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Un sol radiante brillaba sobre los góticos tejados de la comisaría de las Atarazanas a primera hora de la mañana siguiente. Las nubes y las nieblas del viernes habían dejado paso al cielo más limpio, más azul, más libre de humos y de hollines que yo recordaba haber visto en las últimas semanas: uno de esos cielos espléndidamente mediterráneos que tanto había añorado durante mis primeros meses en Londres, y que ahora, a mi regreso a Barcelona, Dios, o el azar, o quien fuera que se ocupara de estas cosas, se había complacido en negarme hasta aquella misma mañana. Confieso que por un instante, al abandonar la torre de Gracia en compañía de mi madre poco después de la siete, la inesperada visión de aquel alto cielo azul lleno de brillos y de reflejos me había hecho imaginar que tal vez el sorbo de té verde del señor G había comenzado a ejercer por fin su efecto sobre «ese cerebro de señorito burgués que se esconde debajo de su chambergo»; pero las circunstancias del largo viaje que había seguido a continuación me habían convencido de inmediato de lo absurdo de tal idea.

Al fin y al cabo, ninguno de los estados mentales que Gaudí me había descrito la noche anterior de forma tan palabrera —estados de plena lucidez mental, de clarividencia momentánea, de descorrimiento temporal de los velos que los sentidos tienden entre nosotros y la verdadera realidad— podía incluir elementos tan prosaicos, tan incómodos, tan indudablemente terrenales como el tenso silencio que mi madre había mantenido durante todo el trayecto hasta las Atarazanas, o como la visión de sus mandíbulas fuertemente apretadas, o como las sucesivas miradas de mudo reproche con las que la buena mujer había respondido a cada intento mío de aligerar un poco el ambiente que se respiraba en el interior de aquella berlina.

Solo cuando llegamos a nuestro destino —el edificio en cuyos calabozos mi padre había pasado su primera noche como reo de asesinato—, mi madre abrió por fin la boca, y lo hizo para dirigirse a nuestro cochero sirviéndose del mismo tono imperial que ya parecía haber adoptado como propio desde la tarde anterior. Ignorando el brazo que yo le tendía, descendió dignamente de la berlina por la puerta derecha, se acercó al pescante y le ordenó al hombre que volviera a recogerla a la una de la tarde.

—No te esperamos para el almuerzo, imagino —me dijo entonces, volviéndose hacia mí y mirándome con los ojos entrecerrados por efecto del sol.

—Entraré contigo, si no te importa —repliqué, señalando la oscura mole de la comisaría—. Quiero ver a papá.

—No creo que eso sea posible. Solo nos conceden diez minutos de visita.

Y esos diez minutos, entendí, Sempronio Camarasa no iba a malgastarlos con su único hijo varón.

—Entonces quiero ver al inspector Labella —dije.

—El inspector Labella nos verá a todos el lunes. Procura recordarlo.

Asentí gravemente. Lo recordaba.

—De cualquier modo, me gustaría hablar hoy con él —insistí.

—¿Para qué, si puede saberse?

—Quiero preguntarle qué sabe de Víctor Sanmartín.

Mi madre no dio muestras de reconocer aquel nombre. Lo único que hizo al oírlo fue cambiarse de mano el pequeño bolso que llevaba consigo y hacerse ligeramente a un lado para facilitar la salida de nuestra berlina, que desapareció camino de la Rambla envuelta en un rítmico golpeo de herraduras sobre el empedrado.

—¿Víctor Sanmartín? —preguntó entonces.

—El periodista que ha estado atacando a papá desde las páginas de todos los diarios de la ciudad desde el día siguiente del incendio de las oficinas de La gaceta de la tarde —dije—. El mismo que el martes publicó un artículo en el Diario de Barcelona en el que lo acusaba de ser un agente borbónico que habría vuelto a Barcelona con la misión de trabajar en contra de la República. Y el mismo que ayer por la tarde publicó otro artículo en el que afirmaba que papá había matado a Andreu para impedir que salieran a la luz no sé qué secretos relacionados con esa misión.

Mientras hablaba, mi madre echó a caminar hacia el portalón todavía cerrado de la comisaría. Yo la imité.

—¿Y qué interés esperas que pueda tener el inspector Labella en ese caballero?

—¿La animadversión que demuestra hacia papá no te parece interesante?

—El señor Sanmartín no es el primer periodista que intenta labrarse una carrera a costa de tu padre —respondió—. Ya le sucedió en Londres. No es nada que deba sorprender a un Camarasa.

Primera noticia.

—No sé qué sucedió en Londres, pero sí sé que Víctor Sanmartín parece manejar demasiada información sobre papá. Y sobre nuestra familia. Y sobre mí mismo.

Mi madre sonrió por primera vez en las últimas veinticuatro horas.

—¿Y qué es lo que ese joven sabe de ti, exactamente?

«¿Y tú cómo sabes que Sanmartín es un joven?» Esta pregunta la formulé solo dentro de mi cerebro.

—El viernes pasado vino a casa y le dio a Margarita una tarjeta de visita para mí —expliqué—. El martes apareció en la fiesta de Las noticias ilustradas sin que nadie lo hubiera invitado, igual que Andreu. Fue allí para hablar expresamente conmigo. Me propuso que le concediera una entrevista distanciándome de esas supuestas actividades políticas que papá había venido a cumplir a Barcelona. Y por las cosas que me dijo, parecía estar bien enterado de algunos de los ambientes que frecuenté en Londres durante el tiempo que Fiona y yo… —No completé la frase—. El caso es que me toma por republicano convencido y por antimonárquico, y no sé si por socialista.

Mi madre sonrió de nuevo. Una sonrisa tan oblicua y acerada como la anterior.

—¿Te toma, dices?

Decidí ignorar aquella pregunta.

—Y anoche supimos que Sanmartín había tenido tratos con Andreu poco antes de su muerte.

Mi madre se detuvo en seco.

—Explícame eso.

Así lo hice. Le hablé a mi madre del Colmillos, de la relación que parecía mantener con Andreu y de lo que Gaudí y yo habíamos visto cuando íbamos de camino al Liceo, le repetí —algo adecentada— la descripción que el mendigo había hecho anoche del joven en cuya compañía había visto varias veces al viejo marchante y, por último, le expresé mi convencimiento de que esa descripción se correspondía punto por punto con la extraña apariencia afeminada del molesto periodista.

—Sanmartín y Andreu se conocían. Sanmartín odiaba a papá. Y ahora Andreu está muerto y papá está en la cárcel. ¿No crees que al inspector Labella puede interesarle indagar un poco al respecto?

Mi madre no respondió. Lo que hizo fue reemprender la marcha hacia la comisaría y preguntarme:

—¿Y qué hacías tú anoche en la Rambla?

—No podía dormir. Gaudí me había invitado a asistir con él anoche a un espectáculo en un teatro del Raval, y pensé que sería una buena forma de limpiarme un poco el cerebro.

—Gaudí.

Mi madre pronunció el apellido de mi amigo de una forma que no me gustó. De una forma que me resultó dolorosamente familiar.

—¿Tú también tienes algún problema con Gaudí?

En lugar de responderme, mi madre me espetó una nueva pregunta.

—¿Es verdad que Fiona estuvo anoche contigo en tu dormitorio?

Aquello, desde luego, me cogió por sorpresa.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Es verdad, entonces.

Margarita, pensé. O quizá Marina. O la señora Iglesias, que podía haber visto mi abrazo con Fiona en la puerta de mi dormitorio al iniciar su ronda de antes de acostarse por el pasillo de la primera planta.

—Por la manera en que lo dices, no es lo que te imaginas —dije, sintiéndome perfectamente estúpido—. Cuando terminó de hablar contigo en el salón, Fiona vino a ofrecerme su apoyo y a contarme algunas de sus ideas sobre el caso.

—Sus ideas sobre el caso —repitió mi madre.

—Entiendo que ya las conoces.

La cabeza de mi madre se agitó de una forma que podía significar cualquier cosa: afirmación, negación o puro desinterés.

—No quiero que esa mujer vuelva a pisar tu dormitorio —fue todo lo que dijo—. El nuestro sigue siendo, pese a todo, un hogar decente.

Y mientras llega de nuevo el tiempo de los caciques y las sotanas, estuve a punto de decir, los Camarasa tenemos una imagen que mantener.

—¿Vas a ver a Ramón Aladrén? —pregunté, tras guardar cinco segundos de un silencio que mi madre pudo interpretar también como mejor le pareciera.

—Vendrá a las nueve —asintió—. El señor Aladrén es un hombre puntual.

—No lo pongo en duda. ¿Él sí podrá ver a papá?

—Es su abogado.

—Y se entrevistará también con el inspector Labella.

—Para eso contamos con sus servicios. El señor Aladrén —mi madre engoló ligeramente la voz al pronunciar su apellido— es uno de los mejores abogados de España.

—Dice Fiona que ya nos ayudó una vez en Londres. Cuando el asunto del fraude de Andreu, precisamente.

En lugar de responderme, mi madre se detuvo ante el primer vendedor de diarios que acudió a nuestro encuentro y le compró un ejemplar de cada uno de los tres diarios principales de la mañana.

Yo hice lo mismo que ella.

—El señor Aladrén es un gran abogado —dijo por fin—. Entonces tuvimos la suerte de tenerlo de nuestro lado, y ahora también la tenemos.

—Pero ¿crees que servirá para algo? —pregunté, rebuscando en mi bolsillo las monedas suficientes para pagar los seis diarios—. ¿El señor Aladrén podrá convencer al inspector de lo absurdas que son las pruebas que cree tener contra papá?

—Para eso contamos con sus servicios —repitió mi madre.

El hombre nos tendió los diarios y se marchó de vuelta al abrigo de la muralla, con el bolsillo un poco más alegre y el tablero en el que sostenía sus mercancías momentáneamente aligerado.

Dos gaviotas grandes y blancas descendieron en ese instante en picado sobre uno de los pocos charcos que aún quedaban entre los adoquines, abrevaron durante unos segundos en él y regresaron de nuevo al mar envueltas en un silencio tan perfecto, tan hermoso, tan irreal como el propio brillo azul de ese cielo que las vimos atravesar en su camino de vuelta a los muelles del puerto.

—No me esperéis para el almuerzo, entonces —dije—. Dale un abrazo a papá de mi parte.

Mi madre me aseguró que así lo haría.

Con cerca de dos horas por ocupar antes de mi cita con Gaudí en la calle de Aviñón, busqué un café abierto junto al antiguo convento de Santa Mónica y me adueñé de una de las mesas de la terraza, ordené un buen desayuno —tostadas con aceite, un poco de fiambre, un vaso de vino dulce, un platillo de aceitunas— y me puse a hojear la prensa del día.

Los artículos que se ocupaban del asesinato de Andreu, de la detención de mi padre y de los rumores que sobre sus actividades y sus contactos circulaban ya, al parecer, abiertamente por toda la ciudad, apenas lograron interesarme: después de haber leído el artículo de Sanmartín en la última edición de La gaceta de la tarde, ninguna referencia impresa relativa a mi padre o a la familia Camarasa podía causarme ya la más mínima inquietud. Las cartas, por así decirlo, estaban todas encima de la mesa, y el juego que proponían era uno que a mí no me correspondía jugar. Mucho más me interesaron, en cambio, esas otras páginas de los tres diarios que yo había estado pasando alegremente por alto hasta esa misma mañana, y que ahora, después de las revelaciones de Fiona, comenzaban a antojárseme como las más dignas de mi atención: las páginas de actualidad política y las de información militar. Esta sería una costumbre que con el paso de los días se convertiría casi en ritual: abrir los diarios por las páginas políticas y militares e ir siguiendo, jornada a jornada, el avance de todas esas noticias que sugerían rumor de sables e inquietudes cuartelarias en los márgenes de una República que se caía a pedazos.

Levantamientos abortados en el sur del país.

Manifestaciones reprimidas en Asturias y en Cantabria.

Ataques carlistas en las Vascongadas.

Atentados con bomba, con mosquete y con pistolón a cargo de extremistas republicanos, de derechistas enfervorecidos, de obreros descontentos con el rumbo imparable de nuestra tardía revolución industrial y también, cada vez más, de grupúsculos aislados de inspiración anarquista surgidos al calor de la implacable miseria que se extendía por todo el país.

Cambios sucesivos de gobiernos y de mayorías en las Cortes de Madrid, a manera de parches de urgencia colocados sobre la tela descosida de un régimen más allá de todo remiendo.

Declaraciones, también, del futuro Alfonso XII, ese nuevo heredero borbón apenas adolescente, negando desde su exilio parisino toda implicación en el penúltimo amago de alzamiento perpetrado en Murcia o en Jaén por los generalotes de un ejército que nunca había creído en Prim, en Amadeo de Saboya ni mucho menos, por supuesto, en la jadeante República que había llegado a continuación.

Noticias, todas ellas, que parecían sugerir de verdad la inminencia de un cambio de régimen, la caída de la República y la restauración de la monarquía, el inevitable acceso de un nuevo demonio francés al trono de España.

Noticias que en cualquier otra situación a mí me hubieran movido a la náusea, al desánimo y al aborrecimiento de este país nuestro de pólvoras y de inciensos, de tricornios y de clarines, de reyes inarticulados y de súbditos satisfechos, pero que durante las semanas que siguieron a la muerte de Andreu, con mi padre ya confinado en una celda de la prisión de Amalia y con la perspectiva de su libertad «legal» tornándose cada día un poco más lejana e improbable, comenzaron a antojárseme como la única vía de salvación posible para él y para mi familia. Tal vez Fiona tuviera razón, a fin de cuentas. Tal vez la única manera de ver a mi padre en libertad era que «los suyos» se hicieran con el control del país. Si lo que Fiona me había contado era cierto, ni dar con el verdadero asesino de Andreu, ni hallar una coartada para mi padre, ni convencer al inspector Labella de lo absurdo de las pruebas que manejaba contra él nos bastaría para sacar de su celda a Sempronio Camarasa. Si queríamos ver a mi padre en libertad, tal vez ya solo nos cupiera rezar para que un nuevo Borbón entrara en España.

Esa fue la nueva realidad que comencé a entrever aquella mañana, mientras daba cuenta de mi desayuno en una soleada terraza del final de la Rambla con los tres diarios desplegados a mi alrededor.

La realidad de que ahora, en este nuevo mundo que al parecer habitábamos los Camarasa, todas aquellas noticias terribles —los amagos continuos de alzamiento militar, los crímenes sociales y políticos, el derrumbe del primer experimento democrático en la historia de España— eran, en verdad, buenas noticias.

Faltaban todavía veinte minutos para las diez cuando llegué a la calle de Aviñón. Por un instante me planteé la posibilidad de desandar el breve camino hasta las oficinas de Las noticias ilustradas y preguntarle a Fiona, en el caso improbable de que estuviera a aquellas horas en su despacho, si quería acompañarnos a Gaudí y a mí en nuestra inmediata visita al hogar de Víctor Sanmartín. No lo hice. En lugar de ello, entré en una pequeña lechería desierta situada unas pocas puertas calle abajo, le pedí un café con leche a la niña que atendía el mostrador y tomé asiento junto a una ventana desde la que se dominaba el portal del número 3.

La niña era rubia y no tendría más de doce años. Sus dientes estaban tan torcidos que su boca, al sonreír, parecía un muestrario de dedales de nácar en completo desorden. El café con leche que me sirvió, sin embargo, era uno de los mejores que había probado desde mi llegada a Barcelona.

—¿Cómo te llamas, preciosa? —le pregunté, después de beber el primer sorbo.

En lugar de responderme, la niña sonrió de nuevo y desapareció —desapareció, literalmente— bajo el parapeto de mármol de su mostrador.

—Demasiado cría para usted, señor Estudiante —dijo entonces una voz familiar a mi espalda.

Ezequiel.

—Vaya por Dios —dije, volviéndome hacia la puerta del local y comprobando que el pilluelo estaba plantado en el umbral con aquella sonrisa suya de viejo prematuro en la boca. Llevaba la cabeza cubierta por una gorra de pana de aspecto inexpresablemente mugriento, tenía el ojo derecho negro e hinchado y parecía, como siempre, encantado de haberse conocido—. No paramos de encontrarnos, tú y yo.

—Qué cosas, ¿no? —Ezequiel se acercó a mi mesa y me tendió la mano izquierda con tanta seguridad que no me vi capaz de rehusar el cambiado apretón que me proponía—. Es usted un espía terrible, ¿sabe?

—¿Soy un espía?

Ezequiel señaló a través de la ventana el portal del edificio de Sanmartín.

—Si el tipo ese estuviera en su casa, ya lo habría visto hace mil horas —afirmó—. Y si tuviera un trabuco, habría podido matarlo así.

El muchacho hizo la pantomima de apuntarme con los dos brazos extendidos y, a la cuenta de tres, volarme la cabeza con una sonora explosión bucal que roció de saliva la mesa, mis diarios y la pechera de mi abrigo.

—Te envía el señor G, entonces —aventuré.

—Claro. ¿Tengo yo pinta de venir a beber leche a un sitio de señoritos como este? —Ezequiel se volvió hacia el mostrador y le guiñó su ojo sano a la niña rubia de los dientes desviados, que acababa de asomar la cabeza entre sus tazas y sus cántaros y nos observaba ahora con evidente curiosidad—. Aunque la cría es muy mona, tiene usted razón.

—No sé qué idea tienes de mí, pero…

—Ya, ya. —El muchacho señaló con la punta despectiva de su nariz mi taza de café con leche—. ¿Está bueno?

—No está mal. ¿Puedo preguntarte qué te ha pasado?

Ezequiel arrugó la nariz.

—¿Esto? —preguntó, señalándose el ojo ennegrecido—. Su amigo.

No pude evitar sonreír.

—¿El señor G te ha pegado un puñetazo en el ojo?

—Usted es tonto. ¿Cómo me va a pegar un puñetazo el señor G? —Ezequiel compuso una mueca despectiva—. ¿Y estropearse los guantes?

—¿Entonces?

—Anoche me envió a hacer un trabajillo.

—Y no salió bien.

—Salió muy bien. —El muchacho se encogió de hombros—. Pero no para mí. Aunque el otro acabó peor —añadió, recuperando la sonrisa.

—¿Puedo preguntarte…?

—No, no puede. El señor G nos espera dentro de diez minutos en la puerta del almacén del viejo. Así que acábese ese mejunje, páguele a la cría y a andar.

Negué con la cabeza.

—El señor G y yo hemos quedado a las diez en ese portal. Tenemos algo importante que hacer.

—¿Qué le he dicho antes? El tipo ese no está en casa. El señor G ha estado llamándolo más de diez minutos a las nueve, y yo acabo de darme una vuelta por sus habitaciones. Vacías.

—¿Acabas de darte una vuelta por…?

No completé la pregunta: Ezequiel estaba mostrándome ya las ganzúas que sin duda le habían franqueado el acceso a la vivienda de Sanmartín.

—Nada interesante —dijo—. El tipo ese debe de ser todavía más aburrido que usted. Solo tiene libros y papeles.

—¿Qué clase de papeles?

—¿Y yo qué sé? Papeles. Con cosas escritas. Y con dibujos.

Por un instante, lo confieso, me sentí tentado de pedirle a Ezequiel que me llevara consigo a inspeccionar esos papeles. Pero luego pensé que con un Camarasa entre rejas ya teníamos más que suficiente.

—¿Haces mucho estas cosas? —pregunté—. ¿Forzar puertas y colarte en casas ajenas?

—Solo cuando alguien me lo pide de la forma correcta. ¿Está interesado?

—No, gracias. Pero pensaré en ti si alguna vez necesito la ayuda de un delincuente —le aseguré. Y luego, mirando de nuevo a través de la ventana el portal desierto del edificio de Sanmartín, inquirí—: ¿Vas a acompañarme al lugar donde me espera el señor G, entonces?

—Alguien tendrá que vigilarlo, ¿no? Viendo lo que le pasó la última vez que se atrevió a pisar los muelles…

La sonrisa de Ezequiel fue esta vez, además de burlona, decididamente ofensiva. El olor a pescado del abanico de Margarita acudió de nuevo a mis narices, asqueroso y vergonzante.

—Esta vez tendré más cuidado —afirmé.

—¿De verdad?

Ezequiel extendió la mano izquierda hacia mí y me enseñó la sortija de oro que llevaba puesta en el dedo corazón.

Mi propia sortija.

La sortija que mi abuelo paterno, el primer Sempronio Camarasa, me había dejado como única herencia al morir a mediados de 1868, pocos meses antes de nuestra salida hacia el exilio, y que ahora aquel pilluelo acababa de robarme aprovechando sin duda el fugaz apretón a mano cambiada que me había forzado a aceptar a su llegada a la lechería.

—Así que no solo sabes colarte en las casas ajenas —dije, cogiendo con cierta violencia la muñeca de Ezequiel y recuperando mi sortija—. También eres un raterillo de dedos ágiles.

—Los más ágiles de la ciudad —aseguró orgullosamente el muchacho, moviendo a toda velocidad sus dedos delante de mi cara—. Si quisiera, podría robarle todos los botones de la camisa antes de que usted tuviera tiempo siquiera de pestañear. ¿Quiere que se lo demuestre?

Aparté de un palmetazo las roñosas manos de Ezequiel de delante de mi cara y negué con la cabeza.

—Mis botones están bien donde están, gracias —dije—. ¿Esta es otra de las habilidades que te han llevado a trabajar para el señor G, entonces? ¿También te utiliza para robarles cosas a los incautos?

Ezequiel no perdió la sonrisa ni su cara de orgullo profesional.

—Para eso y para algunas cosas más.

—Ya veo. Los dedos más ágiles de la ciudad. —Me puse de nuevo la sortija en el dedo anular de la mano izquierda, sorbí un poco de café con leche y procuré hacerme una idea de la mañana que tenía por delante—. ¿El señor G me espera en la puerta del almacén del viejo, has dicho?

—Eso he dicho.

—¿Qué viejo?

—¿Qué viejo va a ser? El padre del señor G, claro.

El padre del señor G.

Claro.

—¿El padre del señor G tiene un almacén en el puerto? —pregunté, como pude haber preguntado cualquier otra cosa.

Ezequiel agitó incrédulamente la cabeza.

—¿Ahora se entera? —preguntó, mirándome con su ojo izquierdo muy abierto—. El padre del señor G vive en un almacén del puerto. ¿Qué clase de amigos son ustedes?

A veces yo también me lo preguntaba.

—El señor G es un hombre reservado —murmuré.

—O a lo mejor es que usted es un bocazas. Por eso no le cuenta nada.

Pensé en ello un instante.

—A lo mejor.

—A lo mejor —repitió Ezequiel, imitando mi propia entonación. Y acto seguido se caló la mugrienta gorra de pana en su despeinada cabeza y dio una palmada que resonó entre las paredes del desierto local como el disparo verdadero de un trabuco—. ¿Nos vamos o no?

Así que me levanté de la mesa, fui al mostrador y le aboné a la niña el café con leche que no me había terminado, añadí una pequeña propina por las molestias causadas y, ya con el abrigo y el chambergo en la mano, contemplé por última vez su dulce sonrisa de dientes blancos y torcidos.

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