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Antes de las nueve de la mañana, otra vez en la Rambla, me apeé de la berlina familiar frente a la boca de Fernando VII y acompañé a Fiona hasta la puerta del palacete de Las noticias ilustradas. Acordamos encontrarnos al cabo de veinte minutos en la calle de la Princesa, y nos despedimos sin ninguna ceremonia. Fiona parecía sentirse tan abrumada como yo mismo ante aquel nuevo giro de los acontecimientos; la voz le había temblado de forma inusual mientras respondía a las preguntas de los dos policías que habían ido a Gracia en busca de papá Camarasa, y en varias ocasiones había sido incapaz de dar con la palabra castellana correcta para el término inglés que bullía en su cerebro y había tenido que recurrir a mi ayuda como traductor. Las escasas horas de sueño le habían hinchado los ojos, resecado los labios y deslucido visiblemente la piel de las mejillas, degradando su hermosa blancura habitual a la mera palidez sin encanto de un rostro con poca salud. Por primera vez en mucho tiempo, lo pensé mientras me alejaba en dirección a la Ribera, Fiona aparentaba aquella mañana los veintinueve años que realmente tenía, y no los veintidós o veintitrés que cualquier admirador distraído hubiera podido adjudicarle en sus días mejores.

Llegué a la replaceta de Moncada justo en el momento en que Gaudí salía por la puerta de su edificio.

—Vaya, amigo Camarasa, qué madrugador —me saludó, muy sonriente—. No esperaba verlo hoy en la escuela, y menos… —La seriedad de mi rostro lo obligó a interrumpir su frase—. ¿Qué sucede?

Le expliqué en pocas palabras la situación mientras corríamos hacia la calle de la Princesa, donde Fiona, si todo iba bien, debería haber logrado ablandar ya el corazón de los agentes que sin duda custodiaban la puerta del número 14. El contacto diario con los perros guardianes de todas aquellas escenas del crimen que nuestra amiga llevaba semanas retratando para Las noticias ilustradas —agentes casi siempre muy jóvenes, sometidos al aburrido deber de hacer guardia junto a una puerta cerrada y susceptibles, por tanto, de dejarse encantar de buena gana por la exótica presencia de una inglesa pelirroja— le había granjeado a Fiona una popularidad dentro de aquel colectivo que, si sus previsiones eran correctas, debería servir para que hoy se nos franqueara también el acceso a Gaudí y a mí a ese edificio en cuyo interior se encontraba el cuerpo sin vida de Eduardo Andreu.

—¿Quién descubrió el cadáver? —me preguntó Gaudí, cuando terminé de exponerle sumariamente lo sucedido.

—El inspector no se ha explayado mucho en sus explicaciones. La casera de Andreu, creo.

—¿Una casa de huéspedes?

Asentí.

—A las seis de la mañana ha cruzado por el pasillo donde estaba su habitación, le ha extrañado ver su puerta entornada y se ha acercado a investigar. Eso es lo que el agente le ha contado a Fiona mientras el inspector se ocupaba de mí.

—Abelardo Labella.

—No. Labella estaba ocupado con el cadáver y con los vecinos, imagino.

Gaudí murmuró entre dientes algo que no comprendí, y luego me tomó del brazo y tiró de mí hacia la boca de una callejuela especialmente estrecha y maloliente.

—Un atajo —dijo—. Si Labella sigue trabajando en el edificio, ya podemos olvidarnos de acceder a él.

Yo también lo había pensado.

—Confiemos en los encantos de Fiona.

Gaudí asintió con seriedad.

—¿Le ha sorprendido que viniera usted a buscarme?

—En absoluto —dije, sin mentir del todo—. ¿Le ha sorprendido a usted?

Gaudí no lo dudó un instante.

—Me ha agradado.

El tono de voz con el que mi amigo pronunció esta frase dejaba entrever, me pareció, una rara calidez por su parte. Tal vez por ello me sentí en la obligación de aligerar el ambiente con un pequeño chascarrillo.

—Tendremos que empezar a aprovechar de una vez por todas esas famosas dotes suyas de observación y deducción, ¿no?

Gaudí asintió de nuevo.

—Espero no decepcionarlo, entonces —dijo, también con rostro serio.

La calle de la Princesa estaba tomada por decenas de curiosos que se agolpaban en torno a la manzana del número 14. El edificio, por supuesto, era el mismo ante el que la noche anterior Gaudí y yo habíamos visto a Eduardo Andreu en compañía del Colmillos y de su perro de tres patas. Hacía poco más de doce horas de aquello, pero parecía que hubiera sucedido en una vida anterior, o quizá en un mundo distinto. Lo que entonces era una calle oscura y tranquila, en nada diferente a las otras calles principales de la Ribera, se había convertido ahora en una suerte de bulevar francés lleno de agitación, de griterío y de rostros excitados.

Junto al portal del edificio en cuestión, dentro del pequeño arco de seguridad que los agentes de la policía judicial habían formado con sus propios cuerpos para mantener a raya a los curiosos, Fiona charlaba con un joven de rasgos llamativamente alargados y de aire, me pareció, no del todo agradable. Cuando nos vio aparecer al otro lado de la barrera de uniformes, la inglesa alzó una mano en nuestra dirección y dirigió así hacia nosotros la atención del joven.

El círculo de agentes tardó aún un par de minutos en abrirse a nuestro paso.

—El inspector Abriles ha tenido la amabilidad de dejarnos acceder a la habitación de la víctima —anunció entonces Fiona, después de presentarnos a su acompañante utilizando tan solo nuestros nombres de pila—. El inspector ha sido siempre muy considerado con nosotros.

—Tienen cinco minutos —dijo el joven, haciéndose a un lado para dejarnos entrar en el edificio—. Si al cabo de ese tiempo no han vuelto a bajar, mandaré que los detengan a los tres.

—Me parece justo —aseguró Fiona—. En la habitación nos espera el agente Miralles, ¿verdad?

El inspector Abriles asintió con la cabeza, sin dejar caer la máscara de seriedad profesional que cubría su rostro decididamente caballuno.

—Cinco minutos —repitió.

Las zonas comunes del número 14 de la calle de la Princesa estaban tan sucias y mal ventiladas como cabía esperar de una casa de huéspedes como aquella, pero los seis tramos de escalera y los varios pasillos intermedios que conducían hasta la tercera planta se hallaban sorprendentemente bien iluminados. Fiona guio nuestro camino hacia el cuarto de Andreu con una seguridad propia de quien ya conociera el edificio; ventajas, supuse, de haber visitado un buen puñado de escenas del crimen que poco habrían de distinguirse de aquella. Su mano izquierda iba resiguiendo distraídamente el pasamano desgastado de la escalera, la franja central de madera que recorría la pared interior de cada pasillo, las manecillas de las muchas puertas cerradas que iban apareciendo a nuestro paso, mientras con la derecha sostenía su cuaderno de dibujo y su lapicero bien afilado.

—Esto es altamente irregular —murmuré por fin, poniéndome a su lado cuando ya alcanzamos el penúltimo tramo de escalera que nos separaba de nuestro destino—. ¿Ese inspector sabe quién soy?

—Ese inspector sabe que Antoni y tú trabajáis para mí en Las noticias ilustradas, y que venís a cubrir la noticia del asesinato conmigo. No es del todo incierto.

Pensé en ello un instante.

—¿El qué no es del todo incierto? ¿Que trabajamos para ti, o que venimos contigo a cubrir la noticia?

En lugar de responderme, Fiona aprovechó los pasos finales de nuestro trayecto para resumirnos la escasa información que había podido extraerle al tal inspector Abriles mientras aguardaba nuestra llegada. El cuerpo sin vida de Andreu lo había encontrado, en efecto, la dueña de la casa de huéspedes, una solterona de unos sesenta años que se preciaba de mantener una relación perfectamente profesional y distanciada con todos sus inquilinos, y que decía ignorarlo todo sobre los hábitos, las relaciones y la forma de vida general del viejo marchante asesinado. Lo único que sabía de él era que llevaba tres años viviendo en la misma habitación, que pagaba puntualmente su alquiler y que apenas mantenía contacto con el resto de los habitantes del edificio: tres raras cualidades que lo convertían en un huésped muy apreciado. La noche anterior, la mujer lo había visto subir aquella misma escalera a eso de las diez, y ya no había vuelto a tener noticia de él; a las doce en punto, antes de acostarse, había recorrido como de costumbre los pasillos del edificio y había comprobado que las puertas de todas las habitaciones estaban cerradas, incluida la suya. No había habido gritos, carreras ni escándalo alguno en mitad de la noche, ninguno de los inquilinos de la tercera planta había oído voces en la habitación del muerto ni había visto interrumpido su sueño por ningún ruido proveniente de su interior, y nadie había denunciado tampoco la presencia de algún desconocido en la casa. A las seis en punto, en su primera ronda de la mañana, la mujer había pasado de nuevo ante la puerta de Andreu y había advertido que esta se hallaba entornada. Al asomarse a su interior, había descubierto el cadáver y había llamado inmediatamente a la policía. Eso era todo.

—Un asesino sigiloso —murmuré.

—O unos vecinos curados de espantos —replicó Fiona—. En un lugar como este, aunque Andreu hubiera anunciado a gritos que lo estaban matando, dudo mucho que nadie se hubiera molestado siquiera en darse media vuelta en la cama.

—No me parece una pensión tan siniestra…

—Créeme, no te gustaría pasar aquí una noche.

No le pregunté a Fiona de dónde provenía ese conocimiento suyo aparentemente directo de las condiciones de vida en aquella casa de huéspedes. La periodista encallecida, entendí, marcaba su territorio delante del burguesito acomodado que yo no dejaba de ser.

En lo alto ya del último tramo de escalera, al comienzo del pasillo de la tercera planta, Fiona detuvo la marcha, me tendió su cuaderno de dibujo y el lapicero y comenzó a arreglarse a tientas el pelo mientras Gaudí y yo la observábamos con idéntico estupor.

—El inspector nos ha concedido solo cinco minutos… —sugirió por fin mi amigo, en vista de que Fiona, una vez puesto en orden el sencillo recogido de sus cabellos, pasaba a ensayar no sé qué variaciones en la abertura superior de su vestido de muselina azul.

—Esto es parte de mi trabajo, querido —dijo ella sin inmutarse—. Servidumbres de ser mujer en un negocio de hombres.

Gaudí asintió seriamente.

—Entiendo.

—Creo que no.

La sonrisa que Fiona le dedicó a Gaudí mientras terminaba de acomodar las amplias vistas de su escote me trajo a la cabeza el adjetivo que la inglesa le había colgado a mi amigo hacía poco más de cinco horas durante nuestro viaje de regreso a Gracia en aquel cabriolé: «ingenuo».

—¿El agente Miralles es un tipo duro? —pregunté.

—El agente Miralles es un hombre —respondió ella sencillamente—. Pero hoy preferiría que no se molestara en vigilar nuestros movimientos dentro de la habitación. Tal vez Gaudí y tú queráis revolver un poco los cajones del viejo mientras yo dibujo su cadáver.

La naturalidad con que Fiona dijo aquello me hizo arrugar la nariz.

—No creo que eso sea necesario —dije—. ¿Y si aparece Labella?

—Si aparece Labella, nos marchamos y punto.

—¿Así de sencillo? —Pensé en ello por primera vez—. ¿Y si nos detiene por interferir en su investigación, o por colarnos en el escenario de un crimen, o por revolver los cajones de un muerto?

Fiona recogió el cuaderno y el lapicero de mi mano y miró de nuevo a Gaudí, que nos observaba alternativamente a la inglesa y a mí con sus grandes ojos azules muy abiertos.

—Si nos detiene, yo tendré algo más que dibujar para la edición de esta tarde —dijo—. ¿Listos?

Gaudí y yo asentimos al unísono: él con visible convicción; yo, más bien resignado.

—Listos.

—Pues ahora no quiero volver a oíros hasta que estemos de vuelta en la calle. A partir de este momento, aquí solo hablo yo.

Con Fiona guiando nuestro camino, seguimos el zigzagueante pasillo que recorría la tercera planta del edificio hasta llegar a la puerta de la habitación de Eduardo Andreu. Un único agente de mediana edad montaba guardia frente a ella, fumándose un cigarrillo de evidente mala calidad y canturreando por lo bajo algo que se parecía mucho al «Himno de Riego». Cuando nos vio aparecer por el último recodo del pasillo, su rostro primero se ensombreció y luego se iluminó de forma casi inmediata.

—Señorita Fiona —dijo, pronunciando el nombre de nuestra amiga con un tono de intimidad que a punto estuvo de incomodarme.

—Qué placer volver a verlo tan pronto, agente Miralles. —Fiona le tendió la mano al policía y se la dejó besar con una sonrisa en los labios—. Aunque tenga que ser otra vez en una situación tan poco agradable…

—Mi trabajo, señorita.

—Y el mío, agente, y el mío.

El hombre sonrió ampliamente por debajo de su poblado bigote.

—Tal vez algún día podamos vernos en circunstancias más favorables —aventuró, con un tono zalamero que no se condecía en absoluto con su aspecto general de hombre endurecido por los años y por las circunstancias.

—Eso espero, agente Miralles. —Fiona recuperó por fin su mano derecha de entre los dedos del policía y señaló con ella la puerta cerrada frente a la que nos hallábamos—. ¿Qué tenemos aquí?

—Un asesinato, señorita. Un pobre viejo apuñalado en el corazón. Algo muy poco agradable de ver. ¿De verdad quiere entrar?

—Mi trabajo —repitió Fiona—. Ya sabe que en Las noticias ilustradas nos preciamos de dibujarlo todo del natural.

—En ese caso…

El agente Miralles abrió la puerta e hizo amago de entrar en el cuarto delante de nosotros.

—No hace falta que nos acompañe, agente —dijo entonces Fiona, con tono perfectamente casual—. Estos dos caballeros tienen que entrar también conmigo, y no creo que nos sobre el espacio ahí dentro.

—Bueno, no sé si…

—Será un momento, agente. Ya sabe lo rápida que soy… dibujando.

La pequeña pausa que precedió a la última palabra pronunciada por Fiona provocó una sonrisa decididamente obscena en el agente Miralles y un instantáneo rubor en las orejas de Gaudí. Yo, no sé si por fortuna o por desgracia, ya conocía las estrategias profesionales de nuestra amiga y su facilidad para calentar las entrañas de los hombres que se interponían entre ella y sus objetivos, así que me limité a sonreírle amablemente a nadie en particular.

—Me estoy jugando una buena reprimenda de mis superiores, señorita Fiona.

—Es por una buena causa, agente Miralles. Y le prometo que serán tres minutos.

El policía asintió con impostada gravedad.

—Pero no toquen nada, por favor —dijo, mirándonos por primera vez a Gaudí y a mí—. Mover una sola mota de polvo en el lugar donde se está investigando un crimen es un delito que está más penado de lo que se puedan imaginar.

Asentimos los dos seriamente: no moveríamos ninguna mota de polvo. Fiona le dio las gracias al agente, amagó una pequeña reverencia de cortesana vienesa y, una vez dentro de la habitación, cerró la puerta a nuestra espalda.

—Todo vuestro —dijo, abriendo su cuaderno y armando el lapicero en posición de ataque.

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