Futu.re

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VI. El encuentro

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VI

El encuentro

Antes de lanzarme a la arena con leones enfurecidos por mi tardanza, me maceran en la angosta jaulita de un lentísimo ascensor.

No hay oxígeno. Las ideas, mezcladas con sudor, se pegan.

No es tan grave que me hayan fichado en los baños. Estoy en números rojos, pero por poco tiempo. Las normas básicas son para las personas básicas, así me dijo el señor Schreyer. Una infracción del código puede compensar otra. Menos por menos es igual a más. Todo lo que necesito hacer es cumplir su encargo. Cortar la cabeza a un par de bellacos. El historial de mi crédito enseguida mejorará. En todas las épocas, a los héroes se les han perdonado pequeños abusos, como hurtos y violaciones, pero yo tan sólo intenté salvar a una persona. Para mí, claro, es una lección: no tendría que haberme metido. Hay que dedicarse a lo que mejor te sale. Cortar cabezas. Nada de despistes. Rocamora con su tipa… Me froto las manos.

Estoy hirviendo por dentro, como si tuviera mi primera cita.

No he visto al Quinientos tres desde que salí del internado. Y muchas de las cosas que he hecho desde entonces las he hecho pensando en él. Boxeo. Lucha libre. Armas. Algunos ejercicios mentales.

¡No puedo tenerle miedo! Desde que nos vimos por última vez, he crecido y me he embrutecido. Y sin embargo siento escalofríos: pensar en el Quinientos tres es como recibir una descarga de táser en todo el morro.

Incluso el ataque se me pasa más rápido. El odio es el mejor antídoto contra el miedo.

¡Tilín! Hemos llegado.

Entro en la recepción de una empresita de mala muerte. Los techos son de dos veinte como mucho, apetece agacharse. Focos demasiado fuertes y blancos que me recuerdan la sala del internado. El mostrador de la secretaria lleva un logotipo hortera y difícil de memorizar: escudos, blasones, oro, y todo eso impreso sobre una pegatina barata. Una mesilla con revistas y un ikebana artificial. Alrededor de él, sofás para la clientela, hundidos y deshilachados.

Está lleno. Ni un hueco libre. En los sofás se hacinan los clientes. Uno podría alegrarse por la empresa —¡cuánto éxito tienen sus misteriosos servicios!— si la secretaria no estuviese tumbada debajo de la mesilla con un harapo en la boca. Y si los clientes no fuesen todos iguales, como hermanos gemelos. Parecidos unos a otros y, a la vez, al Apolo de Belvedere.

Túnicas negras, capuchas subidas. Botas pesadas en los pies. Las manos arañadas, algunas enguantadas.

Me reciben nueve pares de ojos. Las miradas son frías, cortantes, punzantes. Dos se levantan de un salto con las manos en los bolsillos. Por lo visto, aquí nadie me conoce… Excepto uno. ¿Cuál de ellos?

Dos empiezan a rodearme. Antes de que se produzca un malentendido, pronuncio:

—Olvida la muerte.

Expectantes, se paralizan.

Meto la mano en mi bolsa, saco la careta y me la pongo. No soy de su equipo; pero puede que sean cada uno de un equipo diferente y se hayan reunido aquí para esta única operación. Con la máscara puesta me reconocerán. Pero ¿me van a obedecer?

—Olvida la muerte —suenan a coro las nueve voces.

Se me pone la piel de gallina. Siento que soy la pieza importante que le faltaba a este mecanismo puesto a punto, engrasado, infalible. Ahora, con un suculento chasquido, me he encajado en mi sitio y la máquina ha cobrado vida. Tal vez me equivocaba pensando que Basil era irreemplazable. Soy una cabeza cortada que, en cuanto la han acercado a un cuerpo ajeno, se ha adherido al cuello. Todos somos partes de un todo enorme, partes de un organismo infinitamente sabio y poderoso. Y todos somos reemplazables. En eso consiste nuestra fuerza.

—Infórmenme —ordeno con severidad mientras recorro con la mirada mi nueva sección.

Si no me he equivocado y es la operación que se me ha encomendado, estarán esperando a su jefe. En este caso me informarán con exactitud sobre la situación y no se burlarán de mí.

Además, uno de ellos es mi enemigo. Un órgano afectado por el cáncer. Pero ¿quién? Sin una biopsia no se sabe.

¿Y sabría el Quinientos tres a quién le tocaba sustituir en esta redada? ¿Estaría esperando nuestro encuentro igual que yo? ¿Le habrán puesto la misma condición que a mí: o él, o yo? ¿O para él mi aparición aquí es una sorpresa?

¿O quizá no ha tenido suficiente con los treinta segundos que he tardado en ponerme la careta para reconocerme?

Yo lo recordaré el resto de mi vida, pero a él le costará olvidarme también. He cambiado desde entonces, pero siempre tenemos a alguien a quien somos capaces de reconocer siempre, bajo cualquier maquillaje.

—Hemos llegado hace media hora —truena un grandullón—. Rocamora se encuentra en este nivel, a medio kilómetro de aquí. No queríamos empezar sin usted. Los tenemos vigilados. Tenemos unas cámaras allí. No sospechan nada.

No es el Quinientos tres. No es su estatura, no es su entonación. No es su aura.

Apruebo con una inclinación de cabeza. Por lo menos sé a ciencia cierta adónde he llegado y para qué.

—De dos en dos.

—¡De dos en dos! —brama el grandullón.

En nuestra sección yo repetía las órdenes de Ele, porque yo era su mano derecha. Pero el Quinientos tres, aunque me lo han prometido de suplente para esta operación, está callado. En su lugar interviene este forzudo. Deberían presentarse uno por uno, pero no hay tiempo.

Los demás forman fila en un instante. Yo esperaba que al Quinientos tres lo fuera a delatar su vagancia, su abulia aparatosa —¿cómo iba a obedecerme?—, pero ninguno de ellos destaca en nada.

—A paso de carga.

—¡A paso de carga!

Se abre una puerta e irrumpimos en un almacén lleno de productos extraños cubiertos con unas fundas. El comunicador azuza, indicándonos la dirección. Otra puerta —¡golpe!—, entramos en una oficina. Varias chicas vestidas de ejecutivas se apartan chillando. Un vigilante uniformado se levanta de su sitio. El grandullón, que camina a mi derecha, le apoya la manaza sobre la cara y lo vuelve a arrojar al asiento. Topamos con el despacho del director. «Adelante», indica el comunicador con seguridad. Irrumpimos, sin preámbulos echamos al pasillo a su habitante, un chaval gordo con caspa sobre los hombros. Detrás de su mesa hay una cortina. Al otro lado, una habitación para el ocio: sofá-cama, calendario con tetas tridimensionales, armario empotrado.

—Armario.

En un segundo y medio lo desmontan; detrás de las perchas con trajes llenos de caspa, hay una puertecilla. Otra vez un pasadizo, inhóspito y oscuro, atravesado por unos chorros de aire frío y pútrido; el techo es de unos dos metros de alto. Daniel aquí se quedaría atascado. Muy a lo lejos parpadea una bombillita, la única que hay para todo ese espacio.

Corremos por el pasadizo como un ciempiés salido del infierno; nuestras pisadas suenan sincronizadamente. Al final, el comunicador nos ordena que paremos. Hay puertas, puertas y más puertas, todas diferentes: pequeñas, grandes, metálicas, de plástico, forradas de carteles con caras desconocidas y pegatinas políticas.

Restos de una bicicleta estática, sillas rotas, un maniquí con sombrero de mujer. El comunicador cree que estamos en el sitio correcto.

—Aquí.

Una puerta forrada de piel artificial. Un timbre, un perchero vacío, un espejo con marco de madera tallada. Uno de los nuestros tapa la mirilla con un trozo de cinta aislante negra. Dentro se oyen balbuceos sordos. De antemano siento odio hacia los habitantes de ese cubo, los desprecio como clase.

—Asalto —susurro.

Táseres en ristre, linternas encendidas. Me doy la vuelta y observo a mi sección. Busco debajo de las caretas aquellos ojos verdes. No los veo: las ranuras están llenas de sombras, están vacías. Las mías también.

Tumbamos la puerta, entramos como un huracán.

—¡Olvida la muerte!

—¡¡¡Olvida la muerte!!!

No es un cubículo, sino un piso en condiciones. Estamos en un vestíbulo con varias puertas que conducen a otras habitaciones. La mitad del espacio está ocupada por una pantalla en la que se proyecta un noticiario. El corresponsal nos muestra un desierto, tierra muerta y agrietada, una jauría de mamarrachos sucios y andrajosos montados en armatostes antediluvianos con cuatro ruedas. Unas banderas rojas…

—Estas personas están al límite de la desesperación —dice el reportero.

Nadie le hace caso, el vestíbulo está vacío. La sección se divide entre las habitaciones. Me quedo a la entrada.

—¡Aquí están!

—¡Ya la tengo!

—¡Traedlos aquí! —grito.

Del retrete sacan a un tipo con los pantalones bajados; del dormitorio a una chica con cara de sueño y en pijama; es cierto, se le nota un poco la barriga, no es demasiado llamativa, pero suficiente para ser notada por un profesional. Los ponen a los dos de rodillas en medio del vestíbulo.

Rocamora no parece un terrorista, tampoco se parece a sus fotos. Dicen que tiene mucha maña para aplicarse parches de silicona y maquillaje; en un cuarto de hora es capaz de fabricarse una cara nueva. Por eso todos los sistemas fallan al intentar identificarlo. Es un chaval muy joven, de pelo castaño y ondulado peinado hacia atrás. Tiene la nariz fina y prominente, una barbilla grande, pero no demasiado respingona. Quién sabe si esta nariz y estos labios son suyos; pero sus rasgos —atractivos e imponentes— me resultan familiares. Se parece a alguien que conozco, pero no puedo entender a quién, puesto que la similitud es fugaz y apenas perceptible.

Su chica tiene el pelo trigueño claro recortado por los hombros, un flequillo oblicuo y la piel mate. Es muy delgada, el pijama le queda apretado. Los ojos son de color canela muy claro, las cejas finas y separadas; lleva el rímel corrido. Lo primero que viene a la cabeza es la fragilidad. Da miedo tocarla, parece que se puede romper. Ella también me recuerda muchísimo a alguien. Una sensación peculiar e inesperada. Quizá sea un simple déjà vu. Qué más da.

A ver.

Ahora hay que matarlos de alguna forma.

—¡¿Qué ocurre?! —se indigna el chaval, subiéndose precipitadamente el pantalón—. ¡Es propiedad privada! ¿Quién le ha dejado…?

Una indignación muy natural. ¡Buen actor!

La chica, completamente petrificada, permanece en silencio, cubriéndose el vientre con las manos.

—¡Voy a llamar a la Policía! Ahora mismo…

Uno de nosotros le pega con el dorso de la mano en la cara. Rocamora se calla, sujetándose la mandíbula.

—¡Nombre! —grito.

—Wolf… Wolfgang Zwiebel.

¿Rocamora? ¿No nos habrá traído el comunicador a un lugar equivocado? Agarro su brazo y le pincho la piel con el escáner. Suena la campanilla.

«No se han encontrado correspondencias en la base de datos», dice el escáner con la voz de siempre, como si nada.

—¿Quién eres? —pregunto—. ¡La madre que te parió, no estás en la base de datos de ADN! ¡¿Cómo lo has hecho?!

—Wolfgang Zweibel —repite el chico con dignidad—. No tengo ni idea de qué pasa con su aparatito, pero eso no tiene nada que ver conmigo.

—¡Vale! ¡Comprobaremos a tu señorita! —Pincho con el escáner a la chica: ¡tilín, tilín!

«Annelie Wallin Veintiuno P —informa el aparato—. Presenta embarazo no registrado».

—Cuadro hormonal. —Intercepto su mirada, no dejo que la desvíe.

«Gonadotrofina coriónica elevada. Progesterona elevada. Estrógenos elevados. Resultado positivo. Embarazo detectado». El escáner lee el veredicto.

Habría que hacerle también una ecografía, pero no tengo ecógrafo. Ninguno de nosotros tiene.

La chica se agita, pero la estrujan contra el suelo.

Todo va sobre ruedas. Estamos actuando como un equipo, como un todo, como un mecanismo perfecto; ¿tal vez el Quinientos tres no está aquí? ¿Es posible que —sabiendo que no voy a querer cederle nada, ni siquiera la capucha de verdugo— lo hayan utilizado para instigarme?

—¡¿Por qué no me has dicho nada?! —exclama con voz ronca Zwiebel-Rocamora.

—Yo no… No sabía… Pensé… —balbuce ella.

—¡Vale! ¡Se acabó el espectáculo! —intervengo—. ¡Con esa barriga ya llevarás tres meses pensando! Habéis infringido la Ley de la Elección y lo sabéis mejor que nadie. Según la Ley, se os concede la oportunidad de elección, que tenéis que hacer ahora mismo. Si decidís conservar a vuestro hijo, uno de vosotros tiene que renunciar a su inmortalidad. La inyección se efectuará en el acto.

—Está hablando como si estuviera seguro al cien por cien de quién es el padre —observa Zwiebel con tranquilidad—. Sin embargo, no es así. Falta comprobarlo.

La chica se pone como un tomate, lo mira ofendida, incluso indignada.

—No tenemos tiempo para el análisis de ADN del feto. En cambio, sabemos con exactitud quién es la madre —afirmo—. Si usted renuncia a la paternidad… ¡Inyector! —le ordeno al forzudo.

Todo transcurre según el procedimiento. Según las reglas. Va sobre ruedas.

Sólo hay un problema: nada de esto me conduce a la situación adecuada. Rocamora y su amiga tienen que oponer resistencia y ser asesinados. ¿Qué hago mal? ¿O qué es lo que no hago?

—No tenemos inyector —me susurra al oído el grandullón.

—¡¿Cómo que no tenemos inyector?! —Alguien me raspa las tripas por dentro con un cuchillo—. ¡¿Por qué diablos no tenéis inyector?! —Lo empujo a un rincón.

—La Ley prevé otra opción. —No hay nada que inmute a Zwiebel; éste, por cierto, está arrodillado delante de nosotros, con el culo al aire y, con voz de abogado y mucho descaro, cita de memoria—: La Ley de la Elección, punto diez A. «Si, antes de la semana veinte del embarazo, ambos padres toman la decisión de abortar e interrumpen el embarazo no registrado en el Centro de Planificación Familiar de Bruselas ante los representantes de la Ley, del Ministerio de Sanidad y de la Falange, quedan exentos de la inyección del acelerador». ¡E incluso si la inyección ya ha sido aplicada, después del aborto el Centro puede administrar una terapia que bloquea el acelerador! Es el punto diez B, ¡lo sabrán mejor que nadie!

La chica sigue callada, pero se agarra la barriga con las dos manos y se muerde los labios. Involuntariamente desvío hacia ella la mirada. No sé por qué, pero pienso que es guapa, aunque el embarazo suele afear a las mujeres.

—Simplemente podemos ir a Bruselas, abortar y pagar la multa. Y ya está, zanjado el incidente.

Eso sí que no me lo puedo permitir ahora: zanjar el incidente. Del cursi y ridículo final feliz, que acaba de vislumbrarse, de alguna forma tengo que conducir al conejito perdido hasta el matadero.

—Si no hay, pues, no hay. Esos chismes los tiene que tener el jefe de sección —se justifica el forzudo—. El inyector, las pastillas y todo el rollo.

Es verdad. En nuestra sección el botiquín siempre lo tiene Ele. Pero a mí no me lo ha entregado nadie. ¿Será porque esto es una redada un tanto especial?

—Estás dispuesta a abortar, ¿verdad, Annelie? —le pregunta Zwiebel.

Ella no contesta. Luego, de un tirón, levanta la barbilla y después, con la misma dificultad y superándose a sí misma, la baja. Es un sí.

—Trato hecho, entonces. Creo que tenéis por ahí unas inyecciones para el primer trimestre, ¿no?

—Veo que estás enterado, ¿eh, Zwiebel?

Es un terrorista, me digo a mí mismo. No es el amabilísimo Zwiebel, sino Jesús Rocamora, el individuo más buscado en toda Europa, uno de los pilares del Partido de la Vida. Son él y sus coleguillas los que se disponen a volar por los aires la torre Octaedro junto con los jardines de espejos, con los chicos —como se llamen— y todo eso… «¡Provócame, canalla! ¡Pégame! ¡Intenta escapar! ¡Aunque ni siquiera necesito un motivo para estrangularte!».

¿Le doy una patada en la cara? He leído no sé dónde que las heridas abiertas y la sangre atraen no sólo a los tiburones, sino también a los cerdos; éstos se vuelven agresivos y atacan a los dueños, sobre todo si tienen hambre. Yo tengo hambre.

—Soy abogado —responde el piojo con tacto—. Es evidente que me oriento en temas de legislación.

¿Y si no son ellos? ¿Si ha habido un error? ¡¿Por qué no está en la base de datos?!

Me callo. El conejito se ha despistado y se está dando golpes contra la pared. La chica gimotea, pero no llora. Los Inmortales me están mirando. Van pasando los segundos. Sigo callado. Algunos de los chavales empiezan a cuchichear y a patear el suelo. El conejillo se agazapa sobre el suelo: ya está, se ha metido en un callejón sin salida y no tiene ni idea de cómo salir.

—Hay que acabar con ellos —dice de repente una de las caretas—. El tiempo es oro.

—¿Quién ha dicho eso?

Silencio.

—¡¿Quién lo ha dicho?!

La misión es secreta. Dudo que Schreyer fuese invitando a todos, uno por uno, para encandilarlos. Aparte de mí, aquí sólo hay una persona que sabe cómo tiene que acabar. Al que han mandado aquí para ser mi sombra. Cuya tarea es cubrirme.

—Sé lo que tengo que hacer, ¿vale?

—¿Qué…? ¿Qué significa todo eso? —Zwiebel empieza a abrocharse rápidamente los pantalones— ¿«Acabar»? ¡¿Entiende lo que está diciendo?!

—No te preocupes tanto. —Le doy unas palmaditas en el hombro—. Sólo es una broma.

Por fin logra dominar sus pantalones.

—Levántate. —Lo agarro por debajo de las axilas—. Vamos a dar una vuelta.

—¡¿Adónde se lo lleva?! —grita la chica, intentando ponerse de pie.

Una de las caretas patea a la chica en la barriga. Ella se atraganta con sus preguntitas. «Es demasiado», pienso. Una patada en la barriga es demasiado.

—¡Yo me encargo de todo! —grito—. ¡No os metáis!

Lo saco a aquel pasadizo oscuro por el que accedimos al piso. Cierro la puerta de golpe, que milagrosamente se sigue sosteniendo sobre las bisagras después de nuestro asalto.

—¡No se atreva! ¡No tiene derecho!

—¡A la pared! ¡De cara a la pared!

—¿Por qué? ¡Va en contra del Código! —me sermonea Zwiebel, pero se da la vuelta obedientemente.

Así. Si no le miro a los ojos, cuesta mucho menos.

—¡Cállate! ¡¿Crees que no sé quién eres?! ¡El Código no es para la gente como tú!

No responde.

¿Ahora qué? ¿Lo estrangulo? ¿Lo tumbo al suelo, le pongo los dedos en el cuello y aprieto, aprieto hasta romperle la nuez; dejo caer sobre él todo mi peso para que no se me escape, mientras se retuerce, se ahoga y agita las piernas convulsivamente?

Me miro las manos.

Levanto una y le pego en la oreja. Zwiebel se derrumba, luego, no sin gran esfuerzo, se pone a gatas y, por fin, se sienta reclinándose sobre la pared. No se resiste, ni siquiera lo intenta. Cabrón.

—¿Y qué sabes de mí, pues? —dice con una voz diferente, ajena, cansada.

—Todo, Rocamora. Te hemos encontrado.

Me mira de abajo arriba. Me estudia, pensativo.

—Quiero entregarme a la Policía —pronuncia al final con mucha calma.

Me quedo callado, un segundo, cinco, diez.

—¡Le exijo que llame a la Policía!

Niego con la cabeza:

—Lo siento.

—Estoy en busca y captura. Prometen una buena recompensa. Cualquiera que me pueda detener está obligado…

—¿Acaso no lo entiendes…? —interrumpo.

No termina la frase, me mira a la cara, palidece.

—O sea… ¿Va en serio? ¿Han decidido eliminarme?

No le respondo nada.

—¿Y cómo…? ¿Cómo piensa hacerlo?

No lo sé ni yo.

—Es absurdo… —Agita la cabeza y, no sé por qué, sonríe.

Yo también sonrío.

El locutor de noticias de repente sube la voz y empieza a hablar con mayor nitidez:

«¡La esperanza de cambios se la quitaron hace siglos! ¡¡Pero ahora la gente no piensa seguir aguantándolo!! ¡¡¡Emprenden la lucha bajo la misma bandera que ondeó aquí hace cuatrocientos años!!!».

El volumen aumenta con cada palabra. ¡¿Qué demonios?! ¿Se han quedado sordos o qué? ¿Qué tiene de interesante ese reportaje puñetero del tercer mundo?

«VOLVEREMOS A EMITIR EL DOCUMENTAL DE RUSIA DENTRO DE UNOS MINUTOS. TENEMOS NOTICIAS URGENTES —me grita el locutor justo en el oído; a los que están dentro del piso les debe de reventar los tímpanos—. EN LOS JARDINES DE ESCHER ESTÁN BUSCANDO UNA BOMBA».

Me parece que, en las pausas entre sus palabras, me llega a los oídos algo… Una especie de barullo, ajetreo o algo así… Maullidos…

«LA AMENAZA DE DESTRUIR LOS FAMOSOS JARDINES JUNTO CON TODOS SUS VISITANTES FUE RECIBIDA HACE UNA HORA. —Un chillido—. AL MENSAJE SE ADJUNTA UN TAL MANIFIESTO DE LA VIDA, LO CUAL NOS HACE PENSAR QUE LA AUTORÍA RECAE SOBRE…».

Chillidos. Oigo chillidos claramente.

—Sobre los chivos expiatorios. —Rocamora se ríe.

«EL GRUPO TERRORISTA PARTIDO DE LA VIDA», lo interrumpe el locutor.

—¡Cállate!

«AHORA EN LOS JARDINES SE ENCUENTRAN VARIOS MILES DE PERSONAS. HA EMPEZADO LA EVACUACIÓN, PERO MUCHOS TODAVÍA CORREN PELIGRO».

—¡Por favor! —La vocecilla de la chica; y otro jirón de quejido—: ¡Por fav…!

—¿Has oído? —Rocamora se agita.

«SEGÚN LA INFORMACIÓN QUE ACABAMOS DE RECIBIR, LOS TERRORISTAS EXIGEN ABOLIR LA LEY DE LA ELECCIÓN».

Un gemido. Ahogado, parecido a un mugido. Y risas.

—¡¿Qué es?! ¡¿Qué está pasando?! —Rocamora trata de levantarse, pero enseguida recibe un gancho en la barbilla—. ¡Asesinos! ¡Pero qué…!

—¡Quieto, mierda! ¡¡¡Siéntate!!!

Lo dejo noqueado en el suelo, giro el pomo y empujo la puerta…

Un círculo de figuras negras. Dentro del círculo, la chica. Blanca, desnuda.

La han puesto a cuatro patas. Tiene las manos atadas detrás de la espalda. Está inclinada hacia delante, con la mejilla apoyada sobre el suelo. El pijama roto, lleno de manchas rojas, está tirado en el suelo. Tiene los dientes clavados en el cinturón de uniforme que le atraviesa la boca entreabierta a modo de riendas. Así solo puede mugir. Y muge con desesperación; pero no se le entiende nada.

«LES OFRECEMOS LAS ÚLTIMAS IMÁGENES. NO HAY TRENES SUFICIENTES PARA LA EVACUACIÓN. SE ESTÁ FORMANDO UNA AVALANCHA».

La multitud se agita bajo los árboles colgantes. Por un momento me parece que veo a Julia, pero enseguida la borran otras caras desfiguradas por el miedo.

«LA BOMBA AÚN NO HA SIDO LOCALIZADA. NUESTRO REPORTERO ESTÁ TRABAJANDO EN EL LUGAR PONIENDO EN RIESGO SU VIDA. EN CUALQUIER MOMENTO TODO PUEDE CONVERTIRSE EN UNA TRAGEDIA».

El círculo negro avanza, se va cerrando alrededor de la chica.

Dos tipos de túnicas negras se ponen de rodillas delante de ella, la sujetan de los hombros, le tapan la boca con la punta de una bota. Le levantan la cara y se la apoyan en el regazo, se hurgan en la bragueta… Por detrás, casi tumbado sobre su espalda desnuda y torciéndole los brazos, se sacude el tercer encapuchado, clavando en ella su carne con movimientos bruscos y crueles. Con cada golpe la boca amordazada de la chica se abre más y más, se desgarra, como si el violador estuviera atravesando el cuerpo de su víctima con algo invisible, pero sucio, repugnante, y ella intentara expulsarlo de sí.

Los demás sólo observan, pero algunos ya se están tocando, preparados para tomar el relevo.

—Así no disfruta. ¡Métele el puño otra vez, anda!

La chica serpentea como una lombriz ensartada en un anzuelo.

El violador, como si no tuviera suficiente con el sufrimiento de la chica, le levanta más aún los brazos atados. Su mano derecha está manchada de rojo. Sigue con la careta puesta, pero la capucha se le ha caído de tanto afanarse. Doy un paso hacia delante.

—¡Basta! —ordeno, pero no me oyen.

«¿QUIÉN SERÍA CAPAZ DE SACRIFICAR MILES DE VIDAS INOCENTES POR UNA IDEA DESCABELLADA?».

Un paso más. Otro.

Una sien. Pelo negro e hirsuto. Se agita al compás. Debajo… un muñón enroscado y rojizo, un agujero, un trozo de lóbulo… Le falta una oreja.

Me meto en ese conducto auditivo, como en un agujero negro, atravieso el espacio, el tiempo…

El conducto me escupe y aparezco en un huevo sin salida, en una sala de cine, entre dos filas de asientos, envuelto en una sensación fría y aplastante, como cemento líquido, una sensación de que me va a pasar algo asqueroso, horrible, irreparable…

Yo aquella vez pude escapar, pero ella…

Le miro a los ojos… Tiene una mirada… Hay canales de televisión que sólo transmiten antiguos programas de naturaleza salvaje. A algunos los tranquilizan. En uno de ellos vi cómo un guepardo caza un antílope. Se le tira al cuello, se le tumba encima, le tuerce la cabeza hacia un lado, le rompe las arterias… El cámara voyerista se va acercando al animal moribundo. Le enfoca los ojos. Están llenos de sumisión. Resulta raro verlo. Después se van apagando, se convierten en plástico…

Ella me hipnotiza.

No puedo dejar de mirarla. Empiezo a arder por dentro, en los oídos retumban enormes tambores japoneses, quiero intervenir, pero no consigo salir del estupor; de mi pecho sale una especie de bramido gutural. No oigo la voz histérica del locutor, no veo la proyección…

De pronto, ella dirige hacia mí sus pupilas. Y no es sumisión lo que veo, sino sufrimiento, eso es. Cierra los ojos…

«A MÍ, IGUAL QUE A TODOS NOSOTROS, ME COSTÓ ENCONTRARME EN ESTE MUNDO —confiesa una tipa—. A MÍ, IGUAL QUE A TODOS, ME PARECÍA QUE EL DESTINO ESTABA SIENDO CRUEL CONMIGO. Y QUE MI EXISTIR NO TENÍA SENTIDO. PERO YA SE ACABÓ».

Recuerdo. Lo recuerdo todo. Me faltaba aire; recuerdo cómo su miembro se me clavaba en la espalda; recuerdo cómo me falló la vejiga.

Ni siquiera camino, sino que aparezco junto a ellos sin darme cuenta, lo cojo de la melena hirsuta, tiro con todas mis fuerzas, lo aparto de ella.

—Tú… Tú…

«PORQUE AHORA TENGO ILUMINACIÓN. ¡ILUMINACIÓN: PASTILLAS QUE DAN SENTIDO A TU VIDA. SIN RECETA!».

—¡Apagad esa mierda!

Por fin alguien baja el volumen.

—¡¿Qué cojones está pasando aquí?! —Me ahogo, no me pasaba desde que salí del internado—. ¡Malditos animales! ¡¿Qué coño…?!

—¿Y qué? De todas formas a la piba tenemos que cargárnosla. ¡Es igual! —se encabrita el mutilado al levantarse del suelo—. ¿Qué más te da? No todos los días toca un festín así.

—¡Basta! ¡¡¡Basta!!!

—Mejor dedícate a lo tuyo… —sisea—. ¿Adónde vas? Todavía no hemos terminado… —Coge de la pantorrilla a la chica, que solloza—. Espérate, te va a encantar…

—Tú…

—Ya hablaremos —me promete ese bastardo.

Me han quitado el aire, me han dejado mudo, me han llenado de sangre negra, enriquecida con rabia, y me han inyectado una sobredosis de adrenalina.

Bzzzzzzz… Bzzzzz…

—¿Qué haces? —pregunta con asombro el bigardo, mi mano derecha en esta sección—. ¡¿Qué has hecho, eh?!

Lo que he hecho ha sido descargarle el táser a ese bastardo en el cuello. Y lo hago otra vez.

El Quinientos tres convulsiona en el suelo. Tiene la careta llena de vómito, por las ranuras se ve el blanco de los ojos. Por primera vez, después de tantos años, le miro a los ojos… y él no puede devolverme la mirada. Le encajo una patada en el estómago.

—¡Aquí mando yo! ¡¿Entendido?! ¡Yo soy el jefe! ¡Este hijo de puta no me obedecía!

Y lleno los pulmones de aire, bombeo, bombeo. Procuro respirar.

Me doy cuenta de que afuera he dejado a Rocamora con la mandíbula desencajada.

—¡A la tía ni la toquéis! Yo la… Yo me encargo, ¡¿entendido?! ¡Ya vuelvo…!

Rocamora ha vuelto en sí y está hurgando entre harapos amontonados junto a la entrada. Ni siquiera me hace caso cuando salgo al pasadizo.

—¿Qué has perdido ahí?

Saca la mano del montón y me encañona con una pistola. Eso, claro está, no son cosas de abogados.

—¡¿Qué le han hecho?!

—Tranquilo… Los chicos se han pasado un poco, pero ya está todo controlado. —Saco hacia delante una mano abierta y señalo la pistola con la cabeza—. ¿Es de verdad?

—Cállate —me dice en susurro—. Si dices algo más, te pego un tiro.

Me zambullo, le intercepto la muñeca y la retuerzo… ¿Disparo? No, silencio; luego el hierro cae al suelo con un ruido sordo. Aparto a Rocamora de un empujón y recojo la pistola. No tiene ni nombre ni número. Tiene pinta de artesanal. A este imbécil ni se le ha ocurrido quitarle el seguro. Bravo.

—Es un regalo para ti. —Rocamora se pone de pie, respirando con dificultad—. Con la pistola va a ser más fácil…

—Más fácil ¿qué?

—Todo. Aprieta el gatillo… Te lo pongo en bandeja. Seguro que no querías mancharte las manos. Pero apártate un poco… por si salpica.

—No pasa nada… —Quito el seguro con un chasquido—. Me mancho, pero, a lo mejor, hago el mundo más limpio.

—Más limpio… ¿En serio piensas así? —dice con una sonrisa quebrada.

—Eres un asesino. Todos sois asesinos. Tus esbirros han puesto una bomba en los Jardines de Escher…

—¡No me hagas reír! ¡No hay ninguna bomba! —Hace un gesto para mostrar que estoy diciendo insensateces—. Por supuesto, la van a encontrar… Aunque antes les dará tiempo a desactivarla.

—¿Qué?

—¡Tus superiores están trazando un pase calculado! —Ahora se ríe de verdad, con malicia y desaliento.

—¿Mis superiores?

—¿Acaso no entiendes? Soy la causa de todo esto.

—¡Desde luego!

—Incluso si me apiolan los Inmortales, se armará un escándalo. Los periodistas lo descubrirán todo. Primero en las noticias sacarán mis intervenciones, luego a mí metido en un saco. Los defensores de derechos os descubrirán. Vuestro partidito las pasará canutas durante las elecciones. Incluso, a lo mejor, tendrá que dejar el ministerio. Tenemos un problema. Hay que hacer algo.

—Hay que hacer algo —admito; estiro el brazo con la pistola y se la apunto en la frente.

—¡Y aquí está el Partido de la Vida para ayudaros! Un par de horas antes de que me asesinen por descuido en una redada, mis compañeros (¡qué listos!) esconden una bomba en los jardines mágicos. Lo hacen para salir en el mismo bloque de noticias donde sacan el comunicado sobre mi muerte accidental. Entonces, en primer lugar, resulta que me la he merecido. En segundo lugar, ¿para qué tenerles pena a esos engendros desalmados? ¡Hay que tratarlos como nos tratan a nosotros! ¿Eh?

—Maldito paranoico…

—«¡Paranoia!», grita la marioneta a la que acaban de hablar sobre un teatro de títeres.

Se abre la puerta, en el pasadizo aparece el bigardo.

—¿Todo bien? Hala…

—Escucha —le digo sin bajar la pistola—. Coge a los demás y marchaos. Yo limpio por aquí. Esto no es asunto vuestro. No sé qué os ha contado el mutilado… Por cierto, llevaos de paso esa carroña.

Por la puerta se asoma otra careta.

—Déjanos echarte una mano —balbuce el grandullón.

—¡He dicho que os piréis! —bramo—. ¡Ya! ¡Este trofeo es mío! ¡¿Entendido?! ¡Y no me lo quitará nadie, ni tú ni el bastardo mutilado!

—¿Qué trofeo? Yo no sé nada de ese asunto —ganguea otro compañero por detrás del forzudo.

—¡Pues vale! —explota éste—. ¡Que le den por el culo! ¡Cogemos a Arturo y nos largamos! ¡Este psicópata que se apañe solo!

Sacan en brazos a ese Arturo suyo, y también mío. Éste cuelga como un enorme muñeco de carne, los dedos se arrastran por el suelo, la bragueta está desabrochada, de debajo de la careta sale un hilillo de baba, apesta a ácido.

Rocamora observa el espectáculo sin inmutarse. Sigue encañonado.

La procesión se aleja y desaparece tras la esquina.

—¿Por qué? —pregunta Rocamora.

—No puedo hacerlo si me miran.

—Escucha… De verdad no somos nosotros. Piénsalo bien. El Partido de la Vida comete una masacre. Eso para siempre nos… Perderíamos toda la confianza. Se lo digo siempre a mi gente. El Partido de la Vida mata… ya no es un partido, sino un oxímoron. Yo nunca… —cacarea él.

—Me importa una mierda tu partido. Vivo en una jaula de dos por dos, ¿entiendes? Tengo que volver ahí todos los días… Apenas puedo utilizar ascensores y me toca vivir en una mazmorra. Eternamente. Y se me presenta esta ocasión. Un ascenso. Unas condiciones dignas.

¿En quién confiamos? ¿A quién nos abrimos? ¿Con quién nos sinceramos más? ¿Con la persona con la que acabamos de acostarnos o con aquel que está en nuestro poder y al que nos disponemos a ejecutar?

—No quieres hacerlo, ¿verdad? ¡Si eres un tío normal! Ahí, debajo de la careta, ¡tienes una cara! Escúchame… Están tramando algo. Nos están persiguiendo. Hemos aguantado tantos años… Claro, nos amenazaban, pero… Y ahora simplemente nos están aniquilando —me dice apresurado.

—Entonces llego a mi mazmorra y no puedo dormir sin somníferos. Pierdo la chaveta. Y encima, las pesadillas esas… Si no me drogo, claro, reviven —interrumpo yo.

—Pero ¿qué hemos hecho? ¿Qué os hemos hecho? ¿Escondemos a los que no se quieren separar de sus hijos? ¿Encubrimos a los infractores? ¡Nos tacháis de terroristas, pero somos el ejército de la liberación! Tú no lo vas a entender, claro… ¡Y no es que tengas que sacrificar la juventud por tu hijo! ¡No es ése el problema! ¡El problema es que te mueres antes de que crezca! ¡Que lo dejas solo! ¡Que tienes que despedirte de él! ¡Eso es lo que teme la gente! —Se enciende más y más, se enajena.

—¡Y vosotros encubrís a esos malditos cobardes! ¡Habría que esterilizarte a ti y a todos! Tarde o temprano, os encontramos. ¡Y sabes perfectamente qué ocurre con los niños requisados! Dices que tenéis buen corazoncito, ¿no? ¡A esos bastardos más les vale no nacer siquiera, para no ver aquello!

—¡No lo inventamos nosotros! ¡Son vuestras leyes! ¡¿Quién fue aquel rastrero que nos obligó a elegir entre nuestra vida y la de nuestros hijos?!

—¡Cállate!

—¡Tus superiores! ¡Son ellos quienes os mutilan! ¡Son ellos quienes nos dan caza! Puedes darles las gracias. Por tu infancia. Por que nunca vas a tener familia. Por que ahora la voy a palmar. ¡Por todo!

—¡¿Qué sabes tú de mi infancia?! No sabes nada. ¡Nada!

—¡¿Ah, no?! ¡¿Crees que no sé nada?! —dice con exasperación.

—¡¡¡Cállate!!!

Cierro los ojos con fuerza.

Aprieto el gatillo.

Lo último que he visto son sus ojos. Ojos ya conocidos. Tengo la sensación de haberme enfrentado antes a esa mirada… ¿Dónde? ¿Cuándo?

Un chasquido seco. El silenciador.

De una vez, he expulsado de mí todo lo que me colmaba, me inflaba, me saturaba por dentro. Como si me hubiera corrido.

No ha habido ruido de cuerpo desplomado.

¿No ha habido disparo?

¿Se ha encasquillado? ¿Cargador vacío? No sé. No importa.

He descargado toda mi rabia, todas mis fuerzas, todo el ímpetu que estaba guardando para el asesinato. Lo he gastado todo en este disparo fallido.

Abro los ojos.

Rocamora está delante de mí y también tiene los ojos apretados. Una mancha oscura se extiende por su pantalón. Ya no estamos acostumbrados a la muerte, ni el condenado ni el verdugo.

—Creo que ha fallado —digo—. Abre los ojos. Da un paso atrás.

Obedece.

—Otro.

—¿Para qué?

—Otro.

Retrocede despacio, se va alejando sin quitar la mirada de la pistola, que le sigo apuntando justo en la frente.

No puedo volver a matarlo. No tengo valor.

—Pírate.

Rocamora no me pregunta nada, tampoco me pide nada. Se da la vuelta. Sabe que no me atreveré a dispararle a la espalda.

En un minuto desaparece en la oscuridad. Me cuesta doblar el brazo entumecido. Compruebo el cargador: está completo. Me apunto en la sien. Una sensación extraña. Asusta lo fácil que es, en realidad, interrumpir la inmortalidad de uno. Juego con eso: tenso el dedo índice. Sólo tengo que desplazar el tirador un par de milímetros y se acabó.

En el piso se oye un quejido.

Bajo el brazo y, tambaleándome, entro.

Todo está patas arriba; los armarios, por alguna extraña razón, de par en par. En el suelo brillan manchas de líquido espeso. La chica no está.

Sigo el rastro y la encuentro enseguida. Está en el cuarto de baño, se ha agazapado en el plato de ducha. Al verme, intenta recular y topa con la pared. Todo está embadurnado de rojo: los azulejos, la mampara, sus manos, su pelo; se habrá intentado peinar. Unos pegotes de aspecto horripilante están impregnando de sangre una toalla tirada en el suelo…

Yo estoy destripado, ella está destripada, estamos en una casa destripada. Somos tal para cual.

—Ten… go… Ssangre… He perdi… He pperdido… Mmmás no… Por favor…

—Yo no he sido —intento tranquilizarla como un gilipollas—. De verdad, yo no. No le voy a hacer nada.

«Somos todos iguales para ella», pienso remotamente. Mientras llevamos caretas, somos iguales. Así que, en cierto modo, he sido yo.

Me siento en el suelo. Me quiero arrancar el rostro de Apolo, pero no me atrevo.

—¿Y Wolf? ¿Está muerto?

Qué bien empezaba todo. Me han enviado aquí para liquidar a un terrorista peligroso y eliminar a los testigos de la operación. Para eso han puesto bajo mi mando una sección de Inmortales. Pero resulta que el terrorista es un intelectual baboso; el único testigo, una chiquilla llorona; mi sección, una banda de sádicos pervertidos, y yo mismo, un gallina y un flojo. El terrorista se ha ido a continuar con sus fechorías, mi compañero suplente está en coma y babeando, y la testigo no ha visto nada. Además, acaba de abortar, por lo cual ni siquiera le puedo poner una inyección; y de pegarle un tiro, ni hablar. Hoy no es mi día.

—No.

—¿Se lo han llevado?

—Lo he soltado.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Se ha marchado.

—¿Cómo que se ha marchado? —Parece desconcertada—. ¿Y yo? ¿No vendrá a buscarme?

Me encojo de hombros.

Se aprieta las rodillas contra el pecho y se echa a temblar. Está completamente desnuda, pero parece no darse cuenta. Lleva el pelo enmarañado, pegajoso, que cuelga como carámbanos color escarlata. Tiene los hombros magullados. Los ojos rojos. Annelie. Era una chica guapa hasta que la arrolló una apisonadora.

—Debería ir al médico —digo.

—Pero ¿no tenías que… despacharme?

Niego con la cabeza. Asiente con la cabeza.

—¿Qué crees? —pregunta ella—. ¿Decía en serio lo del ab… aborto?

—No tengo ni idea. Son cosas vuestras.

—Es su hijo —me confiesa Annelie no sé por qué—. Es de Wolf.

Procuro no mirar el amasijo sangriento encima de las toallas.

—Es un terrorista. No se llama Wolf.

—Me decía que quería tener ese hijo.

Los lóbulos de la chica están desgarrados y sangrando. Supongo que llevaría unos pendientes. Tiene los pómulos angulosos; si no fuera por ese detalle, su rostro sería demasiado perfecto, parecería una maqueta tallada por una impresora molecular de altísima resolución. Sus cejas son finas y separadas. Apetece tocárselas, acariciárselas con un dedo…

Las lágrimas corren por encima de la costra que le cubre la cara, se las restriega con los puños.

—¿Cómo te llamas?

—Teo —contesto—. Teodoro.

—¿Podrías marcharte, Teodoro?

—Debes ir al médico.

—Me quedo aquí. Está esperando a que os vayáis todos. No vendrá a recogerme hasta que te marches.

—Sí… sí.

Me levanto, pero despacio.

—Escucha… En realidad, me llamo Yan.

—¿Podrías marcharte, Yan?

Una vez en el pasillo, me acuerdo de que el grandullón me ha dicho que hay cámaras, que todos los accesos al piso están vigilados. Así que, mientras Rocamora y yo decidíamos si le debía volar los sesos o no, alguien estaba viendo el reality show con palomitas en la mano.

Con aquel juguete, donde había que conducir un conejito a través de un laberinto, tuve más suerte. Tras recorrer todos los callejones sin salida y travesías, llegué a la casita. La niña se puso contentísima. Incluso me dio un beso, pero como llevaba la careta, no sentí nada. Luego el equipo especial vino a recogerla.

Y si aquí hay cámaras por todas partes, ¿no da igual a cuál mirar?

Hago una genuflexión, meto la careta en la bolsa y me marcho.

Apaguen las luces. Termina la función.

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