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Cuando la fragata de guerra que traía al nuevo rey entró por fin en las aguas estancadas del puerto de Barcelona en compañía de las muchas decenas de barcos que habían salido a recibirla a medianoche en los límites de las aguas nacionales, mi madre y yo llevábamos más de treinta horas seguidas sin dormir. Tanto la jornada anterior como toda aquella misma noche se nos había ido en interminables reuniones de urgencia con los cada vez más nerviosos miembros del Grupo de Apoyo Operativo, orondos señores casi todos ellos, de edad provecta y de estatus social envidiable, a los que la inminencia de la visita real, tras tantos meses de minuciosos preparativos, parecía antojárseles ahora una prueba muy superior a sus fuerzas. Y sin embargo, los detalles del plan de estancia del rey en Barcelona no habían cambiado en las últimas semanas. El flamante Alfonso XII —que solo podría calzarse legalmente el numeral una vez oficiada su coronación en Madrid, pero al que los cartelones de bienvenida que colgaban por toda la ciudad saludaban ya bajo ese nombre— pisaría tierra firme a las doce en punto de la mañana de aquel 9 de enero, y acto seguido recorrería en procesión la Rambla en un carruaje descubierto para recibir los parabienes y el calor del pueblo barcelonés. El almuerzo oficial de bienvenida tendría lugar en el viejo Palacio Real, la misma residencia en la que el monarca se hospedaría aquella noche y en la que presidiría también, a partir de las nueve, una cena de gala a la que asistirían todos los miembros principales de la sociedad catalana; entre ellos, por supuesto, los integrantes del Grupo de Apoyo Operativo y sus familiares o sus socios más allegados. Una recepción oficial de las autoridades civiles en la plaza de San Jaime, una cabalgata popular por el paseo de Gracia y un gran castillo de fuegos artificiales en el Jardín del General ocuparían la tarde del rey, que también se acercaría, si había tiempo para ello, a recibir los respetos del estamento militar en los cuarteles de las Atarazanas. Y a la mañana siguiente, antes de embarcar de nuevo con rumbo a Valencia a las dos de la tarde, una misa solemne con las autoridades en la iglesia de Santa María del Mar habría de culminar de manera convenientemente piadosa los actos oficiales de agasajo al nuevo rey de España.

Nada fuera de lo previsto, por tanto.

Ninguna novedad mayor en el plan que mi padre había empezado a trazar minuciosamente en el otoño de 1873, y cuyos detalles mi madre había defendido con uñas y dientes durante las nueve semanas largas que duraba ya su encierro.

El mismo plan, sin adición ni sustracción alguna, a cuya organización y desarrollo los miembros del Grupo de Apoyo Operativo habían entregado su tiempo y su dinero con esa clase de entusiasmo que suscita siempre entre las gentes de buen nombre la previsión de un rey agradecido.

Y sin embargo, la tensión hubiera podido amasarse como harina de panadero en cada una de las reuniones a las que mi madre me había arrastrado la noche anterior.

—¿Y le sorprende? —me preguntó ahora Gaudí, sentado a mi lado en primera fila de una de las gradas abiertas sobre el muelle de la Paz, cuando terminé de ponerlo al día de mis últimas novedades—. Un cabo suelto, un error en la seguridad durante cualquiera de esos actos, y seis años de inversión a la basura.

Sonreí ante aquella lección de pragmatismo por parte de mi amigo.

—Por no hablar de la desgracia y el deshonor de perder a un rey delante de nuestras propias narices, claro.

—Sospecho, querido Camarasa, que a sus amigos les preocupa hoy mucho menos su honor que su bolsillo. —Gaudí abarcó con un gesto de su mano derecha todo el espectáculo que ya nos rodeaba: el puerto entero engalanado de banderines y de guirnaldas, el reluciente entramado de pasarelas y de graderíos y de grandes carpas de colores que cubría el muelle de la Paz, las aguas del mar erizadas de velas latinas—. No puedo imaginarme cuánto dinero ha costado solamente disponer de esta manera el puerto para la llegada de la fragata real.

—No puede, ciertamente.

Gaudí esbozó una sarcástica sonrisilla por debajo de la nariz.

—Si parte de ese dinero fuera mío, yo también estaría nervioso. Y también estaría muy interesado en hacerle notar al rey mi participación en todo este tinglado. La disposición de las mesas en el almuerzo y en la cena de gala ha debido de generar unos debates de lo más interesantes…

—También tengo unas cuantas buenas anécdotas a ese respecto, sí. Tal vez durante el almuerzo se las refiera, si es que Margarita no copa toda la conversación.

Gaudí sonrió de nuevo.

—Confío en que su madre haya conseguido hacerse con un buen lugar en la mesa —dijo.

—Uno de los mejores. Y nos había reservado otros casi tan buenos para Margarita y para mí.

—Pero ustedes los han rechazado.

Me encogí de hombros.

—Mi trabajo ha terminado —dije—. Yo no tengo nada que hacer sentado a la mesa de un rey. Y a Margarita la perspectiva de dos banquetes rodeada de viejos encopetados y de testas coronadas le ha resultado menos atractiva que la de un día entero de fiesta en su compañía.

Las cejas de Gaudí se arquearon cómicamente.

—¿En serio?

—Más o menos. Así que sea usted hoy un caballero y dedíquese a ella. Sus amistades con Fiona no la tienen muy complacida, si me permite que se lo diga.

Mi amigo inclinó gravemente la cabeza.

—Su hermana es una muchacha encantadora —dijo, volviendo la vista hacia el lugar por el que Margarita había desaparecido hacía ya cinco minutos. Y cambiando de tema a su manera habitual, añadió—: Pero me sorprende que diga usted que su trabajo ya ha terminado.

—Lo que suceda hoy y mañana ya no es de mi incumbencia.

—Pero sí es de la incumbencia de su madre. Ella es la responsable de organizar la seguridad real.

—La seguridad ya está organizada —repliqué—. Todo el mundo sabe ya lo que tiene que hacer, cuándo y dónde tiene que hacerlo y en quién tiene que delegar sus funciones una vez cumplido su cometido. Mi madre ya solo puede pegarse al séquito del rey, dejarse ver y rezar para que no nos hayamos dejado ningún cabo suelto en el operativo.

—¿Y están seguros de que así ha sido? —preguntó Gaudí—. ¿Ningún resquicio por el que pueda colarse el puñal de un anarquista?

No me gustó oír aquello.

—El puñal de un anarquista puede colarse en el bolsillo de cualquiera de los camareros que sirvan esta noche la cena en palacio, o en la bota de ese mismo muchachito rubio que toca ahí la trompeta —dije, señalando hacia el entarimado en el que una pequeña banda militar tocaba alegres marchas patrióticas a diez metros escasos de la pasarela por la que el rey, si nada se retrasaba, debía alcanzar tierra española dentro de un cuarto de hora—. Pero proteger al rey de un ataque de ese tipo está tan fuera de nuestro alcance como hacerlo de la caída de un rayo.

—Alguien revisará los bolsillos de los camareros antes de dejarlos servirle la sopa al rey, en cualquier caso. Y alguien habrá investigado la identidad de esos músicos.

—Por supuesto.

—Y no ha saltado ninguna alarma, de momento. No han detectado ustedes ningún intento de infiltrar puñal alguno en el camino del rey.

Negué con la cabeza.

—Los pocos carlistas que no se han deshecho ya del uniforme andan todos ocupados replegándose en las Vascongadas. Los obreros radicales parecen interesados únicamente en apedrear telares y en bloquear remesas de carbón a las puertas de sus fábricas. Y en cuanto a los anarquistas, los que se mueven por esta ciudad no parecen ser, como dijo Fiona, más que unos pobres ilusos con sentimientos nobles, ideas confusas y ningún sentido de la realidad. ¿Leyó los artículos que publicamos en Las noticias ilustradas?

—Los leí y los comenté con la señorita Fiona, sí. Pura propaganda sensacionalista, si me permite que se lo diga.

—Se lo permito. Pero no había otra manera de enfocar el asunto. Diez o doce jovencitos universitarios, un par de ancianos nostálgicos del tiempo de la quema de conventos y algún que otro extranjero intoxicado por las ideas de los nihilistas rusos, reunidos en un sótano del Raval para planear cómo hacer saltar por los aires un cubo de basuras en la Rambla de Cataluña o el carrito de un cartero en San Gervasio. Nada más.

—Y sin embargo…

Gaudí no necesitó completar su frase.

Y sin embargo, mi padre llevaba nueve semanas encerrado en la prisión de Amalia y la única pista que seguíamos teniendo, Víctor Sanmartín aparte, era ese escudo supuestamente anarquista en la empuñadura del cuchillo que había terminado con la vida de Eduardo Andreu.

—O bien todos los hombres que hemos infiltrado en los sótanos del Raval se han dejado engañar completamente por la apariencia de vulgaridad de quienes allí se reúnen, o los anarquistas tienen tan poco interés en esta visita real como podrían tenerla en el estreno de una nueva ópera francesa en el Liceo.

Gaudí asintió.

Un rumor de voces y de aplausos comenzó a elevarse en ese instante por la zona este del puerto y alcanzó enseguida nuestro propio graderío, al tiempo que la banda militar redoblaba el ímpetu de sus pulmones y a nuestra izquierda, sobre un podio de honor situado a pocos metros de la pasarela real, un coro de niños vestidos de blanco empezaba a cantar una melodía que no identifiqué.

—¡Allí está! —gritaron varias voces a nuestras espaldas—. ¡El barco del rey!

La fragata Navas de Tolosa acababa de embocar, en efecto, el puerto de Barcelona rodeada de su generoso cortejo de barcos, de barcazas y aun de pequeños botes de remo. Una nube de confeti y de serpentinas, de luces coloridas de bengala y de asombradas gaviotas la sobrevolaba, otorgándole un aspecto a la vez un tanto ridículo y vagamente irreal. El nuevo rey llegaba a Barcelona a la manera de los viejos reyes de los cuentos de hadas. Por mar, cortejado de bufones y de aduladores y celebrado también, a su manera, por el mismísimo reino animal.

—Ya lo tenemos aquí —murmuré.

Detectando sin duda la falta de entusiasmo de mi voz, Gaudí posó brevemente su mano izquierda sobre mi rodilla y murmuró:

—Su padre ya está un poco más cerca de la libertad.

—Eso es lo único que me consuela.

Mi amigo agitó vigorosamente la cabeza de izquierda a derecha.

—No tiene usted nada de lo que avergonzarse, querido amigo. Ha hecho usted lo que debía.

—Se lo agradezco.

—No le digo nada que usted no sepa. —Y tras una breve pausa forzada por un estallido de vítores inarticulados en las carpas y en los graderíos del muelle de paz, preguntó—: ¿Alguna noticia?

—Ninguna, todavía. Primero la coronación, después el pago de favores.

—No se retrasará, en cualquier caso.

—Eso esperamos. Mi madre está haciendo ya los preparativos para irnos a pasar los cuatro un par de semanas a la casa de Palamós en cuanto mi padre quede en libertad.

«Huir de Barcelona», dijeron con aprobación los ojos de Gaudí.

—¿Y a su vuelta? —preguntó—. ¿Tiene ya pensado qué hará usted con su vida?

—A nuestra vuelta, solo espero recuperar algo parecido a una vida normal.

—¿Volveremos a gozar de su presencia en la escuela, entonces?

Mi amigo lo preguntó con aire casual pero con voz, me pareció, sinceramente interesada.

—¿Me ha echado usted de menos, amigo Gaudí?

—¿Lo sorprendería que así fuera?

—Me sorprendería que lo reconociera usted —dije. Y acto seguido añadí—: Yo sí lo he echado de menos a usted, en cualquier caso. Su compañía, si me permite el cumplido, es mucho más amena que la de cualquiera de los burgueses sexagenarios con los que he tenido ocasión de codearme estas últimas semanas.

Una ráfaga repentina de fuegos artificiales iluminó a la vez la sonrisa de Gaudí y la de Margarita, que regresaba por fin en ese instante a nuestro lado con una bandeja en las manos.

—Naranjas azucaradas —anunció—. Con moscatel. La señora que me las ha vendido me ha asegurado que no me emborracharían.

—Confiemos en que tenga razón —dije, devolviéndole a Gaudí los binoculares que me había prestado hacía algunos minutos y haciéndome a un lado para dejar que Margarita se sentara entre nosotros—. Ya pensábamos que te habías perdido.

—Había mucha gente en las casetas. Hay mucha gente por todas partes. —Mi hermana cogió una de las tres tazas que traía en la bandeja y se la tendió a Gaudí—. Toni…

Mi amigo se lo agradeció con una pulcra inclinación de cabeza.

—Muchas gracias, Margarita. No tenía por qué haberse molestado.

Mi hermana amplió un par de grados más su sonrisa.

—Hoy es un día especial —dijo—. Gabi…

Le agradecí yo también el detalle a mi hermana, tomé uno de los pedazos de naranja azucarada y me lo llevé a la boca pensando, acaso absurdamente, que en el futuro no me olvidaría de aquel gesto cada vez que recordara la mañana en la que Alfonso XII entró en el puerto de Barcelona.

—Excelente —dije—. Pero el moscatel es un tanto peleón. Ten cuidado.

Mi hermana hizo una mueca divertida y se volvió de nuevo hacia Gaudí.

—¿Es usted monárquico, Toni? —preguntó a bocajarro.

—No creo que… —comencé a decir, pero mi amigo me interrumpió con un gesto amable.

—Dadas las circunstancias, hoy lo soy sin dudarlo.

A Margarita pareció gustarle la respuesta.

—Hoy va a ser un gran día —declaró—. Y mañana también lo será.

—Estoy convencido de ello.

La fragata real estaba ya a pocas brazas de distancia del muelle. Grandes banderas ondeaban en el puente de mando, decenas de figuras aún borrosas pululaban en la cubierta principal, y en las alturas las gaviotas proseguían con su antiguo ritual de círculos y graznidos. Los instrumentos de viento de la banda militar, las voces blancas del coro infantil, el griterío ensordecedor de las multitudes que ocupaban ya cada rincón del puerto: los sonidos de una ciudad lista para entregarse a la fiesta a la que había sido convocada.

A los pies de nuestro graderío, en la pasarela del muelle de la Paz, una tensa fila de autoridades empezaban a tomar posiciones ante el inminente desembarco real.

—Mamá —dijo entonces Margarita, señalando con la punta de su tenedor la silueta negra y azul de nuestra madre, la única mujer encajada entre los diez o doce hombres que copaban los primeros puestos de la fila—. Qué guapa está, ¿verdad?

Era cierto. Nuestra madre estaba resplandeciente aquella mañana. Lo había estado ya mientras se despedía de nosotros un par de horas antes en la puerta del palacete de Las noticias ilustradas, ella con un pie en el estribo de la berlina familiar, Margarita y yo cogidos del brazo en la acera de Fernando VII, y lo estaba más incluso ahora que la inminencia del atraque de la fragata que portaba al nuevo rey encendía su rostro con un fuego que ni mi hermana ni yo le habíamos conocido hasta entonces.

Aquellas nueve semanas viviendo en los zapatos de Sempronio Camarasa le habían sentado bien, decididamente, a mamá Lavinia.

—Su madre se ha revelado como una mujer asombrosa —dijo Gaudí, leyéndome el pensamiento—. Deben de estar ustedes muy orgullosos de ella.

—Lo estamos —respondió Margarita al instante, mirando a nuestro amigo con ojos también resplandecientes—. ¿Verdad, Gabi?

En lugar de responder, señalé yo a mi vez con los dientes de mi tenedor hacia la encendida cabellera roja que refulgía en mitad del entarimado que albergaba, inmediatamente a la derecha de la pasarela principal, a los muchos periodistas que cubrían la llegada del rey.

—Ahí está Fiona —dije—. A ella también le espera hoy un día intenso.

Como mi madre, Fiona también era una mujer sola en mitad de un mar de corbatas y de sombreros. A diferencia de mamá Camarasa, sin embargo, y a pesar de la relativa frialdad de la mañana, ella llevaba la cabeza descubierta, había prescindido de chales y de abrigos y lucía por todo atuendo un fino vestido blanco que no hubiera desentonado en cualquier verbena de la noche de San Juan.

—¿Soy yo la única que piensa que Fiona se ha confundido hoy de profesión al escoger su vestuario?

—Margarita…

—El rey, cuando la vea, se va a pensar que…

Interrumpí la frase de mi hermana propinándole un ligero cachete en la boca, antes de que de ella pudiera surgir alguna conveniencia irreparable.

—Te hemos entendido —dije—. Y no estamos de acuerdo contigo.

—Porque sois hombres.

—Fiona está estupenda. Si se ha puesto ese vestido ha sido, imagino, para asegurarse un puesto de primera fila en todos los actos que mamá y yo le hemos encomendado cubrir. Y me atrevo a sugerir que no es una mala estrategia por su parte.

Margarita arrugó la nariz, pero no siguió protestando.

—Será una lástima perder de vista a Fiona cuando cerremos el diario —dijo tan solo, apartando la mirada de la tarima de los periodistas y dirigiéndola de nuevo hacia la pasarela de las autoridades—. A mamá solo le falta una flor en el sombrero. Esa cinta roja queda un poco pobre.

Miré a Gaudí en espera de la pregunta que este, en efecto, no tardó ni dos segundos en formularme.

—¿El canto del cisne de Las noticias ilustradas?

Asentí con gravedad un tanto impostada.

—A media tarde sacaremos una primera edición de urgencia sobre la llegada del rey, y mañana por la mañana saldrá una edición especial que cubrirá todos los actos del día de hoy. El diario se seguirá publicando después durante un par de semanas más; pero luego, me temo, nuestros empleados tendrán que buscarse otra redacción en la que ejercer su oficio.

Gaudí se llevó un pedazo de naranja a la boca.

—¿Y el señor y la señorita Begg? —preguntó, con una naturalidad no del todo convincente.

«Tratándose de Fiona, usted debería saberlo mejor que yo, ¿no le parece?», estuve a punto de replicar. Por fortuna, Margarita se adelantó a responder por mí.

—Volverán a Londres. ¿Verdad, Gabi?

—Eso no lo sabemos.

—¿Qué van a hacer aquí?

—No conocemos los planes de papá —respondí—. Ni conocemos tampoco las ideas de Martin Begg. Y en cualquier caso, la deuda de gratitud que nuestra familia tiene con él y con Fiona…

Mi hermana me interrumpió con un resoplido tan sonoro y tan despectivo que atrajo la atención de varias de las cabezas que teníamos a nuestro alrededor.

—De deuda nada. Papá y mamá han mantenido durante más de un año a esos dos ingleses. Les han dado un techo gratis, los han dejado jugar a ser periodistas con un dinero que no era el suyo y, encima, les han pagado un sueldo que ya lo quisiera para sí cualquier otro periodista de esta ciudad. Son ellos los que tendrían que estar besando el suelo que nosotros pisamos. —Margarita se volvió hacia Gaudí—. ¿No le parece que tengo razón, Toni?

Mi amigo inclinó la cabeza con precaución. Si Fiona y él habían hablado ya de algo parecido al futuro que le aguardaba a la inglesa —y por ende, a él mismo— tras el final de esta aventura, ni su rostro ni su voz lo dejaron traslucir en absoluto.

—Los Camarasa y los Begg han establecido una sociedad de intereses muy peculiar, en efecto —respondió—. Si todo esto sale bien, sus resultados habrán sido muy positivos para ambas partes. Lo que hagan a partir de entonces dependerá, imagino, de cuestiones que ni ustedes ni yo podemos sospechar siquiera.

Margarita meditó durante unos instantes las palabras de Gaudí.

—Es usted un cielo, Toni —concluyó, al tiempo que una cerrada ovación se elevaba de las alturas de nuestro propio graderío para celebrar que la fragata tocaba ya tierra y empezaba a desplegar la escalerilla por la que habría de llegarnos el nuevo rey—. ¿Le está gustando el moscatel, entonces?

Y Gaudí, muy seriamente, le aseguró a mi hermana que aquel era, con toda probabilidad, el moscatel más dulce y más anaranjado que había saboreado en su vida.

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