por muchos conocimientos de botánica que pueda tener el aldeano en cuestión.

Gaudí negó con la cabeza.

—¿Recuerda la conversación que tuvimos en esta misma mesa el día que nos conocimos?

—Perfectamente.

—¿Recuerda que usted se burló de mi creencia en la posibilidad de fotografiar a los espíritus desencarnados?

—Recuerdo que la idea me sorprendió, sí.

—Si tuviera usted conocimientos de botánica, no se hubiera sorprendido tanto.

Pese a la seriedad con la que Gaudí pronunció aquellas palabras, no pude evitar sonreír.

—¿Conocer las propiedades de las plantas, entonces, lo está ayudando a construir una cámara capaz de fotografiar a los muertos?

—Conocer las propiedades de las plantas, como usted dice, me ayuda a mantener la mente despierta. Y me impide olvidar, sobre todo, que en este mundo hay mucho más que lo que nuestros ojos ven a simple vista.

Me puse serio de nuevo.

—Y eso es lo que hay en esos frascos que usted reparte —aventuré—. Pociones para ver la realidad.

—Esos frascos son solo una parte de la experiencia que yo ofrezco —replicó Gaudí, tras valorar durante unos instantes mi última frase—. Mis clientes son personas refinadas y con inquietudes que buscan, en efecto, algo que los ayude a ver la realidad.

Personas con inquietudes. Pensé en las cariátides que custodiaban las dos puertas cerradas del Monte Táber, y en las muchachas ataviadas con blancas plumas de faisán, y en la carne desnuda y retorcida de la mujer que se contorsionaba sobre el escenario. Una clase diferente de instrumentos para ver la realidad, tal vez.

—Aquellos dos jóvenes que lo abordaron en su puerta el viernes no parecían especialmente refinados —fue todo lo que dije.

Mi amigo frunció ligeramente el ceño.

—Aquellos dos jóvenes no son mis clientes.

Entendí.

—Son sus empleados.

—Ellos no tienen nada que ver con lo que ahora estamos hablando —replicó Gaudí, zanjando el tema. Y luego, tras una pausa que nos sirvió a ambos para rebañar los últimos restos de arroz de nuestros platos, añadió—: ¿Tiene usted algo que hacer mañana por la noche?

—Mañana tengo un compromiso familiar. Una visita al Liceo.

—¿El viernes, entonces?

—El viernes puedo ser todo suyo. ¿Piensa llevarme a…? —Me mordí la lengua antes de pronunciar el nombre prohibido—. ¿Piensa convertirme en uno de sus clientes?

Gaudí miró de forma ostensible la gran mancha de barro que adornaba la pechera de mi chaqueta.

—Me parece, querido amigo, que usted no está todavía en condiciones de aspirar a hacer uso de mis servicios —dijo.

Y aquí terminó la parte de nuestra conversación relacionada con los misteriosos negocios del señor G.

Cinco horas más tarde, cuando descendí del cabriolé que Gaudí me había obligado a tomar en la plaza del Palacio y le pagué la carrera al cochero con varias de las monedas que mi amigo, pese a todas mis protestas, me había puesto también en el bolsillo, Margarita estaba esperándome junto a la puerta de la verja de nuestra torre con un ejemplar de Las noticias ilustradas en la mano.

—¿Está o no está loca esta mujer? —me preguntó a manera de saludo.

No necesité coger el diario que mi hermana me tendía para saber a qué se estaba refiriendo.

Los dos dibujos de Fiona.

Un caballero abofeteando a un anciano ante la boquiabierta mirada de un corrillo de borrosos potentados locales, y ese mismo caballero prestando declaración en comisaría ante un inspector bajito, regordete y con la cara llena de manchas de tinta.

—Ya lo he visto al salir de la escuela —dije, besándola en la mejilla y cerrando a mi espalda la puerta de la verja—. Olvídalo.

—¿Que lo olvide?

—Esto no es cosa de Fiona. Esto es cosa de papá.

—¿Papá iba a permitir que se publicara tal cosa?

—¿Fiona iba a publicar tal cosa sin el permiso de papá?

Margarita me observó en silencio durante unos instantes, y luego dobló el diario, lo arrojó al suelo y lo pisoteó varias veces con el pequeño tacón de sus zapatos de estar por casa.

—Ojalá nunca hubiéramos venido a Barcelona —dijo—. Y ojalá papá nunca hubiera conocido a Martin Begg.

El tono con el que mi hermana pronunció estas dos frases se pareció mucho al que había utilizado aquella mañana para declarar su descubrimiento de la injusticia del mundo.

La tomé del brazo y, venciendo su ligera resistencia inicial, la acerqué hacia mí.

—Tengo muchas cosas que contarte —dije, abrazándola—. Y seguro que tú también tienes muchas cosas que contarme a mí.

Margarita aceptó mi abrazo durante un tiempo prudencial, y luego lo deshizo y se me quedó mirando con el rostro todavía muy serio.

—Gracias —murmuró—. Ahora yo también estoy manchada de barro.

Esa noche, en el estudio de Fiona, impresioné diez placas con su imagen vestida de hada de los bosques ingleses y dejé que ella, a su vez, me fotografiara a mí con un improvisado atuendo de squire de las Tierras Altas distraído del armario de su padre: un juego de pantalones y chaqueta de tweed a cuadros escoceses, un gorro de cazador de ciervos con la visera perfectamente erguida y, sobre los hombros, una capa Inverness del tamaño de una manta mediana. Fue una velada agradable. Ni Fiona ni yo hablamos mucho durante el lento proceso de la toma de las imágenes, y los pequeños temas que tratamos sirvieron más bien para realzar el agradable silencio que presidía casi siempre aquellas sesiones. Ni ella mostró intención alguna de explicarme el qué, el cómo y el porqué de aquellos dos dibujos que había publicado en la última edición de Las noticias ilustradas, ni yo mencioné las extrañas revelaciones que Gaudí me había hecho durante el almuerzo, y cuya naturaleza vagamente esotérica —o, en todo caso, alucinógena— sin duda habría de interesar a la siempre experimentadora Fiona. Cuando nos despedimos en la puerta de la vieja casa de labranza, las campanas de la Torre del Reloj de Gracia estaban terminando de dar las doce y el ambiente entre nosotros era, lo hubiera jurado, más cálido que nunca.

—Mañana será un gran día —dijo Fiona, besándome en la mejilla bajo el umbral de su puerta—. Te lo prometo.

Y yo la creí.

De camino a mi dormitorio, una línea de luz bajo la puerta del despacho de mi padre me obligó a cambiar nuevamente de planes.

—¿Todo bien, papá? —pregunté, después de llamar quedamente a la puerta y entreabrirla apenas un par de palmos.

El hombre estaba sentado ante su escritorio cubierto de papeles y de portafolios y tenía todo el aspecto de un empleado de banca abrumado por la inmediata cercanía de un cierre de cuentas.

—Todo bien —me respondió, sin apenas mirarme.

A él no le creí.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

La cabeza de mi padre se alzó, ahora sí, del mazo de folios que estaba inspeccionando.

—¿Y bien?

—El amigo que ayer te presenté en la fiesta. Antoni Gaudí. —Hice una breve pausa, en la vana espera de que el rostro de papá Camarasa delatara algún tipo de reacción al oír aquel nombre—. ¿Era cierto lo que le dijiste? ¿Ya habíais coincidido en alguna otra ocasión?

En lugar de responderme, mi padre me señaló una de las dos sillas que había dispuestas frente a su escritorio. Aquello era ya en sí mismo una novedad interesante, así que cerré la puerta a mi espalda, tomé asiento en la silla indicada y, como era de prever, aguardé una revelación que no se produjo.

—Háblame de ese joven —dijo, en cambio, después de abrir su pitillera de plata y sacar de ella un solo cigarrillo, un fino ejemplar de tabaco de Trichinopoly, que prendió con el voluminoso encendedor de piedra que presidía el escritorio.

—¿Qué quieres que te diga?

—Todo lo que sepas de él. Quién es, a qué se dedica, con quién o para quién trabaja. Qué ambientes frecuenta.

El rostro de mi padre seguía cubierto por una máscara de indescifrable seriedad. Su interés por la persona o por las actividades de Gaudí, comprendí, no solo era sincero: también era apremiante. La situación se me antojó de repente tan absurda que estuve a punto de sonreír.

—¿Desde cuándo te preocupas por mis amistades?

—Haz lo que te digo, por favor.

Tomé la pitillera de plata de mi padre, cogí el último cigarrillo que quedaba en su interior y lo encendí con uno de mis fósforos del Monte Táber.

—Se llama Antoni Gaudí. Tiene un año más que yo. Nació en Reus, es hijo de un calderero y vino a Barcelona hace seis años. Días después de la revolución de septiembre y de nuestra propia huida de la ciudad. —Pronuncié esta última frase sin mayor intención que la de incomodar vagamente a mi padre, pero enseguida comprendí que este iba a sentirse tentado de leer algo más en ella—. Pura coincidencia, en cualquier caso. Gaudí y su hermano vinieron a proseguir sus estudios en la ciudad. Él estudia ahora segundo año en la Escuela de Arquitectura, y de ahí nuestra amistad. Ningún misterio.

—¿Y sus ocupaciones fuera del aula?

—Todas perfectamente inocentes, hasta donde yo sé. —Me sentí en la obligación de mentir—. La única originalidad que Gaudí se permite es frecuentar los círculos espiritistas y los teatros del Raval. Tal vez coincidieras con él en alguno de esos ambientes, en caso de que a ti también te atraigan los espíritus y las coristas…

Mi padre no se molestó en responder a mi humorada.

—Dice Margarita que os conocisteis la mañana del incendio de las oficinas de La gaceta de la tarde. Te apartó del camino de unos caballos desbocados mientras mirabas el incendio.

—¿También has interrogado a Margarita sobre mi amigo?

—¿Fue así, entonces?

—Fue así —confirmé—. Y entiendo que este es un punto a favor de Gaudí, ¿no? ¿O acaso librarme de una muerte atroz entre las herraduras de dos pares de caballos lo convierte en sospechoso de algo?

Mi padre movió lentamente la cabeza de izquierda a derecha, al tiempo que emitía sendas nubes de humo azulado por los orificios nasales.

—A veces, Gabriel, me preocupa tu inocencia.

El silencio que siguió a esta frase inesperada —entre los muchos adjetivos poco o nada halagüeños que papá Camarasa me había ido colgando a lo largo de los últimos seis años no había aparecido todavía el de «inocente»— me permitió oír con toda claridad el tictac del carillón que presidía el salón principal de la torre, a varias paredes de distancia de aquel despacho.

—¿Me lo explicas, por favor? —pregunté por fin.

Mi padre se incorporó ligeramente sobre su escritorio y me miró con la intensidad de las grandes ocasiones.

—Tú, Gabriel, eres un Camarasa. Por mucho que te pese, eres el hijo primogénito de Sempronio Camarasa. Y eso te convierte en el objetivo potencial de toda clase de desalmados. Gente que busca nuestro dinero. Gente que busca influir sobre nosotros. Gente que busca acceder a nuestro círculo más íntimo con intenciones que tú, a estas alturas, ya deberías conocer. —Sin apartar los ojos de los míos, mi padre me apuntó con el extremo incandescente de su cigarrillo—. Ahora mismo, Gabriel, tú ya no eres solo el heredero de un apellido que despierta envidias y rencores entre mucha gente: también eres el eslabón más débil de una cadena que un puñado de desalmados están profundamente interesados en quebrar.

Más intrigado que molesto, guardé un pequeño silencio antes de aventurar:

—Y Gaudí es uno de esos desalmados.

—Ese joven aparece milagrosamente a tu lado para salvarte la vida mientras frente a vosotros arde el edificio del diario rival de Las noticias ilustradas. Ese joven resulta ser estudiante de la misma escuela en la que tú estás inscrito. Ese joven se convierte en íntimo amigo tuyo al tiempo que todo empieza a resquebrajarse a nuestro alrededor. Y cuando por fin yo lo conozco, el aspecto de ese joven coincide punto por punto con ciertas descripciones que a lo largo de las últimas semanas me han ido llegando por varias vías que ahora no vienen al caso.

La sonrisa de suficiencia que había empezado a asomar a mis labios mientras escuchaba las tres primeras frases de mi padre se me congeló al llegar a la cuarta.

—¿Qué descripciones?

Mi padre negó de nuevo con la cabeza.

—Mantente alerta —dijo—. Es lo único que te pido. Y no te olvides de quién eres. Tú no eres un estudiante de arquitectura necesitado de buscar la amistad de pueblerinos que disfrazan su origen campesino con corbatones de fantasía. Tú eres el primogénito de Sempronio Camarasa. Un día mis asuntos serán tus asuntos. Y eso te convierte en un objetivo extraordinariamente goloso para toda clase de aprovechados y de falsos amigos con doble intención.

Para mi vergüenza, la única protesta que fui capaz de hacer en ese instante a favor de la inocencia de Gaudí fue un torpe intento de provocación cuyo recuerdo aún hoy en día me sigue sonrojando.

—Fiona estaba presente en la Rambla cuando Gaudí me apartó del camino de aquellos caballos la mañana del incendio —fue lo que dije—. Y su camino, bien lo sabes, parece cruzarse continuamente con el mío.

Tal vez deberías hacerla investigar también a ella.

Las narices de mi padre expulsaron otras dos nubes de humo azulado que por un instante se quedaron colgando de sus bigotes como una mucosidad deshilachada y triste. Un dragón viejo y herido, pensé. Un dragón poderoso y temible.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

La conversación había terminado.

—Gaudí no es un aprovechado, ni tampoco es un falso amigo con doble intención —lo intenté todavía, ya sin convicción alguna—. Gaudí es un joven extraordinario. Y con el debido respeto, papá, me parece que toda esta situación de los últimos días está empezando a afectar a tu capacidad de juicio.

Mi padre aplastó su cigarrillo contra el fondo de porcelana del cenicero y me miró con expresión súbitamente agotada.

—Buenas noches, Gabriel —murmuró.

Y eso fue todo.

Ir a la siguiente página

Report Page