G

G


24

Página 26 de 50

24

Gaudí y yo llegamos a la Rambla siguiendo el mismo intrincado laberinto de callejuelas medievales que nos había conducido hasta la madriguera del Colmillos, y una vez allí, a instancias también de mi amigo, detuvimos un cabriolé tirado por un percherón de sólido aspecto y emprendimos el viaje hacia Gracia instalados en un cómodo silencio que solo se quebró, ya a la altura de la calle de Aragón, cuando Gaudí se decidió a reanudar el interrogatorio que había dejado a medias al inicio de nuestra pequeña aventura subterránea.

—Su padre, entonces, inaugura su casa de subastas a principios del verano de 1869, pero lleva trabajando en el proyecto desde su llegada a Londres el otoño anterior —dijo, arrojando a la calzada del paseo de Gracia la colilla del cigarrillo que había encendido en la Rambla—. A finales de 1870 se produce el incidente con la falsa fotografía que Andreu intenta vender a través de su padre, y es entonces cuando él utiliza la amistad que ya ha forjado con los Begg para denunciar públicamente el intento de fraude del que ha sido objeto. La noticia, dada la naturaleza de la imagen en cuestión, se convierte en un escándalo y arruina la reputación de Eduardo Andreu en la misma medida que fortalece la de Sempronio Camarasa. —Gaudí hizo una pausa—. ¿En qué momento desaparece Andreu del mapa?

Volví a hacer memoria.

—No creo que la historia se alargara más allá de enero del 71. Cuando mi padre decidió no presentar ninguna denuncia judicial, Andreu se embarcó de vuelta a Barcelona y no volvimos a saber de él.

—Esto es interesante —observó Gaudí—. Su padre denuncia a Andreu a través de la prensa, pero no hace lo propio ante los tribunales. El comportamiento lógico parecería el contrario, ¿no cree?

Preferí no responder a esa pregunta.

—Usted sigue pensando que mi padre lo organizó todo.

—Lo que pienso es que Andreu, si realmente fue una víctima de la situación, si de verdad no estaba al tanto de la falsedad de la imagen que intentaba vender, tenía razones para sospechar que pudo ser su padre quien le hizo llegar la fotografía y lo puso en el camino de su casa de subastas. Fuera cierta o no esa sospecha, sus deseos de venganza tendrían explicación.

Me concedí medio minuto de silencio antes de replicar.

—Le recuerdo que no habíamos vuelto a saber nada de Andreu hasta la fiesta del martes. Sus deseos de venganza han permanecido dormidos cerca de cuatro años.

Gaudí asintió pensativo.

—Cierto —dijo—. Cierto.

—Y tampoco es correcto decir que mi padre utilizó su amistad con los Begg para colar la noticia en el diario en el que estos trabajaban. Mi padre y Martin Begg se habían conocido unos meses antes, pero no mantenían nada parecido a una amistad.

—Y aun así, recurrió a él para hacer pública su denuncia.

—Era el único periodista al que conocía.

Gaudí forzó una expresión de incredulidad.

—¿El dueño de una casa de subastas no conocía a ningún otro periodista de la ciudad?

—Hace usted que todo suene como una especie de pacto entre amigos —protesté—. Yo te doy una buena historia para tu diario y tú me das a mí la publicidad que necesito para mis propios fines. Y no fue así.

—Pero el caso es que la situación acabó beneficiándolos a ambos. Y hoy son socios los dos, precisamente en un diario muy parecido a ese para el que Martin Begg y su hija trabajaban entonces. Su amistad, entiendo, se fortaleció después de aquel episodio.

No me gustaba el rumbo que había tomado la conversación, pero me sentí obligado a responder.

—Fue entonces cuando conocimos a Fiona —dije—. Ella, como le expliqué el martes, ilustró todas las noticias relacionadas con la fotografía. Vino una tarde a casa para dibujarla del original, y esa fue su primera ilustración de portada. Entonces ella y yo nos hicimos amigos.

—¿Solo amigos?

Me sorprendió la pregunta, y me sorprendió también la naturalidad con que Gaudí la formuló.

—Yo acababa de cumplir dieciocho años. Fiona tenía veinticinco. No creo que yo le resultara muy estimulante a otro nivel que el puramente amistoso.

Gaudí pareció intuir la media verdad que acababa de decirle.

—La personalidad de la señorita Fiona sí que le resultaría estimulante a usted, en cualquier caso.

Sonreí.

—Por aquel entonces, la personalidad de Fiona le hubiera resultado estimulante a cualquier persona con un mínimo de sangre en las venas —afirmé—. En mi caso, añádale mi propio talante artístico, el romanticismo natural de mis dieciocho años y la circunstancia nada baladí de ser, mal que me pese, un barcelonés de buena familia que no había conocido hasta entonces a otras mujeres que las pertenecientes a su misma clase social. Mujeres, ya me entiende, al lado de las cuales Fiona parecía una especie de extraterrestre con faldas. —Sonreí de nuevo—. Solamente su afición por los cigarrillos, por las bebidas no mentoladas y por otras sustancias aún más impropias de una señorita ya la hubiera convertido en una criatura digna de la atención de cualquier joven con un poco de imaginación. Por no mencionar su pasión por los pinceles y por las ideas, su sentido del humor tan poco recatado y también, a qué negarlo, su mera apariencia física. Ese pelo rojo, esos ojos grises, la textura inmaculada de su piel. Las formas de ese cuerpo esbelto y generoso. Coincidirá usted conmigo, querido Gaudí, en que Fiona es una mujer extraordinariamente atractiva.

Mi amigo asintió seriamente.

—Puedo comprender que un joven de dieciocho años perdiera la cabeza por ella —dijo.

No me molesté en fingir que no fue eso lo que sucedió.

—Usted también la hubiera perdido —afirmé—. No hay un solo joven de temperamento artístico que sea capaz de resistirse a los encantos de una mujer fuera de lo común. Y eso es lo que siguen siendo ustedes dos ahora mismo, un joven de temperamento artístico y una mujer fuera de lo común. Así que ponga cuidado. —Gaudí respondió a mi sonrisa ligeramente burlona con una mueca difícil de descifrar—. Pero es que además —continué— se daba el caso de que Fiona estaba atravesando por aquel entonces una época, cómo decirlo…, particularmente inquieta de su vida.

—Inquieta —repitió Gaudí.

—Grupos socialistas. Asociaciones de obreros. Círculos espiritistas, neopaganos o adscritos a cualquier religión más o menos novedosa y exótica. Tertulias de artistas y de intelectuales convencidos de la inminencia de la revolución. Allí donde más de tres personas se reunieran para compartir ideas extrañas y peligrosas, o alejadas, cuando menos, de las corrientes de pensamiento mayoritario, ya fuera por el lado de la acción política o por el de la búsqueda espiritual, Fiona no tardaba en asomar la cabeza. Por aquella época frecuentaba con toda naturalidad los ambientes más diversos, y en todos ellos era conocida por su entusiasmo, por su vocación de liderazgo y también, me temo, por su facilidad para generar polémicas y crearse enemigos. Yo mismo puedo dar fe de ello.

—¿La acompañaba usted en esas actividades?

—Ocasionalmente —respondí—. Al principio de nuestra relación. Por entonces yo me sentía atraído también por las teorías socialistas, y en varias ocasiones Fiona me invitó a asistir con ella a las reuniones que varios grupos de esta cuerda organizaban por los alrededores del Museo Británico. Al menos dos de esas reuniones acabaron de muy mala manera.

—¿Por culpa de la señorita Fiona?

—Los revolucionarios suelen tener muy poco sentido del humor —asentí—. Lo mismo que los fanáticos religiosos. Por muy nobles que sean las ideas que defienden y los fines que buscan, los medios a través de los cuales pretenden alcanzarlos acaban siendo siempre los mismos: la obediencia ciega, la supresión del espíritu crítico y la simplificación de la realidad hasta hacerla encajar en el molde de su propio pensamiento. Conmigo o contra mí, a mi lado o al de mi enemigo. Fiona no encajaba en esta especie de esquema mental que todas las organizaciones que frecuentaba acababan adoptando, y por eso nunca duraba mucho en ninguna de ellas.

Gaudí asintió con aprobación.

—Una librepensadora.

—Cuando yo la conocí, Fiona era una de las cabecillas de un grupo de sufragistas que se pasaban las tardes repartiendo pasquines y cantando consignas incendiarias en las aceras de Oxford Street. Las mañanas que no tenía que trabajar en el diario las dedicaba a recorrer los barrios del puerto predicando la lucha de clases y la necesidad de la organización obrera entre los desheredados de esa parte de la ciudad, y por las noches participaba en las sesiones espiritistas que organizaba en su domicilio cierta condesa viuda de reputación más que dudosa. Al cabo de un par de meses, cuando nuestra relación comenzó a fortalecerse, Fiona ya había roto con esos tres círculos y se había mezclado con una especie de conventículo de nihilistas rusos afincados en Whitechapel. A finales del 71, esos nihilistas colocaron un artefacto explosivo en uno de los trenes subterráneos que dan servicio al distrito financiero de la ciudad y mataron a quince personas. Para entonces ya hacía varios meses que Fiona se había alejado también de ellos, pero la policía la detuvo junto al resto de los miembros del grupo y la tuvo varios días encerrada en una celda de Scotland Yard, respondiendo a toda clase de preguntas incómodas sobre su implicación intelectual en el atentado. A los cabecillas del grupo los ejecutaron al cabo de unas pocas semanas delante de los muros de la cárcel de Newgate.

«Vaya», dijeron los grandes ojos azules de Gaudí.

—¿A ella no le sucedió nada?

—Nada irreparable. Al final, la policía y el juez solo la consideraron culpable de ser una jovencita confundida que se había dejado atraer por el encanto exótico de un grupo de rusos llenos de ideas disolventes. Durante unos días, Fiona se convirtió en el personaje preferido de todos los tabloides londinenses: la pobre inglesa inocente engañada por los diabólicos extranjeros. The Illustrated Police News, el diario para el que trabajaban Fiona y su padre, le dedicó incluso una ilustración de portada que, dicho sea de paso, no le hacía ninguna justicia a nuestra amiga. Luego, todo se olvidó y Fiona siguió con su vida.

Gaudí guardó un pequeño silencio que dedicó, supuse, a encajar aquellas nuevas noticias en la idea de conjunto que sin duda ya se había formado de la inglesa.

—A eso se refería usted ayer, entonces, cuando afirmó que la señorita Fiona era una mujer con un pasado —dijo por fin.

Asentí.

—Y luego estaba, por supuesto, todo aquello de perseguir a los dragones.

—¿Los dragones?

—Así lo llamaba ella. «Perseguir a los dragones.» Todas esas sustancias que consumía para alcanzar no sé qué estado de conciencia que le permitiera acometer la obra artística que se sentía destinada a cumplir. La ginebra, la absenta, el opio, el láudano, las soluciones de cocaína al diez por ciento… Fiona lo probaba todo, decía, con espíritu científico y con intenciones puramente prácticas.

—Interesante.

Por supuesto, pensé.

Al fin y al cabo, hablaba con el hombre que vendía bajo mano brebajes de colores en teatros escondidos en el corazón del Raval.

—Le aseguro que a mí no me lo parecía —dije, forzando una mueca de desagrado—. Según ella, cuando se aturdía hasta el delirio o hasta la inconsciencia ingiriendo los mismos alcoholes, inhalando las mismas drogas o inyectándose las mismas sustancias que arruinaban cada día la vida de centenares de miles de personas a lo largo y ancho de Londres, lo que en realidad estaba haciendo era trabajar en favor de sus pinceles. Pero lo único que yo veía era a una hermosa mujer con la cabeza llena de pájaros que se estaba matando poco a poco en nombre de no sé qué ideas absurdas.

Gaudí hizo un gesto extraño con la cabeza.

—Todas las ideas que no compartimos nos parecen absurdas —apuntó.

—Algunas ideas son más absurdas que otras.

—Creer en un ideal no es absurdo. Buscar la verdad en el arte tampoco lo es. Y si para alcanzar esa verdad el único camino que creemos entrever es el de los paraísos artificiales, no hemos de dudar en seguirlo, ni avergonzarnos por ello.

Los paraísos artificiales.

Las pociones para ver la realidad.

—Usted también persigue a sus propios dragones, entonces —dije—. Esa es la finalidad de su botánica oculta.

Mi amigo guardó un momentáneo silencio antes de responder.

—Todos los artistas perseguimos a nuestros propios dragones. Pero cada uno lo hacemos a nuestra manera. —Y tras otra breve pausa añadió—: Sin duda, la señorita Fiona trataría de introducirlo también en ese aspecto de su vida.

Agité la cabeza.

—Sin mejores resultados, debo decir. Los placeres del opio y de la cocaína me resultan tan poco tentadores como los del socialismo utópico o los del nihilismo terrorista.

—Cuénteme, por favor.

—No hay mucho que contar —dije—. Acompañé a Fiona a varios de esos locales del East End que ella frecuentaba, lugares sórdidos y repugnantes llenos de algunos de los especímenes humanos más degradados que yo haya visto en mi vida. Bebí algunas de las cosas que Fiona bebía, fumé algunas de las cosas que Fiona fumaba, me inyecté incluso algunas de las cosas que Fiona se inyectaba, y lo único que conseguí fue, en el mejor de los casos, perder el control sobre todas mis funciones corporales y caer en una especie de narcolepsia profunda y babeante. Ninguna visión, ninguna revelación, nada. Solo vómitos o desvanecimientos y, a la mañana siguiente, unos dolores de cabeza infernales.

—Ningún dragón para Gabriel Camarasa.

Sonreí.

—Nada que justificara mi presencia en aquellos tugurios, en cualquier caso. Al cabo de unos cuantos fracasos, Fiona se dio por vencida y dejó de incluirme en sus excursiones por el East End. A partir de entonces, durante los meses que aún siguió frecuentando aquellos ambientes, se cuidó mucho de mantener esa parte de su vida alejada de mí.

—¿La señorita Fiona ya ha abandonado la búsqueda, entonces?

—Fuera lo que fuera lo que estaba buscando, creo que ya lo ha encontrado. —Sonreí de nuevo—. Sus cuadros, al menos, están llenos de dragones.

Gaudí asintió seriamente, como si aquello último que acababa de decir tuviera de verdad algún sentido. Y acto seguido apartó a la inglesa de nuestra conversación con un gesto de manos característico y volvió a centrar su atención en mi padre.

—La otra noche creí entender que su padre y Martin Begg se habían conocido por otro asunto relacionado también con su casa de subastas.

—Begg trabajaba en una noticia sobre el mercado de obras de arte —asentí—. Para su artículo entrevistó a todo el mundo relacionado con ese negocio, desde artistas y marchantes hasta subastadores y coleccionistas. Nada escandaloso. El padre de Fiona visitó la casa de subastas un par de veces, y a partir de entonces mi padre y él mantuvieron un contacto ocasional hasta que sucedió el asunto de Andreu. Luego, con Fiona de por medio, la relación entre ambas familias se fortaleció, y cuando mi padre decidió fundar su propio diario sensacionalista en Barcelona confió, naturalmente, en la experiencia y en los conocimientos prácticos de quienes ya llevaban años trabajando en The Illustrated Police News, el diario cuyo modelo copia Las noticias ilustradas.

—La idea fue de su padre, entonces, no de los Begg.

—Si conociera usted a mi padre, no me preguntaría eso. Mi padre no admite ideas ajenas.

—Salvo para copiarlas —murmuró Gaudí.

—Si Martin Begg le hubiera propuesto una idea como la de Las noticias ilustradas, mi padre la habría rechazado al instante. El orgullo le impide mover un dedo guiado por un tercero.

—Hay muchas formas de proponer una idea.

—También hay muchas formas de rechazarla. Y mi padre se las conoce todas.

Mi amigo pareció darse por satisfecho.

—No se moleste usted, amigo Camarasa —dijo al cabo de un par de minutos de silencio, cuando nuestro cabriolé entraba ya en la calle Mayor de Gracia—. Si su padre no aparece de inmediato con una historia que explique de forma convincente qué ha estado haciendo durante todo el tiempo que lleva fuera de casa, preguntas como estas serán las más amables que tendrá que responder a partir de ahora.

Gaudí tenía razón. Yo lo sabía. Y sin embargo, no me gustaba oírlo decir según qué cosas.

—Supongamos que la idea de volver a Barcelona y fundar el diario no hubiera sido de mi padre, sino de Martin Begg.

—Supongámoslo —asintió mi amigo—. ¿Cambiaría eso las cosas?

—Esa es la pregunta que yo iba a hacerle a usted.

—Entonces le diré que no. En mi opinión, no las cambiaría. —Gaudí hizo una pausa retórica cuya evidente función era enfatizar el «pero» que se avecinaba—. Pero sí dejaría entrever una influencia desusada de Martin Begg sobre Sempronio Camarasa. Desusada, de acuerdo con como usted mismo ha pintado a su padre hace un momento.

—Influencia que se remontaría al asunto de la fotografía de Andreu.

—O tal vez antes.

—Al artículo que Begg escribió a principios del año 1870 sobre el mercado de obras de arte, entonces.

—Supongamos que mientras investigaba para ese artículo suyo, Martin Begg descubrió algo relacionado con la empresa de su padre —sugirió Gaudí—. Algo que le dio algún tipo de poder sobre él. Supongamos también que a finales de ese mismo año el señor Begg decidió aprovechar ese poder para medrar dentro de su profesión, haciéndose con la exclusiva de una historia hecha a medida del diario sensacionalista para el que trabajaba… y también de la pluma de su hija ilustradora. Y supongamos, por último, que al cabo de un par de años Martin Begg decidió que ya no le bastaba con ser un mero empleado de alto nivel de un diario ya consolidado, sino que quería dirigir su propio diario. Un diario nuevo. Un diario hecho a su medida, concebido e ideado por él, pero financiado por el hombre sobre el que seguía manteniendo ese poder derivado de su descubrimiento del año 1870.

Ahora sí que tuve que sonreír.

—Un diario hecho a su medida, quiere decir, salvo por los pequeños detalles de su lengua y de su ubicación —repliqué—. Un diario fundado en una ciudad situada a muchos cientos de kilómetros de la suya y escrito en una lengua que Martin Begg, por entonces, apenas conocía.

Gaudí sonrió también.

—Un pequeño cabo suelto —concedió.

—Y en cualquier caso, aunque todo esto fuera cierto y Martin Begg fuera de verdad un chantajista que tiene a mi padre cogido por la corbata desde hace cuatro años, sigo sin ver qué relación hay entre una cosa y otra. Entre la llegada de mi padre a Barcelona arrastrado por las ambiciones periodísticas de Martin Begg y el asesinato de Eduardo Andreu.

Esta última frase la pronuncié cuando nuestro cabriolé, siguiendo las instrucciones silenciosas de mi amigo, se había detenido ya una decena de metros antes de llegar a la puerta de la verja de nuestra torre familiar.

Dos agentes de la policía judicial custodiaban la puerta en actitud de soldados dispuestos a entrar en combate a la más mínima provocación.

—No afirmo que haya alguna relación —replicó Gaudí, tendiéndole al cochero unas monedas y saltando a tierra firme con impecable agilidad—. Y tampoco creo que sea cierto. Solo digo que, si lo fuera, resultaría interesante.

Eso no se lo pude rebatir.

Ir a la siguiente página

Report Page