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Cinco minutos más tarde, ya estaba con Gaudí en el balcón de su buhardilla de la replaceta de Moncada, compartiendo con él un cigarrillo y un vaso de buen vino andaluz y terminando de referirle mi inesperado encuentro con Sanmartín; un encuentro que, si no otra, había tenido la virtud de distraerme de la creciente inquietud que hasta ese mismo instante había provocado en mí la perspectiva del inminente encuentro con mi amigo. Ante nosotros se desplegaba el espléndido espectáculo de los tejados de la Ribera arracimados en torno a la mole de Santa María del Mar, cuyas dos torres octogonales se alzaban hacia un cielo ahora del color de la ceniza caliente. Una niebla baja, húmeda y brillante recogía el resplandor de las primeras luces de gas y lo difundía apenas unos metros por encima de nuestras cabezas, coloreando la escena a la manera casi —no pude evitar pensarlo— de uno de esos estridentes paisajes al óleo que Fiona y Gaudí habrían contemplado juntos la madrugada del domingo en el taller de la inglesa, minutos antes de emprender su primer viaje conjunto a la caza de sus metafóricos dragones.

Gaudí escuchó el relato de mi encuentro con Sanmartín sin pronunciar una sola palabra, alternando pequeños sorbos de vino con largas caladas a su cigarrillo y sin apartar la mirada de uno de los varios tenderetes de frutas y verduras que operaban adosados al ábside de Santa María del Mar.

Solo cuando terminé de hablar sus ojos se posaron en mí.

—Iré con usted mañana a esa cita, si no le importa.

—Pensaba pedirle que lo hiciera.

—Tal vez así logremos evitar que se comporte usted de nuevo como un perfecto idiota.

Asentí seriamente.

—He echado tanto de menos su amabilidad durante estos dos días, querido Gaudí…

Mi amigo no se molestó en disculparse.

—Descríbame de nuevo la reacción de Sanmartín cuando ha mencionado usted a la señorita Fiona, por favor —dijo tan solo.

Así lo hice.

—Pero tal vez fuera solo una impresión mía —concluí—. La oscuridad en la que…

Gaudí me cortó con un seco movimiento de la mano derecha, provocando una breve explosión de brasas rojas en la punta de su cigarrillo y trazando entre nosotros un hermoso arco de humo azulado que no tardó en disolverse en la niebla.

—Y en lugar de seguir preguntándole por la conversación que mantuvo el sábado con nuestra amiga, lo ha dejado marcharse sin más.

«Nuestra amiga», repetí para mí. Fiona ya era propiedad compartida.

—Lo he dejado marcharse después de imponerle una visita en su propio domicilio. Mañana.

—La cita, por lo que me ha dicho, se la ha propuesto él a usted. ¿Y los anarquistas?

—¿Los anarquistas?

—No le ha preguntado usted a qué fin los mencionó ayer en su conversación con la señorita Fiona.

Aspiré una bocanada de humo y la expulsé lentamente hacia el cielo.

—Mañana se lo preguntaremos.

—Mañana se lo preguntaremos —repitió Gaudí—. Y también le preguntaremos cómo sabía él que usted se había pasado el día entero en la comisaría de las Atarazanas. El señor Sanmartín es un hombre muy bien informado, ¿no le parece?

Me encogí de hombros.

—Es su trabajo, ¿no?

Gaudí no respondió. En lugar de ello, apuró de un último trago el vino que quedaba en su vaso y se acarició pensativamente la fina patilla izquierda.

—¿Ha sido muy largo su día, entonces? —preguntó por fin.

—Diez horas en una comisaría —resumí—. Nueve horas y media metido en una sala de espera sin otra cosa que hacer que leer diarios, mirar caras aburridas y ver pasar las nubes detrás de los barrotes de la ventana. Y la otra media hora jugando al gato y al ratón con nuestro amigo Labella.

—¿Algo interesante de su… charla?

—Nada que no pudiéramos esperar. Hoy estaba amable, a su viscosa manera. Parece que quiere convertirme en su aliado.

—Es usted el eslabón más débil de la cadena —señaló entonces Gaudí, utilizando exactamente las mismas palabras que mi padre había pronunciado cinco noches atrás, durante nuestra última charla en su despacho, cuando el tema de discusión entre nosotros eran, precisamente, las oscuras intenciones que mi padre parecía ver en Gaudí y su sospecha de que nuestra amistad no era producto del azar ni de la mera simpatía mutua. La coincidencia me provocó un pequeño respingo involuntario—. Lo que sus padres no quieren y su hermana no puede contarle, el inspector espera poder sonsacárselo a usted.

—Se equivoca de pleno, entonces. Lo que él me preguntaba yo no podía respondérselo. Y lo que yo sí quería contarle a él no le interesaba. Su observación sobre el escudo en el puñal que mató a Andreu, por ejemplo.

—¿Le ha dicho dónde lo había visto anteriormente?

—Sin entrar en detalles. Pero al inspector no le ha interesado lo más mínimo. Los anarquistas no encajan en su propia versión de los hechos. Para él, mi padre mató a Andreu para evitar que este hiciera público el contenido de su portafolios, y punto. Ni siquiera se ha interesado por sus conexiones políticas. No me ha hecho una sola pregunta al respecto.

—El inspector no quiere arriesgarse a descubrir nada que pueda poner en entredicho la bonita teoría que los hechos le han puesto en bandeja —asintió Gaudí—. Con lo que ahora tiene ya le basta para cerrar el caso; cualquier descubrimiento añadido solo podría causarle problemas. —Y luego, tras una breve pausa que le sirvió para darle una última calada a su cigarrillo y arrojar la colilla a la calle, añadió—: ¿Ha descubierto por fin cuál era el contenido del famoso portafolios?

Por desgracia, sí. Lo había descubierto.

—Pruebas de que mi padre utilizó su casa de subastas para vender materiales robados en al menos tres ocasiones.

—¿Pruebas?

—Según el inspector, pruebas irrefutables. Ese era el objeto principal de su interrogatorio: que yo le confirmara la realidad de esos delitos.

—Algo que usted, por supuesto, no ha hecho.

—¿Cómo podría?

—Pero ¿cree que esas pruebas son ciertas? ¿Su padre pudo vender materiales robados a través de su casa de subastas?

—Querido Gaudí…

No necesité decir más. Por lo que yo sabía, el gran Sempronio Camarasa podría haber utilizado su negocio para cualquiera de las cosas que se habían ido sugiriendo a lo largo de los últimos días: para financiar la causa borbónica en el exilio, para traficar con objetos robados, para cualquier cosa. Mi amigo así lo entendió.

—Siento no haber podido acercarme a la comisaría esta mañana —dijo entonces—. Me hubiera gustado mostrarles mi apoyo a su madre y a su hermana en un día tan incómodo.

Asentí con precaución.

—A mí también me hubiera gustado tenerlo con nosotros —afirmé. Pero no pude evitar añadir—: Si no ha cumplido usted con la palabra que le dio el viernes a Margarita, estoy seguro de que ha sido por un buen motivo.

El rostro de Gaudí se ensombreció.

—Lo lamento de veras —murmuró—. Transmítale mis disculpas a su hermana en cuanto la vea. —Y, tras una breve pausa, preguntó—: ¿Cómo se encuentra?

—Preocupada. Madurando. —Sonreí con cierto orgullo—. Margarita está demostrando ser una muchacha más fuerte de lo que yo hubiera imaginado hace solo unos días.

Gaudí me miró fijamente con sus grandes ojos azules.

—Las circunstancias nos obligan a encontrarnos con nosotros mismos —recuerdo que dijo—. Solo al contacto con la realidad descubrimos quiénes somos.

Aquello, entendí, era una invitación a afrontar por fin el asunto que pendía entre nosotros dos. No la desaproveché.

—¿Eso fue lo que le sucedió a usted anteanoche? ¿Se encontró usted consigo mismo en aquel balancín?

Y justo entonces, antes de que mi amigo pudiera acabar de mudar la expresión de su rostro, una voz familiar surgida desde las profundidades de la replaceta comenzó a gritar nuestros nombres de guerra y a proferir órdenes atropelladas, quebrando, antes aún de haberse iniciado, el íntimo momento que mi amigo y yo estábamos a punto de compartir.

—¡Señor G! ¡Estudiante! ¡Bajen, rápido! ¡Ahora! ¡Señor G!

No necesitamos asomarnos al murete que cerraba el balcón para descubrir el origen de las voces que nos reclamaban.

Ezequiel estaba subido al último peldaño de la escalera de acceso a la puerta situada junto al ábside de Santa María del Mar. Llevaba la cabeza descubierta, y con la mano derecha agitaba frenéticamente en el aire su gorra de pana en nuestra dirección, como un marinero que se despide de tierra firme desde la cubierta de un barco mercante o quizá, más bien, como un poseso alucinado que saluda a las visiones que acuden a su encuentro desde las alturas. A pesar de la distancia, eran evidentes el rubor que cubría su rostro y el brillo de excitación que iluminaba su mirada, y también la urgencia del mensaje que venía a comunicarnos.

Algo había sucedido. Algo importante. Algo que debíamos saber.

—Prepárese para lo peor —me advirtió Gaudí, recomponiendo al instante su expresión habitual de pleno control sobre sí mismo y señalándome con la mano el camino hacia el interior de la buhardilla.

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