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El cadáver del Colmillos estaba tendido en el portal de un edificio abandonado del callejón de la Farigola, un mínimo pasaje interior —arco de entrada, seis casas en ruinas y un alto muro al fondo corroído por los orines de varias generaciones de perros y de mendigos— situado apenas a un par de minutos de la replaceta de Moncada. La luz de una única lámpara de aceite revelaba apenas la magnitud de la carnicería que el cuerpo del pobre viejo había padecido. Las cuchilladas en el pecho, en el cuello, en las manos y en la cara. Los cortes profundos y sinuosos. Los labios partidos a golpes. La nariz reventada. La balsa de sangre espesa, negrísima, en la que flotaban su cuerpo y sus cosas. Una última mueca de dolor y de rabia y de puro terror ante la inminencia de la muerte deformaba de tal modo el rostro del mendigo que, de no ser por el tricornio azul que seguía cubriendo su cabeza y por la presencia del segundo cadáver que completaba la escena, uno hubiera podido llegar a dudar incluso de su identidad.

El perro de tres patas estaba hecho un ovillo en el interior de ese mismo edificio. Él también flotaba en su propio charco de sangre; un charco más modesto, más recogido, humilde como la naturaleza de la pobre bestia sacrificada. Un único tajo había cercenado su cuello hasta desprender casi por completo la cabeza del resto del cuerpo, y un segundo corte había amputado limpiamente su cola partida. No había más heridas aparentes en la carne del animal. El asesino brutal del Colmillos no había sentido la necesidad de ensañarse también con su triste compañero de intemperie, o se había ensañado con él solamente en ese absurdo detalle de la cola amputada y dejada caer a un par de metros del cadáver.

El perro, en cualquier caso, estaba muerto. Y también estaba muerto el Colmillos. Y a Ezequiel aquello le parecía la mayor noticia de los últimos tiempos.

—¿Quién ha podido hacer algo así, señor G? —preguntaba una y otra vez, con el rostro demudado por el asombro y la incredulidad—. ¿Quién ha podido matar a un pobre perro inocente?

El único agente de la policía judicial que custodiaba en aquellos instantes el cadáver del Colmillos, un niño con uniforme y pistolón y con una expresión de espléndida arrogancia prendida en la cara, apenas se molestó en responder a nuestras preguntas con gruñidos y con monosílabos, y esto gracias a los varios nombres de superiores suyos que Gaudí y yo supimos dejar caer adecuadamente al entrar en el callejón. Un vecino de la calle adyacente había descubierto el cuerpo hacía menos de veinte minutos. Nadie había visto ni había oído nada, o nadie había dado todavía un paso al frente para informar de lo contrario. Otros dos agentes y el médico de la policía venían ya de camino para recoger el cadáver y hacerse cargo de la situación. Ningún misterio, en cualquier caso: una reyerta más entre mendigos, como las que había a decenas todas las semanas en la Ribera y en el Raval y en las barriadas miserables del casco antiguo de aquella ciudad nuestra dejada de la mano de Dios. Esta clase de escorias humanas, concluyó el muchacho con un tono de voz que era el equivalente a un escupitajo sonoro y espeso, no tenían el menor reparo en matarse los unos a los otros como animales para robarse las cuatro monedas y las dos botellas de vino que hubieran podido arramblar durante la jornada.

—Y ahora, si no les importa, márchense de aquí. Este no es lugar para curiosos.

El agente pronunció estas últimas palabras mirándome a mí, así que fui yo quien le replicó con firmeza.

—Necesitamos hablar con alguno de sus superiores. Tenemos información sobre este asesinato que sin duda será de su interés.

—¿De verdad? —La sonrisa del muchacho se volvió todavía un poco más desagradable—. Entonces su obligación es comunicarme esa información a mí. Los escucho.

Miré a Gaudí, y este me devolvió la mirada de forma perfectamente neutra y desinteresada. Poco importaba a quién le contáramos nuestra historia, entendí, si a este pipiolo con ínfulas de sargento o al mismísimo inspector Labella. En un caso o en otro, la interpretación que la policía judicial iba a hacer de la muerte del Colmillos no iba a alejarse ni un ápice de la que acabábamos de escuchar en boca de aquel niño armado.

—Este hombre, el Colmillos, pudo ser testigo del asesinato que se cometió la noche del jueves en la calle de la Princesa —dije, en cualquier caso—. O pudo tener información relevante sobre él. El Colmillos era amigo de Eduardo Andreu, el hombre que fue asesinado también a cuchillo en su habitación de la pensión en la que vivía. ¿Sabe usted de qué caso le hablo?

—Perfectamente.

—Nosotros vimos al Colmillos hablando con Andreu en la puerta de su pensión unas horas antes del asesinato. Y el viernes el Colmillos nos contó que Andreu tenía tratos con una tercera persona a la que precisamente hemos visto rondando por aquí hace apenas media hora.

—Vaya, qué oportuno.

Miré de nuevo a Gaudí, y este hizo un movimiento con la cabeza. «Déjelo», quería decir ese gesto.

—Su nombre es Víctor Sanmartín. El inspector Labella sabrá de quién hablo. Dígaselo, por favor.

—Víctor Sanmartín —repitió el agente—. Y me ha dicho que usted se llama…

Y entonces, antes de poder pronunciar siquiera mi nombre, Ezequiel dio un paso al frente e hizo algo que aún hoy me maravilla: se descubrió la cabeza con gesto veloz, alzó su gorra hacia el agente y, sin mediar palabra, lo abofeteó con ella tres veces en la cara.

—Eres un idiota y un pobre infeliz —dijo entonces, una vez completada su repentina agresión, con el tono de quien enuncia un hecho perfectamente objetivo—. Ojalá un día alguien te haga a ti lo mismo que le han hecho a este pobre perro.

Mucho antes de que el joven pudiera recobrar el dominio de sus actos y empezara a sacarse el pistolón del cinto, Ezequiel había desaparecido ya a la carrera bajo el arco del callejón de la Farigola entre los vítores, las risas y los aplausos de las varias decenas de curiosos que se habían reunido ya en torno al cordón policial.

Cinco minutos más tarde, de vuelta junto con Gaudí en la replaceta de Moncada, fui yo el primero que se atrevió a romper el perfecto silencio que se había hecho entre nosotros tras el abrupto punto final que la inesperada acción de Ezequiel le había impuesto a nuestra charla con el agente de la policía judicial.

—¿Esto cambia de alguna manera las cosas? —pregunté—. La muerte del Colmillos, quiero decir.

Mi amigo se detuvo frente al portal abierto de su edificio y se sacó del bolsillo la pitillera y la cartera de fósforos.

—Un mendigo muerto en una reyerta —dijo—. No dude que esa será la interpretación oficial.

—Pero Víctor Sanmartín…

Gaudí cortó mi intento de réplica con un gesto nervioso.

—Si algún nombre propio tuviera que interesar al inspector Labella en relación con este asunto, sería sin duda el de Gabriel Camarasa —afirmó—. ¿Por qué iba usted a darle su nombre a ese agente?

—¿Qué quiere decir?

—Si algo no queremos ahora es alimentar a la policía con más carnaza en contra de su familia, ¿no le parece? Su padre asesina a Eduardo Andreu con un puñal la noche del jueves al viernes, y cuatro días más tarde usted aparece comportándose de forma extraña en el lugar en el que acaba de ser asesinado, también a cuchilladas, un hombre que podía tener información sobre ese asesinato.

—El único que hoy se ha comportado de forma extraña ha sido su amigo —protesté—. ¿A qué ha venido eso de abofetear a un policía?

—¿No lo ha entendido? Lo único que pretendía Ezequiel era impedir que usted le diera su nombre al agente.

—¿Ese pilluelo quería protegerme?

—Ese pilluelo, amigo Camarasa, es el joven más noble y más valiente que ha conocido usted desde su llegada a Barcelona. Que no lo engañen su aspecto y su vocabulario, ni tampoco sus hábitos de pequeño delincuente. Ezequiel es un joven digno del respeto de cualquiera.

Me sorprendió la intensidad con la que Gaudí pronunció estas palabras, pero solo relativamente: en su defensa de ese humilde muchacho al que mi amigo había escogido como improbable ayudante no me costó entrever algo del íntimo orgullo de hijo de calderero ascendido a arquitecto en ciernes que Gaudí ya había mostrado ante mí en más de una ocasión.

—¿Estoy en problemas, entonces?

Gaudí negó con la cabeza.

—No lo creo. El inspector Labella no se molestará siquiera en investigar la muerte del Colmillos. Pero si acudimos a él con la historia de nuestras sospechas sobre Sanmartín e intentamos complicar así el limpio relato que ya maneja sobre la muerte de Andreu…

—No tardará ni medio segundo en darle la vuelta al asunto y convertirme a mí en sospechoso de la muerte del Colmillos —completé.

—Eso es lo que yo creo. Y eso es lo que creerá usted también cuando piense un poco en ello.

Tras encender un cigarrillo, Gaudí se guardó de nuevo la pitillera y los fósforos sin ofrecérmelos antes a mí, como era su costumbre. El gesto, entendí, implicaba una invitación no demasiado sutil a dar por terminada la velada.

—¿Usted cree que Sanmartín ha matado al Colmillos?

—Esa es una pregunta que debería formularle yo a usted —replicó mi amigo de inmediato—. Ha sido usted el que ha estado hablando con él instantes después del supuesto asesinato. ¿Sanmartín parecía un hombre que acabara de matar a otro hombre?

Pensé en ello unos segundos.

—Parecía un hombre nervioso. No solo cuando he nombrado a Fiona. Encontrarse conmigo lo ha inquietado.

—Eso no significa nada. Por muy frío que sea ese caballero, encontrarse por sorpresa en el interior de una iglesia desierta y oscura con el hijo del hombre al que ha estado difamando públicamente es, por sí misma, una razón más que suficiente para explicar su inquietud. Tal vez ha pensado que iba usted a atacarlo a él.

—Tal vez debería haberlo hecho —murmuré—. ¿No deberíamos ir ahora a su casa y salir de dudas?

Gaudí negó con la cabeza.

—Se lo repito: ni a su padre ni a usted les conviene que se meta usted ahora en problemas. —Mi amigo hizo una pausa para llenarse los pulmones de humo antes de esbozar una pequeña sonrisa—. Además, si no me equivoco, nuestro amigo Ezequiel se estará ocupando ahora mismo de rendirle esa visita al señor Sanmartín.

—¿Quiere decir…?

—Ezequiel sentía mucho afecto por el Colmillos. El viejo era un buen hombre, a pesar de todo.

—Pues a mí me ha parecido que sentía más la muerte del perro que la de su dueño.

—Posee usted, querido Camarasa, la misma capacidad de observación y de interpretación de las reacciones humanas que un puercoespín.

No protesté.

—Sigue en pie nuestra visita de mañana a la calle de Aviñón, en cualquier caso.

Gaudí asintió firmemente con la cabeza, al tiempo que me tendía la mano para un último apretón de despedida. Y fue entonces cuando me preguntó:

—¿A usted no le sucede que ahora, ante una escena como la que acabamos de ver, la imagina al instante dibujada por la pluma de la señorita Fiona?

En lugar de responderle que sí, que tenía razón, que a mí también me sucedía, sostuve la mano de Gaudí entre las mías y lo miré fijamente a los ojos.

—Tenga cuidado, amigo mío —le advertí—. No se deje hechizar por Fiona. Disfrute de su compañía, comparta si quiere con ella sus visiones y sus ideas, pero no se olvide nunca de dónde está la realidad.

Gaudí asintió gravemente.

—Buenas noches —murmuró, al tiempo que arrojaba su cigarrillo todavía casi intacto al suelo empedrado de la replaceta de Moncada.

Y eso fue todo.

Tenía ya puesto el pie en el estribo del cabriolé que acababa de detener en la plaza del Palacio cuando una voz vagamente familiar gritó a mi espalda mi apellido.

—¡Señor Camarasa!

Francesc Gaudí venía corriendo hacia mí por el lateral de la plaza, la mano derecha alzada y el rojo pelo revuelto cómicamente en lo alto de su cabeza descubierta. Al aire libre, en pleno movimiento y lanzado en rumbo aparente de colisión contra mi persona, el generoso corpachón del futuro abogado resultaba todavía más impresionante que visto al trasluz de la puerta entreabierta de una humilde buhardilla. Si con apenas veintitrés años el hermano de Gaudí tenía ya aquel aspecto de caballero satisfecho y barrigudo, pensé mientras descalzaba mi pie del estribo, no habría estrado ni sillón presidencial capaz de sostenerlo a los cuarenta.

—Un minuto, por favor —le dije al cochero, antes de tender mi diestra al frente y aguardar a que Francesc Gaudí cubriera los diez metros escasos que ya nos separaban—. ¡Señor Gaudí, qué sorpresa!

El hombre se detuvo por fin a mi lado con el rostro enrojecido por el esfuerzo y la frente chorreante de sudor. La mano con que estrechó la mía no había perdido un ápice de la firmeza que tan excelente impresión me había causado la noche del asesinato de Andreu, pero ahora también estaba húmeda como una carpa recién pescada de las aguas del Besós.

—Deme un segundo —murmuró, tomando aire trabajosamente al tiempo que se secaba la frente con un pañuelo de bolsillo de aspecto no del todo presentable.

—¿Ha sucedido algo?

Francesc Gaudí depuso el pañuelo y me miró con dos ojos tan azules e intensos como los de su hermano.

—Eso es lo que quiero que usted me diga, señor Camarasa.

Sonreí amablemente.

—¿Por dónde empiezo?

—Sus aventuras no me interesan —replicó el hombre secamente—. Si quiero historias de incendios y de asesinatos, me basta con leer una novela de Alejandro Dumas. Solo quiero saber qué le sucede a mi hermano.

Me puse serio al instante.

—¿Qué quiere decir?

—El sábado se fue de casa a media tarde con esa señorita, por llamarla de alguna manera, y no volvió a aparecer hasta las ocho de la mañana de ayer. Cuando llegó apestaba a infiernos, y traía cara de haber estado haciendo cosas que un caballero no debería ser capaz siquiera de imaginar. Por supuesto, no quiso decirme dónde había estado ni con quién; aunque no era difícil de deducir. —Francesc Gaudí alzó en este instante el dedo índice de la mano derecha y me apuntó con él al entrecejo. Un dedo gordezuelo, sonrosado, como de bebé gigante—. Esa señorita del demonio que usted ha metido en su vida.

Me concedí un par de segundos antes de murmurar:

—Le confieso que no me gusta oírle hablar así de la señorita Begg.

—Y yo le confieso a usted que me importa un bledo lo que a usted le guste o no le guste.

Se hizo un pequeño silencio entre nosotros. Un ómnibus entró en la plaza y obligó a mi cabriolé a maniobrar para dejarle paso. En lo alto de la escalera de acceso a la puerta cerrada de la Lonja, sentados en una postura indigna, tres hombres vestidos con ropas de herrero nos observaban con distraída atención.

—Por lo que sé, su hermano y la señorita Begg pasaron juntos la tarde y la noche del sábado —dije por fin—. Pero no creo que eso sea de nuestra incumbencia.

—Usted no conoce a mi hermano.

—Ni usted conoce a la señorita Begg.

—La señorita Begg me importa un bledo —ladró Francesc Gaudí—. Quien me preocupa es mi hermano. Mi hermano se cree el tipo más listo y más espabilado de este planeta. Y para algunas cosas puede que lo sea. Pero las mujeres no son lo suyo.

—Usted, en cambio, parece todo un entendido en la materia —ironicé, sin poder evitarlo.

—Al lado de Antoni, créame, yo soy todo un experto en el bello sexo —replicó él seriamente—. Incluso usted ha de serlo, por comparación. Todo lo que mi hermano tiene de sabio en asuntos de piedras y de matemáticas, señor Camarasa, lo tiene de ingenuo en asuntos del corazón y de la entrepierna. Su experiencia en este campo no lo ha preparado para lidiar con un ejemplar como esa Fiona. ¿Sabe lo que hizo ayer durante todo el día?

Negué con la cabeza.

—Solo sé lo que no hizo. No tuve noticias suyas en toda la jornada.

—Estuvo todo el día tendido en la cama. Todo el día. Solo se levantó diez minutos para atender al policía que vino a visitarlo a primera hora de la tarde. Ni siquiera se levantó para almorzar. Y estoy casi seguro de que esta mañana no ha asistido a sus clases —añadió, señalando con la mano el edificio de la Lonja—. Mi hermano, señor Camarasa, nunca ha faltado sin motivo a una sola de sus clases desde que llegamos a Barcelona.

Sabiendo que no debía hacerlo, pregunté:

—¿El policía que vino a visitarlo, ha dicho?

—Le repito que sus aventuras no me interesan. Pero mi hermano nunca había faltado sin motivo a una de sus clases, y desde luego nunca se había pasado un día entero en la cama. Nosotros no somos señoritos de buena familia. Nosotros somos caballeros de campo. Si un día nos quedamos en la cama, es muy probable que ya no nos volvamos a levantar.

—¿Un tipo medio enano con la cara picada de viruela?

La cabeza de Francesc Gaudí se movió de arriba abajo, muy lentamente, al tiempo que sus labios formaban una rotunda mueca de desprecio.

—Ya veo lo que le importa a usted la salud espiritual de mi hermano —masculló—. Primero introduce en su vida a una mujer que no tiene inconveniente en pasar una tarde y una noche enteras con un hombre al que apenas conoce, y luego, cuando sucede lo inevitable, se lava las manos y se preocupa tan solo de sus propios asuntos.

La visita de Abelardo Labella era asunto mío, entonces. Lo pensé, pero no lo dije. A fin de cuentas, Francesc Gaudí tenía razón.

—Créame, señor Gaudí, la salud espiritual de su hermano me interesa mucho más de lo que usted pueda sospechar —le aseguré, recordando las últimas palabras que Gaudí y yo habíamos intercambiado hacía apenas tres minutos frente a la puerta de su casa—. Pero no sé qué espera que haga yo en una situación como esta.

—¿De verdad tengo que decírselo? Quiero que le prohíba a esa señorita que vuelva a acercarse a mi hermano.

No pude evitar sonreír.

—No conoce usted a la señorita Begg. Ni a su hermano, ya puestos.

—Conozco perfectamente a mi hermano, señor Camarasa. Y usted, entiendo, conoce perfectamente a su señorita Begg.

Eso era cierto.

—Todos tenemos derecho a experimentar un poco, señor Gaudí —recuerdo que dije entonces, dirigiéndome tanto a mi encendido interlocutor como a mí mismo—. Si su hermano de verdad adolece de esa inexperiencia que usted le atribuye en asuntos del corazón, sus tratos con la señorita Begg pueden serle de utilidad. Madurar consiste en eso, ¿no le parece? En ir agotando errores que ya no volveremos a cometer. Tal vez la señorita Begg sea un error que a su hermano le convenga cometer en este estadio de su vida.

Francesc Gaudí me observó durante algunos segundos con sus grandes ojos azules ligeramente entrecerrados. El viento que entraba en la plaza a través de la antigua Puerta del Mar revolvía su pelo encrespado y creaba fugaces orlas de santidad llameante en torno a su esférica cabeza. El sudor había desaparecido ya de su frente, pero su rostro seguía teniendo un aspecto rubicundo y desencajado.

Los tres herreros que descansaban en la escalinata de la Lonja hacía tiempo que habían perdido su interés en nosotros.

—Le agradeceré que no comente con mi hermano esta conversación que acabamos de mantener, señor Camarasa —dijo el hombre, tendiéndome una mano firme y cálida que tenía algo, entendí, de provisional bandera blanca.

—Descuide, señor Gaudí.

Cuando mi cabriolé abandonó por fin la plaza del Palacio y se dispuso a iniciar su camino hacia la villa de Gracia, la abigarrada trama de edificios y de callejones que formaban la frontera sur de la Ribera había engullido ya por completo el corpachón de Francesc Gaudí.

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