Futu.re

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XXV. El vuelo

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XXV

El vuelo

—¿Es él?

—Usted sabrá, señora. ¿Es la persona a la que ha querido pagar la fianza?

—¿Por qué tiene ese aspecto?

—Si usted lo desea, podemos afeitarlo. Él no quería, aunque según las normas no podemos…

—No estoy hablando de eso… Da igual. Déjelo. Pero él… ¿está consciente?

—Oh, no se preocupe, está bajo los efectos de los calmantes, se le pasará enseguida. Verá, últimamente se ha vuelto un tanto agresivo…

—¿Últimamente? Pero ¿cuánto tiempo lleva aquí metido?

—Siete meses, señora. Todavía no tiene la fecha del juicio asignada, pero el sistema operativo nos permite soltarlo bajo fianza. De momento, no podrá abandonar el territorio de Europa, ¿lo sabe?

—Lo sé. A ver, ¿no podéis inyectarle algún estimulante? Tengo muy poco tiempo y no puedo esperar a que vuelva en sí.

—Por supuesto, señora. ¡Charles! ¡Charles!

Viene un celador, me clava el inyector en el brazo insensibilizado y un minuto después ya puedo desplazar la mandíbula abatida, cerrar la boca y limpiarme la saliva.

—Helen.

—Vámonos de aquí. Por el camino hablamos.

Me devuelven mi ropa y el comunicador, me enganchan una tobillera de localización y me sacan de la zona colchón. El mundo me envuelve, me engulle, y me transformo en una pulga, me siento incómodo si miro más allá de los tres metros de distancia. Parece que en el calabozo individual he logrado hacer lo que ni siquiera Annelie había conseguido: vencer mi claustrofobia, hacer las paces con ella.

Lo que necesito ahora es que alguien me coja de la mano, pero Helen camina a mi lado y ni siquiera me roza; en vez de ojos lleva sus gafas de libélula, que no me dejan ver nada al través.

En la dársena nos espera una pequeña turbonave. Ella misma se pone al volante.

—Perdóname. Me fue imposible venir antes.

Hago un leve gesto con la cabeza, dándole a entender que no pasa nada. No estoy seguro de que todo esto no sea una nueva línea narrativa de mi pesadilla, y con sus personajes es mejor no conversar.

—Erich me estuvo vigilando. He aprovechado la primera oportunidad.

—¿Lo sabe? —pronuncio torpemente con la lengua.

—Siempre lo sabe todo. —Helen aparta la máquina de la dársena y nos quedamos suspendidos sobre el abismo—. Se enteró el mismo día.

—¿Te ha…? ¿Te ha hecho algo? ¿Te ha pegado?

—No. Erich no pega. Él…

Helen no termina la frase. Estamos planeando sobre desfiladeros artificiales, zigzagueamos entre rocas sintéticas; ella se concentra en el volante. Me siento mareado; pero antes no sufría mareos, incluso habíamos hecho unos cursos breves de conducción.

—¿Adónde vamos? ¿A vuestra casa?

—¡Ni hablar! —Hace un enérgico gesto de negación con la cabeza—. En cuanto le digan que te he liberado… Yan… Estaba intentando explicártelo… Ojalá simplemente me pegara…

—¿Sabía que había ingresado en prisión provisional? Le estuve llamando, dos de las tres llamadas las he gastado en tu marido, pero su secretario, ese currutaco…

—Erich me ha dicho que no vas a salir de ahí nunca. Y yo… Dios, ¿qué estoy haciendo?

—¿Te ha amenazado? ¡Pero siempre estáis en el centro de atención, no se atreverá a hacerte nada!

—¿Erich? ¿No se atreverá?

La turbonave se dirige a una velocidad vertiginosa hacia la grieta entre dos torres, pero Helen da un volantazo hacia la izquierda; apenas me da tiempo a pensar que nos podemos matar. Me sobrepongo al mareo y la agarro del brazo.

—¡Helen!

—¡Dios! Perdona. Perdóname, yo… —Evita la colisión en el último segundo—. Yo…

—¿Estás bien? ¿Quieres que hablemos al aterrizar?

—No. No.

Helen ni siquiera piensa buscar un sitio para aterrizar. Conduce mal, fatal; debe de ser el vehículo oficial de Schreyer, incluso me parece raro que sepa manejarlo.

—En septiembre hará quince años que Erich y yo estamos juntos.

—¡Helen, te lo digo en serio!

—¿Sabías que no soy su primera mujer?

De pronto, me arrolla una avalancha de recuerdos. Nuestra última conversación. Su casa. Mi crucifijo en la pared. Aquella habitación al otro lado de la cortina de terciopelo.

—No. Yo… ¿Y quién fue la primera?

—Se llamaba Anna. Desapareció. Once años antes de que nos conociéramos. Me lo contó poco después de que empezáramos a salir. Erich la había querido mucho. También me lo confesó enseguida.

—¿Desapareció? No sabía nada.

—En la prensa no salió absolutamente nada.

—Es raro. La desaparición de la mujer de un político de peso… sería una noticia candente.

—¿No te presentó al propietario de Media Corp en el congreso?

Culebreamos entre los rascacielos, la turbonave vuela tan rápido que parece que nos persiguen. Se nos echan encima las múltiples vallas publicitarias y se esfuman al instante: píldoras de la felicidad, vacaciones en la torre Paraíso, una vuelta al mundo en diez horas, ecomascota Doggy-Dog («¡Quiéreme cuando quieras!»), un fetorenacuajo tachado («¡No dejes que los instintos acaben con tu vida!»).

—¿Y qué…? ¿Qué se sabe de esa Anna? —pregunto con cautela.

—Una vez me dijo… Cuando nos habíamos peleado y yo estaba recogiendo mis cosas… que Anna también había intentado dejarlo. Y que la encontró de todos modos. Que no fue fácil, pero la encontró.

—¿Esa…? ¿Esa habitación era de ella? —Se me seca la garganta—. Era suya, ¿verdad? ¿Y el crucifijo de la pared también?

—No la conocí nunca, Yan. Quería quitar el crucifijo… Pero él no me dejó. Y me prohibió entrar en esa habitación.

—¿Habían vivido juntos? ¿En la isla?

No lo acabo de entender; la casa de mis sueños, de mis recuerdos fragmentados, es muy diferente. Es de dos plantas, luminosa, con paredes color chocolate; no es como el palacete insular de los Schreyer. Pero el crucifijo es el mismo y…

—¿Por qué te importa tanto? —pregunta.

—Soy su hijo, ¿verdad? ¡Dímelo! ¡Lo sabes! ¡¿Soy su hijo?!

Ella no responde, los dedos se le han puesto blancos, no me mira.

—¡Aterriza de una vez! ¡Bajemos de este trasto y hablemos con tranquilidad, Helen!

—Erich no puede tener hijos.

—¡Lo sé! ¡Ya me informó! ¡Vaya secreto! Si estás en el Partido…

—No puede tener hijos, Yan. Es infértil.

Intento digerirlo.

—¡Es que está tomando las píldoras esas! ¡El problema son las píldoras!

—No, el problema no es ése. Yo… no debo hablar de esas cosas.

—¿Quieres aterrizar o no? ¿Adónde vamos?

—¡No lo sé, Yan! ¡No lo sé!

—Ahí, mira… Hay una pista. Por favor, Helen.

—Te tienes que marchar. Tienes que esconderte. Se pondrá furioso en cuanto le comuniquen que…

—No pienso esconderme. Le tengo que hacer muchas preguntas.

—No lo hagas. No hace falta, Yan. No sabes lo que me arriesgo. Lo he hecho sólo para ayudarte, para que tengas una oportunidad… ¡Huye, pírate de este maldito país!

—No puedo. Tengo cosas que hacer aquí. Muchas cosas. Pero tú… Márchate.

—No me dejará. No me suelta ni por un día. Cada noche tengo que dormir en su cama. Cada noche. Me encontrará de todos modos. Va a ser peor. Si piensa que lo he dejado por otro…

—¿Acaso puede ser peor? —Le toco el cuello; ella se encoge.

—No, por favor.

—No me voy a ningún lado. Me quedo aquí, Helen. Aterriza.

No me hace caso. La turbonave acelera, los rascacielos van pasando como rayos, los espacios entre ellos son cada vez más estrechos. Helen se ha aferrado al timón y no sé si está intentando pasar entre las torres o alcanzar la máxima velocidad y perder el control.

—¡Aterriza! —La aparto de un empujón, inclino el volante hacia mí, la turbonave se coloca en horizontal y sube a lo largo de una pared negra, con la que hemos estado a punto de chocar—. ¡¿Qué te pasa?!

—¡Suelta! ¡Déjame! —grita, clavándome las uñas en las manos; me cuesta, pero me la quito de encima, se le caen las gafas.

Aterrizo a trompicones en la primera azotea, hago saltar la máquina y la dejo abollada. Abro la escotilla de una patada y bajo. Helen se queda dentro, llorando.

—¡¿Quién es?!

—¿Qué?

—¿Quién es ella, Yan? ¿Quién te hace envejecer? ¿Quién es la madre de tu hijo?

—¿Cómo lo sabes? Te lo ha dicho él, ¿verdad? ¿Tu Erich?

Me lanza una mirada de loba acorralada desde su turbonave maltrecha.

—Tienes toda la cabeza llena de canas, Yan.

—¡Que te den! ¡¿A ti qué más te da?!

—No es justo —dice con voz débil, le brillan los ojos—. Es tan injusto.

—¡Basta, Helen! ¡Para ya! Te agradezco muchísimo que me…

—Cállate. Cállate. Vete.

—¿Por qué te pones así? De verdad, me preocupa lo te puede pasar…

—¡A mí no me va a pasar nada! ¡Nunca me va a pasar nada! ¡Estaré eternamente metida en mi ático de lujo, debajo de una cúpula de cristal, joven y bella, como una puñetera mosca en el ámbar, y nunca me va a pasar nada! ¡Lárgate de aquí! ¿Me oyes? ¡¡¡Fuera!!!

Me encojo de hombros y, como un idiota cobarde y obediente, retrocedo.

—No me has ofrecido que huyamos juntos… —me susurra por detrás, pero ya no la oigo.

«Perdóname, Helen. No te puedo ayudar. Me has salvado, pero no tengo con qué pagártelo. Lo nuestro no eran más que travesuras. Hacíamos rabiar a tu marido. Te aburrías, yo te divertía. No tenemos adónde huir juntos».

El ascensor baja. Mientras tanto voy haciendo cuentas: quince años más once. La primera mujer del senador Schreyer desapareció hace veintiséis años. Los mismos que han pasado desde que ingresé en el internado. ¿Correcto?

¿Mi madre fue la primera mujer de Erich Schreyer? ¿La que lo abandonó y fue localizada por él? ¿La que desapareció después en circunstancias desconocidas? Si es infértil, ¿por qué me decía que yo era su hijo?

No, no cuadra. Yo tengo veintinueve. Creo.

Me faltan fuerzas para pensar. No me veo capaz de luchar por la verdad, ponerme a buscar a Schreyer, encontrarlo y clavarle en el pecho la lanza del destino. Me han inyectado un estimulante, pero toda la porquería que me han estado metiendo en la cárcel ha terminado de desaparecer. Los tranquilizantes y somníferos se han disuelto en todos los líquidos de mi cuerpo.

Estoy agotado. Necesito un pequeño descanso; quiero volver a sentirme persona, aunque sea por un momento.

No creo que mi casa siga siendo mía; el alquiler no se ha pagado en siete meses. Seguro que ahí ya vive otro chaval enmascarado. Y en la puerta me esperan algunos más. Aunque es cierto que, con este cacharro que llevo en el tobillo, me pueden ubicar donde sea.

No se me ocurre ningún sitio donde cobijarme.

Pero las piernas me llevan solas al lugar donde antes me distendía. Al Manantial. Sólo quiero meterme en el agua, cerrar los ojos, ver gente sonriente, quiero que se aflojen las tenazas que me están apretando las entrañas.

Sí, al Manantial. Ahora mismo no hay otro sitio.

Aunque ahora llevo barba, muchos me reconocen; me miran con perplejidad, recordando mi gloriosa aparición en el congreso del partido. Algunos intentan rozar mi comunicador con el suyo, pero yo aparto la muñeca. Hay mucho estafador por ahí.

Mi cuenta bancaria todavía no está del todo vacía, y me puedo permitir una entrada al Manantial y una buena comida.

Llego a los baños; me muero de hambre. Primero un tentempié, después un reposo.

Escojo una mesita redonda justo al lado del baobab de cristal, el famoso árbol de placeres sensitivos. Por sus ramas corren los viscosos jugos, productos de lujuria, amorío, lascivia y concupiscencia; los cálices de las piscinas se convulsionan, atrayendo a la gente.

El gorgoteo del agua retumba en mi cabeza. Entorno los ojos y miro al sol dibujado entre montañas. Una brisa fresca me menea las greñas.

Parpadea un luminoso: «¡Bienvenidos al Manantial! Hoy es 21 de agosto de 2455». Aquí todo sigue igual que hace un año —¿o cuánto tiempo habrá pasado?— y seguirá igual dentro de veinte, dentro de cien y dentro de trescientos años. Los mismos diosecillos vendrán aquí en busca de placer, travesuras y juegos.

Me pido un chuletón y me traen uno riquísimo; antes no me habría permitido un lujo así, pero supongo que ahora no tiene mucho sentido dejarlo para el futuro. Se deshace en la boca, está al punto de sal, mojo los pedacitos en salsa de pimienta; y no tengo ninguna prisa. Cuando termine, subiré a la última rama del árbol e iré bajando, de cáliz en cáliz. Mirando hacia los lados, nada más.

¿Para qué he venido aquí?

Para distraerme. Para fingir que sigo siendo el mismo; para contemplar a esos chicos y, sobre todo, chicas cachondas, sus cuerpos jóvenes y hermosos. Para recordar lo que sentía antes al verlos. Para alimentarme de su lozanía. Para sacarme de la sesera aquel beso del ahogado.

Nervudos, esbeltos, bronceados, despatarrados, se revuelven en los cálices transparentes, nadan juntos, se rozan, juntan las bocas, y el aire huele a carne dulce. Todo está impregnado de juventud y química.

Los miro… y ellos también me miran con curiosidad.

Aquí no hay ningún problema con eso; era tonto aquel estudiante, el hermano de Radj, que pensaba vender a Europa transmisiones en vivo de espectáculos con rameras barcelonesas… ¿Cómo se llamaba? Mientras hago memoria, encuentro en el bolsillo de pecho su tarjeta de visita. «Hemu Tirak. Productor de porno». Qué sensación tan extraña. Parece que estoy sentado junto a ellos a la mesa y el viejo Devendra sigue vivo y me está emborrachando con su Eau de vie, y la vieja Chajna intenta pararlo, y Radj frunce el entrecejo pensando que estamos con los árabes o con los pakis, y el gafotas de Hemu me cuenta un cuento sobre nuestro negocio en común y la prosperidad que nos va a proporcionar.

Nada de eso existe. Ni existirá nunca.

Se yergue en aquel lugar una Barcelona esterilizada, desinfectada, impoluta y vacía, aquel Holandés errante encallado en la orilla.

—Disculpe… —Alguien se me acerca por detrás.

—¿No tendrá Eau de vie? —pregunto sin darme la vuelta; no me apetece interrumpir mis visones.

—Disculpe, tendrá que pagar su pedido y abandonar los baños.

—¿Eh?

Es un agente de seguridad con uniforme playero de color blanco, en el pecho lleva el logotipo del Manantial.

—Por favor, pague y abandone las instalaciones.

—Pero ¿qué problema hay?

—Está incomodando a nuestros clientes. Su aspecto… —Tose.

—¿Mi aspecto?

—La categoría etaria a la que usted pertenece no es precisamente la que tenemos el placer de atender. Aún nos queda por averiguar cómo le han dejado entrar.

—¡Qué diablos! Tengo veintinueve…

En ese instante me doy cuenta de que estamos en agosto y que cumplo años en junio. Ya tengo treinta. Sólo treinta.

—El Manantial prohíbe la entrada a personas envejecientes. Lo hacemos para no herir la sensibilidad de nuestra clientela. ¿Debo llamar a mis colegas?

—No es necesario.

Lo aparto de un empellón, pago al camarero sobre la marcha y, con la mirada, busco entre los bañistas al cretino que me ha podido denunciar. ¿Acaso los estaba molestando?

—Dejadme, por lo menos, entrar en el aseo. Por cierto, ¡he pagado la entrada completa!

—Lo sentimos, pero ésta es la política de nuestro establecimiento…

Al final, logro colarme en el cuarto de baño. Me pongo delante del espejo y, por primera vez en los últimos siete meses, veo mi propia cara. Los borrosos reflejos de la pantallita carcelaria no cuentan. Me agarro de las crines, de la barba, me doy cuenta de que las tengo larguísimas. Y… no me lo puedo creer. Cojo un mechón y me lo pongo delante de los ojos; es de color gris, espantoso. Helen no estaba exagerando. Tengo las sienes descoloridas, avejentadas, el cabello blancuzco me cubre la cabeza como una venda; en mi barba enmarañada brillan granitos de sal.

¿Cómo puedo tener tantas canas? Si sólo ha pasado un poco más de medio año…

Me mareo y, de repente, siento una especie de tirantez en el cogote, una sensación desconocida, como si me encasquetaran un caldero caliente directamente en los sesos. ¿Dolor de cabeza? ¿Desde cuándo?

Abro el grifo, me lavo la cara con agua fría, no sirve de nada. Ni me despierto, ni se me pasa el dolor de cabeza, la barba sigue salpicada de canas y enredada. «Tengo que afeitarme la cara y raparme la cabeza», pienso. Hay que deshacerse de toda esta mugre, de estas algas enmohecidas.

Ahora entiendo por qué la gente me miraba tanto en el tubo. Y lo que hacían algunos con el comunicador… ¡Me iban a dar limosna!

—¡Oiga! ¿Le queda mucho?

No debo afeitarme. Con esta maraña de pelo y barba hasta los ojos, puede ser que el sistema de reconocimiento facial no me capte, pero si me lo quito todo, me pillarán en un tris. La verdad es que llevo también la tobillera magnética, pero dicen que hay por ahí unos cuantos virtuosos que las saben cortar. Si aún no me han detenido, intentaré encontrar a alguno.

—¡Eh! ¡No me obligue a sacarlo a rastras del retrete!

Salgo, arreglado y cuidadosamente peinado. Le escupo a los pies.

—¡Que te jodan!

Aun así, a la salida, ese comemierda me da un empujón en la espalda.

El comunicador me indica la peluquería más cercana. Resulta que tres plantas más abajo hay todo un salón de belleza. Genial. Si dicen que la belleza salvará al mundo, a mí también me puede echar una mano.

La torre Prestige Plaza, en la que se encuentra el Manantial, es todo un centro de ocio. Mil plantas de tiendas, spa, puestos de manicura, máquinas tragaperras con conexión directa al sistema nervioso, masaje tailandés, cafeterías con zumos moleculares, zonas de fumadores, oceanarios con tiburones de verdad, agencias de viajes virtuales e instalaciones de puenting de doscientos metros de altura. Todo eso traquetea, abrasa con sus tubos luminosos de todos los colores posibles e imposibles, parpadea, tintinea, se desgañita con voces de estrellas imperecederas y personajes de videojuegos. La multitud es ociosa y vistosa: camisetas de verano chillonas, bíceps, tríceps, microfaldas, brillantina de colores, maquillaje atrevido, pechos femeninos fuertes y nítidamente perfilados por la tela ajustada. La voy atravesando, acribillado por las miradas como San Sebastián por las flechas paganas. Me ven como un forastero.

Yo también me siento fuera de lugar. Este tropel me hace pensar en aquel otro que atravesé con Annelie en las Ramblas, bajo un techo garabateado. Donde ululaban ventiladores perezosos, donde todo estaba lleno de humo y hollín, donde no había más que mendigos, a los que, sin embargo, percibía como personas de verdad; mientras toda esta juventud es de molde, está fabricada de materiales compuestos. ¿Qué me pasa?

El salón de belleza está justo al lado de una clínica de cambio de sexo, casi me equivoco de entrada. En la puerta hay unos travestis tornasolados con figuras de luchadores de sumo. Me invitan a pasar, prometiéndome un descuento, luego caen en que mi color de pelo no es de bote y empiezan a cuchichear, a cacarear, tapándose coquetamente las bocas con sus manos ciclópeas. Ellos son más normales que yo en nuestro país eternamente joven y aburrido; me trago los mocos y paso entre esos adefesios al salón.

—Quería teñirme.

Todas las tías —a las que están levantando penachos de medio metro de altura, pegando uñas con hologramas, a las que están incrustando pírsines imantados en la lengua y tatuando unos enormes penes alados en la espalda— me miran con ojos desencajados.

Los empleados también son dignos de ser expuestos en zoológicos intergalácticos; es una pena que el espacio esté igual de muerto que aquellas tierras siberianas. Todos esos frikis también dirigen hacia mí sus miradas sorprendidas. Me veo rodeado de ojos pintarrajeados, pestañas de tamaño teatral, lentes de contacto de colores antinaturales y pupilas verticales de serpiente, o incluso sin pupilas. Estoy en un baile satánico y resulta que soy el más feo de todos los presentes.

Pos no sé… —dice, mutilando las palabras, una tipa renegrida con la cara llena de tatuajes blancos—. ¿Eh po’la vejé o qué? ¿Tas inyectao?

—Estoy inyectado —mascullo.

Pos no sé… —repite ella—. No tenemo materiale desechable. Tien que ser contagioso.

—¡Idiota! ¡No es contagioso! ¡Y dejad de mirarme con esas caras!

—¡Llama a la Policía, anda! —susurra una de sus compañeras; lleva un pecho al aire con un pirsin en el pezón.

—¡Gilipollas! —Doy un portazo, empujo a un travelo gordo, me incrusto en la muchedumbre, me abro paso entre la selva carnal, mi cabeza está a punto de reventar.

¿Por qué carajo esas gallinas se tienen que reír de mí? No soy ningún leproso, ni un idiota, ni un flojo sentimental, ni un animal que no sabe controlar sus propios instintos. ¡No he tomado esa puñetera Elección! ¿Vale? La han hecho por mí, me han traicionado, me he enterado el último. No quiero tener hijos, nunca quise. Somos demasiados, ahora sólo faltaba que gente como yo empezara a multiplicarse.

Sólo quiero teñirme las canas. ¿Hay algún lugar en esta ciudad donde me lo hagan sin problemas, sin miedo, sin preguntarme nada, sin poner cara de asco?

Las reservas. Sí, las reservas.

Allí nadie se fijará en mí. Allí simplemente seré uno de los más jóvenes. Seguro que hay sitios donde te tiñen, te alisan las arrugas y te blanquean la piel. Para empezar sólo quiero taparme estas canas horribles, enmascarármelas… Ponerme la máscara de Apolo, siempre joven y siempre bello. Ser como todos. Volver a ser como los demás.

Emprendo la búsqueda de una reserva. La más cercana queda a media hora en tren; pero la torre en la que se encuentra es excepcional: la mitad de las plantas están ocupadas por puestos de vendedores de objetos robados, estudios clandestinos de cirugía plástica y burdeles étnicos.

Me compro una sudadera con capucha y unas gafas oscuras, me miro en el espejo del cambiador: tengo arrugas alrededor de los ojos y bolsas debajo; la frente se me ha llenado de surcos. Me pongo las gafas y me subo la capucha. Pero mientras voy en el tren, no me abandona la sensación de que los demás pasajeros se apartan de mí, como si oliera mal. ¿Será por las manos? ¿Tanto se me nota el deterioro de la piel? Me escondo los puños en los bolsillos delanteros.

La torre Secuoya. Hemos llegado.

Ahora me toca bajar unas trescientas plantas, cuanto más cerca de la tierra, más barato; las reservas siempre ocupan los niveles más económicos, porque los vejestorios no llegan a juntar dinero suficiente para poder vivir en un lugar decente.

En el ascensor me acompañan unos cuantos: un negro con cara blanqueada, una tiparraca con ojos artificialmente aumentados, una seudobrasileña tetuda con paquete abultado, una anciana de pelo corto apoyada en un bastón; luego entran otros diez chavales con túnicas amorfas de color negro y mochilas.

Cuesta mucho no hacerles caso; ellos tampoco se quedan quietos, miran hacia todos los lados, devoran con la mirada a la anciana. La vieja respira con dificultad y me implora con los ojos que la defienda: «Somos tal para cual, pero tú estás fuerte aún, ¿verdad?».

¿Verdad?

La sección de Inmortales va a la misma planta que nosotros. Donde está la reserva. La vieja y yo nos quedamos en el ascensor, dejándolos pasar.

—¿Va a salir? —me pregunta.

—No. Yo sigo —miento.

—Yo también —miente.

Marcamos una planta al azar.

—Es horrible —se queja la anciana—. Hacen redadas todos los días. Antes no pasaba. No nos dejan morir tranquilos.

—¿Qué buscan?

—A nuestros chicos. A los del partido.

Es obvio que no se refiere a nuestro Partido. «Pero eso ya no es cosa mía, señor senador. Ya no me meto en esos putos juegos entre usted y su amiguito panamericano». Todo empieza como un asunto de principios y cuestión del futuro del planeta, pero termina con el reparto de presupuestos y carteras ministeriales. El coronel de la Falange, Yan Nachtigall, tras una acusación idiota, está metido en el calabozo, esperando un juicio cuya fecha de celebración jamás se conocerá. Mientras tanto, un elemento no identificado con barba hasta los ojos viaja en ascensores con ancianas que hacen apología del terrorismo.

«No pienso olvidarme de usted, señor senador. Es mi padre adoptivo, ¿verdad? ¿Cómo me voy a olvidar de usted y de su primera esposa? Sólo permítame perderme otra vez entre el gentío, hacerme invisible, y le prometo que algún día volveré a darle una palmadita en el hombro. No tendrá que esperar demasiado. Seré rápido».

—¿Sabe dónde me puedo hacer un tinte? —Me pongo la mano en el cabello.

—En nuestra reserva lo hacen en muchos sitios —sonríe la anciana con un gesto de comprensión—. Pero ahora no conviene ir allí, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva?

—Siete meses.

—No los aparenta —coquetea ella—. Cuando se quite las canas, parecerá un treintañero. En la planta setenta y seis hay un sitio buenísimo. Es de cirugía estética y esas cosas. Yo antes iba allí, cuando tenía dinero. Apunte: «Segunda Juventud».

Tras despedirme de la simpática anciana, marco los dígitos 7 y 6, y salgo en un nivel con techos de dos metros de altura, paso por delante de bloques de viviendas, talleres de reparación de gafas virtuales, tienditas de comunicadores de segunda mano, tenderetes cutres donde los más sofisticados coleccionistas-fetichistas pueden comprar cómics en papel y bloques de la marca Lego con sus envases originales, puestos de ecomascotas con un gran surtido de gatos, perros, ratones y periquitos de peluche o en formato digital. Los mejores amigos te miran con sus ojos inertes desde las vitrinas y pantallitas parpadeantes, pero, por lo menos, no piden de comer, ni cagan por todas partes, y tampoco hay que pagar por ellos unos impuestos draconianos.

La Segunda Juventud se encuentra pared con pared con la distribuidora de cayados, sillas de ruedas y andadores para adultos. Ahora sé dónde comprar todo eso.

Llego a la recepción. La cola es pintoresca: destartalados, obesos, calvos, papudos, fofos; a gente así antes se les llamaba «personas de mediana edad». El hongo de la vejez crece en su interior, extiende los micelios por sus brazos y piernas, les envuelve los órganos internos, se alimenta de ellos, transforma sus tejidos en moho; pero ellos siguen aquí sentados, esperando para gastar todos sus ahorros en maquillarse las tiñas y las costras.

Y aquí estoy, entre los míos.

«Maldito seas, Quinientos tres. Estoy siguiendo tus indicaciones al pie de la letra».

Pero, por lo menos, aquí se alegran de verme. Mientras me lavan el pelo, me lo impregnan de tinte, me lo tapan con una bolsa de plástico, me lo enjuagan y me lo vuelven a teñir, la amable palabrería del peluquero me masajea el cerebro crispado. Me ofrecen una ligera corrección facial, inyecciones de colágeno, inhalaciones reafirmantes y solario.

No soy tan idiota. Sé que los cosméticos no curan enfermedades. Así se lo comunico al peluquero José, un chaval de bigotito fino y con una bata blanca impecable.

—¡Por supuesto que lo entiendo! —asiente con seriedad, luego se inclina y me dice en el oído—: Pero también hay otros remedios, más radicales. De uso interno —añade susurrando.

—¿A qué te refieres?

—Aquí no… Demasiada gente. —José escanea la sala de espera a través del espejo y, con precaución, propone—: ¿No quiere un café? Tenemos una cocina acogedora…

Lo sigo con la bolsa de plástico en la cabeza, llena de mi nuevo pelo, rojo, que ni siquiera parece juvenil, sino infantil. Me sirven un café, bastante bueno, con un fuerte aroma.

—Verá, no es del todo legal… Todo lo que está relacionado con la terapia vírica está bajo el control del Partido de la Inmortalidad y esos asesinos de la Falange… Sólo me gustaría asegurarme de que usted está realmente interesado.

Por supuesto que he oído hablar de timadores que endosan a los ancianos desesperados placebos de todo tipo, conozco a brujos que prometen aliviar el envejecimiento remendando el campo magnético; pero este chaval no parece un estafador.

—¿Si estoy interesado? —repito—. Hace siete meses era una persona normal, ahora cuando voy en el tren me señalan con el dedo. Antes no sabía que tenía cabeza, pero hoy llevo todo el día con cefalea.

—Los capilares —José suspira—. Con la edad suelen empezar a fallar.

—Oye, no querrás venderme mejunjes mágicos tibetanos, ¿verdad?

—¡No, claro que no! —susurra más bajo—. Sólo conozco a gente que hace transfusiones de sangre. Te sacan toda la infectada y la sustituyen por la de algún donante joven. Enriquecida en sustancias antivíricas. Auténticas. De contrabando, directamente de Panamérica. El tratamiento no es barato, claro… Pero merece la pena. Verás, mi padre… todavía sigue vivo.

—¿De Panamérica?

—Las traen unos diplomáticos, a ellos no los cachean.

No le creo. Pero me miro los puños y veo unos puntitos amarillos que antes no estaban. Son manchas de pigmentación, como las de los nonagenarios. Antiguamente, la gente tenía su propio ritmo de envejecimiento, algunos incluso a los sesenta años aparentaban setenta y se morían de cualquier tontería. Cosas de la genética. Mis defensas heredadas, por lo visto, no valen un comino. Ni siquiera dispongo de los diez años. Gracias, mamá. Gracias, papá. Fueras quien fueses.

—¿Cuánto cobran? ¿Hay garantías?

—No me habrá entendido. No es mi negocio. Sólo veo que es usted una persona decente y por eso le doy mi consejo.

—¿Me llevarás con ellos? A ver qué tal.

José dice que sí.

Caminamos por unos estrechos pasillos de servicio, entramos en un pequeño ascensor de emergencia y, de pronto, acabamos en un campo de arroz de cien pisos y un kilómetro de ancho, donde entre las puntas de los brotecillos verdes y el cielo halógeno sólo hay medio metro, donde unos robots planos van y vienen por unos raíles, cosechando, abonando, traqueteando, donde hay tanta humedad que la visibilidad es casi nula, donde zumban en la niebla miríadas de mosquitos, expandiéndose por toda la torre enorme a través de la ventilación; lo atravesamos y nos metemos en una boca de alcantarilla, bajamos por una escalera de ferralla y salimos en un polígono industrial, atravesamos unas naves donde funden una de las mil millones de variedades de compuesto y por fin topamos con una puerta negra que no tiene cerradura, ni letrero, ni siquiera un videófono.

José llama a la puerta.

—Nada de llamadas por el com —explica—. El ministerio lo escucha todo.

Luego señala con la mano hacia uno de los rincones. Hay unas cámaras.

Nos abren unos personajes taciturnos con crestas, camisetas interiores de tirantes y pistolas metidas en fundas sobaqueras. Reconocen a José y se intercambian unas palmadas rituales.

—Aquí se entra sólo por enchufe —me explica cuando dejamos atrás a la seguridad—. Los Inmortales se han subido a la parra. Van a saco a por el Partido de la Vida. Se rumorea que van a empezar a ejecutar a sus miembros.

—¡No puede ser!

—No sé si puede ser o no —replica José—. Mire lo que pasó en Barna, les inyectaron el acelerador a todos los que pillaron y no pasó nada, la gente se lo comió con patatas. Nada de derechos humanos.

El local parece un pasillo hospitalario: banquetas de espera, carteles divulgativos sobre la vida sana en las paredes, pero la luz es muy escasa, tan sólo un par de diodos alumbran el interior de este intestino, a los pacientes las caras no se les ven, pero aun así se tapan con los sombreros, se esconden tras las tabletas y gafas de proyección.

—Aquí la discreción es absoluta. —José tropieza con una lámina de tarima despegada—. ¡Joder!

Me dejan entrar en el despacho sin pasar por la cola, de detrás de las tabletas se oyen susurros de desagrado. Por dentro tiene buena pinta. La sala de tratamiento parece limpia, bien equipada, hay un aparato de transfusión moderno, una caja fuerte transparente con probetas, caras de intelectuales. La madre de Annelie se moriría de envidia.

—Fue inyectado hace un año, ¿verdad? —me pregunta el médico con aire de profesional; lleva un peinado con raya en medio y tiene una verruguita peluda en la mejilla.

Está sentado ante una mesa llena de radiografías, cartillas personales, analíticas y a saber qué diablos más. En el pecho lleva una pequeña tarjeta donde pone «John». La pared detrás de él está repleta de post-it recordatorios y fotos.

—Hace siete meses.

—Entonces tendrá poca resistencia al acelerador. Si no empieza a tomar medidas, le quedan cinco o seis años de vida.

—¿Cinco o seis años?

—Si no toma medidas, sí. Pero usted ha venido aquí por algo, ¿no?

Una de las fotos me atrae. Es una cara conocida, pero… Pero joven.

—¿Es Beatrice Fukuyama? —Me enderezo en la silla.

—Sí, es ella. Se nota que sigue las noticias, ¿eh? Empezamos la carrera juntos. Pero tuvo menos suerte que yo.

—¿Trabajaron juntos?

—Durante quince fructíferos años. Me conoce con otro nombre, claro, pero…

¡Ojalá supiera dónde encontrarla! Iría directamente con ella, no cabe duda. ¡Después de tantos años de investigaciones seguro que le queda mucho bagaje! Pero ahora está con Rocamora… La esconderá de mí, igual que a Annelie, y no voy a llegar hasta ella. Probablemente me reconocería; le pediría mis disculpas más sinceras, haría algo para enmendarme, la ayudaría, la protegería. Y esperaría a que terminara de crear el remedio mágico. Aquel que no le dejé terminar de descubrir.

—¿Usted también es un Premio Nobel en exilio?

—No, fue ella quien cosechó todos los triunfos. Pero yo, al menos, no aparento la edad que tengo. —John sonríe—. Vamos al grano.

Un tratamiento único me deja la cuenta vacía; pero no pasa nada, he de tener una línea de crédito abierta. El precio se compone de cinco litros de sangre donada, sobornos a servicios panamericanos de pop-control y aduaneros, además de todas las medidas de seguridad que se toman en este lugar. El resultado no lo puede garantizar, pero en la mayoría de los pacientes la remisión dura años, incluso décadas.

—A veces es necesario repetir el tratamiento, el virus no siempre se elimina por completo, tengo que reconocerlo…

En esto, su mirada cae sobre mi pernera levantada. Por debajo asoma la tobillera.

—Pero usted… ¿Qué es eso? —Se levanta de la silla, todo su garbo desaparece en un instante—. ¿Cómo ha podido entrar con eso? ¡Fernando! ¡Raúl! ¿A quién me has traído? —Se abalanza sobre José, que se ha puesto pálido.

—No, escuche…

Entran corriendo los de las crestas enarbolando las pistolas, no quieren oír nada.

—No lo vamos a tratar. Aquí no tenemos nada. Es un error —pronuncia John con claridad, dirigiéndose a mi tobillo.

—¡No soy un infiltrado! ¡Os lo juro, no soy ningún infiltrado! ¡Me han soltado bajo fianza, esta tuerca sólo sirve para que no cruce la frontera de Europa!

De repente siento que de verdad necesito que me hagan la puñetera transfusión; puede que sea mi única oportunidad, aunque sea poco segura.

—Me ha defraudado. —José recula hacia la salida—. Me ha defraudado mucho.

—¡Me acusaron de asesinato, me tuvieron siete meses en un calabozo, mi mujer puso su hijo a mi nombre sin pedirme permiso! En estos siete meses he envejecido siete años, ¿y no me quiere ayudar? ¿Qué clase de médico es usted? ¿A quién acudo ahora? ¿A los curanderos? ¿A los chamanes africanos? ¿A Fukuyama? ¿Qué tiene de malo que no quiera espicharla?

En cuanto empiezo a hablar, el doctor John abre la boca para interrumpirme, pero me deja terminar; a Fernando y a Raúl les importan un pimiento mis problemas, sólo necesitan una palabra para acribillarme a balazos o sacarme al pasillo.

El dictamen se aplaza. José se queda en la puerta hurgando en el suelo con un pie, el doctor se toquetea la verruguita.

—Vale. Le quitaremos ese trasto y lo estudiaremos. Si no tiene cámaras ni escuchas, trato hecho.

Raúl trae un artilugio de aspecto confuso, saca unos chispazos de mi tobillera, luego la sierra con láser, lo hace con tanta agilidad que pienso que es un excirujano o forense. Después lo desmontan, le dan vueltas bajo una lupa y, tras ese rato de bastante tensión, me indultan los pecados.

—Un simple dispositivo geolocacional.

—Ya lo arreglará usted mismo —bromea el doctor John con una sonrisa seca—. Pase a la sala de tratamiento.

Me vacían la cuenta bancaria por anticipado, sacan de la nevera unas bolsas con sangre, que parecen zumo de tomate envasado, me clavan unas cuantas agujas y me dejan navegando, siento un ligero mareo y me duermo, y veo a Annelie sonreír, y a mí mismo a su lado, pero no llevo el pelo rojo, sino el de antes del maleficio. Caminamos por el paseo marítimo de Barcelona, comiendo gambas fritas.

—¡Ya está, a despertar! —El doctor me da una cachetada—. ¡Despierte!

Frunzo la cara, agito la cabeza. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Tengo las piernas y los brazos llenos de tiritas, se acabó todo.

—Bueno, espero que no nos volvamos a ver —bromea John otra vez, agarrándome de la mano para despedirse—. Ah… Antes, mientras estaba anestesiado, le ha pitado el com.

Debe de ser Helen.

Tengo que llamarla. Fue muy feo, vergonzoso. Ella realmente lo ha arriesgado todo al sacarme de la cárcel, y yo, aprovechando su histeria, me escapo como un chiquillo…

Me acerco el comunicador a los ojos, paso el dedo por la pantalla.

Un ID desconocido.

«Te necesito. A».

—¿Se encuentra bien? —se preocupa el doctor—. Tiene las pupilas un poco dilatadas. ¿Se marea? Siéntese, siéntese aquí.

«¿Dónde estás?». Tecleo la respuesta con los dedos temblorosos, apenas atinando a las letras. «Dentro de una hora estaré donde me digas».

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