Futu.re

Futu.re


XXVII. Ella

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XXVII

Ella

—No sé qué hacer con eso.

—No es eso, es ella. ¡Es una niña! —dice con tono molesto Berta, aquella chica pecosa a la que le sobraba leche después de darle la teta a su propio mamón.

—No sé qué hacer con ella. Debo irme. Tengo cosas que hacer. Volveré.

Necesito ver a Schreyer. Al Quinientos tres. Quiero saber…

—¿Cómo que cosas que hacer? ¿Qué dices? ¡Cógela, anda! La hija es tuya, no te escaquees. ¿Crees que encima la voy a dormir? ¡Tengo de sobra con los míos!

Y me endosa un misil fuertemente fajado.

Mi hija no es más que una boca. Los ojos no se le abren, tiene la frente y las mejillas cubiertas de menudo vello oscuro, como si hubiera sido concebida por un chimpancé. Qué raro que las personas tengan este aspecto al principio.

Lo primero que se me ocurre es que no podré ir con eso a ningún lado. No llegaré a Schreyer, no podré sacarle la verdad, ni saldar las cuentas con el Quinientos tres, ni disculparme ante Helen. Las canas suelen causar perplejidad en lugares públicos, pero subir al tubo con un bebé en brazos sería lo mismo que meter allí una jirafa amordazada.

Lo segundo: es para toda la vida. Para cada uno de los días que me quedan por vivir. Si no la abandono aquí, en el asilo, y no me escapo, todo se irá al traste. Todas las decisiones las tomará eso.

Lo tercero: de verdad no sé qué hacer con eso. Con ella. Con lo que sea.

—¿Cómo la vas a llamar? —pregunta Berta.

—No lo sé.

Tengo media hora para valorar la situación. Pasados los treinta minutos eso empieza a pitar. Abre su boca enorme, se arruga y llora, llora. Intento dejarlo en el colchón, pita con más fuerza, con más estridencia. Me han hecho una trepanación y me están quemando las ondulaciones del cerebro con un soldador eléctrico.

—¡Toma! —Se lo largo a Berta—. Yo no puedo.

—¡Y una polla! —Me saca el dedo corazón.

Lo estoy arrullando, pero no se duerme. Dale de comer o algo.

—Se ha cagado —me dice Berta—. No le gusta. Lo puedo entender.

—Pues… ¡Haz algo!

—Hazlo tú. Al mío le están saliendo los dientes. No estoy para nadie.

—¿Qué dientes?

—¡Sujeta! —En mis brazos aparece un bulto más pesado que el mío, indignado por estar empaquetado, intentando desenvolverse y escapar—. A ver, mira. La coges, la lavas, el grifo está ahí, pruebas el agua con el codo, que en las manos la piel es demasiado gorda, si no, la cueces o se resfría, o sea, la lavas y le pones pañales limpios. Y esto para lavar. Te doy trapos para un día. Adiós.

—¿Y cuántas veces al día? —Claro, ya ni me acuerdo de cómo hay que envolverla.

—Las veces que cague. Seis. Siete. Según la suerte.

—La suerte sería nunca —intento bromear.

—Si no lo haces nunca, empezará a berrear tan fuerte que te vas a ahorcar —me avisa Berta—. Ya está, trae al mío para acá.

—El tuyo no es tan… peludo —digo—. ¿Y esto… la mía está bien? ¿No es patológico? ¿Por qué tiene todo el hocico lleno de pelo?

—Nació antes de tiempo —contesta Berta—. Se le va a caer. ¡Hocico! Se parece a ti, por cierto. ¿Cuándo la vas a bautizar?

Se lo quito y me piro.

Con esa cara de berenjena arrugada y costrosa, con esas extremidades finas y arrugadas, con esa barriga hinchada y espalda velluda, no se parece ni a mí ni a nadie más en este mundo. Berta se esfuerza en vano; no siento que esta criatura sea algo mío. Es ajeno, no es de nadie.

Pero aun así no la abandono ni me escapo. Tal vez porque este engendro es todo lo que queda de Annelie. De mí y de Annelie.

Ni siquiera lo dejo solo en el colchón. De todas formas no pesa nada, me cuesta menos sujetarlo en brazos.

—¡Y dale de comer dentro de una hora! —dice Berta—. Vienes conmigo y me sacaré algo de leche para ella.

Pero voy con ella pasada media hora, porque eso se ha despertado y chilla, pero todavía no he aprendido a lavarlo.

Se considera que los niños comen leche. En realidad lo que hacen es devorar el tiempo. Leche también consumen, claro; cuando no se retuercen mientras excretan o no se sumen en un sueño breve y ligero, agotados por los dos primeros movimientos. También devoran los pensamientos, todos, salvo los que tengan que ver con ellos. Así sobreviven.

Primero pienso que eso es mi parásito.

Luego llego a la conclusión de que estamos en simbiosis.

En cuanto tengo un poco de tiempo libre, empiezo a pensar en Annelie, en que no estaba condenada a morir, que se habría podido hacer de otra forma, cambiar algo, que lo que dijo de la muerte no era un presentimiento de lo inevitable, sino un miedo mimoso, que habríamos podido encontrar un médico privado, un cirujano, si hubiera tenido un poco más de tiempo, aunque fuera un día, si me hubiera imaginado lo difícil y duro que iba a ser.

Enseguida eso se despierta y me separa cruelmente del espectro de Annelie. Devora mi tiempo libre, que normalmente dedico a devorarme a mí mismo. Digiere mi capacidad de reflexionar, de recordar, de razonar, lo transforma todo en excremento líquido de color amarillo, con un olor ridículo e inofensivo. Eso sólo me permite pensar en eso, preocuparme sólo por eso, no me quiere compartir con nadie, ni siquiera con su propia madre muerta. Eso tiene celos de ella, de Schreyer, del Quinientos tres, de Rocamora. Sólo tengo que pensar en eso o no pensar en nada. De esta forma eso me libra de mis dudas y de mis angustias, y yo le conservo la vida.

Berta otra vez me propone que lo bautice, y no le pego porque da leche.

Cuando Berta no tiene leche, eso me busca con su boca ventosa y me veo obligado a arrimármelo, y ese ser, inocente, se me agarra al pecho seco, tantea, lo muerde con sus encías desdentadas, no puede entender por qué no hay vida ahí, pero no se rinde. Me chupa por chupar y se tranquiliza un rato.

—Aguanta, aguanta —le pido; así empiezo a hablar con eso.

Nadie quiere quedárselo. Pero no tengo derecho a abandonarlo. No es solo mío. Es el niño que no tendría que haber nacido. Todos los médicos se lo negaban a Annelie, pero tenía ganas de ser y se salió con la suya.

—Por ahora te puedes quedar aquí —consiente el padre André.

No le he perdonado la muerte de Annelie, pero no tengo otra elección. El cura tiene tacto suficiente y no me vuelve a hablar del bautizo, y de momento me quedo.

A la sombra de las canales voladoras vive una veintena de personas. Se alimentan de lo que consiguen robar de las bañeras, el agua la sacan de las máquinas limpiadoras, tienen sus casas montadas en los trasteros. Alguno de los okupas entiende algo de electrónica y ha trucado las máquinas para que no noten la presencia de humanos en la nave, así la misión del padre André vive aquí al amparo de Dios. Como un nido de ratas en una hacienda. Ahora una de estas ratas soy yo.

Pero soy uno de ellos.

Se juntan para rezar en un rincón dedicado a eso, se confiesan ante el cura de los pensamientos, porque no se pueden permitir ningún hecho aquí, delante de todo el mundo, y el santo padre balbuce algo de que todo lo perdona. Un par de veces me invitan a rezar con ellos, les saco los dientes y me dejan en paz para siempre.

No me siento cómodo aquí, pero no se me ocurre ningún otro lugar para cobijarme. Cobijarnos.

Incluso si aceptaran al expósito… ¿Dejárselo a ellos? ¿Permitir que eso crezca y se convierta en uno de ellos? ¿Que sea como ese pecador con sotana?

Al cabo de unos días eso abre los ojos, pero tiene una mirada extraviada, borrosa, vaga, extraña… Vi miradas así en las reservas, las miradas de los ancianos a punto de morirse.

—¿Por qué ella no me mira? —le pregunto a Berta, sin atreverme a decir «eso»—. ¿No será ciega? ¿Me estará oyendo por lo menos?

—Es porque no le has puesto ningún nombre —me dice con seriedad—. Ponle un nombre y todo se arreglará.

Nombre. Tengo que ponerle un nombre a otra persona. Una persona que vivirá más que yo. Es raro. Por un momento tengo la sensación que es la decisión más importante de todas las que jamás he tomado. Pienso en Barcelona, recuerdo como al recién nacido lo llamaron Devendra en honor del recién asesinado, pero no me apetece llamarla Annelie. No me decido.

—¡Vale! —dice Berta, ceñuda—. Te va a mirar de todas formas. Los primeros días lo ven todo desenfocado y patas arriba, como con unas gafas de cinco dioptrías. Dale tiempo. ¡Y deja de llamarla «eso», lo oye todo!

—Vamos a ponernos de acuerdo —le digo en voz baja al bebé—. Yo dejo de llamarte «eso» y tú empiezas a enfocar, ¡no quiero una hija retrasada!

Y ella empieza a enfocar; capta el sonido y se vuelve, buscando mi mirada.

Por primera vez me mira a los ojos. Los suyos son de un marrón muy claro, casi amarillo, ahora me doy cuenta y me guardo el dato. Son casi amarillos, aunque Berta dice que todos los recién nacidos los tienen azules.

Tiene los ojos de Annelie. Y, a pesar de saber que la que me mira desde dentro, a través de las pupilas, es otra persona, o ni siquiera una persona, me quedo paralizado, pasmado, no me puedo separar, no soy capaz de apartar la mirada.

Siento un escalofrío. Pensaba que, cuando aplastamos a Annelie con la tapa de la trituradora, cuando la convertimos en moléculas, no iba a quedar nada de ella en este mundo. Y, de pronto, resulta que, debajo de unos párpados hinchados y pegados, en el lugar menos apropiado para ello, se esconden sus ojos. Una copia de seguridad, creada especialmente para mí.

Pero hay más.

Los dedos. Sus puños tienen el tamaño de una nuez, y los dedos son tan diminutos que no se entiende por qué no se rompen por sí solos y se caen. Y esos dedos son la copia exacta de los míos. Lo noto sin querer, cuando me agarra con toda la mano el índice y apenas consigue cerrar el puño del todo. El nudillo central es ancho, igual que el mío, las yemas un tanto abultadas; y la uña también es idéntica a la mía, pero diez veces más pequeña.

La cara sigue siendo de nadie, la rojez se ha transformado en amarillez; parece bronceada y no tiene nada que ver ni conmigo ni con Annelie, pero sus dedos sí que son como los de un adulto.

Ese lémur tiene mis dedos. ¿Para qué los quiere?

Ella cancela mis días y mis noches, siguiendo unos horarios totalmente impensables: se despierta para comer y para descargar cada tres horas y, una vez lavada, se duerme de nuevo, como si no hubiera nacido en la Tierra, sino en algún asteroide que da ocho vueltas alrededor de su eje en un día terrestre. Hasta me parece que tiene pinta de alienígena.

Yo también vivo así: duermo una hora, durante las dos horas siguientes le doy de comer, la cambio, la arrullo, lavo los pañales.

Cuando no se quiere dormir, me enfado con ella como si fuera un adulto.

Grito si protesta sin motivo.

Luego Berta, o Inga, o Sara me explican que no consigue eructar, que se le atraviesa el aire, que la ponga en vertical, que está incómoda, que le duele.

Así amplío mi lista de las cosas que la pueden incomodar o le pueden doler. Aprendo a hacer que de tanta leche ajena no le duelan sus microscópicas tripas de gata: me la pongo sobre el vientre desnudo y del calor el espasmo se le quita.

Al cabo de dos semanas por primera vez me acerco a un espejo. Me preparo para ver en él a un carcamal decrépito, al principio me da miedo, pero de repente me doy cuenta de que se me han estirado las arrugas y mi piel ha rejuvenecido. El insólito remedio que me pusieron, la sangre de un desconocido, está funcionando.

La vejez retrocede.

—¡Aún nos quedan batallas por librar! —le prometo—. ¡No nos rendiremos!

No me contesta. No entiende mis palabras, pero cuando hablo con ella, se tranquiliza.

Aprendo a lavarla, de delante hacia atrás, como me ha explicado Inga, o Berta, o Sara, porque si no, las bacterias intestinales le pueden provocar inflamación; me dejo de fijar en que lo tiene todo como una niña, como una mujer, y no como un ser asexual, como es en realidad; me deja de dar asco su excremento amarillo, la leche ácida que regurgita, ya no me importa estar lavando eternamente. Hago lo que tengo que hacer.

En cuanto la desenvuelvo, intenta arrastrarse como una oruga, sin levantar todavía la cabeza, sino girándola hacia un lado, con las manitas apretadas al cuerpo, empujándose con las dos piernas, taladrando con la cabeza calva el espacio. «Es un reflejo», me dice Sara.

—Es una pena que no te vea tu mamá —digo.

Llamo a Annelie «mamá». Resulta extraño, inoportuno; no me acostumbro.

En todo este tiempo no he tocado las cosas de Annelie. Siguen metidas en la caja del robot de cocina, ni siquiera miro lo que hay, quizá porque me da miedo encontrar ahí sus recuerdos de Rocamora o, quizá, porque no quiero topar con mis propios recuerdos de Annelie. Esquivo la caja, como si no estuviera, pero tampoco dejo a nadie que la toque.

Sigue vigente el pacto de no agresión entre el padre André y yo, pero al final éste lo incumple.

—No estaría mal bautizarla —me dice—. No se la has presentado a Dios. Si pasa algo…

Ha metido la pata; estaba casi acostumbrado a ellos.

—Oye, tú. —Intento no cambiar la entonación, porque ella siente cuando me enfado—. ¡Oye, tú! Soy tu invitado, por eso no me voy a poner a pelear. Pero no necesito tu seguro.

—Hazlo por tu hija —insiste.

—Por mi hija lo hago. ¿Quieres reclutarla desde pequeña?

—No pienses que yo…

—¿A ti qué más te da? ¿Os dan puntos por cado uno que captéis?

—Sólo quiero ayudar. Veo que estás dolido…

—¿Ayudar? —La dejo en el colchón, saco al cura de nuestra madriguera a empujones—. Conque ayudar. Sí, claro. Mi chica ha muerto, tus gilipolleces —me santiguo torpemente, como un paralítico— no la han salvado. Pero yo no me entero, ¿verdad? ¡Es que estoy dolido! ¡Es que soy gilipollas! Además, como también estoy inyectado y la voy a espichar en breve, parezco tu cliente perfecto, ¿no? Pienso en la muerte, así que se me puede endosar una alma, ¿verdad? A modo de salvación, ¿no? Eres como un buitre. En cuanto hueles la muerte, te acercas más y más. Y si encuentras a una cría, te la zampas. ¿Crees que soy como ellas? —Señalo con la cabeza a Sara-Inga-Berta, que parecen preocupadas—. ¿Piensas que soy como tus ovejitas errantes, a las que no paras de arrear? A las que estás llevando directamente a la boquita de tu dios. Tienes tu propia granja, ¿eh? Tu propia industria cárnica. Pero no porque me hayan inyectado el acelerador me voy a convertir en un borrego. No voy a dejar que tu diosecillo me zampe sólo porque la tenga que espichar mañana.

—¿Te crees fuerte? —El Jesusito cabezón mantiene la defensa; lo empujo, pero vuelve—. ¿Crees que sólo los mortales necesitan a Dios? ¡Los inmortales lo necesitan más todavía!

—Pero ¿para qué lo quieren? ¡No les hacen falta artículos caducados! ¡Viven perfectamente sin almas! ¡Ve y cuéntaselo a tus ovejas! Si te vuelves a acercar a mi hija…

—¿Qué te ha hecho, eh? —Viene corriendo hacia mí Olga, una psicópata escuchimizada—. ¡Deja al santo padre en paz! ¡Te he dicho que te alejes de él, o llamo a mi marido!

—¿Acaso vivías cómodo y tranquilo sin saber para qué lo hacías? —El padre André frena con un gesto a la tipa desquiciada—. ¡Y encima eternamente! Sin sentido…

—¡Lo que es incómodo es palmarla sin sentido! ¡Annelie estaba incómoda! ¡Yo, bastante! Pero de la vida nadie se queja. ¡Ciento veinte mil millones de personas viven tan panchos!

—¡Y tan panchos se zampan toneladas de pastillas! —La plétora le inunda la carita de piel fina, se acalora cada vez más y decide abandonar sus pulcros modales—. ¿Por qué, en vez de vitaminas, todos jalan antidepresivos? ¿Por lo bien que viven?

—¿Por amor de Dios, quizá?

—Porque una persona no puede vivir sin que su vida tenga un sentido, una meta. Porque lo necesita. ¿Y aquéllos qué se han inventado? La píldora del sentido de la vida. Iluminación. Han extraído no se qué porquería de las setas y ¡toma! La ingieres y en el cerebro se produce un cortocircuito, y todo de repente cobra sentido, todo parece tener finalidad. Pero la gente desarrolla tolerancia. Buscan otro sentido. Otra dosis. ¡Menudo negocio el de las farmacéuticas!

—¡Ajá! —grito—. Tú mismo reconoces que basta con tomar una pastilla. Y ya lo tienes: el sentido, la calma, la iluminación. ¡Todo es química! Da igual con qué estimules los receptores, con fármacos o con hormonas. ¿Qué diferencia hay?

—La diferencia consiste en que con las pastillas estimulan nuestra desidia. Nos convierten en reses perezosas. Nos alimentan de pienso. O ni siquiera de pienso, nos echan líquido nutritivo como a estos bisontes. —Señala con la cabeza la nave cárnica—. El alma tiene que trabajar. La fe es una labor. Perfeccionamiento de uno mismo. Un ejercicio. Para no convertirse en una res, en un pedazo de carne. ¿Qué haríais sin vuestras pastillas?

—¡Tu diosecillo ayuda a los que las pastillas no les hacen efecto! ¡A los terminales! ¡A los acabados! ¡A los que buscan cualquier cosa para engancharse! ¡A los que ya no tienen salvación! Aparece él con su magia y zas, les encaja una alma, diciendo: «tu cuerpo se va a pudrir, pero no te preocupes».

El santo padre, con una expresión victoriosa, agita un dedo delante de mi nariz. Se tranquiliza y continúa con convencimiento:

—¡Exacto! Ayuda a los que las pastillas ya no hacen efecto. Es un consuelo.

—Pero ¿qué consuelo? ¡No son más que promesas vanas! ¡Sólo vende aire!

—¿Vanas?

—¡Claro! ¿Cómo compruebas si hay algo después de la muerte? ¡Nadie ha vuelto de ahí jamás! Y así con todas sus promesas. ¡No hay nada!

—¿Y tú por qué te cabreas tanto? ¿Te debe algo? —pregunta el padre André.

¿Algo? ¡El amparo! ¡La protección! ¡La salvación! ¡Yo quería que no cambiara nada! ¡Quería seguir con mi madre! ¡Nos lo había prometido!

¿Y a Annelie? ¿A mi Annelie? ¡También la salvación! ¡Chiquillos sanos!

—¡Que te jodan! —Me apetece hundirle su elegante nariz en el cráneo, para que se lave la cara con su propia sangre—. Más te vale, maricón, que no haya nada después de la muerte. ¡Porque te tocará arder en el infierno por tus debilidades!

—¿Cómo se te ocurre hablar así al santo padre? —Uno de los hombres, Luis, se levanta de su silla. Por el tamaño y el peinado se parece al bisonte Willy—. ¿Quién eres tú para juzgarlo, eh?

Me importan un comino; estoy dispuesto a machacarlos a todos. En mi rincón, detrás de la mampara ella empieza a chillar, lo puedo oír por encima de ruido de los tambores.

El padre André se pone púrpura, le acabo de asestar un golpe bajo, pero no pasa nada, lo soporta. Pronuncia con voz grave y segura:

—No lo elegí. Así me hizo él. Me hizo homosexual.

—¿Por qué? ¿Porque estaba aburrido?

—Para que sea su esclavo. Para que le sirva.

—¡Pero si ni siquiera tienes derecho a servirle! Eres un pecador. Tu propio dios te ha hecho pecador. ¿Para qué?

—Para que siempre me sienta culpable. Haga lo que haga, soy culpable.

—¡Genial!

—Porque este mundo es impío —afirma André—. Si no, ¿cómo me habría hecho acudir a él? ¿Cómo me habría indicado mi tarea?

—¿Qué tarea?

—Salvar a la gente.

—¿Y para qué lo necesitas? No vas a saldar las deudas con él. Puedes resalvar a la gente, una cosa no quita la otra.

—Es cierto —asiente con calma el santo padre—. Lo sé. Me pusieron un lastre en los pies, un balde con cemento, y me arrojaron al mar. Tengo que salir a flote, coger aire. Jamás lograré sacar la cabeza a la superficie, lo sé, pero sigo nadando. Y seguiré nadando todo lo que pueda.

—¿Y dónde está ese amor suyo que anunciáis en todos los folletos? ¿Por qué te hace marica? ¡¿Por qué me quita a Annelie?!

—Es una prueba. Me está poniendo a prueba. Nos pone a prueba a todos. Siempre. En eso consiste el sentido de la vida. ¿Cómo te vas a conocer sin pasar por la prueba? ¿Cómo consigues cambiar?

Cojo todo el aire que pueda para hundir a ese santurrón en su propia mierda, pero me atraganto. El bebé berrea cada vez más fuerte; la estoy molestando.

No pasa nada, simplemente… He oído una palabra conocida.

Prueba.

Cada uno, tal vez, tenga la suya.

—Sé que me creó así para convertirme en su herramienta. No me puedo ganar el perdón, no me puedo apaciguar. Entonces, mientras viva, le serviré. Me pude haber desesperado. Pude haberme escondido de él. Pero habría sido una rendición. Por eso seguiré nadando.

—Nada, pues —concluyo con un suspiro—. Y lucha. Si quieres ser su herramienta, viento en popa. Pero yo no quiero un sentido así. No soy una cobaya. Ni soy herramienta de nadie ni, menos aún, la vuestra. No estoy para que me utilicen. ¿Queda claro? ¡Y ya se me acabó la puñetera eternidad, así que no me voy a aburrir!

Enseguida me veo obligado a abandonar el campo de batalla y a retirarme: ella explota y llora tan fuerte que necesito media hora de meneítos y murmullos para calmarla.

Berta, después de mi riña con el padre no me quiere hablar. Nada, se ordeña en silencio, y de tanto odiarme no se le corta la mala leche.

Es raro, pero creo que no tengo nada más que decirle a André. Lo he arrojado todo, me he agotado.

A decir verdad, incluso siento cierto respeto hacia el cura. Es igual que el Treinta y ocho, que, sin miedo, se lo confesó todo a su padre durante la última y la única conversación.

Los flojos no saben hacer eso.

Sigo existiendo aislado de ellos, aunque me han perdonado magnánimamente las blasfemias y todas las noches me invitan a compartir con ellos la carne de bisonte volador robada de las bañeras. Recojo mi trozo y vuelvo a mi guarida a mecerla, a arrullarla, a limpiarla y a lavar sus pañales.

Tiene que tener un mes cuando levanta la cabeza por primera vez. Incluso su propia cabeza le resultaba pesada, la aplastaba contra la cama. Y de pronto, de la leche sobrante de Berta, de mi tiempo y mis noches insomnes, saca fuerzas suficientes para separar la cabeza del suelo, temblando del esfuerzo y por muy poco tiempo.

Y lo tomo como una victoria; es que ya no tengo otros triunfos.

Me apetece contárselo a Annelie, presumir, y se lo digo cuando nadie me oye.

También me doy cuenta de que empiezo a fijarme en los niños ajenos, incluso sé cómo se llaman. El de Berta es Henrique, tiene diez meses. La niña de Sara, de dos años, se llama Natasha. Georg es el hijo de Luis, el melenudo. E Inga, que es soltera, tiene un niño que se llama Xavier, al que no para de decir cómo actuaría su padre si fuera él.

Georg y Xavier trepan sin permiso por los anaqueles con bañeras, mojan los dedos en la flema roja y dibujan en el suelo naves espaciales, que van a llevar a toda la población sobrante de la Tierra a conquistar planetas lejanos, y discuten de si es posible construir ciudades en el fondo del mar; Georg opina que el oxígeno se puede extraer directamente del agua e inventa un aparatito que uno puede llevar consigo al mar en lugar de una escafandra autónoma. Xavier dice que si los humanos volaran al espacio, su padre seguramente sería astronauta y se lo llevaría a vivir a la Luna. En esto, aparece Inga y se lo lleva a almorzar.

—Tienes mal aspecto. —Al verme, Inga frunce el entrecejo—. El bebé te ha dejado hecho polvo. Mira qué cara y qué pelo.

—Llevo un mes sin dormir. —Me encojo de hombros.

Pero cuando me acerco al espejo me asusto.

El problema no es la falta de sueño. De debajo de mi pelo rojo, aparentemente infantil, asoman unas raíces blancas y endebles. No sólo en las sienes, como hasta hace poco, sino más arriba, y en la frente y en la nuca. Peor aún: la frente me ha aumentado y, en forma de dos entradas descaradas, se ha lanzado en dirección de la coronilla.

Desde las aletas de la nariz hasta las comisuras de la boca alguien me ha hecho dos cortes profundos, también me ha rajado a cuchillazos toda la frente. La piel se me ha puesto gris y está acribillada de cerdas, incluso en los sitios donde nunca me creció nada.

«Chorradas», me digo para tranquilizarme. No pasa nada. Tengo diez años todavía. Diez años como mínimo, puesto que recibí aquel tratamiento y por mis venas corre la sangre prestada de alguien joven.

Me dejo de adivinanzas y empiezo a evitar los espejos, pero todos mis pensamientos, fueran por donde fuesen y chocaran con lo que chocasen, al final, como las pelotitas de pinball, rodarían inevitablemente hacia la casilla de la vejez más próxima.

Ojalá pudiera encontrar a Beatrice Fukuyama… ¡Ojalá tuviera una idea vaga de dónde está! Los hombres de Rocamora la han liberado, porque les hacía falta. Porque estaba diseñando una sustancia capaz de neutralizar el acelerador, curar lo incurable. Me intento convencer: seguro que ha vuelto al trabajo. Seguro.

Pero ¿cómo me escapo? ¿Dónde la busco?

Y sigo viviendo como antes: sumido en la penumbra y en el insomnio.

Una noche ella me despierta cada media hora. Al principio insisto en darle de comer, en hacerla eructar, le masajeo la barriga, la despatarro para que haga de vientre. Hace como que se duerme, pero me engaña y, en cuanto cierro los ojos, de nuevo oigo su llanto. Una vez y otra vez, y otra vez…

No me da tregua, no logro descansar, ni respirar siquiera.

Y cuando ella me despierta para torturarme por, digamos, décima vez —¿Para qué? ¡Para nada!— me levanto de un salto, la cojo y, en lugar de arrullarla suavemente y con cariño, la zarandeo como un desquiciado, quiero que se maree, que le dé vueltas la cabeza, ¡sólo para que se calle! Y oigo mis propios berridos:

—¡Duerme! ¡Duerme! ¡Cállate!

Entra Berta corriendo —con cara de sueño, cansada, indignada—, coge a mi hija, me aparta, baila un vals con ella, canturreando algo suavemente, le da el pecho y ella se va calmando, a desgana; tan pequeña, tan desgraciada, tan indefensa. Aún sigue resoplando con tristeza, pero al final se tranquiliza.

Las veo y empiezo a sentir vergüenza.

Berta no me importa. Me da lástima mi hija. Me avergüenzo de haberme comportado como un cretino desequilibrado. Me avergüenzo porque pude haberle hecho daño. Sentirse culpable ante un tarugo, ¡qué cosa tan estúpida! Pero no consigo deshacerme de esta sensación.

—Ella siente cuando te irritas o te enfadas —afirma Berta—. Tiene miedo y por eso llora. Haberme llamado enseguida.

—¡Qué gilipolleces! —respondo.

Pero cuando Berta me devuelve mi tarugo, le pido perdón por lo bajo.

Luego el padre André nos trae a Anastasia. La ha recogido en uno de los intercambiadores cuando iba a por las medicinas.

Anastasia está carcomida por el acelerador más o menos por la mitad, tiene una mirada completamente perdida y no para de desvariar.

Es difícil comprender lo que farfulla, pero parece que viene de una casa okupada grande que antes estaba en el sótano de una torre de viviendas, en el círculo menos no se qué del infierno. Afirma que con ellos estaba Clausewitz, el número uno del Partido de la Vida, su familia y sus guardaespaldas. Hace tres días los desalojaron los Inmortales, a Clausewitz lo mataron a golpes, sólo cuatro consiguieron huir, colándose por la alcantarilla. Qué pasó con los demás no se sabe.

Se han quedado allí el marido y dos hijos de Anastasia, un niño y una niña. El niño se llama Luca y la niña, Paola. El segundo hijo es ilegal, no se atrevieron a registrarlo.

Cuando los Inmortales asaltaron la casa okupada, el marido agarró a los niños en brazos y echó a correr, lo cogieron; Anastasia se había confundido de pasillo, por eso se salvó. Ahora ha perdido la razón.

No sé qué habrá pasado con sus hijos, pero en cuanto a Clausewitz, no me lo creo; las noticias nos llegan regularmente, pero no ha salido ningún reportaje sobre su detención o liquidación, y se supone que ya han pasado tres días.

No, sería imposible silenciar un acontecimiento así.

Anastasia no quiere vivir con nosotros en el nido, se queda en la nave cárnica, mira sin parpadear los suculentos bultos rojos y les habla inaudiblemente. Cuando le dan de comer, come; cuando le dan de beber, bebe. Y no tiene más voluntad que las canales de búfalo.

A la noche siguiente mi hija tiene cólicos, ella se convierte en un resorte de acero y chirría tanto que los veinte habitantes de la casa okupada me llaman la atención. Tras mandarlos a todos al diablo, uno por uno, voy con ella en brazos a la nave cárnica y doy vueltas, le cuento la historia embellecida de cómo conocí a su madre. Así me encuentro con Anastasia.

Ésta no duerme; hasta parece que no ha pegado ojo en todos estos días que lleva con nosotros. Me mira embelesada y, escuchando mi nana artesana, sonríe. Tiene el pelo desgreñado y lleno de canas, todavía no es vieja, pero ya se le ha secado el cuerpo. Me dispongo a pedirle detalles sobre Clausewitz, pero veo que no me oye. Ha empezado a canturrear —sin que sus notas armonicen con mis berridos desafinados— una canción suya, monótona y empalagosa.

Me doy la vuelta y me voy, la dejo arrullando la manada voladora.

Al día siguiente, el padre André vuelve de su salida con un buen botín de antibióticos y somníferos; dice que en las noticias la mujer de Clausewitz ha contado los detalles del suicidio de su marido: «Los miembros rasos del Partido de la Vida se están entregando al gobierno, mi pobre Ulrich se desanimó, no lo ayudaban ni siquiera los antidepresivos, día y noche repetía que no tenía fuerzas de seguir luchando», bla, bla, bla, mi pobre Ulrich. Bering muestra magnanimidad y deja que se marche en paz.

Pienso: ahora Rocamora será el segundo o, incluso, se convertirá en el número uno de la organización. Eso sí, si no está muerto ya y su pellejo no lo están guardando para alguna ocasión oportuna, por ejemplo, para unas elecciones.

Pero si está vivo, siendo el líder, tiene que saber todo lo que está relacionado con el funcionamiento del partido. Debe de saber dónde se encuentra Beatrice. Ojalá pudiera encontrarlo…

Pero ¿cómo me voy? ¿Adónde?

Por la noche dejo a mi hija con Inga. Unos retortijones me obligan a ir al baño, es imposible alimentarse sólo de carne, últimamente el estómago no da abasto.

Pasados cinco minutos, vuelvo; Inga está intentando calmar a su crío, éste se ha caído y se ha desollado una rodilla, llora a grito pelado, la madre le pone como ejemplo el carácter de su padre, al que el niño en su vida ha visto; mi colchón está vacío.

¡El colchón está vacío!

Allí donde acabo de dejar a mi hija, no hay nadie. La sábana está ligeramente arrugada, la lámpara se ha torcido. ¡¿Se ha caído?! ¡¿Se ha escapado a rastras?!

Cojo la lámpara y la levanto sobre la cabeza, como un idiota, voy de un lado a otro alumbrando los rincones; pero está claro que todavía no sabe gatear, que la he dejado fajada precisamente para que no se moviera.

—¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde está mi hija?! —Corro hacia Inga—. ¡¿Dónde está mi bebé?!

—Donde estaba, tumbada en el colchoncito, se me ha caído Xavier, mira cómo se ha destrozado la rodilla, ¿tienes algo para limpiarlo? —Ni siquiera me mira.

—¡¿Dónde está mi hija?!

Salto a la sala común, de repente experimento un pánico que jamás he sentido. No tuve tanto miedo ni cuando me pegaron los pakis en Barcelona ni cuando el Quinientos tres me inyectó el acelerador; ahora se me ha abierto una úlcera en la que se han hundido todas mis entrañas. Salto de una madre a otra —¡¿dónde está?!—, mirando a las caras de sus bebés, cojo de la pechera a Luis, dejándolo alelado, hurgo en la cuna de Berta, interrogo a André. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada; pero ¿dónde se ha podido meter un bebé de un mes y medio en un local herméticamente cerrado?

Es como un brazo o una pierna; me despierto y no la encuentro, me la han amputado, es igual de espantoso o más todavía.

Voy como un rayo hacia la nave, ya escoltado por una bandada de gallinas solidarias, y encuentro…

A Anastasia, sentada en el borde de una de las bañeras.

No me ve, no es consciente de la presencia de ninguno de nosotros. Tiene la mirada clavada en el envoltorio que tiene en los brazos. Dentro está mi hija.

—Ro, ro, ro, ola, ola, duerme, duerme, mi Paola…

Me aproximo a ella con cuidado, para no espantarla, para que no se caiga en la bañera y no ahogue a mi hija en la flema sangrienta.

—¿Anastasia?

Levanta la mirada… Le brillan los ojos. Está llorando.

De felicidad.

—¡Aquí está! ¡He encontrado a mi pequeña! ¡Es un milagro!

—¿Me la dejas un poquito? ¡Qué guapa! —digo en voz alta, con un tono artificial.

—¡Un segundito sólo! —Anastasia se pone ceñuda y sonriente a la vez, se la ve desconfiada y halagada.

—Claro. Claro.

Recibo el envoltorio; el bebé duerme. Me apetece empujar a esa tipa descerebrada en la artesa con carne, ponerle una mano en la cara y ahogarla en la flema, pero alguna de mis piezas se atasca y, simplemente, me voy.

Me ha dado lástima. Por lo visto me voy oxidando.

Anastasia se queda asombrada, ni siquiera entiende que la acaban de engañar; me ve marchar y, con voz ofendida, cacarea: «¿Por qué? ¿Otra vez?».

—Si no la sacas de aquí, no me hago responsable de mis actos —aviso al padre André.

La misma madrugada la esconde en algún otro lugar.

No sé cuándo este envoltorio me echó raíces en el cuerpo. No puedo decir un día concreto. Iba sucediendo noche tras noche, llanto tras llanto, pañal tras pañal. Por un lado, parece que el niño va consumiendo al padre, le absorbe los nervios, las fuerzas, la vida, convirtiéndolos en sí mismo y, en cuanto lo agote todo, va a tirar al progenitor inservible a la basura, y ya está.

Pero por dentro el proceso se ve diferente: no te devora, sino que te empapa. Cada minuto que pasas con él no se convierte en mierda amarilla o en algo sucio. Estaba equivocado. Cada hora se queda dentro de él, se transforma en miles de células que lo hacen crecer. Empiezas a ver en él todo tu tiempo, todos tus esfuerzos —aquí están, aquí, no se han ido a ninguna parte—. Resulta que el niño se compone de ti, y cuanto más le das, más valioso te parece.

Qué raro. Es imposible creerlo si no lo experimentas antes.

Todo empezó porque vi en ella a Annelie y me enamoré. Pero ahora veo en ella a mí mismo.

Le cambia la cara todas las semanas y, si me ausentara aunque fuera por un mes, probablemente ni la reconocería. Se le pasa la amarillez, ese bronceado falso, y su piel adquiere un tono rosáceo, y hace tiempo que se le quitó el pelamen de la frente, de las mejillas y de la espalda. Su cabeza supera el tamaño de mi puño, y toda ella ahora pesa el doble.

Sólo han pasado dos meses desde la muerte de Annelie.

Ella y yo tenemos una especie de interconexión: si estoy enfadado, ella llora; si la arrullo, es posible que se duerma; emite una serie de sonidos y es capaz de mirarme a los ojos. A veces lo hace durante un rato largo, cinco o seis segundos. Pero no es un humano. Un animalito, quizá. Animalito al que estoy cuidando e intentando domesticar. Después de comer, sonríe. Pero no es más que un reflejo: las comisuras de los labios se estiran involuntariamente, pero no tiene nada de humano, sólo es expresión de saciedad, de satisfacción animal.

Después se produce una explosión.

Me despierta por la noche —si tiene el pañal mojado o quiere comer, me desvelo con su primer sollozo, porque ahora funciono así—, me desenredo del sueño, desagradable, malvado. La desenvuelvo, la seco, la cojo en brazos.

Estaba en el internado, otra vez estaba en el internado; y de nuevo intentaba escapar. Es lo que más a menudo veo, mi ridícula huida a través de la pantalla chamuscada. Con algunas variaciones: a veces el Doscientos veinte no me traiciona; otras veces andorreo por los infinitos pasillos blancos con miles de puertas, tiro de los pomos, pero están todas cerradas; otras veces escapo junto con el Novecientos seis… Pero siempre acaba igual: me capturan, mis cómplices votan por mi muerte y se me ejecuta en la enfermería, me atan con unos trapos a la camilla y me estrangulan, mientras el Quinientos tres me absorbe la vida a través de una caña y, para más inri, se la machaca.

Estoy recordando mi sueño y se me ha olvidado que le tengo que dar de comer, que es la hora de ir a mendigarle a Berta una botellita de leche, el bebé está a punto de echar a llorar y si no lo hago ahora, luego no hay quien la duerma.

Me acuerdo de él, del Quinientos tres, su ebria mirada, a sus secuaces, sus palabras. «Sonríe…», me permite antes de que me muera. Se me crispan las mandíbulas. Sonrío, sonrío de verdad, desde que me he despertado, y mi sonrisa espasmódica de siempre, mi respuesta eterna a todas las preguntas, se me ha instalado en la cara.

Y luego…

Algo me distrae. No me deja saborear mi pesadilla. Ahí abajo. En mis brazos.

Me mira a los ojos, a la boca.

Y sonríe también.

Me responde con una sonrisa. Por primera vez me devuelve lo que toma por alegría. Me entiende; piensa que me entiende.

Se ha despertado una persona en ella.

Siento hormigueo en el pescuezo, siento hormigueo en el cerebro.

Balbuce algo bajito, me mira y… sonríe. Se ha olvidado de la leche y aprende a sonreír. De mí.

Me han arrancado del cogote, de la base del cráneo, el espinazo y han clavado en mi coco estúpido la punta de un cable de mil voltios, en un hierro candente, y lo van hundiendo más y más hondo.

Tiene una sonrisa graciosa, inexperta, torcida, desdentada. Pero no es aquella sonrisa de saciedad, mecánica, sino una verdadera. Estoy seguro de que acaba de sentir la felicidad por primera vez. Se ha despertado en mitad de la noche, me ha visto, la he limpiado, se ha quedado cómoda, me ha reconocido y se alegra de esté aquí. Le sonrío, me sonríe.

Qué simpática. Y qué guapa.

Le devuelvo la sonrisa.

Y luego entiendo: por fin puedo relajar los labios. Se me ha quitado el espasmo.

El resto de la noche sueño con Annelie, con aquella escapada a la Toscana, el pícnic sobre el césped, que vivíamos en una garita en la cresta de una colina, allá donde está la entrada secreta y una mesa claveteada de tablas de madera, que vivíamos los tres juntos: ella, yo y nuestra hija, y que ésta tenía un nombre bonito. Nos paseábamos por el valle, Annelie le daba el pecho, yo les prometía llevarlas algún día a la otra orilla del río, para enseñarles la casa donde crecí. También cortaba hierba alta y jugosa, hasta hacerme daño en los riñones, pero Annelie me salvaba: «Ven a comer». Comíamos saltamontes, para chuparse los dedos, mientras Annelie arrullaba al bebé. Intento acordarme de cómo se llama nuestra hija, pero por la mañana de su nombre no queda nada más que aire viciado, tampoco quedan restos de Annelie, ni de nuestra vida feliz en la Toscana.

Al despertar me cuesta creer que ha sido un sueño; ¡me duele la espalda, de verdad! Es porque he estado cortando hierba, por otra cosa no puede ser.

Me levanto a duras penas, me enderezo. No, no he cortado hierba, no he comido, no he vivido. Sólo me duele la espalda. Por primera vez sin que haya motivo.

La almohada está llena de pelos: el rojo ha palidecido, la plata lívida se ha alargado.

Voy a lavarme la cara, la llevo conmigo, nos miro en el espejo cubierto de vaho. Es un espejo embrujado: a la niña la refleja tal como la veo en realidad, pero con mi reflejo pasa algo raro.

Las bolsas debajo de los ojos han crecido, las entradas han avanzado considerablemente, tengo tantas canas que ya no caben en el divertido gorrito infantil. Me peino con una mano: se me queda entre los dedos un mechón de pelo. Y me pesa la tripa, me pesa de tanta carne maldita.

Me engañaron.

Fuera lo que fuese aquello que me metieron en lugar de mi sangre oxidada, me está envenenando. Me dio una pequeña prórroga, una falsa esperanza, y se evaporó; y el envejecimiento me ha vuelto a abordar, con más ahínco.

Tal vez, de esta forma hagan ensayos en personas, como los alquimistas. Mezclan mercurio con mierda y zumo de tomate y se lo meten en vena a los desesperados. A ver si a alguno le funciona. O a ninguno, qué más da: ya han vendido cinco bolsas de zumo de tomate a precio de oro.

Me deshago, me desmonto, voy involucionando. La espalda, el estómago, el cabello. En el cine antiguo esa pinta la tienen los cuarentones; ¡pero desde la inyección no ha pasado ni un año siquiera!

Ella llora.

La mezo y vuelvo a mecer, y le susurro gilipolleces, pero no entiende palabras, sólo entonación, y llora desconsoladamente.

Debería volver a aquel chiringuito, destrozarlo y estrangular al doctor relamido. Pero, de todos modos, él no sabe cómo devolverme mis años. Me arriesgaría en vano.

No. Tengo que ir con ella. Con Beatrice.

Si ella no puede hacer un milagro para salvarme, nadie podrá.

Regreso caminando a través de la sala de las bañeras. En medio de la fronda carnal me encuentro con Natasha, la hija de Sara, de dos años de edad. Lleva un minúsculo vestidito amarillo, y esa ropa la hace parecer una niña de verdad, a pesar de que la madre la ha trasquilado mal, como si fuera un niño.

Natasha abre los brazos, mira hacia arriba y da vueltas.

—Cielo, cielo, cielo, cielo. Cielo, cielo, cielo, cielo —canturrea entre risas.

A mí no me va a dar tiempo a ver a mi hija hablar y bailar.

Sólo hay una posibilidad.

No sé dónde buscar a Beatrice, pero puedo encontrar a Rocamora.

Annelie no lo dejó enseguida, sino que vivieron algún tiempo aquí, en Europa, en un piso franco o un búnker… A lo mejor, entre sus cosas hay algo que… Algún indicio. Alguna pista.

—Cielo, cielo, cielo, cielo, cielo…

Entro en nuestra madriguera, la acuesto, me desentumezco los dedos y abro la caja.

Bisutería barata, ropa interior, su comunicador.

Ahí está.

Me desconecto del mundo y conecto el dispositivo. Hojeo la lista de llamadas, imágenes, lugares visitados. Compruebo las fechas.

Clac. Un mensaje de Rocamora. Clac. Otro. Clac. Otro. Clac. Aparecen a montones, recibidos en los últimos meses. Da la impresión de que el com estuvo desconectado desde el día de su fuga. Clac. Clac.

Cancelar. Cancelar. No quiero leer sus putas amenazas, sus putos lamentos, sus putas súplicas. Borrar. Borrar todo.

Ver vídeos y fotos.

Tres, cinco, diez imágenes, hechas en un mismo lugar, en un momento adecuado: una choza claveteada de tablas, una silueta de canguro pirograbada en un cartel de madera. La jeta de Rocamora. La torre Vértigo, nivel ochocientos. Me reenvío las coordenadas.

Apago su com. Aguanta, Jesús.

Hablaremos en cuanto llegue.

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