G

G


38

Página 40 de 50

38

Mi padre ingresó en la prisión de Amalia a primera hora de la tarde del día siguiente. La noticia nos la dio Fiona poco después de las seis, cuando Gaudí y yo nos encontramos con ella en la puerta del palacete de Fernando VII a nuestra salida del número tres de la calle de Aviñón. Fiona, a su vez, acababa de conocer la noticia por boca de uno de los redactores que Martin Begg tenía más o menos infiltrados en la comisaría de las Atarazanas, y ahora salía corriendo hacia la Rambla con su cuaderno de dibujo bajo el brazo en busca de un cabriolé que la llevara cuanto antes al nuevo hogar de Sempronio Camarasa. Martin Begg había partido ya hacia Gracia en busca de mi madre y del abogado Aladrén, quienes, al parecer, no habían sido informados todavía del traslado de mi padre ni de su cambio de situación legal.

Así pues, en lugar de un cabriolé, Gaudí, Fiona y yo detuvimos un coche de punto y nos montamos los tres en él, y de camino hacia la prisión de Amalia le referí a Fiona todo lo que Gaudí ya había escuchado con muda atención durante nuestro almuerzo en Las Siete Puertas. Mi conversación de la noche anterior con mi madre. Sus revelaciones asombrosas. El ultimátum que me había lanzado en presencia de su séquito de caballeros venerables: ese límite de veinticuatro horas que yo tenía para decidir mi posición en aquella farsa gigantesca en la que, al parecer, los Camarasa llevábamos seis largos años tomando parte. Gaudí y yo compartimos también con Fiona nuestras aventuras de la tarde anterior, el acaso previsible plantón que Sanmartín acababa de darme ahora y las conclusiones que parecían desprenderse de todo ello, y Fiona, por su parte, nos explicó su propia visita de la tarde anterior al lugar de la muerte del Colmillos y las pocas noticias nuevas que había podido recoger hoy al respecto. Y luego nuestro coche se detuvo por fin en la boca de la calle de la Reina Amalia y el alma se me cayó a los pies.

—Y yo pensaba que Newgate era el infierno —murmuró Fiona, enlazando su brazo con el mío frente al pórtico de entrada de la prisión.

Aquella fue la primera de las diez o doce visitas que yo habría de hacer a la prisión de Amalia a lo largo de las nueve semanas que mediaron entre el internamiento de mi padre y la llegada a Barcelona de aquellos a los que Margarita, para mi profundo desagrado, aquella misma noche empezaría ya a llamar «los nuestros», y la sensación que experimenté entonces al enfrentarme por primera vez a la visión de sus altos muros de piedra desnuda fue la misma que habría de adueñarse de mi espíritu en cada una de las ocasiones que siguieron. El recuerdo de las escenas de que fui testigo allí dentro durante los últimos días de 1874 no me ha abandonado desde entonces, ni creo que lo haga en lo que me resta de vida. Hombres de cuerpo y de mente quebrados. Mujeres con el rostro descompuesto por la enfermedad. Viejos de la edad del arquitecto Oriol Comella, barbudos y venerables, tirados sobre fríos suelos de cemento o entre charcos humeantes de vómito y orín. Niños de la edad de Ezequiel y muchachas de la edad de mi hermana con los ojos corrompidos por el vicio, con la lengua podrida y el corazón helado, con el futuro reducido a los límites de una celda o de un cuartucho de lupanar. La suciedad indescriptible, inverosímil, de las abarrotadas celdas y de los populosos pasillos. Las alimañas que reptaban y volaban o corrían por doquier, trasladándose de plato en plato, de cabeza en cabeza, de un jergón a otro, alimentándose de la sangre corrupta y de los despojos miserables de quienes allí dentro habitaban. El olor de la comida hervida en cazuelas del color del hollín. El olor de la carne y de la ropa sin lavar. La humedad que rezumaba de suelos, techos y paredes, que flotaba en densas nubes bajas por los corredores de la prisión, que hacía visibles y enredaba los alientos de hombres, mujeres y niños hasta formar un solo aliento con ellos: el aliento enfermo de Amalia. El patio de ejecuciones, abierto junto al muro norte de la prisión a manera de recordatorio del destino que aguardaba a muchos de sus habitantes. La desesperanza en todos los ojos. La corrupción en todas las miradas. El sabor y el hedor de la muerte impregnándolo todo.

El infierno.

El lugar de después del infierno.

El corazón podrido de una ciudad en proceso de descomposición.

—No se deje vencer por el desánimo, querido amigo —me dijo Gaudí, lo recuerdo, mientras abandonábamos la calle de la Reina Amalia al final de aquella primera tarde de horror y de miseria—. Esto es solo otra prueba que el destino pone ante ustedes. Su padre es un hombre fuerte y sabrá superarla.

—Ojalá yo tuviera su misma convicción —recuerdo también que le respondí—. Solo sé que yo no duraría una semana ahí dentro.

—No tenga tan mal concepto de usted mismo, Camarasa. En caso de necesidad, se sorprendería usted de su propia resistencia.

Me detuve en mitad de la calzada y eché un último vistazo a la mole de lo que en su día había sido el convento de San Vicente. La fría llovizna que había estado cayendo sobre la ciudad durante toda la jornada había oscurecido la piedra de sus muros, embalsado el pórtico de acceso y vaciado de comerciantes y de ociosos los alrededores, y ahora la prisión se asemejaba más que nunca a la fortaleza medieval de un viejo cuento de fantasmas. Incluso la luz crepuscular que la bañaba parecía dispuesta por la paleta melancólica de un mal pintor alemán.

—Espero que mi padre se sorprenda también a sí mismo, entonces —dije, tomando del brazo a Gaudí y reanudando la marcha en dirección al centro de la ciudad.

—Unas pocas semanas. Piense en eso.

Unas pocas semanas para la caída de la República y la entrada en Barcelona del nuevo rey Alfonso XII, entendí. Eso era lo que me habían asegurado anoche los amigos de mi madre, o sus socios, o sus nuevos subordinados, y eso era también lo que Ramón Aladrén nos había vuelto a sugerir hacía apenas cinco minutos, frente al pórtico de la prisión, mientras estrechaba con característica firmeza mi mano y la mano de Gaudí y se disponía a montar en la berlina familiar en compañía de mi madre y de los Begg.

Como nosotros, él tampoco había tenido ocasión de ver a mi padre, ni había podido hablar con ninguno de los carceleros principales que se ocuparían a partir de ahora de él, ni había conseguido que nadie le comunicara tampoco la fecha exacta del juicio que lo aguardaba en la Audiencia Provincial de Barcelona.

—No he pensado en otra cosa mientras estábamos ahí dentro.

Caminamos en silencio varios minutos por las calles del Raval antes de que Gaudí volviera a dirigirme la palabra.

—¿Me permite que le haga una pregunta?

—Por supuesto.

—Es un tanto delicada.

Los miramientos de mi amigo me inquietaron ligeramente.

—Nada de lo que pueda preguntarme usted ahora —dije— podría hacerme sentir más incómodo de lo que ya estoy.

Gaudí asintió con gravedad.

—Me preguntaba si es usted consciente de hasta qué punto las informaciones que su madre y esos cuatro caballeros le comunicaron anoche cambian el sentido de lo sucedido con Andreu y con su padre.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir, por supuesto, que ahora por fin sabemos por qué Eduardo Andreu está muerto y Sempronio Camarasa está en la cárcel —respondió Gaudí—. Sin duda, alguien quería impedir que su padre cumpliera con la misión que tenía encomendada en su regreso a Barcelona.

La organización y la supervisión de la seguridad del nuevo rey en su llegada a la ciudad, completé mentalmente. Y acto seguido negué con la cabeza.

—Olvida usted un hecho básico que no encaja en esta idea.

—Y ese hecho es…

—Que mi padre sigue vivo.

Ahora fue la cabeza de Gaudí la que se movió repetidamente de izquierda a derecha.

—Tal vez el asesino de Andreu no quería ver muerto a su padre. Tal vez solo quería apartarlo de su cometido.

—Eso es absurdo. ¿Qué clase de terrorista se tomaría la molestia de suprimir a mi padre clavando su puñal en el pecho de un tercero? —pregunté—. Si el objetivo de quienquiera que haya asesinado a Andreu era descabezar la seguridad de la visita real con vistas a cometer un atentado contra el nuevo monarca, ¿por qué no matar directamente a mi padre?

—Yo no he dicho que el asesino de Andreu fuera un terrorista, ni que su objetivo sea el de atentar contra el rey —replicó Gaudí de inmediato—. Entiendo su objeción, y la comparto: no me imagino a un anarquista, o a un carlista, o a quienquiera que sea ese hipotético regicida potencial, tomándose tantas molestias innecesarias a la hora de liquidar a la persona que se opone entre él y su objetivo, cuando le hubiera bastado con acudir a esa falsa cita en la iglesia de Mataró y despachar allí a su padre sin más.

—¿Entonces?

Mi amigo detuvo nuestro paso en el cruce entre dos calles embarradas y aguardó a que un carro cargado de heno despejara la calzada antes de continuar.

—¿Y si lo que el asesino de Andreu buscaba no era perjudicar la misión de su padre, sino ocupar su lugar al frente de ella? —preguntó entonces—. ¿Y si el asesino es alguien que codicia los honores del cargo que ostenta su padre, pero que no le desea la muerte?

Me concedí unos segundos para pensar en ello.

—Se me ocurren diez o doce teorías más plausibles que esta que usted acaba de proponerme, amigo Gaudí.

—Eso es porque olvida usted sin duda un par de detalles importantes, amigo Camarasa.

—¿Usted cree?

Gaudí asintió con firmeza. Por supuesto que lo creía.

—El portafolios de Andreu y la pitillera de su padre —dijo—. Esos son los dos detalles importantes que usted olvida. Inclúyalos en esas diez o doce teorías suyas y dígame si siguen pareciéndole igual de plausibles.

Comencé a ver hacia dónde se dirigía mi amigo. Su pregunta un tanto delicada.

No pude evitar sonreír.

—¿Me está diciendo usted que mi madre ha orquestado la muerte de Andreu y la detención de mi padre para hacerse con el puesto de organizadora de la seguridad de esa hipotética visita real?

Mi amigo me miró con aparente curiosidad.

—¿Me está diciendo usted que no había pensado ya en esa posibilidad?

El extraño comportamiento de mi madre desde el viernes pasado. Su cambio evidente de actitud. Su decisión asombrosa, tan fuera de carácter, tan alejada de cuanto nadie que conociera mínimamente a mamá Lavinia hubiera podido nunca soñar, de ocupar el puesto de mi padre y ponerse al mando de un grupo de conspiradores encargados de velar por la seguridad barcelonesa del nuevo Borbón.

«Me encuentro mejor que nunca.»

—Por supuesto que no —dije.

—Entonces tiene usted muy poca imaginación. Yo estoy seguro de que su madre, en cambio, sí que ha sospechado de la implicación de usted en la muerte de Andreu. Y no sin razón.

No me molesté en mostrarme sorprendido. Sorteé un charco de barro que se interponía en nuestro camino, regresé junto a Gaudí y dije:

—Veamos.

—Quienquiera que mató a Andreu es alguien que dispone de acceso a su domicilio familiar, ya sea de forma directa o a través de terceros. Un acceso, me atrevería a decir, no puramente ocasional. Robar la pitillera de su padre de su dormitorio e introducir el portafolios de Andreu en el escritorio de su despacho particular no son actos que pueda cometer, pongamos por caso, un invitado casual a la torre de Gracia; y menos aún a altas horas de la noche, que es cuando sabemos que se produjo al menos la segunda de esas acciones. ¿Está de acuerdo conmigo?

—No veo cómo podría no estarlo —murmuré.

—Demos por hecho, entonces, que quien robó el portafolios de Andreu del cuarto en el que este fue asesinado y lo escondió en el escritorio de su padre fue alguien con acceso regular a su domicilio —prosiguió Gaudí—. Dejando de lado a los miembros de su personal de servicio, que sin duda han sido ya debidamente investigados por los colegas de su padre, las únicas personas que entran y salen con plena libertad de la torre son, entiendo, el señor y la señora Camarasa, la señorita Margarita, Martin Begg, la señorita Fiona y usted mismo. ¿Me equivoco?

—Sabe que no.

—El doctor de la policía situó la muerte de Andreu entre las once de la noche del jueves y la una de la madrugada del viernes. A esas horas, cinco de las seis personas a las que acabo de nombrar estaban divididas en dos grupos: su madre, su hermana y Martin Begg por un lado, y usted y Fiona por el otro, en mi compañía. Su padre estaba en Mataró, atendiendo a su falsa cita en esa iglesia de Santa María. Su madre, por tanto, puede estar segura de la inocencia de su hija y de Martin Begg, que regresaron con ella a Gracia desde el Liceo pasadas las once y media y que, por lo que ella sabe, no volvieron a salir durante el resto de la noche.

—Por lo que ella sabe —repetí.

—El señor Begg, por supuesto, podría haberse escabullido sin ser visto de la casa de labranza, haber regresado a la ciudad en un coche de alquiler y haber cometido el crimen antes de la una. Pero entiendo que su madre tiene motivos para confiar en Martin Begg.

—Más motivos de los que tiene para confiar en su propio hijo, quiere decir.

—Usted, amigo Camarasa, dispone de dos únicas personas que avalan su paradero entre las once de la noche del jueves y la una de la madrugada del viernes. Una de ellas es un amigo a cuya palabra su madre no tiene por qué otorgar el menor crédito. Y la otra es una mujer con la que usted en su día mantuvo una relación sentimental que su madre nunca aprobó. Una mujer que en Londres lo puso a usted en contacto con la misma clase de personas de las cuales ahora su padre trataba de proteger al futuro rey de España. —Gaudí negó con la cabeza—. A sus ojos, me temo, los testimonios que avalan su coartada no valen más que un pagaré falsificado. Súmele a eso la distancia que siempre ha mantenido con respecto a su padre, su desinterés por los asuntos familiares, las ideas vagamente progresistas que parece albergar y, por supuesto, su vulnerabilidad ante la influencia del bello sexo. Si estuviera en el lugar de su madre, yo también sospecharía de usted.

Sonreí.

—No habla en serio.

—¿No le parece que esto explicaría la hostilidad que su madre ha mostrado hacia usted durante estos últimos días? La dureza de sus palabras, su seriedad, la frialdad con la que en más de una ocasión me ha dicho que lo ha tratado desde el viernes —enumeró Gaudí—. ¿Y no cree usted que el ultimátum que anoche le planteó puede responder a la necesidad que tiene su madre de convencerse a sí misma de que se halla usted, después de todo, en el bando correcto?

Dejé de sonreír.

Mi amigo hablaba en serio.

—¿Usted también sospecha de mí?

—Querido amigo. —Ahora fue Gaudí el que sonrió—. Le recuerdo que yo estuve a su lado durante toda aquella noche, desde que salimos del Liceo a las once y media hasta que nos despedimos en la Rambla bien pasadas las tres. Por lo que a mí respecta, la señorita Fiona y usted son las únicas personas libres de toda sospecha con respecto al asesinato de Andreu.

Asentí con seriedad.

—A Margarita le gustará saberlo —apunté—. Verse convertida en sospechosa de asesinato a los ojos del hombre al que ama henchirá sin duda de orgullo y de emoción su alma romántica.

Mi amigo carraspeó brevemente.

—Lo único que quiero decir con todo esto es que debe hablar usted con su madre esta noche. No solo tiene que responder a su ultimátum de la única manera decente que le cabe hacerlo: también tiene que aclarar las cosas con ella.

—¿Le pregunto, entonces, si ella mató a Andreu e inculpó a mi padre para hacerse con sus galones?

—Pregúntele más bien si sospecha de alguien de su entorno —respondió Gaudí sin inmutarse—. Alguien que pudiera desear tanto ocupar el puesto de su esposo como para llegar al asesinato. Su madre es una mujer inteligente; estoy seguro de que la pregunta no la sorprenderá. Hablamos, al fin y al cabo, de destacarse a los ojos de un rey que llegará más que dispuesto a pagar favores a todos aquellos que le han devuelto el trono de España. No se trata ya solo de honores políticos y de estatus social: se trata también de puro interés económico. —Gaudí me miró con los ojos brillantes y con una media sonrisa en la boca—. El puesto que hasta el viernes ocupaba su padre es muy goloso, amigo Camarasa. Tanto como para que su madre no dude en mantenerlo a toda costa en la familia.

Un nuevo silencio nos acompañó durante varios minutos.

La conspiración antirrepublicana como negocio familiar. El borbonismo golpista como inversión de futuro.

Los Camarasa: modélicos empresarios del nuevo orden social.

—Hay algo que no le he dicho —comenté entonces.

—¿Y bien?

—¿Recuerda cuando mi padre y usted se conocieron durante la fiesta de Las noticias ilustradas?

—Perfectamente.

—¿Recuerda lo que mi padre le preguntó antes de despedirse de usted en el salón de actos?

Gaudí asintió con la cabeza.

—Me preguntó si él y yo no habíamos coincidido en alguna otra ocasión.

—Usted le respondió que no.

—Y era cierto.

—Pero él no le creyó. O mejor dicho, sí le creyó; pero no era eso lo que mi padre le estaba preguntando en realidad.

Gaudí me observó con los ojos ligeramente entrecerrados.

—Creo que no lo sigo.

—A la mañana siguiente, mi padre le pidió a Martin Begg que interrogara a Fiona sobre usted y que la pusiera a husmear en sus asuntos. Quería saber quién era usted en realidad, a qué dedicaba su tiempo, para quién trabajaba. Fiona me lo contó esa misma mañana. Le confieso que ella estaba tan intrigada como yo mismo por ese repentino interés de Sempronio Camarasa en un mero estudiante de arquitectura venido del campo de Tarragona.

De entre todas las preguntas que Gaudí hubiera podido hacerme en ese instante, la que mi amigo acabó formulando se me antojó inusualmente reveladora del estado actual de su alma.

—¿Fiona investigó mis actividades, entonces?

—No lo creo. Al menos me dijo que no lo haría. Aunque eso, por supuesto, no es garantía de nada. Siento decirle que la palabra de Fiona no es moneda de gran valor.

—¿Y habló usted con su padre? ¿Le preguntó por qué ese interés en mi persona?

—Hablé con él aquella misma noche. Fue nuestra última conversación antes de… todo esto. Me dijo que no creía que su súbita aparición en mi vida en este preciso momento fuera una casualidad: el incendio, la campaña de desprestigio en la prensa, la irrupción de Andreu en la fiesta minutos después de su llegada a ella… —Me forcé a sonreír un poco para contrarrestar la fúnebre seriedad que se había apoderado del rostro de Gaudí—. Los tiempos de nuestra amistad, eso hay que concedérselo a mis padres, han sido cuando menos llamativos.

—¿Sus padres?

—Entiendo que mi madre comparte la desconfianza hacia usted. No soy yo el único que a sus ojos es un traidor en potencia.

Gaudí movió la cabeza no sé si con tristeza o con incredulidad.

—¿Su padre le dijo algo más esa noche? ¿Alguna razón concreta para desconfiar de mí?

—Dijo que su aspecto coincidía punto por punto con ciertas descripciones que le habían sido transmitidas por no quiso decirme quién. —Yo también hice un gesto con la cabeza—. Ahora ya lo sabemos.

—Cualquiera de los informadores que su padre y sus amigos tienen infiltrados en los círculos que pueden hacer peligrar el éxito de la visita del rey —asintió Gaudí—. Pero eso no tiene ningún sentido.

—¿El Monte Táber, tal vez? ¿El Teatro de los Sueños? Alguien pudo ser testigo de las andanzas del señor G y leer en sus actividades alguna clase de intención política.

Dos niños que jugaban a la peonza en mitad de la calzada de la calle de los Molinos nos obligaron a separarnos brevemente para rodear sus pequeños cuerpos mal vestidos. Uno de ellos tenía el pelo tan crespo como los dientes de un rastrillo, y llevaba la mano izquierda envuelta en un amasijo de trapos del color de la cerveza inglesa. El otro niño levantó la cabeza a nuestro paso y nos dedicó una sonrisa tan franca que cicatrizó al instante varias de las muchas heridas que habían dejado en mi alma los horrores presenciados en la prisión de Amalia.

—Eso no tiene ningún sentido —repitió Gaudí—. «Las actividades del señor G», como usted las llama, se reducen estrictamente a las que usted ya conoce. No frecuento cenáculos ni conventículos de ningún tipo, no tengo tratos con anarquistas ni con revolucionarios, y ni siquiera creo haber visto cara a cara a un carlista en mi vida.

—La compra de todo ese cobre, tal vez —aventuré—. Usted mismo afirmó que el ejército acapara casi todo el cobre disponible en estos días. Un competidor con su voracidad no ha podido pasarles desapercibido.

Gaudí negó firmemente con la cabeza.

—El informador que hubiera alertado a su padre de que alguien con mi descripción estaba comprando grandes cantidades de cobre no habría tenido problemas en descubrir también cuál era su finalidad. La existencia de Oriol Comella no es un secreto para nadie en el puerto. Cualquier informador que hubiera llegado hasta el señor G sin duda habría llegado también hasta el almacén de Comella.

Tal vez también Oriol Comella estaba bajo sospecha, pensé entonces. Tal vez no todo el mundo había aceptado tan fácilmente como yo la idea de un viejo que construía desde hacía años una reproducción gigantesca de la ciudad de Barcelona en un almacén abandonado del puerto industrial. Lo pensé, pero no lo dije.

—En ese caso, querido amigo, debemos suponer que hay otro joven pelirrojo y de ojos azules comportándose de forma sospechosa por los bajos fondos de esta ciudad nuestra.

Gaudí no volvió a abrir la boca en los cinco minutos siguientes.

Ya en el extremo este del Raval, mientras recorríamos una estrecha callejuela de talleres y de casas bajas situada a pocas travesías de la Rambla, la fina lluvia que había ido cayendo de manera intermitente durante toda la jornada regresó en forma de chaparrón repentino. Gaudí aceleró el paso para buscar refugio en el portal de un edificio de aspecto todavía más melancólico que el del resto de sus vecinos —ventanas cegadas, cornisas caídas, una pura ruina de cemento y de piedra—, y entonces, para mi sorpresa, se sacó una llave del bolsillo e hizo amago de introducirla en la cerradura de la puerta que teníamos delante.

—¿Y esto? —pregunté.

—A los dos nos vendrá bien un poco de distracción antes de volver a casa —respondió él escuetamente—. Y quizá también una buena copa de algo que nos caliente el cuerpo y el espíritu.

Cuando mi amigo terminó de forcejear con la cerradura y logró abrir por fin la puerta, un rumor de voces y de risas y de alegres notas musicales llegó de inmediato hasta nuestros oídos.

No hice más preguntas, ni tampoco protesté. Algo de música y un poco de alcohol no era el peor plan que se me ocurría después de salir de la prisión de Amalia, y también yo estaba cansado de pensar en secretos y en conspiraciones y en retorcidas teorías que explicaran los misterios de una vida, la mía, que comenzaba a parecerse desagradablemente a las vidas de los personajes de las novelas que leía Margarita. Seguí a Gaudí, por tanto, escaleras arriba, colgué mi abrigo y mi sombrero en el primer perchero que encontré disponible y, habituando lentamente mis ojos a la penumbra del local, me dispuse a borrar de mi memoria todas las cosas horribles que había visto y oído aquella tarde.

Ir a la siguiente página

Report Page